El Distrito Oculto - ✠ Parafarmacia y Farmacia Online | Bienestar Tic Tac Bank
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Películas = Libros. Esa expresión significa, que la película también puede estar en un easy libro. Acá están todos ellos:
LOS JUEGOS DEL HAMBRE. Es el mismo libro de Collins, lo único que tiene todo el arte de la película en la tapa.
Esto es lo que Sam Caflin (Finnick) contó, entre risas, sobre el set de rodaje.
Andan diciendo por todos lados que Josh ya no va a participar en Sinsajo parte I y II por temas de trama, esto es mentira verdad. Es segun quien lo piense.
Quien haya leídos los libros sabe que sin Peeta no hay Sinsajo, Al parecer Sinsajo parte I va a terminar con la parte de muto asqueroso” y la continuación partirá de ahí. Todo se malentendió porque Jen dijo que iba a extrañarlo en las grabaciones porque no aparece. Si recuerdan el libro, Peeta aparece en entrevistas con Caesar sobre la revolución antes de que Katniss acepte ser el sinsajo. asique no se dejen llevar porque es una complete M E N T I R A , para mi.
Josh Hutcherson en el papel del enamoradizo panadero, Peeta Mellark
Ya hace tiempo se estreno la película de la segunda parte de la trilogía de Los Juegos del Hambre.
Como personajes principales, Katniss (Jennifer lawrence), Peeta (Josh Hutcherson) y Gale (Liam Hemsworth). Además hubo un cambio de dirección, ya que Gary Ross se fue de director. Y llegó Francis Lawrence, de quién todo el elenco ha tenido exclamaciones positivas para él:
– Es un gran director”, – Siempre está seguro de lo que hace”, – Con él, la película será un éxito”
Ahora la ficha y el resumen:
RESUMEN:
Contra todo pronóstico, Katniss ha ganado Los Juegos del Hambre. Es un milagro que ella y su compañero del distrito 12, Peeta Mellark, sigan vivos. Katniss debería sentirse aliviada, incluso contenta, ya que, al fin y al cabo, han regresado con su familia y su amigo de toda la vida, Gale. Sin embargo, nada es como a ella le gustaría. Gale guarda las distancias y Peeta le ha dado la espalda por completo. Además, se rumorea que existe una rebelión contra el Capitolio, una rebelión que Katniss y Peeta pueden haber ayudado a encender.
FICHA:
Título alternativo: En llamas
Año: 2013
España: 22 de Noviembre 2013
REPARTO:
Director
Josh Hutcherson en el papel del enamoradizo panadero, Peeta Mellark
_____ 19 _____
Me tapo la boca, pero ya se me ha escapado el grito. El cielo se oscurece y oigo un coro de ranas que empiezan a cantar.
«¡Estúpida! -me digo-. ¡Qué estupidez has hecho!»
Espero, paralizada, a que los bosques se llenen de atacantes, pero después recuerdo que no queda casi nadie.
Peeta, que está herido, es ahora mi aliado. Todas las dudas que pudiera haber tenido sobre él se desvanecen, porque, si alguno de los dos hubiese matado al otro, seríamos parias a nuestro regreso al Distrito 12. De hecho, sé que, de estar viendo los juegos por la tele, habría odiado a cualquier tributo que no intentase de inmediato aliarse con su compañero de distrito. Además, tiene sentido que nos protejamos el uno al otro y, en mi caso (al ser los amantes trágicos del Distrito 12), es un requisito imprescindible si deseo recibir más ayuda de patrocinadores comprensivos.
Los amantes trágicos… Peeta debe de haber estado jugándosela a esa carta desde el principio. ¿Por qué si no habrían decidido los Vigilantes este cambio sin precedentes en las reglas? Para que dos tributos tengan la oportunidad de ganar, nuestro «romance» debe de ser tan widespread entre la audiencia que condenarlo al fracaso pondría en peligro el éxito de los juegos. Y no es gracias a mí, porque lo único que he hecho ha sido conseguir no matar a Peeta. No sé qué habrá hecho él en el estadio, aunque me da la impresión de que ha convencido al público de que ha sido para mantenerme con vida. Sacudió la cabeza para evitar que yo me metiese en la Cornucopia; luchó contra Cato para permitirme escapar; incluso su unión con los profesionales tiene que haber sido una táctica para protegerme. Al closing va a resultar que Peeta nunca ha sido un peligro para mí.
La thought me hace sonreír. Dejo caer las manos y levanto el rostro hacia la luna, para que las cámaras puedan verlo bien.
Entonces, ¿a quién debo temer? ¿A la Comadreja? El chico de su distrito está muerto y ella trabaja sola, por la noche, y su estrategia ha consistido en evadirse, no en atacar. En realidad, aunque haya escuchado mi voz, no creo que haga nada, salvo esperar a que otro me mate.
También está Thresh. Vale, él es una amenaza actual, pero no lo he visto ni una vez desde que empezaron los juegos. Cuando la Comadreja se asustó con un ruido en el lugar de la explosión, no se volvió hacia el bosque, sino hacia lo que hay al otro lado de él, esa zona del estadio que se pierde de vista y llega a no sé dónde. Estoy casi segura de que la persona de la que huía period Thresh y que ése es su dominio. Desde allí no puede haberme escuchado y, aunque lo hiciera, estoy a demasiada altura para alguien de su tamaño.
Eso me deja con Cato y la chica del Distrito 2, que seguramente estarán celebrando la nueva regla. Es la única pareja que queda, salvo Peeta y yo.
¿Debería huir, por si me han oído llamarlo?
«No -pienso-, que vengan.» Que vengan con sus gafas de visión nocturna y sus pesados cuerpos ruidosos, que se pongan a tiro de mis flechas. Sin embargo, sé que no lo harán; si no vinieron a la luz del día guiados por mi hoguera, no se arriesgarán a caer en una trampa nocturna. Cuando vengan, será imponiendo sus condiciones, no porque sepan dónde estoy.
«Quédate aquí y duerme un poco, Katniss -me ordeno, a pesar de que desearía empezar a buscar a Peeta de inmediato-. Mañana, mañana lo encontrarás.»
Consigo dormirme, pero, por la mañana, me comporto con un cuidado extremo, porque, aunque los profesionales podrían dudar en atacarme en un árbol, son muy capaces de montar una emboscada. Me aseguro de estar completamente preparada para superar el día (me tomo un buen desayuno, cierro bien la mochila, preparo las armas) antes de descender. Todo parece tranquilo y sin cambios cuando llego al suelo.
Hoy debo tomar todas las precauciones posibles. Los profesionales sabrán que estoy intentando localizar a Peeta y puede que quieran esperar a que lo haga antes de actuar. Si está tan malherido como cree Cato, me veré en la obligación de defendernos a los dos sin ayuda. Sin embargo, si está tan incapacitado, ¿cómo ha conseguido seguir con vida? ¿Y cómo demonios voy a encontrarlo?
Intento pensar en algo que haya dicho Peeta y que pueda servirme de pista para saber dónde se esconde, pero no se me ocurre nada, así que vuelvo al último momento en que lo vi brillando bajo la luz del sol, gritándome que corriera. Después apareció Cato con la espada en alto y, cuando me fui, hirió a Peeta. Pero ¿cómo escapó? Quizá aguantó mejor que Cato el veneno de las rastrevíspulas. Quizá fuera ésa la variable que le permitió huir. Sin embargo, a él también le habían picado. ¿Cuánto pudo alejarse, estando herido y lleno de veneno? ¿Y cómo ha permanecido vivo todos estos días? Si la herida y las picaduras no lo han matado, la sed tendría que haberlo hecho.
Entonces se me ocurre la primera pista sobre su ubicación: no podría haber sobrevivido sin agua, lo sé por mis primeros días en el campo de batalla. Tiene que estar escondido en un sitio cerca de una fuente de agua. Está el lago, pero es una opción poco probable, teniendo en cuenta que se encuentra demasiado cerca del campamento base de los profesionales. Hay unos cuantos estanques alimentados por el arroyo, pero ahí sería presa fácil. Y está el arroyo, el que sale del campamento donde estuve con Rue, pasa cerca del lago y sigue adelante. Si se ha mantenido cerca del arroyo, habrá podido moverse y estar siempre cerca del agua; podría caminar por la corriente y borrar sus huellas, e incluso pescar algo.
Bueno, en cualquier caso es un buen lugar por donde empezar.
Para confundir al enemigo, enciendo una fogata con mucha leña verde. Aunque piensen que es una artimaña, espero que supongan que estoy escondida por aquí, mientras que, en realidad, estaré buscando a Peeta.
El sol quema la neblina de la mañana casi de inmediato, y me doy cuenta de que hoy va a hacer más calor de lo normal. El agua me resulta fresca y agradable cuando meto los pies descalzos dentro, arroyo abajo. Siento la tentación de llamar a Peeta conforme avanzo, pero decido que no es buena concept. Tendré que encontrarlo usando los ojos y el oído que me queda, pero él sabrá que lo busco, ¿no? Espero que su opinión sobre mí no sea tan mala como para pensar que no haré caso de la nueva regla y me quedaré sola, ¿verdad? Es una persona difícil de predecir, lo que resultaría interesante en otras circunstancias; en este momento, sólo sirve para añadir otro obstáculo.
No tardo mucho en llegar al sitio desde el que partí al campamento de los profesionales. No hay ni rastro de Peeta, aunque no me sorprende, porque he recorrido este lugar tres veces desde el incidente de las avispas. De haber estado cerca, seguro que lo habría sospechado. El arroyo empieza a doblarse hacia la izquierda para introducirse en una parte del bosque que no conozco. Una orilla embarrada y cubierta de plantas acuáticas enredadas lleva a unas grandes rocas que aumentan en tamaño hasta que empiezo a sentirme algo atrapada. Ahora no sería nada fácil escapar del arroyo, ni luchar contra Cato Thresh mientras subo por este terreno rocoso. De hecho, justo cuando acabo de decidir que voy por el camino equivocado, que un chico herido no podría entrar y salir de esta fuente de agua, veo el reguero de sangre que rodea una roca. Hace tiempo que se ha secado, pero las manchas que van de un lado al otro sugieren que alguien (alguien que, quizá, no estuviese en plena posesión de sus facultades mentales) intentó limpiarse la sangre.
Abrazada a las rocas, me muevo lentamente hacia la sangre, buscándolo. Encuentro más manchas, una con unos trozos de tela pegados, pero ni rastro de él. Me derrumbo y digo su nombre en voz baja:
-¡Peeta, Peeta!
Entonces, un sinsajo aterriza en un árbol raquítico y empieza a imitarme, así que lo dejo, me rindo y vuelvo al arroyo pensando: «Tiene que haberse ido más abajo».
Acabo de meter el pie en el agua cuando oigo una voz.
-¿Has venido a rematarme, preciosa?
Me vuelvo de golpe; viene de mi izquierda, así que no lo oigo muy bien, y la voz es ronca y débil, aunque tiene que ser Peeta. ¿Qué otra persona me llamaría preciosa en este lugar? Recorro la orilla con la mirada, pero nada, sólo barro, plantas y la base de las rocas.
-¿Peeta? -susurro-. ¿Dónde estás? -No me responde. ¿Me lo he imaginado? No, estoy segura de que period actual y de que estaba cerca-. ¿Peeta? -Me arrastro por la orilla.
-Bueno, no me pises.
Retrocedo de un salto, porque la voz viene del suelo, pero sigo sin verlo. Entonces abre los ojos, de un azul inconfundible entre el lodo marrón y las hojas verdes. Ahogo un grito y me recompensa con la fugaz visión de sus dientes blancos al reírse.
Es lo último en camuflaje; Peeta tendría que haberse olvidado del lanzamiento de pesos y haberse dedicado a convertirse en árbol en plena sesión privada con los Vigilantes. en canto rodado. en una orilla embarrada llena de malas hierbas.
-Cierra otra vez los ojos -le ordeno. Lo hace, y también la boca, y desaparece por completo. La mayor parte de lo que creo que es su cuerpo está debajo de una capa de lodo y plantas. La cara y los brazos están tan bien disfrazados que resultan invisibles. Me arrodillo a su lado-. Supongo que todas esas horas decorando pasteles han dado por fin su fruto.
-Sí, el glaseado, la última defensa de los moribundos.
-No te vas a morir.
-¿Y quién lo cube? -Tiene la voz muy ronca.
-Yo. Ahora estamos en el mismo equipo, ya sabes.
-Eso he oído -responde, abriendo los ojos-. Muy amable por tu parte venir a buscar lo que queda de mí.
-¿Te cortó Cato? -le pregunto, sacando la botella para darle un poco de agua.
-Pierna izquierda, arriba.
-Vamos a meterte en el arroyo para que pueda lavarte y ver qué tipo de heridas tienes.
-Primero, acércate un momento, que tengo que decirte una cosa. -Me inclino sobre él y acerco el oído bueno a sus labios, que me hacen cosquillas cuando me susurra:- Recuerda que estamos locamente enamorados, así que puedes besarme cuando quieras.
-Gracias -respondo, apartando la cabeza de golpe, pero sin poder evitar reírme-. Lo tendré en cuenta.
Al menos es capaz de bromear. Sin embargo, cuando empiezo a ayudarlo a llegar al arroyo, toda la ligereza desaparece. Está a poco más de medio metro. ¿Tan difícil va a ser? Pues sí, porque me doy cuenta de que no puede moverse ni un centímetro él solo; está tan débil que su única ayuda consiste en dejarse llevar. Intento arrastrarlo, pero, a pesar de que sé que hace todo lo posible por estarse quieto, se le escapan algunos gritos de dolor. El lodo y las plantas parecen haberlo atrapado y, al last, tengo que dar un enorme tirón para arrancarlo de sus garras. Sigue a medio metro del agua, tumbado, con los dientes apretados y las lágrimas abriéndole surcos en la porquería de la cara.
-Mira, Peeta, voy a hacerte rodar hasta el arroyo. Aquí es poco profundo, ¿vale?
-Fantástico -responde.
Me agacho a su lado. Pase lo que pase, me digo, no pararé hasta que esté en el agua.
-A la de tres -le aviso-. ¡Una, dos y tres! -Sólo consigo que ruede una vuelta completa antes de pararme, por culpa de los horribles sonidos que está haciendo. Ahora está al borde del agua, quizá sea mejor así-. Vale, cambio de planes: no voy a meterte dentro del todo -le digo. Además, si lo consigo, quién sabe si después podré sacarlo.
-¿Nada de rodar?
-Nada. Vamos a limpiarte. Vigila el bosque por mí, ¿vale?
No sé por dónde empezar: está tan cubierto de lodo y hojas apelmazadas que ni siquiera le veo la ropa…, si es que la lleva puesta. La idea me hace vacilar un momento, pero después me lanzo. Los cuerpos desnudos no importan mucho en el estadio, ¿verdad?
Tengo dos botellas de agua y la bota de Rue; las apoyo en las rocas del arroyo para que, mientras dos se llenan, pueda vaciar la tercera sobre Peeta. Tardo un rato, pero al final quito el barro suficiente para encontrar su ropa. Le bajo la cremallera de la chaqueta con mucho cuidado, le desabrocho la camisa y le quito las dos cosas. La camiseta interior está tan pegada a las heridas que tengo que cortarla con mi cuchillo y volver a mojarlo para soltarla. Está muy magullado, tiene una larga quemadura en el pecho y cuatro picaduras de rastrevíspula, contando con la de la oreja. Sin embargo, me siento un poco mejor, porque esas cosas puedo arreglarlas. Decido ocuparme primero de su torso, aliviar parte del dolor antes de encargarme de lo que le haya hecho Cato a su pierna.
Como tratarle las heridas no tiene mucho sentido si está tumbado en un charco de barro, lo apoyo como puedo en un canto rodado. Se queda ahí sentado, sin quejarse, mientras le lavo la tierra del pelo y la piel. Está muy pálido a la luz del sol y ya no parece fuerte y musculoso. Le saco los aguijones de las picaduras, lo que le arranca una mueca, pero, en cuanto aplico las hojas, suspira de alivio. Mientras se seca al sol, lavo la camisa y la chaqueta, que están asquerosas, y las coloco sobre las piedras. Después le pongo la crema para las quemaduras en el pecho. Entonces me doy cuenta de lo caliente que tiene la piel. La capa de lodo y las botellas de agua habían ocultado el hecho de que está ardiendo de fiebre. Rebusco en el botiquín de primeros auxilios que le quité al chico del Distrito 1 y encuentro píldoras para reducir la temperatura. Mi madre a veces cede y las compra cuando fallan todos sus remedios caseros.
-Trágate esto -le digo, y él se toma la medicina como un chico obediente-. Debes de tener hambre.
-La verdad es que no. Qué raro, llevo días sin tener hambre -responde Peeta.
De hecho, cuando le ofrezco granso, arruga la nariz y vuelve la cara. Entonces me doy cuenta de lo enfermo que está.
-Peeta, tienes que comer algo -insisto.
-Sólo servirá para que lo devuelva. -Lo único que consigo es obligarlo a comer unos trocitos de manzana desecada-. Gracias. Estoy mucho mejor, de verdad. ¿Puedo dormir un poco, Katniss?
-Dentro de un momentito -le prometo-. Primero tengo que mirarte la pierna.
Con todo el cuidado del mundo, le quito las botas, los calcetines y después, centímetro a centímetro, los pantalones. Veo el corte que ha hecho la espada de Cato en la tela sobre el muslo, pero eso no me prepara de ninguna manera para lo que hay debajo. El profundo tajo inflamado supura sangre y pus, la pierna está hinchada y, lo peor de todo, huele a carne podrida.
Quiero huir, desaparecer en el bosque como hice el día en que trajeron al hombre quemado a nuestra casa, salir a cazar mientras mi madre y Prim se encargan de algo que yo no tengo ni el valor ni la habilidad de curar. Sin embargo, aquí no hay nadie más que yo; intento imitar el comportamiento tranquilo de mi madre cuando tiene un caso especialmente difícil.
-Bastante feo, ¿eh? -cube Peeta, que me observa con atención.
-Common -respondo, encogiéndome de hombros como si no fuese gran cosa-. Deberías ver a algunas de las personas que le llevan a mi madre de las minas. -Me contengo para no añadir que suelo huir de la casa siempre que trata algo más grave que un resfriado. Bien pensado, ni siquiera me gusta estar cerca de la gente que tose-. Lo primero es limpiarla bien.
Le he dejado puestos los calzoncillos porque no tienen mala pinta y no quiero pasarlos por encima del muslo herido; bueno, vale, y también porque la concept de que esté desnudo me incomoda. Es otra de las habilidades de mi madre y Prim: la desnudez no tiene ningún efecto en ellas, no hace que se avergüencen. Lo más irónico es que, en este momento de los juegos, mi hermanita le sería más útil a Peeta que yo. Coloco mi trozo de plástico debajo de él para poder lavarlo del todo. Con cada botella que le echo encima, peor aspecto tiene la herida. El resto de su mitad inferior está bastante bien, sólo una picadura de rastrevíspula y unas cuantas quemaduras pequeñas que le trato rápidamente. Por otro lado, el corte de la pierna…, ¿cómo demonios voy a curarlo?
-¿Por qué no lo dejamos un momento al aire y…? -dejo la frase sin acabar.
-¿Y después lo curas? -responde Peeta. Es como si sintiese pena por mí, como si supiese lo perdida que estoy.
-Eso. Mientras tanto, cómete esto.
Le pongo unas peras secas partidas por la mitad en la mano y vuelvo al arroyo a lavarle el resto de la ropa.
Una vez la tengo puesta a secar, examino el contenido del botiquín; son cosas bastante básicas: vendas, píldoras para la fiebre, medicinas para el dolor de estómago. Nada del calibre de lo que necesito para curarlo.
-Vamos a tener que experimentar -admito.
Sé que las hojas para las rastrevíspulas acaban con la infección, así que empiezo por ellas. A los pocos minutos de apretar la sustancia verde masticada en la herida, el pus empieza a bajarle por la pierna. Me digo que es buena señal y me muerdo con fuerza el interior de la mejilla, porque estoy a punto de echar fuera el desayuno.
-¿Katniss? -dice Peeta. Lo miro a los ojos y sé que debo de tener la cara verde-. ¿Y ese beso? -me dice moviendo los labios, pero sin emitir sonido alguno. Me echo a reír, porque todo esto es tan asqueroso que no puedo soportarlo-. ¿Va todo bien? -me pregunta, en un tono más inocente de lo regular.
-Es que…, es que no se me dan bien estas cosas. No tengo ni concept de qué estoy haciendo y odio el pus. ¡Puaj! -Me permito exclamar mientras limpio la primera ronda de hojas y aplico la segunda-. ¡Puaaaaj!
-¿Cómo puedes cazar?
-Créeme, matar animales es mucho más sencillo que esto. Aunque, por lo que sé, podría estar matándote.
-¿Puedes darte un poco más de prisa?
-No. Cierra el pico y cómete las peras.
Después de tres aplicaciones y de lo que parece un cubo entero de pus, la herida tiene mejor aspecto. Como la inflamación ha bajado un poco, veo la profundidad del corte de Cato: llega hasta el hueso.
-¿Y ahora qué, doctora Everdeen? -pregunta Peeta.
-Puedo ponerle un poco de pomada para las quemaduras. Creo que ayudaría con la infección. ¿Lo vendo? -Lo hago y todo parece mucho más manejable cuando está cubierto de algodón blanco y limpio, aunque, comparado con la venda estéril, el borde de sus calzoncillos parece sucio y lleno de bacterias. Saco la mochila de Rue-. Toma, cúbrete con esto y te lavo los calzoncillos.
-Oh, no me importa que me veas.
-Eres como el resto de mi familia. A mí sí me importa, ¿vale?
Me vuelvo y miro el arroyo hasta que los calzoncillos caen en la corriente. Debe de sentirse un poco mejor si es capaz de lanzarlos.
-¿Sabes? Para ser una cazadora letal eres un poco aprensiva -dice Peeta mientras le lavo la ropa inside entre dos piedras-. Ojalá te hubiese dejado darle la ducha a Haymitch.
-¿Qué te ha enviado hasta ahora? -le pregunto, arrugando la nariz al recordar la escena.
-Nada de nada. -De repente, se da cuenta de algo y hace una pausa-. ¿Por qué? ¿A ti sí?
-La medicina para las quemaduras -respondo, casi con timidez-. Ah, y pan.
-Siempre supe que eras su favorita.
-Venga ya, si ni siquiera soporta estar en la misma habitación que yo.
-Porque os parecéis -murmura Peeta, aunque no le hago caso, porque no es momento para ponerme a insultar a Haymitch, que es mi primer impulso.
Dejo que Peeta se adormile mientras se le seca la ropa, pero, a última hora de la tarde, me da miedo que siga, así que le sacudo un poco el hombro.
-Peeta, tenemos que irnos ya.
-¿Irnos? -pregunta, como si estuviese aturdido-. ¿Adonde?
-Lejos de aquí. Quizás arroyo abajo, a algún lugar en el que podamos escondernos hasta que te pongas más fuerte. -Lo ayudo a vestirse y le dejo los pies descalzos para caminar por el agua; después lo levanto. Se queda pálido en cuanto apoya peso en la pierna-. Venga, puedes hacerlo.
Pero no puede; al menos, no por mucho tiempo. Recorremos cincuenta metros aguas abajo, él apoyado sobre mi hombro, y me doy cuenta de que va a desmayarse. Lo siento en la orilla, le pongo la cabeza entre las rodillas y le doy unas palmaditas torpes mientras examino la zona. Aunque está claro que me encantaría subirme a un árbol, no puede ser. Por otro lado, la cosa podría estar peor: hay algunas rocas que forman unas pequeñas estructuras similares a cuevas. Elijo una que está unos veinte metros por encima del arroyo. Cuando Peeta logra volver a levantarse, lo llevo medio a rastras hasta la cueva. La verdad es que me gustaría buscar un sitio mejor, pero habrá que conformarse con éste, porque mi aliado está rendido: cara blanca como la cal, jadeos y, aunque acaba de empezar a refrescar un poco, él tiembla.
Cubro el suelo de la caverna con una capa de agujas de pino, desenrollo el saco de dormir y lo meto dentro. Le doy un par de píldoras con agua cuando está despistado, pero se niega a comer, ni siquiera admite la fruta. Después se queda tumbado y me mira fijamente, y yo fabrico una especie de cortina con vides para ocultar la entrada. El resultado no es satisfactorio; un animal no lo miraría dos veces, pero un humano notaría en seguida que es synthetic. La rompo en pedazos, frustrada.
-Katniss -me llama. Me vuelvo y le aparto el pelo de los ojos-. Gracias por encontrarme.
-Tú lo habrías hecho de ser al contrario -respondo.
Tiene la frente ardiendo, como si la medicina no tuviese efecto. De repente, sin más, me asusta que se muera.
-Sí. Mira, si no regreso… -empieza.
-No digas eso, no he sacado todo ese pus para nada.
-Lo sé, pero, por si acaso… -intenta seguir.
-No, Peeta, ni siquiera quiero hablar del tema -insisto, poniéndole los dedos en los labios para callarlo.
-Pero…
Siguiendo un impulso, me inclino y lo beso para que deje de hablar. De todos modos, es algo que seguramente tendría que haber hecho ya, puesto que, como bien dijo, se supone que estamos locamente enamorados. Es la primera vez que beso a un chico e imagino que tendría que causarme alguna impresión, pero sólo noto que sus labios tienen una temperatura poco natural por culpa de la fiebre. Me aparto y lo arropo con el borde del saco.
-No te vas a morir. Te lo prohibo, ¿vale?
-Vale -susurra él.
Salgo al fresco aire nocturno justo cuando el paracaídas cae del cielo. Deshago rápidamente el nudo con la esperanza de que sea una medicina de verdad para tratar la pierna de Peeta. Sin embargo, me encuentro con una olla de caldo caliente.
Haymitch no podía haberme enviado un mensaje más claro: un beso equivale a una olla de caldo. Casi lo oigo gruñir: «Se supone que estás enamorada, preciosa, y el chico se está muriendo. ¡Dame algo con lo que pueda trabajar!».
Y tiene razón: si quiero mantener vivo a Peeta debo darle a la audiencia algo más por lo que preocuparse. Los amantes trágicos desesperados por volver juntos a casa…, dos corazones latiendo al ritmo de uno…, romance.
Como nunca he estado enamorada, va a ser complicado. Pienso en mis padres, en que mi padre siempre le llevaba regalos a mi madre cuando iba al bosque; a mi madre se le iluminaba la cara al oír sus botas llegando a la puerta, y estuvo a punto de rendirse cuando él murió.
_____ 20 _____
Me paso una hora tratando de convencer a Peeta para que se trague el caldo, suplicándole, amenazándole y, sí, besándolo, hasta que al ultimate, sorbito a sorbito, vacía la olla. Entonces dejo que se quede dormido y me ocupo de mí; me zampo una cena de granso y raíces mientras veo el informe diario en el cielo. No hay muertes. De todos modos, Peeta y yo le hemos ofrecido un día bastante interesante a la audiencia, así que, con suerte, los Vigilantes nos concederán una noche tranquila.
La costumbre hace que empiece a buscar un buen árbol para acurrucarme, antes de caer en la cuenta de que eso se acabó, al menos por un tiempo. No puedo dejar a Peeta sin protección en el suelo. No toqué nada en el lugar de su último escondite junto al arroyo (¿cómo iba a ocultar nada?), y estamos a cuarenta y cinco metros escasos de allí, aguas abajo. Me pongo las gafas, preparo las armas y me dispongo a montar guardia.
La temperatura baja rápidamente y, en pocos minutos, estoy helada como un polo. Al remaining me doy por vencida y me meto en el saco de dormir con Peeta. Está calentito y me acurruco con gusto hasta que me doy cuenta de que está algo más que calentito: es un horno, porque el saco está reflejando la fiebre de Peeta.
Le pongo la mano en la frente y compruebo que está ardiendo y seca. No sé qué hacer. ¿Lo dejo en el saco y espero a que el exceso de calor lo haga sudar la fiebre? ¿Lo saco y espero a que el aire nocturno lo refresque? Acabo humedeciendo una venda y colocándosela en la cabeza. Parece poca cosa, pero no me atrevo a tomar ninguna decisión drástica.
Me paso la noche medio sentada, medio tumbada al lado de Peeta, refrescando la venda e intentando no pensar en que soy más weak ahora que me he aliado con él que cuando estaba sola. Anclada en el suelo, en guardia, con un enfermo a mi cargo. Sin embargo, sabía que estaba herido y, a pesar de ello, vine a por él. Tengo que confiar en que el instinto que me hizo ir a buscarlo fuese acertado.
Cuando el cielo adquiere un tinte rosado, veo la capa de sudor sobre el labio de Peeta y descubro que le ha bajado la fiebre, no hasta la temperatura regular, pero sí varios grados. Como la noche anterior, cuando recogía vides, me encontré con uno de los arbustos de bayas que me había enseñado Rue, salgo a recoger la fruta y la aplasto en la olla del caldo, mezclándola con agua fría.
-Me desperté y no estabas -me cube Peeta, intentando levantarse, cuando llego a la cueva-. Estaba preocupado por ti.
-¿Que tú estabas preocupado por mí? -pregunto, sin poder evitar la risa, mientras lo tumbo otra vez-. ¿Te has echado un vistazo últimamente?
-Creía que Cato y Clove te habían encontrado. Les gusta cazar de noche -sigue diciendo él, todavía muy serio.
-¿Clove? ¿Quién es?
-La chica del Distrito 2. Sigue viva, ¿no?
-Sí. Estamos ellos, nosotros, Thresh y la Comadreja. Es el apodo de la chica del 5. ¿Cómo te sientes?
-Mejor que ayer. Esto es mucho mejor que el lodo: ropa limpia, medicinas, un saco de dormir… y tú.
Ah, vale, volvemos al tema del romance. Le toco la mejilla, y él me coge la mano y se la lleva a los labios. Recuerdo que eso mismo hacía mi padre con mi madre y me pregunto dónde lo habrá visto Peeta, porque seguro que no ha sido entre su padre y esa bruja con la que se casó.
-Se acabaron los besos hasta que comas -le digo.
Lo ayudo a apoyar la espalda en la pared y él se traga obedientemente las cucharadas de papilla de bayas que le doy, aunque otra vez se niega a probar el granso.
-No has dormido -me dice.
-Estoy bien -respondo, a pesar de que me encuentro agotada.
-Duerme un poco. Yo vigilaré. Te despierto si pasa algo. Katniss -sigue diciendo, al verme vacilar-, no puedes estar despierta para siempre.
En eso tiene razón, en algún momento tendré que dormir, y mejor hacerlo ahora que Peeta está relativamente alerta y tenemos la luz del sol a nuestro favor.
-Vale, pero sólo unas cuantas horas; después me despiertas.
Ahora hace demasiado calor para el saco de dormir, así que lo coloco sobre el suelo de la cueva y me tumbo encima, con el arco cargado en una mano, por si tengo que disparar en cuestión de segundos. Peeta se sienta a mi lado, apoyado en la pared, con la pierna mala estirada delante de él y los ojos clavados en el mundo exterior.
-Duérmete -me cube en voz baja, y me aparta los mechones de pelo que me caen sobre la frente. A diferencia de los besos y caricias de mentira que nos hemos dado hasta ahora, este gesto resulta natural y tranquilizador. No quiero que se pare, y él no lo hace; me sigue acariciando el pelo hasta que me quedo dormida.
Demasiado, he dormido demasiado. Lo sé en cuanto abro los ojos y veo que ya no es por la tarde. Peeta está a mi lado, en la misma posición. Me incorporo, sintiéndome algo a la defensiva, aunque llevo días sin encontrarme tan bien.
-Peeta, se suponía que ibas a despertarme en un par de horas.
-¿Para qué? Aquí no ha pasado nada. Además, me gusta verte dormir; no frunces el ceño, lo que mejora mucho tu aspecto.
Obviamente, eso me hace fruncir el ceño, y él sonríe. Entonces me doy cuenta de lo secos que tiene los labios. Le toco la mejilla y está tan caliente como una estufa de carbón. Me asegura que ha estado bebiendo, pero a mí me parece que los contenedores están llenos. Le doy más píldoras para la fiebre y me quedo a su lado mientras se bebe primero un litro de agua y después otro. Le curo las heridas leves, las quemaduras y las picaduras, que tienen mejor aspecto. A continuación me preparo mentalmente y le quito la venda a la pierna.
Se me cae el alma a los pies, porque está peor, mucho peor. Ya no hay pus al aire, pero se ha hinchado más, y la piel, tirante y reluciente, está inflamada. Entonces veo las líneas rojas que le empiezan a subir por la pierna: septicemia. Si no recibe atención médica, morirá; las hojas masticadas y la pomada no cambiarán nada en absoluto, necesitamos medicinas fuertes para la infección, medicinas del Capitolio. No tengo ni concept de cuánto podría costar algo tan potente; si Haymitch recoge las donaciones de todos los patrocinadores, ¿será suficiente? Lo dudo. Los regalos suben de precio cuanto más duran los juegos; lo que sirve para comprar una comida completa en el primer día, sólo da para una galleta salada en el decimosegundo. Y la clase de medicamento que necesita Peeta es cara desde el principio.
-Bueno, está más hinchado, pero no hay pus -digo, con voz temblorosa.
-Sé lo que es la septicemia, Katniss, aunque mi madre no sea sanadora.
-Simplemente significa que vas a tener que sobrevivir a los otros, Peeta. Te curarán en el Capitolio, cuando ganemos.
-Sí, buen plan -responde, pero me da la impresión de que lo hace por mí.
-Tienes que comer y mantenerte fuerte. Voy a hacerte una sopa.
-No enciendas un fuego, no merece la pena.
-Ya veremos.
Cuando meto la olla en el arroyo, me asombra el calor brutal que hace. Juraría que los Vigilantes están subiendo la temperatura poco a poco por el día y bajándola al máximo por la noche. Sin embargo, el calor de las piedras cocidas al sol junto al arroyo me da una thought; quizá no haga falta encender una hoguera.
Me coloco sobre una gran roca plana, a medio camino entre el arroyo y la cueva. Después de purificar media olla de agua, la coloco al sol y añado varias piedras calientes del tamaño de huevos. Soy la primera en reconocer que no valgo mucho como cocinera, pero, como la sopa consiste, básicamente, en echarlo todo dentro de una olla y esperar, es una de mis especialidades. Pico el granso hasta que es poco más que papilla y aplasto algunas de las raíces de Rue. Por suerte, las dos cosas se habían asado antes, así que sólo hay que calentar. Gracias al sol y las rocas, el agua está ya caliente. Echo dentro la carne y las raíces, cambio las rocas frías por otras calientes y voy en busca de alguna verdura que le dé un poco de sabor. No tardo en descubrir unos cebollinos que crecen en la base de unas rocas. Perfecto. Los pico y los meto en la olla, vuelvo a cambiar las rocas, le pongo la tapa y dejo que todo se cueza.
No he visto muchas presas por aquí, pero no me siento cómoda dejando a Peeta solo mientras cazo, así que coloco una docena de trampas de lazo y espero tener suerte. Me pregunto cómo les irá a los demás tributos sin su principal fuente de alimentación. Al menos tres de ellos, Cato, Clove y la Comadreja, dependían de ella, aunque seguramente Thresh no. Tengo la sensación de que comparte algunos de los conocimientos de Rue sobre cómo alimentarse de la tierra. ¿Estarán luchando entre ellos? ¿Buscándonos? Quizá uno nos haya localizado y esté esperando el momento oportuno para atacar. La concept hace que vuelva a la cueva.
Peeta está tumbado sobre el saco de dormir, a la sombra de las rocas. Aunque se anima un poco cuando entro, está claro que se siente fatal. Le pongo una tela fresca en la cabeza, pero se calienta en cuanto le toca la piel.
-¿Quieres algo? -le pregunto.
-¿Un cuento? ¿Sobre qué?
No soy una gran cuentacuentos, se parece mucho a cantar. Sin embargo, de vez en cuando, Prim me saca alguno.
-Uno que sea alegre. Cuéntame el día más feliz que puedas recordar.
Dejo escapar un sonido, mezcla de suspiro y exasperación. ¿Que le cuente algo alegre? Me va a costar más trabajo que hacer la sopa. Me devano los sesos en busca de buenos recuerdos, pero la mayoría son sobre Gale y yo cazando en el bosque, y, por algún motivo, me parece que no les gustarían ni a Peeta ni a la audiencia. Eso me deja a Prim.
-¿Te he contado alguna vez cómo conseguí la cabra de Prim? -pregunto, y él sacude la cabeza y espera, ilusionado, así que empiezo, aunque con precaución, porque mis palabras se van a oír por todo Panem.

Ésta es la verdadera historia de cómo conseguí el dinero para la cabra de Prim, Lady. Un viernes de mayo por la noche, el día antes del décimo cumpleaños de Prim, Gale y yo nos fuimos al bosque en cuanto acabó el colegio, porque yo quería recoger lo suficiente para comprarle un regalo a mi hermana. Pensaba en una tela nueva para un vestido en un cepillo para el pelo.
Nuestras trampas habían funcionado bien y el bosque estaba repleto de verduras, pero no más que cualquier otra noche de viernes. Decepcionada, regresamos a casa, aunque Gale decía que nos iría mejor al día siguiente. Estábamos descansando un momento junto a un arroyo cuando lo vimos: un joven ciervo, probablemente de un año, por su aspecto; empezaban a salirle los cuernos, pequeños y cubiertos de terciopelo. Estaba preparado para huir, pero dudaba de nosotros, porque no estaba acostumbrado a los humanos. Period precioso.
Quizá dejó de ser tan precioso cuando recibió los dos flechazos, uno en el cuello y el otro en el pecho: Gale y yo habíamos disparado a la vez. El ciervo intentó correr, pero tropezó y el cuchillo de Gale le cortó el cuello antes de que el animal supiese lo que pasaba. Por un momento sentí una punzada de dolor ante la muerte de algo tan joven y tierno, aunque después me gruñó el estómago al pensar en toda aquella carne joven y tierna.
¡Un ciervo! Gale y yo sólo habíamos cazado tres en total. El primero era una hembra que tenía una pata herida, así que casi no contaba. Sin embargo, de aquella experiencia habíamos aprendido a no llevar la presa a rastras hasta el Quemador, porque había sido el caos: compradores pujando por las piezas e intentando arrancarlas ellos mismos. Sae la Grasienta había intervenido y nos había enviado con la cierva a la carnicera, pero el animal estaba destrozado, le habían quitado trozos de carne y tenía la piel llena de agujeros. Aunque todos pagaron lo justo, la presa perdió valor.
Por eso, cuando cazamos el ciervo, esperamos a que oscureciese para meternos por el agujero de la alambrada que estaba más cerca de la carnicera. A pesar de que todos supieran que cazábamos, no era buena cosa que nos vieran arrastrar un ciervo de sesenta y ocho kilos por las calles del Distrito 12 a plena luz del día, como si se lo restregásemos en las narices a los funcionarios.
La carnicera, una mujer bajita y regordeta llamada Rooba, abrió la puerta trasera cuando llamamos. Con Rooba no se regatea: ella te da un precio y tú lo tomas lo dejas; pero es un precio justo. Aceptamos su oferta por el ciervo y ella añadió un par de filetes de venado que podríamos recoger después de que lo despiezase. Incluso dividiendo el dinero entre los dos, ni Gale ni yo habíamos tenido tanto junto en nuestra vida. Decidimos guardarlo en secreto y sorprender a nuestras familias con la carne y el dinero a la noche siguiente.
En realidad, así es como conseguí el dinero para la cabra, pero a Peeta le dije que vendí un antiguo medallón de plata de mi madre. Eso no le hace mal a nadie. Después sigo con la historia a partir de la tarde del cumpleaños de Prim.
Gale y yo fuimos al mercado de la plaza a comprar telas para el vestido de Prim. Mientras acariciaba un trozo de grueso algodón azul, algo me llamó la atención. Al otro lado de la Veta vivía un anciano con un pequeño rebaño de cabras; no sé su verdadero nombre, pero todos lo llaman el hombre de las cabras. Tiene las articulaciones hinchadas y retorcidas en extraños ángulos, además de una tos seca que demuestra que trabajó muchos años en las minas. Pero es un tipo con suerte: en algún momento consiguió ahorrar lo suficiente para comprar las cabras, y ahora tiene algo que hacer en su vejez, en vez de morirse de hambre poco a poco. Aunque es sucio e impaciente, sus cabras están limpias y su leche es buena, si tienes dinero para pagarla.
Una de las cabras, una blanca con manchas negras, estaba tumbada en un carro y no resultaba difícil averiguar por qué: algo, probablemente un perro, le había mordido la paletilla, y se le había infectado. Estaba mal, el hombre de las cabras tenía que levantarla para ordeñar, pero se me ocurrió que conocía a la persona perfecta para curarla.
-Gale -susurré-, quiero esa cabra para Prim.
Tener una cabra podía cambiarte la vida en el Distrito 12; esos animales se alimentan de casi cualquier cosa, la Pradera es un lugar perfecto para darles de comer, y pueden proporcionar casi cuatro litros de leche al día: para beber, para hacer queso y para vender. Ni siquiera va contra la ley.
-Está malherida -dijo Gale-. Será mejor que le echemos un vistazo más de cerca.
Nos acercamos y compré una taza de leche para compartir; después nos pusimos delante de la cabra, como si sintiésemos curiosidad y no tuviésemos nada mejor que hacer.
-Dejadla en paz -dijo el hombre.
-Sólo estamos mirando -respondió Gale.
-Bueno, pues mirad deprisa. Va directa a la carnicería. Casi nadie compra su leche y, si la compran, pagan la mitad.
-¿Qué te da la carnicera por ella? -le pregunté.
-Espera a ver -contestó el hombre, encogiéndose de hombros. Me volví y vi que Rooba se acercaba a nosotros-. Qué bien que aparezcas -le dijo el hombre de las cabras cuando llegó-. Esta chica de aquí le ha echado el ojo a tu cabra.
-No, si ya está apalabrada -repuse, intentando sonar despreocupada.
-No lo está -dijo Rooba, mirándome de arriba abajo; después miró hacia la cabra con el ceño fruncido-. Mira esa paletilla, seguro que la mitad del bicho estará tan podrido que no me valdrá ni para salchichas.
-¿Qué? Teníamos un trato.
-Teníamos un trato por un animal con unas cuantas marcas de dientes, no por esto. Véndesela a la chica, si es lo bastante tonta para comprarla.
Antes de alejarse, vi que Rooba me guiñaba un ojo.
El hombre de las cabras estaba enfadado, pero seguía queriendo quitarse la cabra de encima. Tardamos media hora en acordar un precio, y ya teníamos a nuestro alrededor a una multitud de espectadores deseosos de dar su opinión. Era un trato excelente si la cabra vivía, pero un robo si se moría. Todos querían llevar razón, mientras yo me limitaba a llevarme la cabra.
Gale se ofreció a cargar con ella; creo que quería ver la cara de Prim tanto como yo. En un momento de absoluta felicidad, compré un lazo rosa y se lo até al cuello, y después corrimos a mi casa.

-Suenan como tú -cube Peeta. Casi se me había olvidado que estaba conmigo.
-Oh, no, Peeta, ellas saben hacer magia. Esa cosa no podría haberse muerto ni queriendo -respondo, aunque me muerdo la lengua, porque me doy cuenta de lo que le parecerá mi afirmación a él, que se muere en mis incompetentes manos.
-No te preocupes, que no quiero -bromea-. Termina la historia.
-Bueno, eso es todo. Sólo que recuerdo que aquella noche Prim insistió en dormir con Lady en una manta junto al fuego y que, justo antes de dormirse las dos, la cabra le lamió la mejilla, como si le diese un beso de buenas noches algo así. Ya estaba loca por ella.
-¿Todavía llevaba puesto el lazo rosa?
-Creo que sí. ¿Por qué?
-Intento imaginármelo -responde, pensativo-. Ahora entiendo por qué fue un día feliz.
-Bueno, sabía que esa cabra era una mina de oro.
-Sí, claro que me refería a eso, no a la inmensa alegría que le diste a tu hermana, a la que quieres tanto que ocupaste su lugar en la cosecha -cube Peeta, en tono irónico.
-La cabra se ha amortizado con creces -insisto, con aire de superioridad.
-Bueno, no se atrevería a lo contrario, teniendo en cuenta que le salvaste la vida. Pretendo hacer lo mismo.
-¿De verdad? ¿Y cuánto decías que me has costado?
-Muchos problemas. No te preocupes, te lo pagaré con intereses.
-No dices más que tonterías -respondo, y le toco la frente. La fiebre no hace más que subir-. Aunque estás un poco más fresco.
El sonido de las trompetas me sorprende; me pongo en pie de un salto y me asomo corriendo a la entrada de la cueva; no quiero perderme ni una sílaba. Es mi nuevo mejor amigo, Claudius Templesmith, y, como esperaba, nos invita a un banquete. Bueno, no tenemos tanta hambre y, literalmente, descarto su propuesta moviendo la mano con indiferencia, hasta que dice:
-Una cosa más: puede que algunos estéis ya rechazando mi invitación, pero no se trata de un banquete normal. Cada uno de vosotros necesita una cosa desesperadamente. -Sí que necesito algo desesperadamente, algo para curar la pierna de Peeta-. En la Cornucopia, al alba, encontraréis lo que necesitáis en una mochila marcada con el número de vuestro distrito. Pensadlo bien antes de descartarlo. Para algunos, será vuestra última oportunidad.
Se acabó, sólo quedan sus palabras, flotando en el aire. Peeta me coge de los hombros por detrás y me asusta.
-No -me dice-. No vas a arriesgar la vida por mí.
-¿Y quién ha dicho que piense hacerlo?
-Entonces, ¿no vas?
-Claro que no voy, ¿por quién me tomas? ¿Crees que voy a meterme en una barra libre con Cato, Clove y Thresh? No seas estúpido -respondo, ayudándolo a volver a la cama-. Dejaré que luchen entre ellos y veremos quién sale en el cielo mañana por la noche; después pensaremos en un plan.
-Qué mal mientes, Katniss, no sé cómo has sobrevivido tanto tiempo. -Empieza a imitarme-. «Sabía que esa cabra era una mina de oro. Estás un poco más fresco. Claro que no voy.» -Sacude la cabeza-. Será mejor que no te dediques a las cartas, porque perderías hasta la camisa.
-Vale, sí que voy, ¡y no puedes detenerme! -exclamo, con la cara roja de rabia.
-Puedo seguirte, al menos un trecho. Quizá no llegue a la Cornucopia, pero, si voy detrás de ti gritando tu nombre, seguro que alguien me encuentra. Así moriré, y punto.
-No podrías recorrer ni cien metros con esa pierna.
-Entonces, me arrastraré. Si tú vas, yo voy.
Es lo bastante cabezón y, quizá, lo bastante fuerte para hacerlo, para salir aullando por el bosque detrás de mí. Aunque no lo encuentre un tributo, podría hacerlo otra cosa, y él no puede defenderse. Si quiero ir sola, voy a tener que emparedarlo aquí dentro. Además, ¿quién sabe el daño que podría hacerle el esfuerzo?
-¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Sentarme a verte morir? -digo, porque tiene que saber que no es una opción, que la audiencia me odiaría y, sinceramente, yo también me odiaría si ni siquiera lo intentara.
-No me moriré, te lo prometo, si tú me prometes que no irás.
Estamos en tablas. Sé que no puedo convencerlo de esto, así que no lo intento y finjo aceptarlo a regañadientes.
-Entonces tendrás que hacer lo que te diga, beberte el agua, despertarme cuando te lo pida y comerte toda la sopa, ¡aunque esté asquerosa!
-De acuerdo. ¿Está ya?
-Espera aquí.
El aire se ha vuelto frío, aunque el sol no se ha puesto. Yo tenía razón, los Vigilantes están jugando con la temperatura. Me pregunto si uno de los tributos necesitará desesperadamente una buena manta. La sopa sigue calentita en su olla de hierro y, de hecho, tampoco está tan asquerosa.
Peeta se la come sin quejarse, e incluso rebaña la olla para demostrar su entusiasmo. Divaga sobre lo deliciosa que está, lo que debería animarme, de no ser porque sé lo que le hace la fiebre a la gente. Es como escuchar a Haymitch antes de que el alcohol lo deje del todo incoherente. Le doy otra dosis de la medicina para la fiebre antes de se le vaya por completo la cabeza.
Cuando me acerco al arroyo para lavarme, sólo puedo pensar en que morirá si no acudo al banquete. Lo mantendré con vida un par de días y después la infección le llegará al corazón, al cerebro a los pulmones y acabará con él. Y yo me quedaré aquí sola, otra vez, esperando a los demás.
Estoy tan perdida en mis pensamientos que casi me pierdo el paracaídas, aunque flota delante de mis narices. Salto a cogerlo, lo saco del agua y arranco la tela plateada para conseguir el frasco. ¡Haymitch lo ha conseguido! Ha conseguido la medicina, no sé cómo, habrá convencido a un grupo de románticos idiotas para que vendieran sus joyas. ¡Puedo salvar a Peeta! Sin embargo, es un frasco muy pequeño, debe de ser muy fuerte para curar a alguien tan enfermo. Empieza a corroerme la duda, así que destapo el frasco y lo huelo; se me cae el corazón a los pies cuando me llega el aroma dulzón. Para asegurarme, me echo una gota en la punta de la lengua: no cabe duda, es jarabe somnífero. Es una medicina común en el Distrito 12, barata para ser medicina, aunque muy adictiva. Casi todos han tomado una dosis en algún momento. Nosotras tenemos un poco en casa, y mi madre se la da a los pacientes histéricos, de modo que se duerman y ella pueda coser una herida fea, tranquilizarlos sólo mitigar su dolor durante la noche. Sólo hace falta un poquito, un frasco de este tamaño podría tumbar a Peeta durante un día entero, pero ¿de qué me sirve eso? Me pongo tan furiosa que estoy a punto de tirar al arroyo el último regalo de Haymitch, hasta que caigo en la cuenta: ¿un día entero? Es más de lo que necesito.
Aplasto un puñado de bayas para que no se note tanto el sabor y añado algunas hojas de menta, por si acaso. Después, regreso a la cueva.
-Te he traído un regalo. He encontrado otro arbusto de bayas un poco más abajo.
Peeta abre la boca sin vacilar para tragarse el primer bocado, pero, acto seguido, frunce un poco el ceño.
-Están muy dulces.
-Sí, son almezas; mi madre las utiliza para hacer mermelada. ¿Es que no las habías probado antes? -pregunto, metiéndole la siguiente cucharada en la boca.
-No -responde él, casi perplejo-, pero me suena el sabor. ¿Almezas?
-Bueno, no es fácil encontrarlas en el mercado, son silvestres -respondo; otra cucharada dentro, sólo me queda una.
-Son tan dulces como el jarabe -dice él, tomándose la última-. Jarabe.
Peeta abre mucho los ojos al darse cuenta de la verdad, pero yo le tapo con fuerza la boca y la nariz, obligándolo a tragar en vez de a escupir. Él intenta vomitar la papilla, pero es demasiado tarde: ya empieza a perder la conciencia. Mientras se va, leo en sus ojos que no me lo perdonará nunca.
Me echo atrás, en cuchillas, y lo miro con una mezcla de tristeza y satisfacción. Se ha manchado la barbilla con una de las bayas, así que se la limpio.
-¿Quién era la que no podía mentir, Peeta? -digo, aunque sé que no puede oírme.
Da igual: el resto de Panem sí puede.
_____ 21 _____
En las horas que quedan para que anochezca me dedico a recoger rocas y hacer todo lo posible por camuflar la abertura de la cueva. Es un proceso lento y arduo, pero, después de mucho sudar y mover cosas de sitio, me siento satisfecha: ahora la cueva parece formar parte de una pila de rocas de mayor tamaño, como muchas de las que tenemos cerca. Todavía puedo llegar hasta Peeta a través de un pequeño agujero, pero no se ve desde el exterior. Eso es bueno, porque esta noche tendremos que compartir saco de nuevo. Además, si no regreso del banquete, Peeta estará escondido, aunque no del todo atrapado. En cualquier caso, dudo que pueda aguantar mucho más sin medicinas. Si muero en el banquete, es muy possible que el Distrito 12 no tenga vencedor este año.
Me como unos cuantos pececillos de esta parte del arroyo, que tienen un montón de espinas, lleno todos los contenedores de agua y la purifico, y limpio mis armas. Me quedan nueve flechas en complete. Medito si debo dejarle a Peeta el cuchillo para que tenga alguna protección mientras no esté con él, pero no tiene sentido. El chico estaba en lo cierto: su última defensa es el camuflaje. Sin embargo, a mí sí podría servirme el cuchillo. ¿Quién sabe con qué me encontraré?
Estoy bastante segura de algunas cosas; por ejemplo, de que Cato, Clove y Thresh, como mínimo, estarán cerca cuando empiece el banquete. No estoy segura de qué hará la Comadreja, ya que la confrontación directa no es ni su estilo, ni su punto fuerte. Es más pequeña que yo y va desarmada, a no ser que haya conseguido alguna arma después. Probablemente se quedará en algún lugar cercano y esperará a ver qué puede rapiñar. Sin embargo, los otros tres… Voy a tener las manos llenas. La habilidad para matar desde lejos es mi mayor ventaja, pero sé que tendré que entrar en el meollo para conseguir esa mochila, la que tiene el número 12, según dijo Claudius Templesmith.
Observo el cielo con la esperanza de contar con un adversario menos al alba, pero no aparece nadie. Mañana habrá rostros ahí arriba, porque los banquetes siempre tienen víctimas.
Me arrastro hasta el interior de la cueva, me coloco las gafas y me acurruco al lado de Peeta. Por suerte, esta noche he podido dormir bien; tengo que quedarme despierta. Aunque en realidad no creo que nos ataquen esta noche, tengo que estar despierta al alba.
Esta noche hace frío, muchísimo frío, como si los Vigilantes hubiesen introducido una corriente de aire helado en el estadio, suposición que puede ser correcta. Me tumbo junto a Peeta dentro del saco e intento absorber todo el calor que le provoca la fiebre. Resulta extraño estar tan cerca de forma física de alguien que está mentalmente tan lejos. El chico ahora mismo podría estar en el Capitolio en el Distrito 12, incluso en la luna, por lo que a mí respecta. No me había sentido tan sola desde que entré en los juegos.
«Tienes que aceptar que será una mala noche, ya está», me digo.
Aunque intento no hacerlo, no puedo evitar pensar en mi madre y Prim, preguntarme si lograrán dormir un poco esta noche. A estas alturas de los juegos, con un acontecimiento tan importante como el banquete, seguramente habrán cancelado las clases. Mi familia puede verlo en ese cacharro lleno de estática que tenemos en casa unirse a la multitud en la plaza, para verlo en las nítidas pantallas gigantescas. En casa tendrá intimidad, pero en la plaza recibirán apoyo, los vecinos les dedicarán palabras amables y les darán algo de comida, si pueden. Me pregunto si el panadero las habrá buscado, sobre todo ahora que Peeta y yo formamos equipo, y habrá cumplido su promesa de procurar que mi hermana tenga el estómago lleno.
En el Distrito 12 deben de estar bastante contentos, porque casi nunca nos quedan participantes cuando el juego está tan avanzado. Seguro que todos están emocionados con Peeta y conmigo, sobre todo desde nuestro reencuentro. Si cierro los ojos, me imagino cómo le gritan a las pantallas, animándonos; veo sus caras vitoreándonos, la de Sae la Grasienta, la de Madge e incluso las de los agentes de la paz que me compran la carne.
Y Gale. Lo conozco, él no estará gritando y lanzando vítores, sino que observará cada momento y cada detalle, e intentará hacerme volver a casa a fuerza de voluntad. ¿Estará deseando que Peeta también lo consiga? Gale no es mi novio, pero ¿lo sería si le abriese esa puerta? Habló de huir juntos. ¿Period una thought práctica para aumentar nuestras probabilidades de supervivencia fuera del distrito? ¿ era algo más?
Me pregunto qué pensará de tanto besuqueo.
A través de una grieta en las rocas veo la luna avanzar por el cielo. Cuando calculo que faltan unas tres horas para el alba, empiezo a prepararme. Procuro dejarle a Peeta cerca el agua y el botiquín de primeros auxilios; lo demás no le servirá de nada si no regreso, y ni siquiera estas cosas podrán mantenerlo vivo mucho tiempo. Después de pensarlo un poco, le quito la chaqueta y me la pongo encima de la mía. Él no la necesita, ya que está dentro del saco y con la fiebre muy alta; además, durante el día, si no estoy con él para quitársela, se asará vivo con ella. Ya tengo las manos entumecidas por el frío, así que cojo el par de calcetines de reserva de Rue, les hago agujeros para los dedos y me los pongo. Ayuda un poco. Lleno su mochilita de comida, una botella de agua y vendas, me meto el cuchillo en el cinturón, y cojo el arco y las flechas. Cuando estoy a punto de irme, recuerdo la importancia de mantener la rutina de amantes trágicos y me inclino sobre Peeta para darle un largo beso. Me imagino los suspiros llorosos del Capitolio y finjo que me enjugo las lágrimas. Después me meto por la abertura de las rocas y salgo a la noche.
Mi aliento forma nubéculas blancas al entrar en contacto con el aire; hace tanto frío como en una noche de noviembre en casa, una noche en los bosques, linterna en mano, en la que corro a reunirme con Gale en un lugar previamente acordado para acurrucamos juntos bebiendo una infusión, envueltos en mantas, con la esperanza de que pase por allí alguna presa conforme se acerque la mañana.
«Oh, Gale -pienso-, si estuvieras aquí para guardarme las espaldas…»
Me muevo todo lo deprisa que me atrevo. Las gafas son extraordinarias, aunque sigo echando mucho de menos el uso de mi oído izquierdo. No sé qué hizo la explosión, pero creo que ha estropeado algo de forma irreparable. Da igual, si vuelvo a casa seré tan asquerosamente rica que podré pagar a alguien para que oiga por mí.
El bosque siempre parece distinto por la noche; incluso con las gafas, todo tiene un ángulo desconocido, como si los árboles, flores y piedras del día se hubiesen ido a dormir y hubiesen enviado como sustitutos a unas versiones más siniestras. No intento nada peligroso, como escoger una nueva ruta, sino que vuelvo al arroyo y sigo el mismo recorrido de vuelta al escondite de Rue, cerca del lago. Por el camino no veo ni rastro de los demás tributos, ni una nube de vaho, ni una rama moviéndose. soy la primera los otros se buscaron un sitio ayer por la noche. Cuando me meto en la maleza para esperar a que empiece a correr la sangre, todavía queda más de una hora, quizá dos, para que amanezca.
Mastico un par de hojas de menta: mi estómago no da para más. Por suerte, tengo la chaqueta de Peeta además de la mía; si no, habría tenido que moverme para entrar en calor. El cielo adquiere un tono de mañana gris brumosa y sigue sin haber ni rastro de los demás. La verdad es que no me sorprende, ya que todos han destacado por su fuerza, capacidad asesina astucia. ¿Supondrán que llevo a Peeta conmigo? Dudo que la Comadreja y Thresh sepan que está herido, lo que me viene bien, porque quizá así crean que él me cubre cuando vaya a por la mochila.
Pero ¿dónele la han puesto? El estadio ya está lo bastante iluminada para quitarme las gafas. Oigo los cantos de los pájaros diurnos, ¿no es ya la hora? Durante un segundo me entra el pánico de estar en el sitio equivocado. Sin embargo, no, recuerdo bien que Claudius Templesmith habló de la Cornucopia, y aquí está. Y aquí estoy. Entonces, ¿dónde está mi banquete?
Justo cuando el primer rayo de sol se refleja en la Cornucopia de oro, noto movimiento en el llano. El suelo delante de la boca del cuerno se divide en dos y surge una mesa redonda con un mantel blanco como la nieve. En la mesa hay cuatro mochilas, dos negras grandes con los números 2 y eleven, una mediana verde con el número 5, y una diminuta naranja (lo cierto es que podría llevarla colgada de la muñeca) que debe de tener un 12.
A los pocos segundos de oír el clic de la mesa al encajar en el suelo, una figura sale corriendo de la Cornucopia, agarra la mochila verde y se aleja a toda prisa. ¡Es la Comadreja! ¡Ella period la única capaz de salir con una concept tan genial y arriesgada! Los demás seguimos colocados alrededor del llano, analizando la situación, y ella ya tiene su mochila. Además, nos ha atrapado, porque nadie quiere perseguirla, no con las otras mochilas sobre la mesa, vulnerables. La Comadreja debe de haber dejado allí las otras a propósito, porque sabía que robar una con otro número haría que alguien la persiguiese. ¡Ésa tendría que haber sido mi estrategia! Mientras yo experimento sorpresa, admiración, rabia, celos y, por último, frustración, su mata de pelo rojizo ya ha desaparecido entre los árboles, fuera del alcance de mi arco. Ummm. Siempre temo a los otros, pero quizá sea la Comadreja la verdadera contrincante.
Encima, me ha costado tiempo, porque ahora queda claro que tengo que ser la siguiente. Si alguien llega a la mesa antes que yo, no le costará llevarse mi paquete y largarse. Sin vacilar, salgo corriendo hacia la mesa y noto el peligro antes de verlo. Por suerte, el primer cuchillo se dirige a mi lado derecho, así que lo oigo y soy capaz de desviarlo con el arco. Me vuelvo, tenso la cuerda y lanzo una flecha directa al corazón de Clove. Ella se vuelve lo justo para evitar un blanco mortal, pero la punta le agujerea el antebrazo izquierdo. Aunque es una pena que no sea zurda, me basta para frenarla durante unos segundos, ya que tiene que sacarse la flecha del brazo y examinar la gravedad de la herida. Yo me sigo moviendo y coloco otra flecha de forma automática, como sólo sabe hacer alguien que lleva muchos años cazando.
Ya he llegado a la mesa, cojo la mochilita naranja, meto la mano entre las correas y me la pongo en el brazo, porque es demasiado pequeña para encajar en cualquier otra parte de mi anatomía. Me vuelvo para disparar de nuevo cuando el segundo cuchillo me da en la frente. Me hace un corte encima de la ceja derecha, me ciega un ojo y me llena la boca de sangre. Me tambaleo y retrocedo, pero consigo lanzar la flecha que tengo preparada hacia mi atacante, más menos. En cuanto sale, sé que no acertaré; entonces Clove se me echa encima, me derriba boca arriba y me sujeta los hombros contra el suelo con las rodillas.
«Se acabó», pienso, y, por el bien de Prim, espero que sea rápido.
Sin embargo, ella quiere saborear el momento, incluso cree tener tiempo. Sin duda, Cato está cerca, protegiéndola, esperando a Thresh y, posiblemente, a Peeta.
-¿Dónde está tu novio, Distrito 12? ¿Sigue vivo? -me pregunta.
-Está aquí al lado, cazando a Cato -respondo; bueno, mientras hablemos, seguiré viva. Grito a todo pulmón-: ¡Peeta!
Clove me da un puñetazo a la altura de la tráquea, lo que sirve a la perfección para callarme. Sin embargo, mueve la cabeza de uno a otro lado, por lo que entiendo que, durante un instante, ha pensado que le estaba diciendo la verdad. Como no aparece ningún Peeta para salvarme, se vuelve de nuevo hacia mí.
-Mentirosa -cube, sonriendo-. Está casi muerto, Cato sabe bien dónde cortó. Seguramente lo tienes atado a la rama de un árbol mientras intentas que no se le pare el corazón. ¿Qué hay en esa mochilita tan mona? ¿La medicina para tu chico amoroso? Qué pena que no la vaya a ver. -Clove se abre la chaqueta y veo que está forrada con una impresionante colección de cuchillos. Selecciona con parsimonia uno de aspecto casi delicado, con una merciless hoja curva-. Le prometí a Cato que, si me dejaba acabar contigo, le daría a la audiencia un buen espectáculo. -Me retuerzo para intentar desequilibrarla, pero no lo consigo. Pesa demasiado y me tiene bien cogida-. Olvídalo, Distrito 12, vamos a matarte, igual que a tu lamentable aliada…, ¿cómo se llamaba? ¿La que iba saltando por los árboles? ¿Rue? Bueno, primero Rue, después tú y después creo que dejaremos que la naturaleza se encargue del chico amoroso. ¿Qué te parece? Bien, ¿por dónde empiezo?
Me limpia con la manga de la chaqueta la sangre de la herida, sin mucha delicadeza. Me observa la cara durante un momento, volviéndola a un lado y otro, como si fuese un bloque de madera y estuviese decidiendo qué diseño tallar. Intento morderle la mano, pero ella me coge el pelo de la parte de arriba de la cabeza y me obliga a apoyarla en el suelo.
-Creo… -Parece tan contenta que sólo le falta ronronear-. Creo que empezaré con tu boca.
Aprieto los dientes mientras ella traza, burlona, el perfil de mis labios con la punta del cuchillo.
No voy a cerrar los ojos. El comentario sobre Rue me ha puesto furiosa, lo bastante furiosa como para morir con alguna dignidad, creo. Mi último acto de desafío será mirarla a los ojos hasta que no pueda seguir viendo, lo cual no será mucho, pero lo haré. No gritaré, moriré invicta, a mi discreta manera.
-Sí, creo que ya no te hacen mucha falta los labios. ¿Quieres enviarle un último beso al chico amoroso? -me pregunta. Reúno sangre y saliva en la boca, y se lo escupo todo a la cara. Ella se pone roja de rabia-. De acuerdo, vamos a empezar.
Me preparo para el atroz dolor que se avecina, pero, cuando siento que la punta del cuchillo me hace el primer corte en el labio, una fuerza horrible arranca a Clove de mi cuerpo; la oigo gritar. Al principio estoy demasiado aturdida para entender qué ha pasado. ¿Ha venido Peeta a salvarme, de algún modo? ¿Acaso los Vigilantes han enviado un animal salvaje para aumentar la diversión? ¿Es que un aerodeslizador se la ha llevado por los aires?
Entonces me apoyo en los brazos dormidos para levantarme y veo que no es nada de eso: Clove cuelga de los brazos de Thresh, a treinta centímetros del suelo. Dejo escapar un grito ahogado al verlo así, erguido sobre mí, sosteniendo a Clove como si fuese una muñeca de trapo. Recordaba que era grande, pero es enorme, mucho más poderoso de lo que creía. Incluso parece haber ganado peso en el estadio. Le da la vuelta a Clove y la tira al suelo.
Cuando grita, doy un salto, porque nunca lo había oído levantar la voz, siempre hablaba en susurros.
-¿Qué le has hecho a la niñita? ¿La has matado?
Clove está retrocediendo a cuatro patas, como un insecto desesperado, demasiado atónita para acordarse de llamar a Cato.
-¡No! ¡No, no fui yo!
-Has dicho su nombre, te he oído. ¿La has matado? -Otra concept hace que se le retuerza la cara de rabia-. ¿La cortaste en trocitos como ibas a cortar a esta chica?
-¡No! No, yo no… -Clove ve la piedra que tiene Thresh en la mano, del tamaño de una pequeña barra de pan, y pierde el management-. ¡Cato! -chilla-. ¡Cato!
-¡Clove! -oigo gritar a Cato, pero calculo que está demasiado lejos para ayudarla.
¿Qué estaba haciendo? ¿Intentaba atrapar a la Comadreja a Peeta? ¿ esperaba a que apareciese Thresh y se ha equivocado por completo con su ubicación?
Thresh estrella con fuerza la roca en la sien de Clove. No sangra, pero veo la marca en el cráneo y sé que está perdida; sin embargo, le queda algo de vida, porque veo que se le mueve rápidamente el pecho y deja escapar un gemido.
Cuando Thresh se vuelve hacia mí con la piedra levantada, sé que no me serviría de nada correr; además, no tengo ninguna flecha preparada en el arco, puesto que la última salió volando en dirección a Clove. Estoy atrapada en la ira de sus extraños ojos castaño dorado.
-¿Qué quería decir? ¿Qué era eso de que Rue era tu aliada?
-Yo…, yo…, nosotras formamos un equipo. Volamos en pedazos las provisiones. Intenté salvarla, de verdad, pero él llegó primero. Distrito 1 -respondí.
Quizá si sabe que ayudé a Rue decida utilizar un método menos lento y sádico para acabar conmigo.
-¿Y lo mataste?
-Sí, lo maté, y a ella la cubrí de flores. Y canté hasta que se durmió.
Se me llenan los ojos de lágrimas; me abruman Rue, el dolor de cabeza, el miedo a Thresh y los gemidos de la chica moribunda, que está a unos metros.
-¿Hasta que se durmió? -pregunta Thresh, con voz áspera.
-Hasta que se murió, canté hasta que se murió. Vuestro distrito… me envió pan. -Levanto la mano, pero no para coger la flecha que nunca alcanzaría, sino para limpiarme la nariz-. Hazlo deprisa, ¿vale, Thresh?
Veo emociones contradictorias en el rostro de Thresh, que baja la roca y me apunta con el dedo, casi como si me acusara.
-Te dejo ir sólo esta vez, por la niñita. Tú y yo estamos en paz. No nos debemos nada, ¿entiendes?
Asiento, porque entiendo lo de las deudas, lo de odiar. Entiendo que, si Thresh gana, tendrá que volver a casa y enfrentarse a un distrito que ya ha roto todas las reglas para darme las gracias, y él ahora rompe las reglas para dármelas también. Y entiendo que, por ahora, Thresh no me va a aplastar el cráneo.
-¡Clove!
La voz de Cato está mucho más cerca; sé, por el dolor que refleja, que ya ha visto a la chica en el suelo.
-Será mejor que corras, chica de fuego -dice Thresh.
No hace falta que me lo diga dos veces: me vuelvo y huyo de Thresh, Clove y el sonido de la voz de Cato. Cuando llego al bosque, miro atrás durante un segundo; Thresh y las dos mochilas grandes desaparecen por el llano hacia la zona que todavía no he visto. Cato se arrodilla al lado de Clove, lanza en mano, suplicándole que se quede con él. Dentro de nada se dará cuenta de que es inútil, de que no puede salvarla. Me meto entre los árboles, limpiándome sin parar la sangre que me tapa el ojo, huyendo como la criatura salvaje y herida que soy. Al cabo de unos minutos, oigo el cañonazo y sé que Clove ha muerto y que Cato estará siguiéndonos la pista a Thresh a mí. Estoy aterrada, débil por la herida en la cabeza y trémula. Cargo una flecha en el arco, pero Cato puede alcanzar la misma distancia con la lanza que yo con la flecha.
Lo único que me calma es que Thresh tiene la mochila de Cato con la cosa que necesita desesperadamente. Si tuviese que apostar por alguien, diría que Cato va a por Thresh, no a por mí. De todos modos, no freno cuando llego al agua, me meto dentro con las botas puestas y avanzo arroyo abajo. Me quito los calcetines de Rue que estaba usando como guantes y me los pongo en la frente para intentar cortar el flujo de sangre; sin embargo, se empapan en pocos minutos.
No sé cómo, pero consigo llegar a la cueva; me meto entre las rocas y, a la escasa luz, me quito la mochilita naranja del brazo, corto el cierre y tiro el contenido al suelo: una caja delgada con una aguja hipodérmica. Sin vacilar, le meto la aguja a Peeta en el brazo y presiono el émbolo poco a poco.
Me llevo las manos a la cabeza y las dejo caer sobre el regazo, resbaladizas por la sangre.
Lo último que recuerdo es una polilla verde y plateada, de belleza exquisita, que aterriza en la curva de la muñeca.
_____ 22 _____
El sonido de la lluvia sobre el tejado de nuestra casa me devuelve el conocimiento. No obstante, lucho por volver a dormirme, envuelta en un cálido capullo de mantas, a salvo en mi hogar. Soy vagamente consciente de que me duele la cabeza, quizá tenga la gripe y por eso me dejan quedarme en la cama, aunque me da la impresión de que llevo mucho tiempo dormida. La mano de mi madre me acaricia la mejilla y yo no la aparto, como hubiese hecho de estar despierta, porque no quiero que sepa lo mucho que necesito ese contacto suyo, lo mucho que la echo de menos, aunque siga sin confiar en ella. Entonces me llega una voz, la voz equivocada, no la de mi madre, y me asusto.
-Katniss -dice-. Katniss, ¿me oyes?
Abro los ojos y se desvanece la sensación de seguridad. No estoy en casa, no estoy con mi madre; estoy en una cueva oscura y fría, con los pies descalzos helados a pesar del saco, y en el aire noto un inconfundible olor a sangre. La cara demacrada y pálida de un chico entra en mi campo de visión y, después de un sobresalto inicial, me siento mejor.
-Peeta.
-¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
-No estoy seguro. Me desperté anoche y estabas tumbada a mi lado, en medio de un charco de sangre aterrador. Creo que por fin has dejado de sangrar, aunque será mejor que no te sientes ni nada.
Me llevo la mano a la cabeza con precaución: me la ha vendado. Ese gesto tan easy me hace sentir débil y mareada. Peeta me acerca una botella a los labios y bebo con ganas.
-¿Estás mejor? -le pregunto.
-Mucho mejor. Lo que me inyectaste en el brazo hizo efecto. Esta mañana ya no tenía la pierna hinchada.
No parece enfadado conmigo por haberlo engañado, drogado e ido al banquete. Quizá ahora esté demasiado destrozada y espere a después para decírmelo, cuando esté más fuerte. Sin embargo, por el momento es todo amabilidad.
-¿Has comido? -le pregunto.
-Siento decir que me tragué los tres trozos de granso antes de darme cuenta de que podríamos necesitarlo para después. No te preocupes, vuelvo a seguir una dieta estricta.
-No, no pasa nada. Tienes que comer. Iré a cazar pronto.
-No demasiado pronto, ¿vale? Deja que te cunde un poco.
La verdad es que no me queda otra opción. Peeta me da para comer trocitos de granso y pasas, y me hace beber mucha agua. Me restriega los pies para calentarlos y los envuelve en su chaqueta antes de subirme el saco de dormir hasta la barbilla.
-Todavía tienes las botas y los calcetines mojados, y el tiempo no ayuda -cube.
Oigo un trueno y veo los relámpagos iluminar el cielo a través de una abertura en las rocas. La lluvia entra en la cueva por varios agujeros en el techo, aunque Peeta ha construido una especie de toldo sobre mi cabeza y la parte superior de mi cuerpo metiendo el cuadrado de plástico entre las rocas que tengo encima.
-¿Qué habrá provocado la tormenta? Es decir, ¿quién es el objetivo? -pregunta Peeta.
-Cato y Thresh -digo, sin pensar-. La Comadreja estará en su guarida, donde sea, y Clove…, ella me cortó y después… -No puedo terminar la frase.
-Sé que Clove está muerta, la vi en el cielo por la noche. ¿La mataste tú?
-No, Thresh le aplastó el cráneo con una roca.
-Qué suerte que no te cogiese a ti también.
-Lo hizo, pero me dejó marchar -respondo.
Al recordar lo sucedido durante el banquete se me revuelven las tripas. Por supuesto, no me queda más remedio que contárselo todo, las cosas que me callé porque él estaba demasiado enfermo para preguntarlas y las que no estaba lista para revivir, como la explosión, mi oído, la muerte de Rue, el chico del Distrito 1 y el pan. Todo eso me lleva a lo que pasó con Thresh y en cómo había pagado su deuda, por así llamarla.
-¿Te dejó ir porque no quería deberte nada? -pregunta Peeta, sin poder creérselo.
-Sí. No espero que lo entiendas. Tú siempre has tenido lo necesario, pero, si vivieras en la Veta, no tendría que explicártelo.
-Y no lo intentes. Está claro que soy demasiado tonto para pillarlo.
-Es como lo del pan. Parece que nunca consigo pagarte lo que te debo.
-¿El pan? ¿Qué? ¿De cuando éramos niños? -pregunta-. Creo que podemos olvidarlo. Es decir, acabas de revivirme.
-Pero no me conocías. No habíamos hablado nunca. Además, el primer regalo siempre es el más difícil de pagar. Ni siquiera estaría aquí para salvarte si tú no me hubieses ayudado entonces. De todos modos, ¿por qué lo hiciste?
-¿Por qué? Ya lo sabes -responde Peeta, y yo sacudo un poco la cabeza, aunque me duele-. Haymitch decía que costaría mucho convencerte.
-¿Haymitch? ¿Qué tiene que ver con esto?
-Nada. Entonces, Cato y Thresh, ¿eh? Supongo que sería mucho pedir que se matasen entre ellos.
Sin embargo, esa concept sólo sirve para entristecerme.
-Creo que Thresh nos hubiese caído bien, y que en el Distrito 12 podríamos haber sido amigos.
-Entonces, esperemos que Cato lo mate, para no tener que hacerlo nosotros -responde Peeta, en tono lúgubre.
No me gustaría nada que Cato matase a Thresh; de hecho, no quiero que muera nadie más, pero no es el tipo de cosa que los vencedores van diciendo por el estadio. A pesar de que hago todo lo posible por evitarlo, noto que se me llenan los ojos de lágrimas.
-¿Qué te pasa? -me pregunta Peeta, mirándome con cara de preocupación-. ¿Te duele mucho?
Le doy otra respuesta que, aun siendo cierta, puede interpretarse como un breve momento de debilidad, en vez de algo más radical.
-Quiero irme a casa, Peeta -le digo en tono lastimero, como una niña pequeña.
-Te irás, te lo prometo -responde él, y se inclina para darme un beso.
-Quiero irme ahora.
-Vamos a hacer una cosa: duérmete y sueña con casa; antes de que te des cuenta, estarás allí de verdad, ¿vale?
-Vale -susurro-. Despiértame si necesitas que monte guardia.
-Yo estoy bien y descansado, gracias a Haymitch y a ti. Además, ¿quién sabe cuánto durará esto?
¿A qué se refiere? ¿A la tormenta? ¿Al breve respiro que nos da? ¿A los juegos en sí? No lo sé, pero estoy demasiado cansada y triste para preguntar.
Cuando Peeta me despierta, ya es de noche. La lluvia se ha convertido en un aguacero que convierte las goteras de antes en auténticos ríos. Peeta ha colocado la olla del caldo para recoger lo peor y ha cambiado de posición el plástico para evitar que me caiga demasiada agua. Me siento un poco mejor, puedo sentarme sin marearme mucho y estoy muerta de hambre, igual que Peeta. Está claro que esperaba a que me despertase para comer, por lo que está deseando ponerse a ello.
No queda mucho: dos trozos de granso, un pequeño revoltijo de raíces y un puñado de fruta seca.
-¿Deberíamos racionarlo? -me pregunta.
-No, mejor nos lo terminamos. De todos modos, el granso se está poniendo malo, y sólo nos faltaría acabar enfermos por comer carne en mal estado.
Divido la comida en dos pilas iguales e intentamos comérnosla despacio, pero tenemos tanta hambre que acabamos en un par de minutos y mi estómago no se siente muy satisfecho.
-Mañana será día de caza -digo.
-No podré servirte de mucha ayuda. No he cazado nunca.
-Yo cazaré y tú cocinarás. También puedes recolectar verduras.
-Ojalá hubiese una especie de arbusto del pan por aquí -comenta Peeta.
-El pan que me enviaron del Distrito 11 todavía estaba caliente -respondo, suspirando-. Toma, mastica esto -añado, pasándole un par de hojas de menta y metiéndome unas cuantas en la boca.
Resulta difícil ver la proyección en el cielo con la tormenta, pero es lo bastante clara para saber que hoy no ha muerto nadie, así que Cato y Thresh todavía no se han encontrado.
-¿Adónde fue Thresh? Es decir, ¿qué hay al otro lado del círculo? -le pregunto a Peeta.
-Un campo; hasta donde alcanza la vista no hay más que hierbas que llegan a la altura de los hombros. No lo sé, quizás algunas tengan grano. Hay zonas de distintos colores, pero no se ven caminos.
-Seguro que algunas tienen grano y seguro que Thresh sabe cuáles. ¿Entraste?
-No, nadie tenía muchas ganas de perseguir a Thresh por la hierba. Ese sitio tenía un aire siniestro. Cada vez que miraba al campo no hacía más que pensar en cosas escondidas: serpientes, animales rabiosos y arenas movedizas. Ahí podría haber cualquier cosa.
No se lo digo, pero las palabras de Peeta me recuerdan a cuando nos advertían que no fuésemos más allá de las alambradas del Distrito 12. Durante un instante no puedo evitar la comparación con Gale, que vería el campo como una posible fuente de comida, además de como una amenaza. Thresh también lo veía así, no cabía duda. No es que Peeta sea lo que se cube blando, y ha demostrado que no es un cobarde; sin embargo, supongo que hay cosas que no se ponen en duda cuando tu casa siempre huele a pan recién hecho, mientras que Gale se lo cuestiona todo. ¿Qué pensaría Peeta de las irreverentes bromas que nos gastamos todos los días mientras incumplimos la ley? ¿Se asombraría de las cosas que decimos sobre Panem? ¿De las diatribas de Gale contra el Capitolio?
-Quizás haya un arbusto del pan en ese campo -digo-. Quizá por eso Thresh parece mejor alimentado ahora que cuando empezaron los juegos.
– eso, tiene unos patrocinadores muy generosos -responde Peeta-. Me pregunto qué tendríamos que hacer para que Haymitch nos enviase un poco de pan.
Arqueó las cejas antes de recordar que él no sabe nada del mensaje que nos envió Haymitch hace un par de noches: un beso equivale a una olla de caldo. Tampoco es algo que pueda soltar sin más, porque decirlo en voz alta haría al público sospechar que nos inventamos nuestro romance para granjearnos sus simpatías, y eso no nos daría nada de comer. Tengo que volver a poner las cosas en su sitio de un modo que resulte creíble. Algo sencillo, para empezar. Le estrecho una mano.
-Bueno, probablemente gastó muchos recursos para ayudarme a dejarte fuera de combate -comento, en tono travieso.
-Sí, en cuanto a eso -responde él, entrelazando sus dedos con los míos-, no se te ocurra volver a hacerlo.
-¿ qué?
-…, … -No se le ocurre nada bueno-. Espera, dame un minuto.
-¿Hay algún problema? -pregunto, sonriendo.
-El problema es que los dos seguimos vivos, lo que, en tu cabeza, refuerza la idea de que hiciste lo correcto.
-Sí que hice lo correcto.
-¡No! ¡No lo hagas, Katniss! -Me aprieta la mano con fuerza, haciéndome daño, y noto por su voz que está enfadado de verdad-. No mueras por mí. No me harías ningún favor, ¿de acuerdo?
-Quizá también lo hice por mí, Peeta -respondo; aunque me sorprende su intensidad, entiendo que es una oportunidad excelente para conseguir comida, así que intento seguirle el rollo-. Quizá lo hice por mí, Peeta, ¿se te había ocurrido pensarlo? Quizá no eres el único que…, que se preocupa por… qué pasaría si…
Estoy mascullando, las palabras no se me dan tan bien como a Peeta, y, mientras hablo, la thought de perderlo de verdad vuelve a golpearme y me doy cuenta de lo mucho que me dolería su muerte. No es sólo por los patrocinadores, no es por lo que pasaría al volver a casa y no es que no quiera estar sola; es él, no quiero perder al chico del pan.
-¿Qué pasaría si qué, Katniss? -me pregunta, en voz baja.
Ojalá pudiera cerrar las compuertas, bloquear este momento y ponerlo fuera del alcance de los entrometidos ojos de Panem, aunque significara perder comida. Lo que yo sienta es asunto mío.
-Ésa es la clase de tema que Haymitch me dijo que evitara -respondo, a la evasiva, aunque Haymitch nunca me haya dicho nada parecido. De hecho, seguramente me está maldiciendo a voces por soltar la pelota en un momento con tanta carga emotiva. Pero, de algún modo, Peeta recoge la pelota.
-Entonces tendré que rellenar los huecos yo solo -dice, acercándose.
Es el primer beso del que ambos somos plenamente conscientes. Ninguno está debilitado por la enfermedad el dolor, ni tampoco desmayado; no nos arden los labios de fiebre ni de frío. Es el primer beso que de verdad hace que se me agite algo en el pecho, algo cálido y curioso. Es el primer beso que me hace desear un segundo.
Sin embargo, el segundo beso no llega. Bueno, sí, pero no es más que un besito en la punta de la nariz, porque Peeta se ha distraído con algo.
-Creo que tu herida vuelve a sangrar. Venga, túmbate. De todos modos, es hora de dormir.
Ya tengo los calcetines bastante secos, así que me los pongo y obligo a Peeta a ponerse de nuevo su chaqueta, porque es como si el frío húmedo se me metiese en los huesos y él debe de estar helado. Además, insisto en hacer el primer turno de guardia, aunque ninguno de los dos creemos que alguien aparezca con este tiempo. No obstante, él sólo acepta a condición de que yo también me meta en el saco, y tiemblo tanto que no tendría sentido negarme. A diferencia de hace dos noches, cuando notaba que Peeta estaba a varios kilómetros de mí, ahora mismo me abruma su proximidad. Cuando nos tumbamos, él me baja la cabeza para que use su brazo de almohada, mientras me pone encima el otro brazo, como si deseara protegerme, incluso dormido. Hace mucho tiempo que nadie me abraza así; desde que mi padre murió y dejé de confiar en mi madre, ningún brazo me ha hecho sentir tan a salvo.
Con la ayuda de las gafas, me quedo mirando las gotas de agua caer en el suelo de la caverna. Son rítmicas y tranquilizadoras, y doy unas cuantas cabezadas que me hacen despertar de golpe, con sentimiento de culpa y enfadada por mi debilidad. Después de tres cuatro horas no puedo aguantarlo más y despierto a Peeta, porque se me cierran los ojos. A él no parece importarle.

Sin embargo, el tiempo no mejora. El diluvio continúa, como si los Vigilantes intentaran ahogarnos a todos. Los truenos son tan fuertes que parecen sacudir el suelo, y Peeta sopesa la concept de salir a buscar comida, de todos modos, pero le digo que, con esta tormenta, no tiene sentido. No podría ver lo que tiene delante de sus narices y acabará chorreando como recompensa. Sabe que tengo razón, aunque empieza a dolemos el estómago.
El día se arrastra hasta convertirse en noche y el tiempo sigue igual. Haymitch es nuestra única esperanza, pero no nos llega nada, ya sea por falta de dinero (todo costará ya una suma exorbitante) porque no esté satisfecho con nuestra actuación. Probablemente lo segundo. Soy la primera que reconoce que hoy no hemos estado lo que se cube fascinantes: muertos de hambre, débiles por las heridas, intentando no reabrirlas. Estamos acurrucados juntos, envueltos en el saco, sí, pero sobre todo para calentarnos. Lo más emocionante que hemos hecho es dormir.
No sé bien cómo darle un empujoncito al romance. Aunque el beso de anoche estuvo bien, tengo que pensarme con detenimiento qué hacer para conseguir el siguiente. En la Veta, y también entre los comerciantes, hay chicas que saben cómo manejarse en estos temas, pero nunca he tenido mucho tiempo para esto, ni tampoco ganas. En cualquier caso, un solo beso ya no basta; de ser así, anoche habríamos conseguido comida. Mi instinto me dice que Haymitch no busca sólo afecto físico, que quiere algo más personal, el tipo de cosas que intentaba que contase sobre mí en las prácticas para la entrevista. Se me da fatal, pero a Peeta no. Quizás el mejor enfoque sea hacer que hable él.
-Peeta -digo, como si nada-, en la entrevista dijiste que estás enamorado de mí desde que tienes uso de razón. ¿Cuándo empezó esa razón?
-Bueno, a ver… Supongo que el primer día de clase. Teníamos cinco años y tú llevabas un vestido de cuadros rojos y el pelo…, el pelo recogido en dos trenzas, en vez de una. Mi padre te señaló cuando esperábamos para ponernos en fila.
-¿Tu padre? ¿Por qué?
-Me dijo: «¿Ves esa niñita? Quería casarme con su madre, pero ella huyó con un minero».
-¿Qué? ¡Te lo estás inventando!
-No, es completamente cierto. Y yo respondí: «¿Un minero? ¿Por qué quería un minero si te tenía a ti?». Y él respondió: «Porque cuando él canta… hasta los pájaros se detienen a escuchar».
-Eso es verdad, lo hacen. Es decir, lo hacían -digo.
Pensar en el panadero diciéndole eso a Peeta me desconcierta y, ante mi sorpresa, me emociona. Me parece que mi renuencia a cantar, la forma en que rechazo la música no se debe en realidad a que lo considere una pérdida de tiempo. Podría ser porque me recuerda demasiado a mi padre.
-Así que, ese día, en la clase de música, la maestra preguntó quién se sabía la canción del valle. Tú levantaste la mano como una bala. Ella te puso de pie sobre un taburete y te hizo cantarla para nosotros. Te juro que todos los pájaros de fuera se callaron.
-Venga ya -repuse, riéndome.
-No, de verdad. Y, justo cuando terminó la canción, lo supe: estaba perdido, igual que tu madre. Después, durante los once años siguientes, intenté reunir el valor suficiente para hablar contigo.
-Sin mucho éxito.
-Sin mucho éxito. Así que, en cierto modo, el que saliese mi nombre en la cosecha fue un golpe de buena suerte.
Durante un instante siento una alegría casi absurda y después no entiendo nada, porque se supone que estamos inventándonos estas cosas, fingiendo estar enamorados, no estándolo de verdad.
Pero lo que cuenta Peeta suena a verdad: la parte sobre mi padre y los pájaros, y es cierto que canté el primer día del colegio, aunque no recuerdo la canción. Y ese vestido de cuadros rojos… existía, lo heredó Prim y acabó tan desgastado que quedó hecho trizas después de la muerte de mi padre.
Eso también explicaría otra cosa: por qué Peeta se arriesgó a una paliza por darme el pan aquel horrible día. Entonces, si todos los detalles son ciertos…, ¿podría serlo lo demás?
-Tienes una… memoria asombrosa -comento, vacilante.
-Lo recuerdo todo sobre ti -responde él, poniéndome un mechón suelto detrás de la oreja-. Eras la única que no se daba cuenta.
-Ahora sí.
-Bueno, aquí no tengo mucha competencia.
Quiero retirarme, cerrar de nuevo las compuestas, pero sé que no puedo, es como si oyese a Haymitch susurrándome al oído: «¡Dilo, dilo!». Así que trago saliva y me arranco las palabras.
-No tienes mucha competencia en ninguna parte.
Esta vez, soy yo la que se inclina para besarlo.
Apenas se han tocado nuestros labios cuando el estruendo del exterior nos sobresalta. Saco el arco, con la flecha lista para disparar, pero no se oye nada más. Peeta se asoma entre las rocas y da un salto; antes de que pueda detenerlo, sale a la lluvia y me pasa algo, un paracaídas plateado atado a una cesta. La abro de inmediato y dentro hay un banquete: panecillos recién hechos, queso de cabra, manzanas y, lo mejor, una sopera llena de aquel increíble estofado de cordero con arroz salvaje, el mismo plato del que le hablé a Caesar Flickerman cuando me preguntó por lo que más me había impresionado del Capitolio.
-Supongo que Haymitch por fin se ha hartado de vernos morir de hambre -comenta Peeta al meterse en la cueva, con el rostro iluminado como el sol.
-Supongo.
Sin embargo, en mi cabeza oigo las palabras engreídas, aunque ligeramente exasperadas, de Haymitch: «Sí, eso es lo que busco, preciosa».
_____ 23 _____
-Será mejor que nos tomemos el estofado con calma, ¿recuerdas la primera noche en el tren? La comida pesada me hizo vomitar, y ni siquiera estaba muriéndome de hambre por aquel entonces.
-Tienes razón. ¡Podría tragármelo entero de un bocado! -comento, pesarosa, aunque no lo hago. Nos comportamos con bastante sensatez; cogemos un panecillo cada uno, media manzana, y una ración de estofado y arroz del tamaño de un huevo. Me obligo a comer el estofado en cucharaditas diminutas (nos han enviado hasta cubiertos y platos), saboreando cada bocado. Cuando terminamos, me quedo mirando el plato con anhelo-. Quiero más.
-Yo también. Vamos a hacer una cosa: esperamos una hora y, si no lo echamos, nos servimos más.
-De acuerdo. Va a ser una hora muy larga.
-Quizá no tanto -responde él-. ¿Qué estabas diciendo justo antes de que llegase la comida? Algo sobre no tener… competencia…, que soy lo mejor que te ha pasado…
-No recuerdo haber dicho eso último -digo, esperando que aquí esté demasiado oscuro para que las cámaras recojan mi rubor.
-Ah, es verdad, eso era lo que estaba pensando yo. Ven aquí, me estoy helando.
Le hago sitio dentro del saco y nos sentamos con la espalda apoyada en la pared de la cueva, yo con la cabeza sobre su hombro, él rodeándome con los brazos. Noto cómo si Haymitch me diese un codazo para que siga con la actuación.
-Entonces, ¿ni siquiera te has fijado en las otras chicas desde que teníamos cinco años?
-Me fijaba en casi todas, pero tú eras la única que me dejaba huella.
-Seguro que a tus padres les encantaba que te gustase una chica dela Veta.
-No mucho, pero no me importaba nada. De todos modos, si volvemos, ya no serás una chica de la Veta, serás una chica de la Aldea de los Vencedores.
Es cierto, si ganamos nos darán una casa a cada uno en la parte de la ciudad reservada para los vencedores de los Juegos del Hambre. Hace tiempo, cuando empezaron los juegos, el Capitolio construyó una docena de casas elegantes en cada distrito. En el nuestro, obviamente, sólo una estaba ocupada; en la mayoría no había vivido nadie. En ese momento, se me ocurre una thought inquietante.
-Entonces… ¡nuestro único vecino será Haymitch!
-Ah, será maravilloso -responde Peeta, abrazándome con fuerza-: Haymitch, tú y yo. Y muy acogedor: picnics, cumpleaños, largas noches de invierno junto al fuego recordando viejas historias de los Juegos del Hambre…
-¡Te lo dije, me odia! -exclamo, pero no puedo evitar reírme de ver a Haymitch convertido en mi nuevo amigo.
-Sólo a veces. Cuando está sobrio, no lo he oído decir ni una cosa negativa sobre ti.
-¡Si nunca está sobrio!
-Claro, ¿en qué estaría pensando? Ah, sí, es Cinna el que te quiere, más que nada porque no intentaste huir cuando te prendió fuego. Por otro lado, Haymitch… Bueno, si fuera tú, lo evitaría en todo momento. Te odia.
-Creía que habías dicho que yo era su favorita.
-A mí me odia todavía más. No creo que la gente, en common, sea lo suyo.
Sé que al público le gustará que nos divirtamos a costa de Haymitch. Lleva tanto tiempo en los juegos que es casi como un viejo amigo para algunos espectadores y, después de su caída del escenario en la cosecha, todos lo conocen. Seguro que ya lo han sacado de la sala de management para entrevistarlo sobre nosotros. No tengo ni thought de qué mentiras se habrá inventado, aunque está en desventaja, porque casi todos los mentores tienen un compañero, otro vencedor para ayudarlos, mientras que él tiene que estar listo para entrar en acción en cualquier momento. Más menos como yo cuando estaba sola en el estadio. Me pregunto cómo lo llevará con la bebida, la atención y la tensión de intentar mantenernos con vida.
Es curioso: Haymitch y yo no nos llevamos bien en persona, pero quizá Peeta tenga razón en que somos parecidos, porque parece capaz de comunicarse conmigo mediante los regalos. Como cuando supe que estaba cerca del agua porque él no me la enviaba, que el somnífero no era sólo para aliviar el dolor de Peeta, y ahora, que tenemos que vivir el romance. En realidad, no se ha esforzado mucho por conectar con Peeta. Quizá crea que un cuenco de caldo no es más que un cuenco de caldo para Peeta, mientras que yo veré lo que conlleva.
Se me ocurre algo, y me asombra que haya tardado tanto en surgir, quizá sea porque hasta ahora Haymitch no me había provocado ninguna curiosidad.
-¿Cómo crees que lo hizo? -pregunto.
-¿Quién? ¿El qué?
-Haymitch. ¿Cómo crees que ganó los juegos?
Peeta se lo piensa un rato antes de responder. Haymitch es fuerte, pero no una maravilla física como Cato Thresh. Tampoco es especialmente guapo, no tanto como para que le lloviesen los regalos; y es tan hosco que resulta difícil imaginar que alguien formase equipo con él. Sólo pudo ganar de una forma, y Peeta lo dice justo cuando yo misma llego a la conclusión.
-Fue más listo que los demás.
Asiento y dejo el tema, pero, en secreto, me pregunto si Haymitch permaneció sobrio lo bastante para ayudarnos a Peeta y a mí porque pensaba que quizá tuviéramos el ingenio suficiente para sobrevivir. Quizá no siempre fuera un borracho; quizá, al principio, intentara ayudar a los tributos, pero al last le resultó insoportable. Debe de ser horrible guiar a dos niños y verlos morir, año tras año. Entonces me doy cuenta de que, si salgo de aquí, ése será mi trabajo, convertirme en mentora de la tributo del Distrito 12. La idea es tan repulsiva que me la quito de la cabeza.
Pasa media hora y decido que tengo que comer otra vez. Peeta tiene tanta hambre que no se resiste. Mientras me sirvo dos racioncitas más de estofado de cordero y arroz, oímos el himno. Peeta se asoma a la grieta de las rocas para mirar el cielo.
-Esta noche no habrá nada -le digo, más interesada en el estofado que en el cielo-. Si hubiera pasado algo, habría sonado un cañonazo.
-Katniss -cube Peeta en voz baja.
-¿Qué? ¿Quieres que compartamos también un panecillo?
-Katniss -repite, pero no quiero hacerle caso.
-Voy a partir uno, y guardaré el queso para mañana -insisto; veo que Peeta me mira-. ¿Qué?
-Thresh ha muerto.
-No puede ser.
-Habrán disparado el cañón durante los truenos y no lo oímos.
-¿Estás seguro? Es decir, está lloviendo a cántaros, no sé cómo ves algo.
Lo aparto de las rocas y me asomo al cielo oscuro y lluvioso. Durante diez segundos veo de refilón una foto de Thresh y después nada. Así de easy.
Me dejo caer hasta quedar sentada junto a las rocas, olvidando por un momento nuestro objetivo. Thresh está muerto. Debería alegrarme, ¿no? Un tributo menos al que enfrentarse, y uno poderoso. Sin embargo, no lo estoy, sólo puedo pensar en que Thresh me dejó ir, me dejó huir por Rue, que murió con una lanza clavada en el estómago…
-¿Estás bien? -me pregunta Peeta.
Me encojo de hombros, evasiva, y me sujeto los codos con las manos para pegármelos más al cuerpo. Tengo que enterrar el verdadero dolor, porque ¿quién va a apostar por un tributo que no deja de lloriquear cuando muere uno de sus contrincantes? Lo de Rue fue distinto: éramos aliadas y ella period tan joven…, pero nadie entendería mi pena por el asesinato de Thresh. La palabra me hace parar en seco: ¡asesinato! Por suerte, no lo he dicho en voz alta, eso no me ganaría ningún punto en el estadio. En vez de eso, digo:
-Es que…, si no hubiésemos ganado nosotros…, quería que lo hiciese Thresh, porque me dejó ir y por Rue.
-Sí, ya lo sé, pero esto significa que estamos un paso más cerca del Distrito 12. -Me pone un plato de comida en las manos-. Come, todavía está caliente.
Le doy un mordisco al estofado para que todos vean que de verdad no me importa, pero es como comer pegamento y me cuesta mucho tragar.
-También significa que Cato estará buscándonos.
-Y que vuelve a tener provisiones -añade Peeta.
-Seguro que está herido.
-¿Por qué lo dices?
-Porque Thresh no se habría rendido sin luchar. Es muy fuerte…; es decir, era muy fuerte. Y estaban en su territorio.
-Bien. Cuanto más herido esté Cato, mejor. Me pregunto cómo le irá a la Comadreja.
-Bah, seguro que le va bien -digo, malhumorada. Sigo enfadada porque ella pensó en esconderse en la Cornucopia y yo no-. Es possible que nos cueste menos coger a Cato que a ella.
-Quizá se cacen entre ellos y nosotros podamos irnos a casa -cube Peeta-, aunque será mejor que pongamos especial cuidado en las guardias. Me he quedado dormido unas cuantas veces.
-Yo también, pero esta noche no.

Cuando me despierta más tarde, lo primero que noto es el olor a queso de cabra. Tiene en la mano medio panecillo untado con el queso cremoso y cubierto de rodajas de manzana.
-No te enfades -me dice-. Es que tenía que comer otra vez. Toma tu mitad.
-Oh, bien -respondo de inmediato, dándole un gran bocado. El fuerte queso grasiento sabe igual que el que hace Prim, y las manzanas están dulces y crujientes-. Ummm.
-En la panadería hacemos tarta productos para el pelo de queso de cabra y manzana.
-Seguro que es cara.
-Demasiado para que se la coma mi familia, a no ser que se haya puesto muy rancia. Casi todo lo que comemos está rancio, claro -añade Peeta, arropándose con el saco de dormir. En menos de un minuto está roncando.
Vaya, siempre supuse que los tenderos vivían la buena vida, y es cierto que Peeta nunca ha tenido problemas para comer, pero resulta deprimente vivir de pan rancio, de las barras duras y secas que nadie quiere. Como yo llevo la comida a casa todos los días, nosotras casi siempre comemos cosas frescas, tanto que hay que asegurarse de que no salgan corriendo.
En algún momento de mi turno deja de llover, pero no poco a poco, sino de golpe. El aguacero termina y sólo quedan las gotas residuales del agua de las ramas y el torrente del arroyo que tenemos debajo, que estará a rebosar. Sale una luna llena preciosa y veo el exterior sin necesidad de ponerme las gafas. No sé si la luna es real una proyección de los Vigilantes; recuerdo que hubo luna llena justo antes de irme de casa, porque Gale y yo la vimos salir mientras cazábamos hasta entrada la noche.
¿Cuánto tiempo llevo fuera? Supongo que hemos estado unas dos semanas en el estadio, además de la semana de preparación en el Capitolio. Quizá la luna haya completado su ciclo. Por alguna razón, deseo desesperadamente que sea mi luna, la misma que veo desde el bosque del Distrito 12; eso me daría algo a lo que aferrarme en el surrealista mundo del campo de batalla, donde hay que dudar de la autenticidad de todo.
Quedamos cuatro.
Por primera vez me permito pensar en serio en la posibilidad de volver a casa, de volver famosa y rica a mi propia casa de la Aldea de los Vencedores. Mi madre y Prim se irían a vivir conmigo, y ya no habría que temer al hambre. Un nuevo tipo de libertad, pero, después… ¿qué? ¿Cómo será mi vida cotidiana? Antes dedicaba casi todo mi tiempo a conseguir comida; si me quitan eso, no estoy muy segura de quién soy, ni de cuál es mi identidad. La thought me asusta un poco. Pienso en Haymitch y en todo su dinero. ¿En qué se convirtió su vida? Vive solo, sin esposa ni hijos, se pasa la mayor parte del día borracho. No quiero acabar así.
-Pero no estarás sola -susurro para mis adentros.
Tengo a mi madre y a Prim. Bueno, por ahora. Y después… No quiero pensar en después, cuando Prim crezca y mi madre muera. Sé que nunca me casaré, no pienso arriesgarme a traer un hijo al mundo, porque si hay algo que no te garantizan como vencedor es la seguridad de tus hijos. Los nombres de mis niños entrarían en las urnas de la cosecha con los de todo el mundo, y juro que no dejaré que eso suceda.
El sol sale al fin, y su luz entra por las grietas e ilumina la cara de Peeta. ¿En quién se transformará si volvemos a casa? ¿Quién será este asombroso buenazo que miente tan bien que todo Panem cree que está loco de amor por mí? Reconozco que hay momentos en que yo también me lo creo. «Al menos, seremos amigos», pienso. Nada cambiará el hecho de que aquí nos hemos salvado la vida el uno al otro y, además, siempre será el chico del pan. Buenos amigos. Sin embargo, cualquier cosa que vaya más allá de eso… Siento cómo los grises ojos de Gale me observan desde el Distrito 12 mientras observo a Peeta.
Como me siento incómoda, tengo que moverme; me acerco a Peeta y le sacudo el hombro. Él abre los ojos con aire soñoliento y, cuando se fijan en mí, me acerca para darme un largo beso.
-Estamos perdiendo tiempo de caza -digo cuando por fin me suelto.
-Yo no diría que esto sea perder el tiempo -asegura; se levanta y se estira con ganas-. Entonces, ¿cazamos con el estómago vacío para estar más alerta?
-Nosotros no. Nosotros nos atiborramos para tener más energía.
-Cuenta conmigo -responde él, aunque veo que le sorprende que divida el resto del estofado con arroz y le pase un plato lleno-. ¿Todo esto?
-Lo repondremos hoy -le aseguro, y los dos nos lanzamos sobre la comida. Aunque esté fría, sigue siendo una de las mejores recetas que he probado. Dejo el tenedor y apuro las últimas gotas de salsa con el dedo-. Es como si viese a Effie Trinket escandalizándose por mis modales.
-¡Eh, Effie, mira esto! -exclama Peeta. Tira el tenedor por encima del hombro y, literalmente, limpia el plato a lametones dejando escapar ruiditos de satisfacción. Después le sopla un beso y grita:- ¡Te echamos de menos, Effie!
-¡Para! -digo, tapándole la boca, aunque riéndome-. Cato podría estar ahí fuera.
-¿Qué más me da? -asegura, cogiéndome la mano y acercándome a él-. Te tengo a ti para protegerme.
-Venga -insisto, impaciente, librándome de su abrazo, pero no sin antes ganarme otro beso.
Después de guardarlo todo y salir de la cueva, nos ponemos serios. Es como si los últimos días, bajo el cobijo de las rocas, la lluvia y la obsesión de Cato con Thresh, hubiesen sido un respiro, una especie de vacaciones. Ahora, aunque el día está soleado y hace calor, los dos sentimos que hemos vuelto a los juegos. Le paso a Peeta mi cuchillo, ya que perdió las armas que tuviera, y él se lo mete en el cinturón. Mis últimas siete flechas (de las doce que tenía sacrifiqué tres en la explosión y dos en el banquete) están demasiado solas en el carcaj. No puedo permitirme perder más.
-Ya nos estará buscando -dice Peeta-. Cato no es de los que se sientan a esperar a que aparezca la presa.
-Si está herido…
-Da igual. Si puede moverse, estará de camino.
Con la lluvia, el arroyo se ha desbordado varios metros por ambas orillas. Nos detenemos a reponer agua y compruebo las trampas que dejé hace algunos días: vacías. No es de extrañar, teniendo en cuenta el tiempo que ha hecho. Además, no he visto muchos animales ni huellas de ellos por aquí.
-Si queremos comida, será mejor que regresemos a mi anterior territorio de caza.
-Tú decides, sólo tienes que decirme qué debo hacer.
-Mantente alerta -le digo-. Quédate en las rocas todo lo posible, no tiene sentido dejar un rastro. Y escucha por los dos.
Llegados a este punto, está claro que la explosión me dejó sorda del oído izquierdo.
Caminaría por el agua para borrar del todo nuestras huellas, pero no sé bien si la pierna de Peeta podría soportar la corriente. Aunque las medicinas han curado la infección, sigue estando bastante débil. A pesar del dolor en la frente por culpa del corte del cuchillo, he dejado de sangrar después de tres días. Llevo una venda en la cabeza, por si acaso el ejercicio físico abre la herida de nuevo.
Al avanzar arroyo arriba, pasamos por el lugar en que Peeta se camufló entre las hierbas y el lodo. Lo bueno es que, entre el aguacero y las orillas inundadas, no queda nada de su escondite. Eso significa que, en caso de necesidad, podemos volver a la cueva; de lo contrario, no me arriesgaría, con Cato buscándonos.
Los cantos rodados se convierten en rocas que, poco a poco, pasan a ser guijarros y después, para mi alivio, volvemos a las agujas de pino y la suave inclinación de la tierra del bosque. Por primera vez me doy cuenta de que tenemos un problema: caminar por terrenos rocosos con una pierna mala… Bueno, tienes que hacer ruido; pero Peeta hace ruido incluso en el blando lecho de agujas de pino. Y cuando digo ruido, quiero decir ruido de verdad, como si fuese dando pisotones algo así. Me vuelvo para mirarlo.
-¿Qué? -me pregunta.
-Tienes que hacer menos ruido. Olvídate de Cato; estás espantando a todos los conejos en quince kilómetros a la redonda.
-¿De verdad? Lo siento, no lo sabía.
Así que empezamos otra vez y lo hace un poquito mejor, pero, incluso con una sola oreja funcionando, me sobresalta.
-¿Puedes quitarte las botas? -le sugiero.
-¿Aquí? -pregunta, sin poder creérselo, como si le hubiese pedido que caminase descalzo sobre brasas algo parecido.
Tengo que recordarme que no está acostumbrado al bosque, que es un lugar aterrador y prohibido al otro lado de las alambradas del Distrito 12. Pienso en Gale y sus pies de terciopelo. Es espeluznante lo silencioso que llega a ser, incluso cuando está todo lleno de hojas caídas y resulta complicado moverse sin espantar a los animales. Seguro que se está partiendo de risa en casa.
-Sí -le explico con paciencia-. Yo también me las voy a quitar, así iremos los dos en silencio -aseguro, como si yo también estuviese haciendo ruido.
Así que los dos nos quitamos las botas y los calcetines y, aunque la cosa mejora un poco, juraría que se esfuerza por partir todas las ramas con las que nos encontramos.
Huelga decir que, a pesar de que tardamos varias horas en llegar al viejo campamento de Rue, no he disparado ni una flecha. Si el arroyo se calmara podría pescar, pero la corriente sigue siendo demasiado fuerte. Cuando nos detenemos a descansar y beber agua, intento pensar en una solución. Lo ideally suited sería dejar a Peeta con una tarea sencilla de recogida de raíces y largarme a cazar, aunque así se quedaría solo y con un cuchillo para defenderse, contra la superioridad física y las lanzas de Cato. Lo que en realidad me gustaría es intentar esconderlo en algún lugar seguro, irme de caza y volver para recogerlo; me da la sensación de que su ego no va a aceptar la sugerencia.
-Katniss, tenemos que separarnos. Sé que estoy espantando a los animales.
-Sólo porque tienes la pierna mal -respondo con generosidad, porque, la verdad, eso no es más que parte del problema.
-Lo sé, pero ¿por qué no sigues tú? Enséñame qué plantas tengo que recoger y así los dos resultaremos útiles.
-No, si Cato viene y te mata.
Intenté decirlo en tono amable, pero ha sonado como si pensara que es un debilucho.
-Puedo manejar a Cato -responde, sorprendiéndome con su risa-. Ya he luchado antes contra él, ¿no?
«Sí, y salió estupendamente, acabaste medio muerto en el barro de la orilla.»
Es lo que quiero decirle, pero no puedo, porque, al fin y al cabo, él arriesgó la vida por salvarme de Cato. Pruebo otra táctica.
-¿Y si trepas a un árbol y haces de vigía mientras cazo? -pregunto, intentando que parezca un trabajo muy importante.
-¿Y si me enseñas qué puede comerse por aquí y tú te vas a conseguir un poco de carne? -responde, imitándome-. Pero no te alejes mucho, por si necesitas ayuda.
Suspiro y le enseñó qué raíces puede desenterrar. Está claro que necesitamos comida, porque una manzana, dos panecillos y un trozo de queso del tamaño de una ciruela no nos van a durar mucho. Me quedaré cerca y rezaré por que Cato esté muy lejos.
Lo enseño a silbar (no una melodía, como la de Rue, sino un silbido sencillo de dos notas) para que podamos decirnos que seguimos vivos. Por suerte, se le da bien, así que lo dejo con la mochila y me voy.
Me siento como si volviera a tener diez años y estuviese atada no sólo a la seguridad de la alambrada, sino también a Peeta; me permito delimitar entre seis y diez metros de zona de caza. Sin embargo, al alejarme de él los bosques se llenan de sonidos de animales. Con la tranquilidad de oírlo silbar de vez en cuando, me alejo un poco más y pronto tengo dos conejos y una ardilla gorda. Decido que con eso basta; puedo poner algunas trampas y quizá pescar algo, lo que, sumado a las raíces de Peeta, nos valdrá por ahora.
Al volver sobre mis pasos me doy cuenta de que llevamos un rato sin intercambiar señales. Cuando silbo y veo que no recibo respuesta, echo a correr y llego a la mochila y el montón de raíces en un segundo. Ha puesto el cuadrado de plástico en el suelo y, encima, bajo el sol, una capa de bayas. Pero ¿dónde está?
-¡Peeta! -grito, presa del pánico-. ¡Peeta!
Me vuelvo al oír un movimiento de arbustos y estoy a punto de ensartarlo con una flecha. Por suerte, aparto el arco en el último segundo y la flecha se clava en el tronco de un roble, a su izquierda. Él retrocede de un salto y lanza por los aires un puñado de bayas.
-¿Qué estás haciendo? -exclamo, porque mi miedo sale convertido en rabia-. ¡Se supone que tienes que estar aquí, no corriendo por el bosque!
-Encontré unas bayas arroyo abajo -responde; está claro que no entiende mi enfado.
-Silbé. ¿Por qué no respondiste?
-No lo oí, supongo que el agua hace demasiado ruido.
Se acerca y me pone las manos en los hombros. Entonces me doy cuenta de que estoy temblando.
-¡Creía que Cato te había matado! -le digo, casi a gritos.
-No, estoy bien. -Me rodea con sus brazos, pero no respondo-. ¿Katniss?
-Si dos personas acuerdan una señal, tienen que quedarse dentro de su alcance -insisto, apartándolo, intentando ordenar mis sentimientos-. Porque si uno de los dos no responde, es que tiene problemas, ¿vale?
-¡Vale!
-Vale, porque eso es lo que le pasó a Rue… ¡y la vi morir! -Le doy la espalda, me acerco a la mochila y abro una botella de agua nueva, aunque todavía me queda en la mía. Sin embargo, no estoy preparada para perdonarlo. Veo la comida: no han tocado los panecillos y las manzanas, pero alguien ha estado picoteando el queso-. ¡Y has comido sin mí!
La verdad es que no me importa, sólo quiero tener otra cosa por la que enfadarme.
-¿Qué? No, yo no he sido.
-Oh, entonces supongo que las manzanas se han comido el queso.
-No sé qué se ha comido el queso -responde Peeta, pronunciando las palabras despacio y con cuidado, como si intentase no perder los nervios-, pero no fui yo. He estado en el arroyo, recogiendo bayas. ¿Quieres unas pocas?
No me importaría, aunque no quiero rendirme tan pronto. En todo caso, me acerco a mirarlas; no las había visto nunca… Sí, sí las he visto antes, pero no en el estadio. No son las bayas de Rue, por mucho que lo parezcan; tampoco coinciden con las que nos enseñaron en el entrenamiento. Me inclino, cojo unas pocas y las muevo entre los dedos.
Recuerdo la voz de mi padre: «Éstas no, Katniss, nunca. Son jaulas de noche, estarías muerta antes de que te llegaran al estómago».
Justo en ese instante, suena el cañonazo. Me vuelvo rápidamente, temiendo ver a Peeta en el suelo, pero él se limita a arquear las cejas. El aerodeslizador aparece a unos noventa metros: está llevándose lo que queda del demacrado cuerpo de la Comadreja. Veo un destello de pelo rojo a la luz del sol.
Tendría que haberlo supuesto en cuanto vi que faltaba queso…
Peeta me coge del brazo y me empuja hacia un árbol.
-Trepa, llegará en un segundo. Tendremos más posibilidades luchando desde arriba.
-No, Peeta. La has matado tú, no Cato -lo detengo, sintiéndome muy tranquila de repente.
-¿Qué? Ni siquiera la había vuelto a ver desde el primer día. ¿Cómo iba a matarla?
Le enseño las bayas a modo de respuesta.
_____ 24 _____
Tardo un rato en explicarle la situación a Peeta, que la Comadreja
estaba robando de la pila de suministros antes de que yo la hiciese
estallar, que había intentado llevarse lo suficiente para sobrevivir sin llamar
la atención, que no se habría planteado la seguridad de comerse unas
bayas que estábamos preparando para nosotros.
-Me pregunto cómo nos encontró -comenta Peeta-. Es culpa mía,
supongo, si soy tan ruidoso como dices.
Éramos tan difíciles de seguir como una manada de reses, pero procuro ser amable.
-Y es muy lista, Peeta. Bueno, lo period, hasta que tú la superaste.
-No fue a propósito. No me parece justo. Es decir, si ella no se
hubiese comido primero las bayas, nosotros dos estaríamos muertos.
-Entonces, se corrige-. No, claro; tú las reconociste, ¿verdad?
-Las llamamos jaulas de noche -respondo, asintiendo.
-Hasta el nombre suena peligroso. Lo siento, Katniss, creía que eran
las mismas que recogiste tú.
-No te disculpes. Esto significa que estamos un paso más cerca de
casa, ¿no?
-Me desharé del resto -responde Peeta.
Recoge el plástico azul procurando que queden todas dentro y las tira
en el bosque.
-¡Espera! -exclamo. Busco el saquito de cuero del chico del Distrito 1
y lo lleno de bayas-. Si engañaron a la Comadreja, quizá engañen a Cato.
Si nos está persiguiendo algo, podemos hacer como si se nos cayera la
bolsa y, si se las come…
-Estaríamos en el Distrito 12.
-Eso es -respondo, colgándome el saquito del cinturón.
-Ahora sabrá dónde estamos. Si estaba cerca y vio el aerodeslizador,
sabrá que la hemos matado y vendrá a por nosotros.
Peeta tiene razón: podría ser la oportunidad que esperaba Cato. Sin
embargo, aunque huyamos ahora, tenemos que cocinar la carne y nuestra
hoguera será otro indicio de nuestro paradero.
-Vamos a hacer un fuego ahora mismo -digo, empezando a recoger
ramas y arbustos.
-Estoy lista para comer. Será mejor que cocinemos mientras
podamos. Sí, sabe que estamos aquí, pues lo sabe, pero también sabe
que somos dos y seguramente supone que hemos cazado a la Comadreja.
Eso significa que estás recuperado, y el fuego le cube que no nos
escondemos, que lo invitamos a venir. ¿Tú vendrías?
-Quizá no.
Peeta es un mago de las hogueras y consigue hacer prender la
madera húmeda. En un momento tenemos los conejos y la ardilla
asándose, y las raíces envueltas en hojas cociéndose en las ascuas. Nos
turnamos para recoger vegetales y estar pendientes de la aparición de
Cato, aunque, como yo suponía, no aparece. Cuando se termina de hacer
la comida, la empaqueto casi toda y nos quedamos con una pata de
conejo cada uno, para ir comiéndonosla por el camino. Quiero meterme más en el bosque, trepar a un buen árbol y acampar,
pero Peeta se resiste.
-No soy capaz de trepar como tú, Katniss, sobre todo con mi pierna, y
no creo que pudiera quedarme dormido a quince metros del suelo.
-No es seguro quedarse en campo abierto, Peeta.
-¿No podemos volver a la cueva? Está cerca del agua y es fácil
defenderla.
Suspiro. Una caminata (, mejor dicho, un estruendo) de varias horas
por el bosque para llegar a una zona que tuvimos que abandonar por la
mañana para cazar. Por otro lado, Peeta no pide mucho; ha obedecido mis
instrucciones durante todo el día y estoy segura de que, si la situación
fuese la inversa, no me haría pasar la noche en un árbol. Caigo en la
cuenta de que hoy no he sido muy amable con él: me he quejado porque
hace mucho ruido y le he gritado por desaparecer. El romance picaro de la
cueva ha desaparecido al salir al exterior, bajo el sol caliente, con la
amenaza de Cato acechándonos. Seguro que Haymitch está harto de mí y,
en cuanto a la audiencia…
Me acerco y le doy un beso.
-Claro, vamos a la cueva.
-Bueno, no ha sido tan difícil -responde él, contento y aliviado.
Saco mi flecha del roble procurando no estropearla. Estas flechas
significan comida, seguridad y la vida misma.
Echamos un puñado de leña al fuego, de modo que siga echando
humo unas cuantas horas, aunque dudo que Cato suponga nada a estas
alturas. Cuando llegamos al arroyo, veo que el agua ha bajado mucho y se
mueve a su pausado ritmo de siempre, así que sugiero caminar por ella.
Peeta accede encantado y, como hace mucho menos ruido dentro del
agua que en tierra, acaba siendo una buena concept por partida doble. No
obstante, el camino de vuelta a la cueva es largo, a pesar de ir cuesta
abajo, a pesar de habernos comido el conejo. Los dos estamos agotados
después de la excursión de hoy y todavía nos falta alimento. Mantengo el
arco cargado, tanto por Cato como por los peces que pueda ver, aunque,
curiosamente, el arroyo parece vacío.
Cuando llegamos a nuestro destino, estamos arrastrando los pies y el
sol ha bajado mucho en el horizonte. Llenamos las botellas de agua y
subimos la pequeña cuesta a nuestra guarida. No es gran cosa, pero aquí,
en la naturaleza, es lo más parecido que tenemos a un hogar. Además,
hará más calor que subidos en un árbol, porque nos protege del viento que
ha empezado a soplar con fuerza desde el oeste. Preparo una buena
cena, pero, a la mitad, Peeta empieza a cabecear. Después de varios días de inactividad, la caza se ha cobrado su precio, así que le ordeno que se
meta en el saco de dormir y aparto el resto de su comida para cuando se
despierte. Él se duerme en un segundo, y yo lo tapo hasta la barbilla y le
doy un beso en la frente, no para el público, sino para mí, porque me
siento muy agradecida de que siga aquí y no muerto junto al arroyo, como
creía. Me siento muy agradecida por no tener que enfrentarme a Cato yo
sola.
El brutal y sanguinario Cato, que puede partir cuellos con un
movimiento de su brazo, que cuenta con la fuerza necesaria para acabar
con Thresh, que la tiene tomada conmigo desde el principio.
Probablemente me odia desde que lo superé en la puntuación del
entrenamiento. Un chico como Peeta puede asimilarlo sin problemas, pero
me da la impresión de que a Cato lo obsesiona, lo que no es tan difícil.
Pienso en su ridícula reacción al descubrir que las provisiones habían
volado por los aires. Los demás estaban enfadados, claro, pero él estaba
completamente desquiciado. Me pregunto si Cato no estará un poco loco.
El cielo se ilumina con el sello, y veo a la Comadreja brillar y
desaparecer del mundo para siempre. Aunque no lo ha dicho, creo que
Peeta no se siente bien por haberla matado, por muy esencial que fuese.
No puedo fingir que la echaré de menos, pero sí la admiro. Creo que si nos
hubiesen puesto algún tipo de examen, ella habría demostrado ser la más
lista de todos los tributos. De hecho, si le hubiésemos puesto una trampa,
seguro que la habría intuido y no se habría comido las bayas. Ha sido la
ignorancia de Peeta lo que ha acabado con ella. Me he pasado tanto
tiempo asegurándome de no subestimar a mis contrincantes que se me
había olvidado que sobrestimarlos es igual de peligroso.
Eso me recuerda de nuevo a Cato, pero, aunque creo que
comprendía a la Comadreja, quién era y cómo funcionaba, ese chico me
resulta más escurridizo. Es fuerte y está bien entrenado, pero ¿es listo? No
lo sé. No es tan listo como ella y le falta el autocontrol que demostró la
Comadreja. Creo que Cato podría perder el juicio en un arranque de ira.
En ese punto no me siento superior, porque recuerdo el momento en que
atravesé la manzana del cerdo con una flecha por culpa de la rabia que
sentía. Quizá entienda a Cato mejor de lo que creo.
A pesar del cansancio, tengo la mente despierta, así que dejo que
Peeta duerma un poco más de lo que le corresponde. De hecho, el cielo
ha empezado a teñirse de un gris suave cuando le sacudo el hombro. Él se
despierta, casi sobresaltado.
-He dormido toda la noche. No es justo, Katniss, deberías haberme
despertado. -Dormiré ahora. Despiértame si pasa algo interesante -respondo,
estirándome y metiéndome en el saco.
Al parecer no sucede nada interesante, porque, cuando abro los ojos,
la ardiente luz de la tarde entra a través de las rocas.
-¿Alguna señal de nuestro amigo? -pregunto.
-No, no se está dejando ver, y eso resulta inquietante.
-¿Cuánto tiempo crees que nos queda hasta que los Vigilantes nos
obliguen a juntarnos?
-Bueno, la Comadreja murió hace casi un día, así que la audiencia ha
tenido tiempo de sobra para hacer apuestas y aburrirse. Supongo que
podría suceder en cualquier momento.
-Sí, tengo la sensación de que será hoy -respondo; después me
siento y contemplo el pacífico paisaje-. Me pregunto cómo lo harán.
-Peeta guarda silencio. La verdad es que no hay respuesta posible-.
Bueno, hasta que lo hagan, no tiene sentido desperdiciar un día de caza,
aunque deberíamos comer todo lo posible, por si nos metemos en
problemas.
Peeta empaqueta nuestro equipo mientras yo preparo una gran
comida: el resto de los conejos, raíces, verduras, los panecillos con el
último trocito de queso. Lo único que dejo en reserva es la ardilla y la
manzana.
Cuando terminamos, sólo queda una pila de huesos de conejo. Tengo
las manos grasientas, lo que no hace más que añadirse a mi sensación
common de suciedad. Puede que en la Veta no nos bañemos todos los
días, pero solemos estar más limpios de lo que yo lo he estado
últimamente. Una capa de mugre me cubre todo el cuerpo, salvo los pies,
que han caminado por el arroyo.
Dejar la cueva es como cerrar un capítulo; no sé por qué, pero creo
que no pasaremos otra noche en el estadio. De una forma u otra, vivos
muertos, me da la impresión de que saldré de aquí hoy mismo. Me despido
de las rocas con una palmadita y nos dirigimos al arroyo para lavarnos. La
piel me pica, deseando meterse en el agua fresca; puede que me peine el
pelo y me lo trence mojado. Me pregunto si podremos darle un fregado
rápido a nuestra ropa cuando lleguemos al arroyo… a lo que antes era el
arroyo. Ahora es un lecho completamente seco. Lo toco.
-Ni siquiera un poco húmedo, tienen que haberlo drenado mientras
dormíamos -digo.
Empiezo a asustarme al pensar en la lengua agrietada, el cuerpo
dolorido y la mente embotada de mi anterior deshidratación. Tenemos bastante llenas las botellas y la bota, aunque, al ser dos personas y hacer
tanto calor, no tardaremos en vaciarlas.
-El lago -dice Peeta-. Ahí quieren que vayamos.
-Quizá en los estanques tengan algo de agua.
-Podemos mirar -responde él, pero sé que lo hace para darme
esperanzas. Yo también lo hago por eso, porque sé lo que encontraré
cuando regresemos al lago en el que me empapé la pierna: un agujero
polvoriento y vacío. Sin embargo, vamos hasta allí de todos modos, sólo
para confirmar lo que ya sabíamos.
-Tienes razón, nos llevan al lago -reconozco. Un sitio donde no te
puedes esconder, donde tendrán garantizada una lucha sangrienta a
muerte sin nada que les tape la vista-. ¿Quieres ir directamente esperar
a que nos quedemos sin agua?
-Vámonos ahora que estamos descansados y hemos comido.
Acabemos con esto de una vez.
Asiento. Tiene gracia, es como si volviese a ser el primer día de los
juegos, como si estuviese en la misma posición. A pesar de que ya han
muerto veintiún tributos, sigo teniendo que matar a Cato y, a decir verdad,
¿no ha sido él siempre el objetivo? Ahora los otros tributos me parecen
sólo obstáculos menores, distracciones que nos apartaban de la verdadera
batalla de los juegos: Cato y yo.
Sin embargo, también está el chico que espera a mi lado, el que me
rodea con sus brazos.
-La próxima vez que comamos, será en el Capitolio.
-Seguro que sí.
Nos quedamos quietos un momento, abrazados, sintiendo nuestros
cuerpos, el sol y el murmullo de las hojas a nuestros pies. Después, sin
decir palabra, nos separamos y nos dirigimos al lago.
Ya no me importa que las pisadas de Peeta hagan correr a los
roedores y volar a los pájaros, porque tenemos que luchar contra Cato y
me da igual hacerlo aquí en la llanura. Por otro lado, dudo que tengamos
alternativa: si los Vigilantes nos quieren en campo abierto, allí nos tendrán.
Nos detenemos unos momentos bajo el árbol en el que me atrapó
Cato. El cascarón vacío del nido de rastrevíspulas, hecho trizas por las
lluvias y secado después al ardiente sol, confirma nuestra situación. Lo
toco con la punta de la bota y se disuelve en un polvo que la brisa se lleva
rápidamente. No puedo evitar levantar la mirada hacia el árbol en el que se
ocultaba Rue, esperando para salvarme la vida. Rastrevíspulas; el cuerpo
hinchado de Glimmer, las terroríficas alucinaciones… -Sigamos -digo, deseando huir de la oscuridad que rodea este lugar.
Peeta no pone objeciones.
Como nos ponemos en marcha tarde, llegamos a la llanura a primera
hora de la noche. No hay ni rastro de Cato, ni de nada que no sea la
Cornucopia dorada brillando bajo los últimos rayos de sol. Por si Cato
decide hacernos un truco a lo Comadreja, rodeamos la Cornucopia para
asegurarnos de que está vacía. Después, obedientes, como si
siguiésemos instrucciones, nos acercamos al lago y llenamos los
contenedores de agua.
-No nos viene bien luchar contra él a oscuras -comento, frunciendo
el ceño-. Sólo tenemos unas gafas.
-Quizá esté esperando por eso -responde Peeta, echando con
cuidado las gotas de yodo en el agua-. ¿Qué quieres hacer? ¿Volver a la
cueva?
– eso subirnos a un árbol, pero vamos a darle otra media hora
así. Después, nos escondemos.
Nos sentamos junto al lago, a plena vista; no tiene sentido ocultarse
ahora. En los árboles a la orilla de la llanura veo revolotear a los sinsajos;
se lanzan melodías los unos a los otros como si fueran pelotas de colores.
Abro la boca y canto la canción de cuatro notas de Rue. Noto que se
callan, curiosos al oír mi voz, y esperan a que cante algo más. Repito las
notas. Un primer sinsajo imita la melodía, después otro y, finalmente, todo
el bosque se llena del mismo sonido.
-Igual que tu padre -dice Peeta.
-Es la canción de Rue -respondo, tocándome la insignia que llevo
prendida a la camisa-. Creo que la recuerdan.
La música sube de volumen y reconozco su genialidad; al solaparse
las notas, se complementan entre sí formando una armonía celestial y
encantadora. Gracias a Rue, aquél period el sonido que enviaba a casa a los
trabajadores de los huertos del Distrito 11 cada noche. ¿Repetirá alguien
este sonido después de su muerte?
Durante un momento me limito a cerrar los ojos y escuchar,
hipnotizada por la belleza de la canción. Entonces, algo interrumpe la
música, la melodía se rompe en líneas irregulares e imperfectas, y unas
notas discordantes se entremezclan con ella. Las voces de los sinsajos se
convierten en un chillido de advertencia.
Nos ponemos en pie de un salto, Peeta con el cuchillo en la mano y
yo preparada para disparar, y Cato sale de los árboles y corre hacia donde
estamos. No tiene lanza; de hecho, lleva las manos vacías, pero va directo
a por nosotros. Mi primera flecha le da en el pecho e, inexplicablemente, rebota en él.
-¡Tiene alguna clase de armadura! -le grito a Peeta.
Y se lo grito justo a tiempo, porque tenemos a Cato encima. Me
preparo, pero él se estrella contra nosotros sin intentar frenar antes. Por
los jadeos y el sudor que le cae de la cara amoratada, sé que lleva mucho
tiempo corriendo, pero no hacia nosotros, sino huyendo de algo. ¿De qué?
Examino el bosque justo a tiempo de ver cómo la primera criatura
entra en la llanura de un salto. Mientras me vuelvo, veo que se le unen
otras seis. Después salgo corriendo a ciegas detrás de Cato sin pensar en
nada que no sea salvar el pellejo.
_____ 25 _____
Mutaciones, no cabe duda. Nunca había visto a estos mutos, pero no
son animales de la naturaleza. Aunque parecen lobos enormes, ¿qué lobo
aterriza de un salto sobre las patas traseras y se queda sobre ellas? ¿Qué
lobo llama al resto de la manada agitando la pata delantera, como si
tuviese muñeca? Veo todo eso de lejos; estoy segura de que encontraré
otras características más amenazadoras cuando estén cerca.
Cato ha salido pitando hacia la Cornucopia, así que lo sigo sin
planteármelo. Si él cree que es el lugar más seguro, ¿quién soy yo para
decir lo contrario? Además, aunque pudiera llegar a los árboles, Peeta no
podría correr más que ellos con la pierna mala… ¡Peeta! Acabo de tocar el
steel del extremo puntiagudo de la Cornucopia cuando recuerdo que
formo parte de un equipo. Peeta está unos catorce metros por detrás de
mí, cojeando lo más deprisa que puede; los mutos lo están alcanzando.
Lanzo una flecha hacía la manada y uno cae, pero hay muchos para
ocupar su lugar.
-¡Vete, Katniss, vete! -me grita, señalando el cuerno.
Tiene razón, no puedo protegernos desde el suelo. Empiezo a trepar,
a escalar la Cornucopia con pies y manos. La superficie de oro puro ha
sido diseñada para parecer el cuerno tejido que llenamos durante la
cosecha, así que hay pequeñas crestas y costuras a las que agarrarse,
pero, después de un día bajo el sol del campo de batalla, el steel está tan
caliente que me salen ampollas en las manos.
Cato está tumbado de lado en lo alto del cuerno, unos seis metros por
encima del suelo, jadeando para recuperar el aliento mientras se asoma al borde, sintiendo arcadas. Es mi oportunidad para acabar con él; si me
detengo a media subida y cargo otra flecha… Sin embargo, justo cuando
estoy a punto de disparar, Peeta grita. Me vuelvo y veo que acaba de
llegar a la punta del cuerno, aunque los mutos le pisan los talones.
-¡Trepa! -chillo.
Peeta empieza a subir con dificultad, no sólo por culpa de la pierna,
sino del cuchillo que lleva en la mano. Disparo una flecha que le da en el
cuello al primer muto que pone las patas sobre el metallic. Al morir, la
criatura se estremece y, sin querer, hiere a varios de sus compañeros.
Entonces le puedo echar un buen vistazo a las uñas: diez centímetros y
afiladas como cuchillas.
Peeta llega a mis pies, así que lo cojo del brazo y lo subo. Entonces
recuerdo que Cato está esperando arriba y me vuelvo rápidamente, pero
sigue tirado en el suelo, con retortijones y, al parecer, más preocupado por
los mutos que por nosotros. Tose algo ininteligible; los ruidos de bufidos y
gruñidos de las mutaciones no me ayudan.
-¿Qué? -le grito.
-Ha preguntado si pueden trepar -responde Peeta, haciendo que le
preste atención de nuevo a la base del cuerno.
Los mutos empiezan a reagruparse. Al unirse, se levantan y se
yerguen fácilmente sobre las patas traseras, lo que les da un aspecto
humano. Todos tienen un grueso pelaje, algunos de pelo liso y suave, y
otros rizado; los colores varían del negro azabache a algo que sólo podría
describirse como rubio. Hay algo más en ellos, algo que hace que se me
erice el vello de la nuca, aunque no logro identificarlo.
Meten el hocico en el cuerno, olisqueando y lamiendo el metallic,
arañando la superficie con las patas y lanzándose gañidos agudos. Debe
de ser su medio de comunicación, porque la manada retrocede, como si
quisiera dejar espacio; entonces, uno de ellos, un muto de buen tamaño
con sedosos rizos de vello rubio, toma carrerilla y salta sobre el cuerno.
Sus patas traseras tienen una fuerza increíble, porque aterriza a tres
metros escasos de nosotros y estira los rosados labios para enseñarnos
los dientes. Se queda ahí un momento y, en ese preciso instante, me doy
cuenta de qué es lo que me inquieta de los mutos: los ojos verdes que me
observan con rabia no son como los de los lobos los perros, no se
parecen a los de ningún canino que conozca; son humanos, sin lugar a
dudas. Justo cuando empiezo a asimilarlo, veo el collar con el número 1
grabado con joyas y entiendo toda esta horrible situación: el pelo rubio, los
ojos verdes, el número… Es Glimmer.
Dejo escapar un chillido y me cuesta sostener la flecha en su sitio. Estaba esperando para disparar, muy consciente de mi menguante reserva
de flechas; esperaba a ver si las criaturas podían trepar. Sin embargo,
ahora, aunque el perro ha empezado a resbalarse hacia atrás, incapaz de
agarrarse al metallic, aunque oigo el lento chirrido de las garras como si
fuesen uñas en una pizarra, disparo al cuello. El animal se retuerce y cae
al suelo con un golpe sordo.
-¿Katniss? -noto que Peeta me coge del brazo.
-¡Es ella!
-¿Quién?
Muevo la cabeza de un lado a otro para examinar la manada,
tomando nota de tamaños y colores. La pequeña del pelo rojo y los ojos
colour ámbar…, ¡la Comadreja! ¡Y allí está el pelo ceniza y los ojos color
avellana del chico del Distrito 9 que murió luchando por la mochila! Y, lo
peor de todo, veo al muto más pequeño, el de reluciente pelaje oscuro,
enormes ojos castaños y un collar de paja trenzada que dice eleven; enseña
los dientes, rabioso. Rue…
hombros.
-Son ellos, todos ellos. Los otros. Rue, la Comadreja y… todos los
demás tributos -respondo, con voz ahogada.
-¿Qué les han hecho? -pregunta Peeta al reconocerlos,
horrorizado-. ¿Crees…, crees que son sus ojos de verdad?
Sus ojos son la menor de mis preocupaciones. ¿Y sus cerebros?
¿Tienen algún recuerdo de los tributos originales? ¿Los han programado
para odiar especialmente nuestras caras porque nosotros hemos
sobrevivido y ellos han muerto asesinados sin piedad? Y los que matamos
de verdad…, ¿creen que están vengando sus propias muertes?
Antes de poder decir nada, los mutos inician un nuevo asalto al
cuerno. Se han dividido en dos grupos en los laterales y están usando sus
fuertes patas traseras para lanzarse sobre nosotros. Un par de dientes se
cierran a pocos centímetros de mi mano y oigo gritar a Peeta; siento el
tirón de su cuerpo, el peso de chico y muto arrastrándome hacia el borde.
De no ser por mi brazo, él habría acabado en el suelo, pero, tal como está
la cosa, necesito toda mi fuerza para mantenernos a los dos en el extremo
curvo del cuerno; y vienen más tributos.
-¡Mátalo, Peeta, mátalo! -le grito y, aunque no veo qué pasa
exactamente, sé que tiene que haber atravesado a la criatura, porque no
tiran tanto de mí.
Logro subirlo de nuevo al cuerno y nos arrastramos a la parte alta,
donde nos espera el menos malo de nuestros problemas. Cato todavía no se ha puesto en pie, aunque respira con más calma y
pronto estará lo bastante recuperado para atacarnos y lanzarnos al suelo
para que nos maten. Cargo una flecha en el arco, pero acaba derribando a
un animal que sólo puede ser Thresh. ¿Quién si no iba a saltar tan alto?
Siento alivio por un instante, porque parece que por fin estamos fuera del
alcance de los mutos. Voy a volverme para enfrentarme a Cato cuando
alguien aparta a Peeta de mi lado; estoy convencida de que la manada lo
ha cogido, hasta que su sangre me salpica la cara.
Cato está delante de mí, casi al borde del cuerno, y tiene a Peeta
agarrado con una llave por el cuello, ahogándolo. Peeta araña el brazo de
Cato, pero sin fuerzas, porque no sabe si es más importante respirar
intentar cortar la sangre que le sale del agujero que una de las criaturas le
ha abierto en la pantorrilla.
Apunto con una de mis últimas dos flechas a la cabeza de Cato,
sabiendo que no tendría ningún efecto ni en el tronco ni en las
extremidades; ahora veo que lleva encima una malla ajustada de shade
carne, algún tipo de armadura de gran calidad del Capitolio. ¿Era eso lo
que contenía su mochila en el banquete? ¿Una armadura para defenderse
de mis flechas? Bueno, pues se les olvidó incluir una máscara blindada.
-Dispárame y él se cae conmigo -dice Cato, riéndose.
Tiene razón, si lo derribo y cae sobre los mutos, Peeta morirá con él.
Estamos en tablas: no puedo disparar a Cato sin matar también a Peeta; él
no puede matar a Peeta sin ganarse una flecha en el cerebro. Nos
quedamos quietos como estatuas, buscando una salida.
Tengo los músculos tan tensos que podrían saltar en cualquier
momento y los dientes tan apretados que podrían romperse. Las criaturas
guardan silencio y lo único que oigo es la sangre que me late en la oreja
buena.
A Peeta se le ponen los labios azules; si no hago algo pronto, morirá
ahogado y lo perderé, y entonces Cato usará su cadáver como arma
contra mí. De hecho, estoy segura de que ése es el plan de Cato, porque,
aunque ha dejado de reírse, esboza una sonrisa triunfal.
Como si se tratase de un último esfuerzo, Peeta levanta los dedos,
que chorrean sangre, hacia el brazo de Cato. En vez de intentar liberarse,
desvía el índice y dibuja una equis en el dorso de la mano de Cato. El otro
se da cuenta de lo que significa un segundo después que yo, lo sé por la
forma en que pierde la sonrisa. Sin embargo, llega tarde por un segundo,
porque, para entonces, ya le he atravesado la mano con la flecha. Grita y
suelta a Peeta, que se lanza sobre él. Durante un horrible instante me da
la impresión de que ambos caerán al suelo; salto y cojo a Peeta justo antes de que Cato se resbale sobre el cuerno lleno de sangre y acabe en
el llano.
Oímos el golpe, el aire al salirle del cuerpo con el impacto y el ruido
del ataque de las criaturas. Peeta y yo nos abrazamos, esperando a que
suene el cañonazo, esperando a que acabe la competición, esperando a
que nos liberen, pero no pasa nada, todavía no. Porque éste es el punto
culminante de los Juegos del Hambre y la audiencia quiere espectáculo.
Aunque no miro, sí oigo los gruñidos, los ladridos, y los aullidos de
humanos y animales mientras Cato se enfrenta a la manada. No entiendo
cómo puede seguir vivo hasta que recuerdo la armadura que lo protege de
los tobillos al cuello y me doy cuenta de que esta noche podría ser muy
larga. Cato debe de tener también un cuchillo, una espada lo que sea,
algo más escondido en la ropa, porque, de vez en cuando, se oye el último
lamento de un muto el sonido de steel contra steel que produce la hoja
al dar en el cuerno dorado. El combate se mueve alrededor de la
Cornucopia y sé que Cato está intentando la única maniobra que podría
salvarle la vida: volver al extremo puntiagudo del cuerno y unirse a
nosotros de nuevo. Sin embargo, al last, a pesar de lo notables que
resultan su fuerza y sus habilidades, son demasiados para él.
No sé cuánto tiempo ha pasado, puede que una hora, cuando Cato
cae al suelo y oímos cómo lo arrastran los mutos al interior de la
Cornucopia. «Ahora lo rematarán», pienso, pero no se oye ningún
cañonazo.
Cae la noche y suena el himno, y la imagen de Cato no sale en el
cielo; nos llegan los débiles gemidos a través del steel que tenemos
debajo. El aire helado que sopla por la llanura me recuerda que los juegos
no han terminado y que puede que tarden mucho tiempo en acabar;
seguimos sin tener garantizada la victoria.
Me vuelvo hacia Peeta y veo que la pierna le sangra más que nunca.
Todos nuestros suministros y mochilas siguen junto al lago, donde las
dejamos cuando huimos de la manada. No tengo vendas, ni nada con lo
que taponar el flujo de sangre de su pantorrilla. Aunque estoy temblando
de frío, me arranco la chaqueta, me quito la camisa y me vuelvo a colocar
la chaqueta lo antes posible. Han sido unos segundos, pero el frío hace
que me castañeteen los dientes sin que pueda controlarlos.
Peeta tiene la cara gris a la pálida luz de la luna. Lo obligo a tumbarse
antes de tocarle la herida; no bastará con una venda. He visto a mi madre
poner torniquetes unas cuantas veces, así que intento imitarla. Corto una
manga de la camisa, se la enrollo dos veces justo por debajo de la rodilla y
ato un medio nudo. Como no tengo ningún palo, cojo mi última flecha y la introduzco en el nudo, apretándolo todo lo que me atrevo. Es arriesgado,
porque Peeta podría perder la pierna, pero comparado con el peligro de
perder la vida, ¿qué otra opción me queda? Vendo la herida con el resto
de mi camisa y me tumbo a su lado.
-No te duermas -le digo.
Aunque no sé bien si es el protocolo médico correcto, me aterroriza
que se duerma y no vuelva a despertarse.
-¿Tienes frío? -me pregunta.
Se baja la cremallera de la chaqueta y me meto dentro con él. Así se
está un poco mejor, compartimos el calor de nuestros cuerpos dentro de
mi doble capa de chaquetas, pero la noche es joven y la temperatura
seguirá descendiendo. Todavía puedo sentir cómo la Cornucopia se
congela, a pesar de que ardía cuando subimos.
-Puede que Cato acabe ganando -le susurro a Peeta.
-No digas eso -responde, subiéndome la capucha, aunque él tiembla
aún más que yo.
Las horas siguientes son las peores de mi vida, lo que, si una se para
a pensarlo, ya es decir. El frío de por sí ya es bastante tortura, pero la
verdadera tortura es oír a Cato gemir, suplicar y, por último, gimotear
mientras los mutos se divierten con él. Al cabo de un rato ya no me importa
quién es qué haya hecho, sólo quiero que deje de sufrir.
-¿Por qué no lo matan y ya está? -le pregunto a Peeta.
-Ya sabes por qué -responde, acercándome más a él.
Y es cierto: ahora ningún telespectador podrá despegarse de la
pantalla. Desde el punto de vista de los Vigilantes, esto es lo último en
espectáculos.
La cosa sigue y sigue, y, al final, me llena la cabeza borrando
recuerdos y esperanzas de sobrevivir, borrándolo todo salvo el presente,
que empieza a parecerme eterno. Nunca existirá otra cosa que no sea este
frío, este miedo y los atroces sonidos del chico que se muere dentro del
cuerno.
Peeta empieza a adormecerse y, cuando cabecea, me pongo a chillar
su nombre cada vez más alto, porque, si se muere y me deja sola, sé que
me volveré completamente loca. Está esforzándose, seguramente más por
mí que por él, y le resulta difícil, porque desmayarse sería su forma de
huir. Sin embargo, el subidón de adrenalina que me corre por el cuerpo me
impediría dormirme, así que no puedo dejar que lo haga él. No puedo.
La única señal del paso del tiempo está en el cielo, en el sutil
movimiento de la luna. Peeta me la señala e insiste en que observe su
avance y, a veces, por un momento, siento una chispa de esperanza antes de que la desesperación de la noche me envuelva de nuevo.
Al closing lo oigo susurrar que el sol está saliendo. Abro los ojos y veo
que las estrellas se difuminan a la pálida luz del alba. Además, veo lo
pálida que está la cara de Peeta, el poco tiempo que le queda, y sé que
tengo que llevarlo de vuelta al Capitolio.
En cualquier caso, no se ha oído el cañonazo. Pego la oreja al cuerno
y distingo la débil voz de Cato.
-Creo que está más cerca. Katniss, ¿puedes dispararle?
Si está cerca de la entrada, quizá lo consiga; llegados a este punto,
sería un acto de piedad.
-Mi última flecha está en tu torniquete.
-Pues aprovéchala bien -responde él, bajándose la cremallera de la
chaqueta para que salga.
Así que suelto la flecha, vuelvo a atar el torniquete lo más fuerte que
mis helados dedos me permiten y me froto las manos para intentar
recuperar la circulación. Cuando me arrastro hasta el borde del cuerno y
me asomo, noto que Peeta me sujeta para que no me caiga.
Tardo unos segundos en encontrar a Cato en la penumbra, en la
sangre. Después, el desollado pedazo de carne que antes era mi enemigo
emite un sonido y veo dónde tiene la boca. Creo que las palabras que
intenta decir son por favor.
La compasión y no la venganza es lo que guía mi flecha a su cabeza.
Peeta me sube de nuevo y allí me quedo, arco en mano, con el carcaj
vacío.
-¿Le has dado? -me susurra. El cañonazo le responde-. Entonces,
hemos ganado, Katniss -añade, sin emoción.
-Bien por nosotros -consigo decir, aunque en mi voz no se nota la
alegría por la victoria.
En ese momento se abre un agujero en la llanura y, como si siguieran
órdenes, los mutos que quedan vivos saltan en él, desaparecen en el
interior y la tierra vuelve a cerrarse.
Esperamos a que llegue el aerodeslizador para llevarse los restos de
Cato, a que suenen las trompetas de la victoria, pero nada.
-¡Eh! -grita Peeta al aire-. ¿Qué está pasando? -La única respuesta
es el parloteo de los pájaros al despertarse-. Quizá sea por el cadáver,
quizá tengamos que apartarnos.
Intento recordar si hay que apartarse del último tributo muerto. Tengo
el cerebro demasiado embrollado para estar segura, pero ¿qué otra cosa
podría ser?
-Vale, ¿crees que puedes llegar hasta el lago? -le pregunto. -Creo que será mejor que lo intente.
Bajamos poco a poco por el extremo del cuerno y caemos al suelo. Si
yo tengo las extremidades tan rígidas, ¿cómo puede moverse Peeta? Me
levanto la primera, y doblo y agito brazos y piernas hasta encontrarme en
condiciones de ayudarlo a levantarse. Conseguimos llegar al lago, aunque
no sé cómo, y recojo un poco de agua fría para Peeta; yo también bebo.
Un sinsajo emite un largo silbido bajo y se me llenan los ojos de
lágrimas cuando aparece el aerodeslizador y se lleva a Cato. Ahora
vendrán a por nosotros, y podremos irnos a casa.
Sin embargo, sigue sin haber respuesta.
-¿A qué están esperando? -pregunta Peeta débilmente.
Entre la pérdida del torniquete y el esfuerzo que nos había supuesto
llegar al lago, se le había abierto la herida.
-No lo sé.
No sé a qué se deberá el retraso, pero no soporto seguir viéndolo
perder sangre. Me levanto para buscar un palo, pero encuentro
rápidamente la flecha que rebotó en la armadura de Cato; servirá tan bien
como la otra flecha. Cuando voy a cogerla, la voz de Claudius
Templesmith retumba en el estadio.
-Saludos, finalistas de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre.
La última modificación de las normas se ha revocado. Después de
examinar con más detenimiento el reglamento, se ha llegado a la
conclusión de que sólo puede permitirse un ganador. Buena suerte y que
la suerte esté siempre de vuestra parte.
Un pequeño estallido de estática y se acabó. Me quedo mirando a
Peeta con cara de incredulidad hasta que asimilo la verdad: nunca han
tenido intención de dejarnos vivir a los dos. Los Vigilantes lo han planeado
todo para garantizar el ultimate más dramático de la historia, y nosotros, como
idiotas, nos lo hemos tragado.
-Si te paras a pensarlo, no es tan sorprendente -dice Peeta en voz
baja.
Lo observo ponerse en pie a duras penas. Se mueve hacia mí, como
a cámara lenta, sacándose el cuchillo del cinturón…
Antes de ser consciente de lo que hago, tengo el arco cargado y
apuntándole al corazón. Arquea las cejas y veo que su mano ya estaba
camino de tirar el cuchillo al lago. Suelto las armas y doy un paso atrás,
con la cara ardiendo de vergüenza.
-No -me detiene-, hazlo.
Peeta se acerca cojeando y me pone las armas de nuevo en las
manos. -No puedo. No lo voy a hacer.
-Hazlo, antes de que envíen otra vez a esos animales a otra cosa.
No quiero morir como Cato.
-Pues dispárame -respondo, furiosa, devolviéndole las armas con un
empujón-. ¡Dispárame, vete a casa y vive con ello!
Mientras lo digo, sé que la muerte aquí, ahora mismo, sería más fácil
que seguir viviendo.
-Sabes que no puedo -dice él, tirando las armas-. Vale, de todos
modos yo seré el primero en morir.
Se inclina y se arranca la venda de la pierna, eliminando la última
barrera entre su sangre y la tierra.
-¡No, no puedes suicidarte!
Me pongo de rodillas e intento pegarle la venda en la herida,
desesperada.
-Katniss, es lo que quiero.
-No vas a dejarme sola -insisto, porque, si muere, en realidad nunca
volveré a casa, me pasaré el resto de mi vida en este campo de batalla,
intentando encontrar la salida.
-Escucha -me cube, poniéndome en pie-. Los dos sabemos que
necesitan a su vencedor. Sólo puede ser uno de nosotros. Por favor,
acéptalo, hazlo por mí.
Y sigue hablando sobre lo mucho que me quiere, sobre cómo sería su
vida sin mí, pero yo ya no lo escucho, porque sus anteriores palabras han
quedado atrapadas dentro de mi cabeza y están ahí, dando vueltas.
«Los dos sabemos que necesitan a su vencedor.»
Sí, lo necesitan. Sin vencedor, a los Vigilantes les estallaría todo en la
cara: fallarían al Capitolio, puede que incluso los ejecutasen de alguna
forma lenta y dolorosa, en directo para todas las pantallas del país.
Si morimos Peeta y yo, si pensaran que vamos a…
Me llevo las manos al saquito del cinturón y lo desengancho. Peeta lo
ve y me coge la muñeca.
-No, no te dejaré.
-Confía en mí -susurro. Él me mira a los ojos durante un buen rato,
pero me suelta. Abro el saquito y le echo un puñado de bayas en la mano;
después cojo unas cuantas para mí-. ¿A la de tres?
-A la de tres -responde Peeta, inclinándose para darme un beso muy
dulce. Nos ponemos de pie, espalda contra espalda, cogidos con fuerza de
la otra mano-. Enséñalas, quiero que todos lo vean.
Abro los dedos y las oscuras bayas relucen al sol. Le doy un último
apretón de manos a Peeta para indicarle que ha llegado el momento, para despedirme, y empezamos a contar.
-Uno. -Quizá me equivoque-. Dos. -Quizá no les importe que
muramos los dos-. ¡Tres!
Es demasiado tarde para cambiar de thought. Me llevo la mano a los
labios y le echo un último vistazo al mundo. Justo cuando las bayas entran
en la boca, las trompetas empiezan a sonar.
La voz frenética de Claudius Templesmith grita sobre nosotros:
-¡Parad! ¡Parad! Damas y caballeros, me llena de orgullo presentarles
a los vencedores de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre:
¡Katniss Everdeen y Peeta Mellark! ¡Les presento a… los tributos del
Distrito 12!
_____ 26 _____
Escupo las bayas y me limpio la lengua con el borde de la camisa
para asegurarme de que no quede nada. Peeta tira de mí hacia el lago,
donde los dos nos enjuagamos la boca y nos abrazamos, sin fuerzas.
-¿No te has tragado ninguna? -le pregunto.
-¿Y tú? -responde él, sacudiendo la cabeza.
-Supongo que no, porque sigo viva.
Veo que mueve los labios para contestar, pero no lo oigo con el rugido
de la multitud del Capitolio, que sale en directo por los altavoces.
El aerodeslizador aparece sobre nosotros y de él caen dos escaleras,
sólo que no pienso soltar a Peeta, de ninguna manera. Lo rodeo con un
brazo para ayudarlo a subir, y los dos ponemos un pie en el primer
travesano. La corriente eléctrica nos paraliza, de lo cual me alegro, porque
no estoy segura de que Peeta pudiese quedarse colgado todo el viaje. Al
subir estaba mirando hacia abajo, así que veo que, aunque nuestros
músculos están inmóviles, nada corta el flujo de sangre de su pierna.
Como cabía esperar, se desmaya en cuanto la puerta se cierra detrás de
nosotros y la corriente eléctrica se detiene.
Todavía tengo agarrada la parte de atrás de su chaqueta con tanta
fuerza que, cuando se lo llevan, se rompe, y me deja con un puñado de
tela negra. Unos médicos vestidos con batas, máscaras y guantes blancos
esterilizados ya están preparados para trabajar, para entrar en acción.
Peeta está tan pálido y quieto sobre la mesa plateada, lleno de tubos y
cables por todas partes, que, por un momento, olvido que hemos salido de los juegos y veo a los médicos como una amenaza más, otra manada de
mutos diseñados para matarlo. Petrificada, me lanzo a salvarlo, pero me
retienen y me empujan al interior de otro cuarto, con una puerta de cristal
entre los dos. Nadie me hace caso, salvo un ayudante del Capitolio que
aparece detrás de mí y me ofrece una bebida.
Me dejo caer en el suelo, con la cara contra la puerta, mirando el vaso
de cristal que tengo en la mano sin entender nada. Está helado, lleno de
zumo de naranja, con una pajita de borde decorado. Parece
completamente fuera de lugar en mi mano sucia y ensangrentada, al lado
de las cicatrices y las uñas llenas de tierra. Se me hace la boca agua con
el olor, pero la dejo con cuidado en el suelo, sin confiar en nada tan limpio
y bonito.
A través del cristal veo cómo los médicos trabajan sin parar en Peeta;
fruncen el ceño, concentrados. Veo el flujo de líquidos que bombean por
los tubos, y una pared llena de cuadrantes y luces que no significan nada
para mí. No estoy segura, pero creo que se le para el corazón dos veces.
Es como estar en casa cuando traen a una persona destrozada sin
remedio en el estallido de una mina, a una mujer en su tercer día de parto
a un niño malnutrido que lucha contra la neumonía; en esas ocasiones,
mi madre y Prim suelen tener la misma expresión que los médicos. Ha
llegado el momento de huir al bosque y esconderme entre los árboles
hasta que el paciente haya desaparecido y, en otra parte de la Veta, los
martillos se encarguen del ataúd. Sin embargo, estoy aquí, atrapada no
sólo por las paredes del aerodeslizador, sino también por la misma fuerza
que ata a los seres queridos de los moribundos. A menudo los he visto
reunidos en torno a la mesa de nuestra cocina y he pensado: «¿Por qué
no se van? ¿Por qué se quedan a mirar?».
Y ahora lo sé: porque no les queda otra alternativa.
Doy un salto cuando noto que alguien me mira a pocos centímetros, y
me doy cuenta de que es mi reflejo en el cristal: ojos enloquecidos, mejillas
huecas, pelo enredado; rabiosa, salvaje, loca. No es de extrañar que todos
se mantengan a una distancia prudencial de mí.
Lo siguiente que sé es que hemos aterrizado en el tejado del Centro
de Entrenamiento y que se llevan a Peeta, aunque a mí me dejan donde
estoy. Me lanzo contra el cristal, chillando, y creo distinguir un atisbo de
pelo rosa (tiene que ser Effie, Effie viene al rescate), cuando alguien me
pincha por detrás con una aguja.
Cuando despierto me da miedo moverme. Todo el techo brilla con una
suave luz amarilla, lo que me permite ver que estoy en una habitación en la que sólo está mi cama; ni puertas, ni ventanas a la vista. El aire huele a
algo fuerte y antiséptico. Del brazo derecho me salen varios tubos que se
meten en la pared que tengo detrás. Estoy desnuda, pero la ropa de cama
me reconforta. Saco con precaución la mano derecha de la colcha: no sólo
está limpia, sino que han arreglado las uñas en óvalos perfectos y las
cicatrices de las quemaduras se notan menos. Me toco la mejilla, los
labios, la cicatriz arrugada sobre la ceja y, cuando empiezo a pasarme los
dedos por mi pelo de seda, me quedo helada. Me muevo el pelo con
aprensión por encima de la oreja izquierda; no, no me lo he imaginado:
puedo oír de nuevo.
Intento sentarme, pero algún tipo de correa de sujeción me rodea la
cintura y sólo me deja levantarme unos centímetros. La restricción física
hace que me entre el pánico, y me pongo a tirar y a retorcer las caderas
para librarme de la correa; entonces se desliza una parte de la pared,
como si fuese una puerta, y por ella entra la chica avox pelirroja con una
bandeja. Al verla me calmo y dejo de forcejear. Quiero hacerle un millón de
preguntas, aunque me da miedo que un exceso de confianza le cause
problemas, porque está claro que me vigilan de cerca. Deja la bandeja
sobre mis muslos y aprieta algo que me coloca en posición sentada.
Mientras me arregla las almohadas, me atrevo a preguntarle algo; lo digo
en voz alta, tan claro como me lo permite mi voz oxidada, para que no
parezca que le cuento secretitos.
-¿Ha sobrevivido Peeta?
Ella asiente y, cuando me pone una cuchara en la mano, noto que me
la aprieta como una amiga.
Supongo que, al fin y al cabo, no quería verme muerta. Y Peeta lo ha
logrado; claro que lo ha logrado, con todo el equipo caro que tienen aquí.
Sin embargo, no estaba segura hasta ahora.
Cuando se va la chica, la puerta se cierra sin hacer ruido detrás de
ella y yo me vuelvo, hambrienta, hacia la bandeja: un cuenco de caldo
claro, una pequeña ración de compota de manzana y un vaso de agua.
«¿Ya está?», pienso, enfurruñada. ¿No debería ser mi comida de
bienvenida un poco más espectacular? Al last descubro que apenas soy
capaz de terminar lo poco que me han puesto. Es como si el estómago se
me hubiese reducido al tamaño de una castaña, y me pregunto cuánto
tiempo llevo inconsciente, porque la última mañana que pasé en el estadio
no me costó nada comerme un desayuno considerable. Normalmente
pasan unos días entre el closing de la competición y la presentación del
vencedor, de modo que puedan volver a convertir a un tributo muerto de
hambre, herido y destrozado en una persona. Cinna y Portia andarán por aquí, creando nuestro vestuario para las apariciones públicas. Haymitch y
Effie estarán disponiendo el banquete para los patrocinadores y revisando
las preguntas de las últimas entrevistas. En casa, en el Distrito 12, estarán
inmersos en el caos de organizar las celebraciones de bienvenida para
Peeta y para mí, sobre todo porque las últimas fueron hace casi treinta
años.
¡En casa! ¡Prim y mi madre! ¡Gale! Incluso la imagen del viejo gato
zarrapastroso de Prim me hace sonreír. ¡Pronto estaré en casa!
Quiero salir de esta cama, ver a Peeta y Cinna, descubrir qué ha
estado pasando. ¿Y por qué no? Me siento bien. Sin embargo, cuando
empiezo a salir de la correa, noto que un líquido frío sale de uno de los
tubos y se introduce por una de mis venas; pierdo la conciencia de forma
casi inmediata.
Lo mismo sucede una y otra vez durante un periodo indefinido: me
despierto, me alimentan y, aunque resisto el impulso de intentar escapar
de la cama, me vuelven a dejar sin sentido. Es como estar en un extraño
crepúsculo continuo. Sólo tomo nota de unas cuantas cosas: la chica avox
no ha vuelto desde que me dio de comer la primera vez, mis cicatrices
desaparecen y… ¿me lo he imaginado he oído de verdad los gritos de un
hombre? No con el acento del Capitolio, sino con la tosca cadencia de mi
distrito. No puedo evitar tener la vaga sensación de que alguien cuida de
mí, y eso me reconforta.
Entonces, por fin, llega un momento en que me despierto y no tengo
nada clavado en el brazo derecho. También me han quitado la correa de la
cintura y soy libre para moverme a mi gusto. Empiezo a levantarme, pero
me detiene la visión de mis manos: la piel está perfecta, suave y
reluciente. No sólo han desaparecido sin dejar rastro las cicatrices del
campo de batalla, sino también las que había acumulado con los años de
cazadora. Me toco la frente y parece de satén; cuando intento buscar la
quemadura de la pantorrilla, no encuentro nada.
Saco las piernas de la cama, con los nervios de no saber si
soportarán bien mi peso, y compruebo que están fuertes y preparadas. Al
pie de la cama encuentro un traje que me hace estremecer, el mismo que
llevábamos todos los tributos en el estadio. Me quedo mirándolo hasta que
recuerdo que, obviamente, es lo que tengo que ponerme para saludar a mi
equipo.
Me visto en menos de un minuto y toqueteo la pared, donde sé que
está la puerta aunque no la vea, hasta que, de repente, se abre. Salgo a
un pasillo amplio y vacío que no parece tener más puertas. No obstante,
debe de haberlas, y detrás de una de ellas tiene que estar Peeta. Ahora que estoy consciente y en movimiento, mi preocupación por él aumenta
por segundos. Si no estuviera bien, la avox me lo habría dicho, pero
necesito verlo por mí misma.
-¡Peeta! -lo llamo, ya que no hay nadie a quien preguntar.
Oigo que alguien responde gritando mi nombre, aunque no es su voz,
sino una que me provoca primero irritación y después impaciencia: Effie.
Me vuelvo y los veo a todos esperando en una gran sala al remaining del
pasillo: Effie, Haymitch y Cinna. Salgo corriendo hacia ellos sin vacilar. Es
posible que los vencedores deban ser más comedidos, más arrogantes,
sobre todo cuando sabes que te están mirando, pero me da igual. Corro
hacia ellos y me sorprendo a mí misma abrazando primero a Haymitch.
Cuando me susurra al oído «buen trabajo, preciosa», no suena sarcástico.
Effie está algo llorosa y no deja de darme palmaditas en el pelo y de hablar
sobre cómo le decía a todo el mundo que éramos perlas. Cinna se limita a
abrazarme con fuerza y no dice nada. Entonces veo que Portia no está y
tengo un mal presentimiento.
-¿Dónde está Portia? ¿Con Peeta? Peeta está bien, ¿no? Quiero
decir, que está vivo, ¿verdad?
-Está bien, pero quieren que os encontréis en directo durante la
ceremonia -responde Haymitch.
-Ah, vale -respondo, y el horrible momento de temer que Peeta
estuviese muerto se pasa de nuevo-. Supongo que es lo que yo querría
ver.
-Ve con Cinna. Tiene que ponerte a punto -dice Haymitch.
Es un alivio estar a solas con Cinna, sentir su brazo protector sobre
los hombros y alejarnos de las cámaras, recorrer algunos pasillos y llegar a
un ascensor que nos conduce al vestíbulo del Centro de Entrenamiento.
Eso quiere decir que el hospital está en el sótano, incluso debajo del
gimnasio en el que los tributos practicábamos haciendo nudos y tirando
lanzas. Las ventanas del vestíbulo están oscurecidas y un puñado de
guardias lo vigilan todo. Nadie más nos ve llegar al ascensor de los
tributos. Se oye el eco de nuestras pisadas en el vacío. Cuando subimos a
la duodécima planta, me pasan por la cabeza las caras de todos los
tributos que nunca regresarán y noto un nudo en la garganta.
Entonces se abren las puertas, y Venia, Flavius y Octavia me asaltan
hablando tan deprisa y con tanta alegría que no consigo entender lo que
dicen, aunque el sentido está claro: están realmente encantados de verme,
y lo mismo me pasa a mí con ellos, aunque me emocionó mucho más ver
a Cinna. Esto es más como alegrarse de ver a un trío de mascotas
cariñosas al remaining de un día muy difícil. Me llevan al comedor y me dan una comida de verdad (rosbif con
guisantes y panecillos), aunque las raciones siguen estando controladas,
porque, cuando pido repetir, me dicen que no.
-No, no y no. No quieren que lo eches todo en el escenario
-responde Octavia, pero me da un panecillo más sin que nadie lo vea, por
debajo de la mesa, para hacerme saber que está de mi parte.
Volvemos a mi habitación y Cinna desaparece durante un rato
mientras el equipo de preparación me arregla.
-Oh, te han hecho un buen trabajo de pulido -dice Flavius con
envidia-. No tienes ni un defecto en la piel.
Sin embargo, cuando me miro desnuda en el espejo sólo veo lo
delgaducha que estoy. Bueno, seguro que estaba peor cuando salí del
campo de batalla, pero puedo contarme las costillas sin ningún problema.
Seleccionan los ajustes de la ducha por mí y empiezan a arreglarme
el pelo, las uñas y el maquillaje cuando termino. Charlan sin parar, así que
apenas tengo que decir nada; eso está bien, porque no me siento muy
habladora. Tiene gracia porque, aunque parloteen sobre los juegos, sus
comentarios versan acerca de dónde estaban, qué hacían cómo se
sentían cuando sucedió algo en concreto: «¡Todavía estaba en la cama!»,
«¡Acababa de teñirme las cejas!», «¡Os juro que estuve a punto de
desmayarme!». Todo gira en torno a ellos, no tiene nada que ver con los
chicos que morían en el estadio.
En el Distrito 12 no nos regodeamos así en los juegos, sino que
apretamos los dientes, miramos por obligación e intentamos volver a
nuestras cosas lo antes posible en cuanto acaban. Para no odiar al equipo
de preparación, consigo bloquear la mayor parte de su charla.
Cinna entra con lo que parece ser un vestido amarillo muy easy.
-¿Ya te has aburrido del tema de la «chica en llamas»?
-Dímelo tú -responde, y me lo mete por la cabeza. Al instante noto
que ha rellenado la parte del pecho para añadir las curvas que el hambre
me ha robado del cuerpo. Me llevo las manos a los senos y frunzo el
ceño-. Ya lo sé -dice Cinna antes de que pueda protestar-, pero los
Vigilantes querían modificarte quirúrgicamente. Haymitch tuvo una gran
pelea con ellos y ésta fue la solución de compromiso. -Me detiene antes
de que pueda mirarme en el espejo-. Espera, no te olvides de los zapatos.
Venia me ayuda a ponerme un par de sandalias de cuero planas y me
vuelvo hacia el espejo.
Sigo siendo la «chica en llamas»: la fina tela del vestido despide un
ligero brillo; el más leve movimiento del aire crea ondas. En comparación
con éste, el traje del carro parece estridente, y el de la entrevista, demasiado artificial; ahora doy la impresión de haberme vestido con la luz
de una vela.
-¿Qué te parece?
-Creo que es el mejor que has hecho hasta ahora.
Cuando consigo apartar la mirada de los destellos de la tela, me
encuentro con una sorpresa: llevo el cabello suelto y echado atrás con una
sencilla cinta; el maquillaje redondea y rellena mis ahora angulosas
facciones; me han puesto esmalte transparente en las uñas; el vestido sin
mangas está recogido a la altura de las costillas, no de la cintura, de modo
que el relleno no afecta demasiado a mi figura; el borde me llega justo a
las rodillas; al no llevar tacones, tengo mi estatura real. En resumidas
cuentas, parezco una chica, una chica joven, de catorce años como
mucho, inocente e inofensiva. Sí, me sorprende que Cinna haya decidido
sacar esto, teniendo en cuenta que acabo de ganar los juegos.
Se trata de una imagen muy estudiada, porque Cinna nunca deja
nada al azar. Me muerdo el labio, intentando averiguar sus motivos.
-Creía que sería algo más… sofisticado -le digo.
-Supuse que a Peeta le gustaría más esto -responde él, con
precaución.
¿Peeta? No, no es por Peeta. Es por el Capitolio, los Vigilantes y la
audiencia. Aunque no entiendo todavía el diseño de Cinna, me recuerda
que los juegos todavía no han terminado por completo. Además, noto una
advertencia debajo de su benévola respuesta. Me advierte sobre algo que
no puede mencionar ni siquiera delante de su propio equipo.
Bajamos en el ascensor hasta la planta donde nos entrenamos. La
costumbre es que el vencedor y su equipo de preparación salgan al
escenario en una plataforma elevada. Primero el equipo de preparación,
seguido por el acompañante, el estilista, el mentor y, finalmente, el
vencedor. Como este año somos dos vencedores que comparten
acompañante y mentor, han tenido que reorganizarlo todo. Me encuentro
en una parte mal iluminada bajo el escenario. Han instalado una nueva
plataforma de metallic para elevarme; todavía se ven pequeños montoncitos
de serrín y huele a pintura fresca. Cinna y el equipo de preparación se van
para ponerse sus trajes y colocarse en su sitio, así que me quedo sola. En
la penumbra veo una pared improvisada a unos nueve metros de mí;
supongo que Peeta estará detrás.
El rugido de la multitud es tan ensordecedor que no me doy cuenta de
la llegada de Haymitch hasta que me toca el hombro y doy un bote,
sobresaltada; supongo que parte de mí sigue en el estadio.
-Tranquila, soy yo. Deja que te eche un vistazo -cube. Levanto los brazos y doy una vuelta-. No está mal.
-¿Pero? -pregunto, porque no ha sido un gran cumplido.
-Pero nada. ¿Qué tal un abrazo de buena suerte? -responde él,
después de examinar mi mohoso lugar de espera y tomar una decisión.
Vale, es una petición extraña viniendo de él, pero, al fin y al cabo,
hemos ganado; quizás un abrazo sea lo más apropiado. Sin embargo,
cuando le rodeo el cuello con los brazos, me encuentro atrapada por los
suyos y me empieza a hablar muy deprisa y muy bajito al oído, con los
labios ocultos por mi pelo.
-Escucha, tienes problemas. Se dice que el Capitolio está furioso por
la manera en que los habéis dejado en ridículo en el estadio. Si hay algo
que no soportan es que se rían de ellos, y ahora son el hazmerreír de
Panem -me cube Haymitch.
Siento que el miedo me corre por las venas, pero me río como si me
dijese algo encantador, porque no tengo nada que me oculte la boca.
-¿Y qué?
-Tu única defensa sería que estuvieses tan loca de amor que no
fueses responsable de tus acciones. -Haymitch se aparta y me arregla la
cinta del pelo-. ¿De acuerdo, preciosa?
Podría estar hablando de cualquier cosa.
-De acuerdo. ¿Se lo has dicho a Peeta?
-No hace falta. Él lo tiene claro.
-Pero ¿crees que yo no? -pregunto, aprovechando la oportunidad
para enderezar la pajarita de coloration rojo intenso que Cinna debe de haberle
obligado a llevar.
-¿Y desde cuándo importa lo que yo crea? Será mejor que ocupemos
nuestros puestos. -Me conduce al círculo de steel-. Es tu noche,
preciosa, disfrútala.
Me da un beso en la frente y desaparece en la penumbra.
Me tiro de la falda deseando que fuese más larga para tapar lo mucho
que me chocan las rodillas. Entonces me doy cuenta de que no tendría
sentido, porque todo el cuerpo me tiembla como una hoja. Con suerte, lo
atribuirán a la emoción. Al fin y al cabo, es mi noche.
El olor a humedad y moho que hay debajo del escenario amenaza con
ahogarme. Noto un sudor frío y pegajoso en la piel y no puedo evitar la
sensación de que las tablas que tengo encima están a punto de
derrumbarse, de enterrarme viva debajo de los escombros. Después de
salir del campo de batalla, después de las trompetas, se suponía que
estaría a salvo para siempre, para el resto de mi vida. Sin embargo, si lo
que dice Haymitch es cierto (y no tiene razones para mentir), nunca he corrido tanto peligro como ahora.
Es mucho peor que la caza del estadio, porque allí podía morir y ya
está, fin de la historia. Aquí podrían castigar a Prim, a mi madre, a Gale, a
la gente del Distrito 12, a todas las personas que me importan, si no
consigo hacer creíble el escenario de chica-loca-de-amor que Haymitch ha
sugerido.
Bueno, aún tengo una oportunidad. Qué curioso, cuando saqué las
bayas en el estadio sólo pensaba en ser más lista que los Vigilantes, no en
lo mal que haría quedar al Capitolio con mis acciones. Pero los Juegos del
Hambre son su arma y se supone que no puedes vencerlos, así que ahora
el Capitolio actuará como si hubiese controlado la situación desde el
principio, como si lo dirigiese todo, suicidio doble incluido. Claro que, para
que eso funcione, tengo que seguirles el juego.
Y Peeta… Peeta también sufrirá si la actuación no sale bien. Pero
¿qué ha respondido Haymitch cuando le he preguntado si se lo había
explicado a Peeta, que tenía que fingir estar loco de amor por mí?
«No hace falta, él lo tiene claro.»
¿Tiene claro lo que está pasando, como siempre, y es muy consciente
del peligro que corremos? ¿… tiene claro que está loco de amor por mí?
No lo sé, ni siquiera he empezado a ordenar lo que siento por Peeta, es
demasiado complicado. No sé qué hice como parte de los juegos, qué hice
por odio al Capitolio, qué hice para que lo vieran en el Distrito 12, qué hice
porque period lo correcto y qué hice porque este chico me importa.
Son preguntas que debo resolver en casa, en la tranquilidad y el
sosiego del bosque, cuando no me vea nadie, pero no aquí, con todos los
ojos del país clavados en mí. Sin embargo, no disfrutaré de ese lujo
durante vete a saber cuánto tiempo y, ahora mismo, la parte más peligrosa
de los Juegos del Hambre está a punto de empezar.
_____ 27 _____
El himno me retumba en los oídos y después oigo a Caesar
Flickerman saludar a la audiencia. ¿Sabe lo crucial que es decir la palabra
correcta a partir de ahora? Seguro, querrá ayudarnos. La multitud rompe
en aplausos cuando presenta al equipo de preparación. Me imagino a
Flavius, Venia y Octavia dando saltitos y haciendo reverencias ridículas;
creo que puedo decir sin temor a equivocarme que no tienen ni concept de lo
que está pasando. Después presenta a Effie. Cuánto tiempo lleva esperando este momento; espero que lo disfrute, porque, por muy
despistada que sea, tiene un buen instinto para algunas cosas y, por lo
menos, debe de intuir que algo va mal. Portia y Cinna reciben grandes
vítores, por supuesto, ya que han estado geniales, después de un debut
tan deslumbrante. Ahora entiendo por qué Cinna me eligió este vestido:
tengo que parecer todo lo inocente e infantil que pueda. La aparición de
Haymitch se saluda con grandes pisotones en el suelo durante cinco
minutos, como mínimo. Bueno, ha conseguido lo nunca visto al mantener
vivos no sólo a un tributo, sino a dos. ¿Y si no me hubiese advertido a
tiempo? ¿Habría actuado de otra forma? ¿Le habría restregado al
Capitolio por la cara el momento de las bayas? No, no creo, pero sí que
podría haber resultado mucho menos convincente de lo necesario en estos
momentos…, en estos precisos momentos, porque noto que la plataforma
se eleva hacia el escenario.
Luces cegadoras. Un rugido ensordecedor que hace vibrar el metallic
que tengo bajo los pies. Entonces veo a Peeta a pocos metros de mí.
Parece tan limpio, sano y guapo que apenas lo reconozco. Sin embargo,
su sonrisa es la misma, ya esté cubierto de barro en el Capitolio, y, al
verla, doy unos tres pasos y me lanzo en sus brazos. Él se tambalea hacia
atrás, a punto de perder el equilibrio, y entonces me doy cuenta de que el
artilugio metálico y delgado que lleva en la mano es una especie de
bastón. Se endereza y nos abrazamos mientras la audiencia se vuelve
loca. Él me besa y yo no puedo dejar de pensar: «¿Lo sabes? ¿Sabes el
peligro que corremos?».
Después de diez minutos así, Caesar Flickerman le da un golpecito en
el hombro para poder seguir con el espectáculo, pero Peeta lo aparta sin
mirarlo siquiera. El público pierde la cabeza. Lo sepa no, Peeta, como
siempre, sabe cómo manejar a la audiencia.
Al remaining, Haymitch nos interrumpe y nos da un empujón cariñoso hacia
el sillón de los vencedores. Lo normal es que sea un solo sillón muy
recargado desde el que el tributo ganador observa la película de los
mejores momentos de los juegos, pero, como somos dos, los Vigilantes
nos han puesto un lujoso sofá de terciopelo rojo. Es pequeño; creo que mi
madre lo llamaría confidente. Me siento tan cerca de Peeta que estoy
prácticamente sobre su regazo, aunque basta echarle un vistazo a
Haymitch para saber que no es suficiente, así que me quito las sandalias,
subo los pies al sofá y apoyo la cabeza en el hombro de Peeta. Él me
rodea con un brazo automáticamente, y yo me siento como si estuviera de
nuevo en la cueva, acurrucada a su lado, intentando entrar en calor. Su
camisa está hecha con la misma tela amarilla que mi vestido, pero Portia le ha puesto unos pantalones largos negros. Tampoco lleva sandalias, sino
un par de robustas botas negras que no levanta del suelo. Ojalá Cinna me
hubiese puesto algo parecido, porque me siento muy susceptible con este
vestido tan ligero. Supongo que ésa era la idea.
Caesar Flickerman hace algunos chistes y pasa al espectáculo.
Durará exactamente tres horas y es de visión obligatoria para todo Panem.
Cuando reducen la intensidad de las luces y aparece el sello en la pantalla,
me doy cuenta de que no estoy preparada para esto, de que no quiero ver
morir a mis veintidós compañeros. Ya vi bastante la primer vez. Empieza a
latirme el corazón con fuerza y siento el impulso de huir. ¿Cómo se han
podido enfrentar a esto solos los otros vencedores? Durante los mejores
momentos suelen mostrar la reacción del ganador en un cuadrito de una
esquina de la pantalla. Pienso en los años anteriores… Algunos parecían
encantados, alzaban los puños y se golpeaban el pecho. Casi todos
parecían aturdidos. Sólo sé que lo único que me mantiene en este
confidente es Peeta: su brazo sobre mi hombro, su otra mano entre las
mías. Por supuesto, los anteriores ganadores no tenían al Capitolio
planeando cómo destruirlos.
Resumir varias semanas en tres horas es toda una hazaña, sobre
todo teniendo en cuenta la cantidad de cámaras que funcionaban a la vez.
El que monta esto debe tener claro qué historia desea contar. Este año,
por primera vez, cuenta una historia de amor. Sé que Peeta y yo hemos
ganado, pero nos dedican una cantidad de tiempo desproporcionada
desde el principio. De todos modos, eso me alegra, porque apoya la
excusa de la locura de amor como defensa por el desafío al Capitolio,
además de evitarme el regodeo en las muertes.
La primera hora así se centra en los sucesos anteriores al estadio:
la cosecha, el paseo en carro por el Capitolio, las clasificaciones del
entrenamiento y las entrevistas. Una banda sonora animada hace que
parezca el doble de horrible porque, claro, casi todos los que aparecen en
pantalla están muertos.
Una vez en el campo de batalla se ofrece una detallada cobertura del
baño de sangre y después, básicamente, los realizadores alternan
imágenes de los tributos muriendo e imágenes nuestras. Sobre todo,
imágenes de Peeta, en realidad, porque está claro que él lleva el peso del
romance sobre los hombros. Ahora veo lo que vio la audiencia, cómo
engañó a los tributos profesionales sobre mí, cómo se quedó despierto
toda la noche bajo el árbol de las rastrevíspulas, cómo luchó contra Cato
para dejarme escapar e, incluso tumbado en la orilla embarrada, cómo
susurraba mi nombre en sueños. En comparación, yo parezco un témpano de hielo (esquivo bolas de fuego, dejo caer nidos y hago estallar las
provisiones) hasta que voy a por Rue. Enseñan su muerte al completo, la
lanza, mi intento de rescate fallido, mi flecha en el cuello del chico del
Distrito 1, el último aliento de Rue en mis brazos y la canción. Canto todas
y cada una de las notas de la canción. Algo dentro de mí se cierra y me
quedo demasiado entumecida para sentir nada. Es como ver a unos
completos desconocidos en otros Juegos del Hambre, aunque noto que
omiten la parte en la que la cubrí de flores.
Claro, porque hasta eso apesta a rebelión.
Las cosas mejoran para mí cuando anuncian que los dos tributos del
mismo distrito pueden sobrevivir, y grito el nombre de Peeta y me tapo la
boca. Si hasta el momento me había mostrado indiferente con él, a partir
de ahí lo compenso al buscarlo, devolverle la salud con mis atenciones, ir
al banquete a por la medicina y dispensar mis besos con mucha
generosidad. Veo los mutos y la muerte de Cato desde un punto de vista
objetivo; sé que son tan horribles como siempre, pero, de nuevo, es como
si le pasase a gente que no conozco.
Entonces llega el momento de las bayas. Oigo que el público pide
silencio: no quieren perderse nada. Me siento llena de gratitud hacia los
realizadores cuando veo que no acaban con el anuncio de nuestra victoria,
sino conmigo aporreando la puerta de cristal del aerodeslizador, gritando el
nombre de Peeta mientras intentan reanimarlo.
En términos de supervivencia, es mi mejor momento de toda la noche.
Vuelve a sonar el himno y nos levantamos cuando el presidente Snow
en persona sale a escena, seguido de una niñita con el cojín que sostiene
la corona. Sin embargo, sólo hay una corona, y se nota la perplejidad de la
multitud (¿para quién será?), hasta que el presidente Snow la gira y la
divide en dos. La primera mitad la coloca sobre la frente de Peeta con una
sonrisa. Sigue sonriendo cuando me coloca la segunda, pero en sus ojos,
que están a pocos centímetros de los míos, veo que será implacable como
una serpiente.
Entonces sé que, aunque los dos nos hubiésemos comido las bayas,
soy yo la culpable, porque yo tuve la idea. Soy la instigadora, la que debe
recibir el castigo.
Después hay muchas reverencias y vítores. Tengo el brazo a punto de
caérseme de tanto saludar cuando Caesar Flickerman por fin se despide
de los espectadores y les recuerda que vuelvan mañana para las últimas
entrevistas. Como si les quedase alternativa.
A Peeta y a mí nos llevan a la mansión del presidente para el
banquete de la victoria, donde tenemos muy poco tiempo para comer mientras los funcionarios del Capitolio y los patrocinadores más generosos
se pelean por hacerse una foto con nosotros. Por nuestro lado pasa una
cara sonriente tras otra, cada vez más borrachas conforme avanza la
noche. De vez en cuando le echo un vistazo a Haymitch, que resulta
reconfortante, al presidente Snow, que resulta aterrador, pero sigo
riendo, dando las gracias a todos y sonriendo para que me hagan fotos. Lo
único que no hago ni un momento es soltar la mano de Peeta.
El sol empieza a asomar por el horizonte cuando volvemos muy
despacio a la duodécima planta del Centro de Entrenamiento. Creía que
por fin podría hablar a solas con Peeta, pero Haymitch le cube que vaya a
ver a Portia para escoger algo apropiado para la entrevista y me
acompaña en persona hasta mi puerta.
-¿Por qué no puedo hablar con él? -le pregunto.
-Tendrás mucho tiempo para hablar cuando volvamos a casa. Vete a
la cama. Saldrás en la tele a las dos.
A pesar de las continuas interferencias de Haymitch, estoy decidida a
ver a Peeta en privado. Después de dar vueltas en la cama durante unas
cuantas horas, salgo al pasillo. Lo primero que pienso es mirar en el
tejado, pero está vacío. Incluso las calles de la ciudad están desiertas
después de la celebración de anoche. Regreso a la cama un rato y
después decido ir directamente a su dormitorio. Sin embargo, cuando
intento girar el pomo, descubro que ha cerrado la puerta con pestillo desde
dentro. Al principio sospecho de Haymitch, aunque después tengo el
insidioso temor de que el Capitolio pueda estar vigilándome y
encerrándome. No he podido escapar desde el inicio de los Juegos del
Hambre, pero esto parece distinto, mucho más private, como si me
hubiesen encarcelado por un delito y estuviese esperando mi sentencia.
Vuelvo corriendo a mi cama y finjo dormir hasta que Effie Trinket viene a
avisarme de que ya empieza otro día «¡muy, muy, muy importante!».
Me dan unos cinco minutos para comerme un cuenco de cereales
calientes y estofado antes de que baje el equipo de preparación. Lo único
que necesito decir para no tener que volver a hablar durante las siguientes
dos horas es: «¡El público os adora!». Cuando entra Cinna, los echa y me
pone un vestido de gasa blanca y zapatos rosa. Después me maquilla
personalmente hasta que parezco irradiar un brillo suave y sonrosado.
Charlamos de todo un poco, pero temo preguntarle cosas importantes
después del incidente de la puerta, porque no puedo quitarme de encima
la sensación de que me vigilan constantemente.
La entrevista se realiza bajando un poco por el pasillo, en el salón.
Han vaciado un espacio y han colocado el confidente, rodeado de jarrones de rosas rojas y rosas. Sólo hay un puñado de cámaras para grabar el
acontecimiento; al menos, no tendré público delante.
Caesar Flickerman me da un cálido abrazo cuando entro.
-Enhorabuena, Katniss, ¿cómo te encuentras?
-Bien. Nerviosa por la entrevista.
-No lo estés, vamos a pasarlo maravillosamente -responde,
dándome una palmadita tranquilizadora en la mejilla.
-No se me da bien hablar sobre mí.
-Nada de lo que digas puede estar mal.
Y yo pienso: «Ay, Caesar, ojalá fuese cierto. Sin embargo, el
presidente Snow puede estar planeando algún tipo de accidente” para mí
mientras hablamos».
Entonces entra Peeta, muy guapo vestido de rojo y blanco, y me
aparta a un lado.
separados.
De hecho, Haymitch está decidido a mantenernos con vida, pero hay
demasiadas personas escuchándonos, así que me limito a decir:
-Sí, últimamente está muy responsable.
-Bueno, sólo queda esto antes de irnos a casa. Después no podrá
vigilarnos todo el rato.
Noto un escalofrío por el cuerpo y no tengo tiempo para analizarlo,
porque ya están preparados para atendernos. Nos sentamos de manera
algo formal en el confidente, pero Caesar cube:
-Oh, adelante, acurrúcate a su lado si quieres. Queda muy dulce.
Así que pongo los pies en el asiento, a un lado, y Peeta me acerca a
él.
Alguien inicia la cuenta atrás y, sin más, salimos en directo para todo
el país. Caesar Flickerman está estupendo; hace bromas, lanza pullas y se
ahoga de risa cuando se presenta la ocasión. Peeta y él ya tenían su
dinámica desde la noche de la primera entrevista, aquellas bromas fáciles,
así que yo sólo sonrío e intento hablar lo menos posible. Es decir, tengo
que hablar un poco, pero, en cuanto puedo, dirijo la conversación a Peeta.
Sin embargo, al final Caesar empieza a plantear preguntas que exigen
respuestas más completas.
-Bueno, Peeta, por vuestros días en la cueva ya sabemos que para ti
fue amor a primera vista desde los… ¿cinco años? -pregunta.
-Desde el momento en que la vi.
-Pero, Katniss, menuda experiencia para ti. Creo que la verdadera
emoción para el público era ver cómo te enamorabas de él. ¿Cuándo te diste cuenta de que lo amabas?
-Oh, es una pregunta difícil…
Dejo escapar una risita débil y entrecortada, y me miro las manos.
Ayuda.
-Bueno, yo sé cuándo me di cuenta: la noche que gritaste su nombre
desde aquel árbol -cube él.
«¡Gracias, Caesar!», pienso, y sigo con su idea.
-Sí, supongo que sí. Es decir, hasta ese momento intentaba no
pensar en mis emociones, la verdad, porque period muy confuso, y sentir algo
por él sólo servía para empeorar las cosas. Pero, entonces, en el árbol,
todo cambió.
-Quizá… porque, por primera vez… tenía la oportunidad de
conservarlo.
Veo que Haymitch resopla con alivio detrás de un cámara y sé que he
dicho lo correcto. Caesar saca un pañuelo y se toma un momento, porque
está conmovido. Noto que Peeta apoya la frente en mi sien y me pregunta:
-Entonces, ahora que me tienes, ¿qué vas a hacer conmigo?
-Ponerte en algún sitio en el que no puedan hacerte daño -respondo,
volviéndome hacia él. Cuando me besa, la gente del cuarto deja escapar
un suspiro, de verdad.
Caesar aprovecha el momento para pasar al daño sufrido en el
estadio, desde quemaduras hasta picaduras, pasando por heridas. Sin
embargo, hasta que no llegamos a los mutos no me olvido de que estamos
delante de las cámaras. Es cuando Caesar le pregunta a Peeta cómo le va
con su pierna nueva.
-¿Pierna nueva? -pregunto, y no puedo evitar subirle la pernera del
pantalón-. Oh, no -susurro al ver el dispositivo de metallic y plástico que ha
reemplazado a su carne.
-¿No te lo había dicho nadie? -pregunta Caesar con amabilidad, y yo
sacudo la cabeza.
-No he tenido ocasión de hacerlo -cube Peeta, encogiéndose de
hombros.
-Tiene razón -asegura Caesar-. Seguro que se habría desangrado
sin el torniquete.
Supongo que es cierto, pero no puedo evitar entristecerme por ello
hasta el punto de tener ganas de llorar; entonces recuerdo que todo el país
me mira, así que oculto el rostro en la camisa de Peeta, que tarda un par de minutos en convencerme de que salga, porque se está mejor en su
camisa, donde nadie me ve. Cuando levanto la cabeza al fin, Caesar deja
de preguntarme hasta que me recupero. De hecho, me deja bastante en
paz hasta que surge el tema de las bayas.
-Katniss, sé que has sufrido una conmoción, pero tengo que
preguntártelo. Cuando sacaste aquellas bayas, ¿qué pasaba por tu
cabeza?
Hago una larga pausa antes de responder, intentando organizar mis
pensamientos. Es el momento essential en el que se resolve si reté al
Capitolio me volví tan loca de amor ante la thought de perder a Peeta que
no se me puede culpar por mis acciones. Debería dar un discurso largo y
dramático, pero sólo consigo articular una frase casi inaudible:
-No lo sé, es que… no podía soportar la thought de… vivir sin él.
-Peeta, ¿algo que añadir?
-No, creo que eso vale para los dos.
Caesar se despide y todo se termina. La gente se ríe, llora y se
abraza, aunque sigo sin estar segura hasta que llego a Haymitch.
-¿Vale? -pregunto, susurrando.
-Perfecto.
Vuelvo a mi cuarto para recoger algunas cosas y descubro que lo
único que quiero llevarme es la insignia de sinsajo que me dio Madge.
Alguien lo volvió a poner en mi dormitorio después de los juegos. Nos
llevan por las calles en un coche con ventanillas tintadas y el tren nos
espera. Apenas podemos despedirnos de Cinna y Portia, aunque los
veremos dentro de unos meses, cuando hagamos la gira por los distritos
para una ronda de ceremonias triunfales. Así el Capitolio recuerda al
pueblo que los Juegos del Hambre nunca desaparecen del todo. Nos
darán un montón de placas inútiles y el pueblo tendrá que fingir que nos
adora.
El tren empieza a moverse y nos introducimos en la noche hasta salir
del túnel, momento en que respiro libre por primera vez desde la cosecha.
Effie nos acompaña, al igual que Haymitch, por supuesto. Nos comemos
una enorme cena y guardamos silencio delante del televisor para ver la
entrevista en diferido. Conforme nos alejamos del Capitolio empiezo a
pensar en casa, en Prim y en mi madre, y en Gale. Me disculpo para ir a
quitarme el vestido, y ponerme una camisa y unos pantalones más
sencillos. Mientras me limpio con esmero el maquillaje de la cara y me
trenzo el pelo, empiezo a transformarme de nuevo en mí, en Katniss
Everdeen, una chica que vive en la Veta, que caza en los bosques, que
comercia en el Quemador. Me miro en el espejo intentando recordar quién soy y quién no. Cuando me uno a los demás, la presión del brazo de Peeta
sobre los hombros me resulta extraña.
El tren hace una breve pausa para repostar, y nos dejan salir a
respirar aire fresco. Peeta y yo caminamos por el andén de la mano, y yo
no sé qué decir ahora que estamos solos. Se detiene a recoger un ramo
de flores silvestres para mí; me lo da y hago todo lo posible por parecer
contenta, porque él no sabe que estas flores rosas y blancas son la parte
superior de las cebollas silvestres, y que me recuerdan las horas que he
pasado recogiéndolas con Gale.
Gale. La idea de que veré a Gale apenas dentro de unas horas hace
que notice mariposas en el estómago. ¿Por qué? No puedo explicármelo del
todo; sólo sé que me siento como si hubiese estado engañando a una
persona que confiaba en mí. , para ser más exacta, a dos personas. Me
he librado hasta el momento por los juegos, pero no habrá juegos en los
que esconderse cuando lleguemos a casa.
-¿Qué pasa? -me pregunta Peeta.
-Nada.
Seguimos caminando hasta dejar atrás la cola del tren, en un punto en
el que hasta yo creo que no hay cámaras escondidas detrás de los
arbustos del andén. Sin embargo, sigo sin encontrar las palabras.
Haymitch me sorprende poniéndome una mano en la espalda. Incluso
ahora, en medio de ninguna parte, baja la voz.
-Gran trabajo, chicos. Seguid así en el distrito hasta que se vayan las
cámaras. Todo debería ir bien.
Lo veo volver al tren, evitando mirar a Peeta a los ojos.
-¿De qué habla? -me pregunta Peeta.
-Del Capitolio. No les gustó nuestro truco de las bayas -le suelto.
-¿Qué? ¿Qué quieres decir?
-¿Ayudándote? Pero a mí no.
-Él sabía que eras lo bastante listo para hacerlo bien.
-No sabía que hubiese que hacer bien algo. Entonces, ¿me estás
diciendo que lo de estos últimos días y, supongo…, lo del estadio…, no period
más que una estrategia que habíais diseñado?
-No. Es decir, ni siquiera podía hablar con él en el estadio, ¿no?
-balbuceo.
-Pero sabías lo que quería que hicieses, ¿verdad? -me pregunta, y
me muerdo el labio-. ¿Katniss? -Me suelta la mano y doy un paso, como
para recuperar el equilibrio-. Fue todo por los juegos. Una actuación. -No todo -respondo, agarrando las flores con fuerza.
-Entonces, ¿cuánto? No, olvídalo, supongo que la verdadera
pregunta es qué quedará cuando lleguemos a casa.
-No lo sé. Cuanto más nos acercamos al Distrito 12, más
desconcertada me siento -respondo.
Él espera a que se lo explique, pero no lo hago.
-Bueno, pues házmelo saber cuando lo sepas.
El dolor que desprende su voz es palpable.
Sé que se me han curado los oídos porque, incluso con el rumor del
motor, oigo todos y cada uno de los pasos que da hacia el tren. Cuando
subo a bordo, él ya se ha acostado, y tampoco lo veo a la mañana
siguiente. De hecho, no aparece hasta que estamos entrando en el Distrito
12. Me saluda con un gesto de cabeza, inexpresivo.
Quiero decirle que no está siendo justo; que éramos desconocidos;
que hice lo necesario para seguir viva, para que los dos siguiésemos vivos
en el estadio; que no puedo explicarle cómo son las cosas con Gale
porque no lo sé ni yo misma; que no es bueno amarme porque, de todos
modos, no pienso casarme y él acabaría odiándome tarde temprano;
que, aunque sienta algo por él, da igual, porque nunca podré permitirme la
clase de amor que da lugar a una familia, a hijos. ¿Y cómo puede
permitírselo él? ¿Cómo puede después de lo que acabamos de pasar?
También quiero decirle lo mucho que ya lo echo de menos, pero no
sería justo por mi parte.
Así que nos quedamos de pie, en silencio, observando cómo
entramos en nuestra mugrienta estacioncita. A través de la ventanilla veo
que el andén está hasta arriba de cámaras. Todos están deseando
presenciar nuestra vuelta a casa.
Por el rabillo del ojo veo que Peeta me ofrece la mano y lo miro,
vacilante.
-¿Una última vez? ¿Para la audiencia? -me dice, no en tono
enfadado, sino hueco, lo que es mucho peor.
El chico del pan empieza a alejarse de mí.
Lo cojo de la mano con fuerza, preparándome para las cámaras y
temiendo el momento en que no me quede más remedio que dejarlo
marchar.
_____ 10 _____
Durante un momento, las cámaras se quedan clavadas en la mirada cabizbaja de Peeta, mientras todos asimilan lo que acaba de decir. Después veo mi cara, boquiabierta, con una mezcla de sorpresa y protesta, ampliada en todas las pantallas: ¡soy yo! ¡Dios mío, se refiere a mí! Aprieto los labios y miro al suelo, esperando esconder así las emociones que empiezan a hervirme dentro.
-Vaya, eso sí que es mala suerte -dice Caesar, y parece sentirlo de verdad.
La multitud le da la razón en sus murmullos y unos cuantos han soltado grititos de angustia.
-No es bueno, no -coincide Peeta.
-En fin, nadie puede culparte por ello, es difícil no enamorarse de esa jovencita. ¿Ella no lo sabía?
-Hasta ahora, no -responde Peeta, sacudiendo la cabeza.
Me atrevo a mirar un segundo a la pantalla, lo bastante para comprobar que mi rubor es perfectamente seen.
-¿No les gustaría sacarla de nuevo al escenario para obtener una respuesta? -pregunta Caesar a la audiencia, que responde con gritos afirmativos-. Por desgracia, las reglas son las reglas, y el tiempo de Katniss Everdeen ha terminado. Bueno, te deseo la mejor de las suertes, Peeta Mellark, y creo que hablo por todo Panem cuando digo que te llevamos en el corazón.
El rugido de la multitud es ensordecedor; Peeta nos ha borrado a todos del mapa al declarar su amor por mí. Cuando el público por fin se calla, mi compañero murmura un «gracias» y regresa a su asiento. Nos levantamos para el himno; yo tengo que alzar la cabeza, porque es una muestra de respeto obligatoria, y no puedo evitar ver que en todas las pantallas aparece una imagen de nosotros dos, separados por unos cuantos metros que, en las mentes de los espectadores, deben de parecer insalvables. Pobre pareja trágica.
Sin embargo, yo sé la verdad.
Después del himno, los tributos nos ponemos en fila para volver al vestíbulo del Centro de Entrenamiento y sus ascensores. Me aseguro de no meterme en el mismo que Peeta. La muchedumbre frena a nuestro séquito de estilistas, mentores y acompañantes, así que nos quedamos solos; no hablamos. Mi ascensor deja a cuatro tributos antes de quedarme sola y llegar a la planta doce. Peeta acaba de salir del ascensor cuando me acerco a él y le pego un empujón en el pecho; él pierde el equilibrio y se estrella contra una fea urna llena de flores artificiales. La urna se cae y se hace añicos en el suelo, Peeta aterriza encima de los pedazos y las manos empiezan a sangrarle de inmediato.
-¿A qué viene esto? -me pregunta, horrorizado.
-¡No tenías derecho! ¡No tenías derecho a decir esas cosas sobre mí!
Los ascensores se abren y aparece todo el grupo: Effie, Haymitch, Cinna y Portia.
-¿Qué está pasando? -pregunta Effie, con un deje de histeria en la voz-. ¿Te has caído?
-Después de que ella me empujara -responde Peeta, mientras Effie y Cinna lo ayudan a levantarse.
-¿Lo has empujado? -me pregunta Haymitch.
-Ha sido thought tuya, ¿verdad? ¿Lo de convertirme en una idiota delante de todo el país?
-Fue thought mía -interviene Peeta, mientras se quita trozos de cerámica de las manos-. Haymitch sólo me ayudó a desarrollarla.
-Sí, Haymitch es una gran ayuda… ¡para ti!
-Eres una idiota, sin duda -cube Haymitch, asqueado-. ¿Crees que te ha perjudicado? Este chico acaba de darte algo que nunca podrías lograr tú sola.
-¡Me ha hecho parecer débil!
-¡Te ha hecho parecer deseable! Y, reconozcámoslo, necesitas toda la ayuda posible en ese tema. Eras tan romántica como un trozo de roca hasta que él dijo que te quería. Ahora todos te quieren y sólo hablan de ti. ¡Los trágicos amantes del Distrito 12!
-¡Pero no somos amantes! -exclamo.
-¿A quién le importa? -insiste Haymitch, cogiéndome por los hombros y aplastándome contra la pared-. No es más que un espectáculo, todo depende de cómo te perciban. Después de tu entrevista lo único que podría haber dicho de ti era que resultabas bastante agradable, aunque debo admitir que eso ya de por sí es un milagro. Ahora puedo decir que eres una rompecorazones. Oooh, los chicos de tu distrito caían abrumados a tus pies. ¿Con cuál de las dos imágenes crees que conseguirás más patrocinadores?
El olor a vino de su aliento me pone mala; lo empujo para quitármelo de encima y retrocedo, intentando aclararme las concepts.
-Tiene razón, Katniss -me cube Cinna, acercándose y rodeándome con un brazo.
-Tendría que haberlo sabido -respondo, sin saber qué pensar-. Así no habría parecido tan estúpida.
-No, tu reacción ha sido perfecta. De haberlo sabido, no habría parecido tan real -intervino Portia.
-Lo que le preocupa es su novio -dice Peeta, malhumorado, mientras se arranca un trozo ensangrentado de urna.
-No tengo novio -afirmo, aunque se me encienden otra vez las mejillas al pensar en Gale.
-Lo que tú digas, pero seguro que es lo bastante listo para reconocer un farol. Además, tú no has dicho que me quieras, así que ¿qué más da?
Las palabras empiezan a surtir efecto. Me calmo. Ahora no sé si debo pensar que me han usado que me han dado una ventaja. Haymitch tiene razón, he sobrevivido a la entrevista, pero ¿qué les he ofrecido? A una chica imbécil dando vueltas con un vestido brillante y soltando risitas tontas. El único momento con sustancia fue cuando hablé de Prim. Comparada con Thresh y su fuerza silenciosa y mortífera, no soy digna de recordar. Tonta, brillante y fácil de olvidar; bueno, no del todo, porque tengo mi as soon as en entrenamiento.
Sin embargo, ahora Peeta me ha convertido en objeto de amor, y no sólo del suyo. Según él, ahora tengo muchos admiradores, y si el público cree de verdad que estamos enamorados… Recuerdo la energía con la que han respondido a su confesión; un amor trágico. Haymitch tiene razón, en el Capitolio adoran estas cosas. De repente me preocupa no haber reaccionado bien.
-Después de que dijese que me quería, ¿a vosotros os pareció que podría estar enamorada de él? -les pregunto.
-A mí sí -responde Portia-. Por la forma en que evitabas mirar a las cámaras y el rubor en las mejillas.
Los otros asienten.
-Eres una mina, preciosa, vas a tener a los patrocinadores haciendo cola -afirma Haymitch.
-Siento haberte empujado -le digo a Peeta, obligándome a mirarlo, avergonzada por mi reacción.
-Da igual -responde él, encogiéndose de hombros-. Aunque, técnicamente, es ilegal.
-¿Tienes bien las manos?
-Se pondrán bien.
En el silencio que sigue a su respuesta nos llegan los deliciosos olores de la cena, que ya está en el comedor.
-Vamos a comer -dice Haymitch, y todos lo seguimos hasta la mesa y nos colocamos en nuestros puestos.
Como Peeta está sangrando demasiado, Portia se lo lleva para que lo atiendan. Empezamos la sopa de nata y pétalos de rosa sin ellos, y, cuando terminamos, vuelven. Las manos de Peeta están envueltas en vendas y yo no puedo evitar sentirme culpable, porque mañana estaremos en el campo de batalla, él me ha hecho un favor y yo le he respondido con una herida. ¿Es que siempre voy a estar en deuda con él?
Después de la cena vemos la repetición de las entrevistas en el salón. Yo parezco presumida y superficial, dando vueltas y soltando risitas, aunque los demás me aseguran que les parezco encantadora. El que sí está encantador es Peeta, y después resulta irresistible en su actuación de chico enamorado. Y ahí salgo yo, ruborizada y perpleja, bella gracias a las manos de Cinna, deseable gracias a la confesión de Peeta, trágica por las circunstancias y, lo mires por donde lo mires, imposible de olvidar.
Cuando termina el himno y la pantalla se oscurece, la habitación guarda silencio. Mañana al alba nos levantarán y nos prepararán para el estadio. Los juegos en sí no empiezan hasta las diez, porque muchos de los habitantes del Capitolio se levantan tarde, pero Peeta y yo tenemos que empezar temprano. No se sabe lo lejos que estará el campo de batalla elegido para este año.
Sé que Haymitch y Effie no irán con nosotros. En cuanto salgamos de aquí, ellos se desplazarán a la sede central de los juegos, donde, esperemos, reclutarán patrocinadores sin parar y trabajarán en una estrategia para decidir cómo y cuándo entregarnos los regalos. Cinna y Portia viajarán con nosotros hasta el mismísimo punto desde el que nos lanzarán a la batalla. A pesar de todo, es el momento de despedirse.
Effie nos coge a los dos de la mano, con lágrimas de verdad en los ojos, y nos desea buena suerte. Nos da las gracias por ser los mejores tributos que ha tenido el privilegio de patrocinar; después, como es Effie y parece estar obligada por ley a decir siempre algo horrible, añade:
-¡No me sorprendería nada que el año que viene me promocionasen por fin a un distrito decente!
Después nos besa en la mejilla y se aleja rápidamente, no sé si abrumada por la sentimental despedida por la posible mejora de su fortuna.
Haymitch cruza los brazos y nos examina.
-¿Un último consejo? -pregunta Peeta.
-Cuando suene el gong, salid echando leches. Ninguno de los dos sois lo bastante buenos para meteros en el baño de sangre de la Cornucopia. Salid corriendo, poned toda la distancia posible de por medio y encontrad una fuente de agua. ¿Entendido?
-¿Y después? -pregunto.
-Seguid vivos -responde Haymitch.
Es el mismo consejo que nos dio en el tren, pero ahora no está borracho y riéndose. Asentimos. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Cuando me voy hacia mi cuarto, Peeta se queda atrás para hablar con Portia, cosa que me alegra. No sé cuáles serán nuestras incómodas palabras de despedida, pero pueden esperar a mañana. Veo que alguien ha abierto mi cama, aunque no hay ni rastro de la chica pelirroja. Ojalá supiera su nombre; debería habérselo preguntado y puede que ella me lo hubiese escrito explicado con mímica, aunque es possible que sólo sirviera para que la castigasen.
Me doy una ducha y me quito la pintura dorada, el maquillaje y el aroma de la belleza. Todo lo que queda del trabajo del equipo de diseño son las llamas de las uñas, que decido conservar para recordarle a la audiencia quién soy: Katniss, la chica en llamas. Quizá me dé algo a lo que agarrarme en los días que me esperan.
Me pongo un camisón grueso, como de lana, y me acuesto. En unos cinco segundos me doy cuenta de que no me quedaré dormida, y lo necesito desesperadamente, porque cada momento de fatiga en el estadio es una invitación a la muerte.
No sirve de nada; pasa una hora, luego dos, luego tres, y mis párpados se niegan a cerrarse. No puedo dejar de imaginarme en qué terreno nos soltarán. ¿Desierto? ¿Pantano? ¿Un páramo helado? Sobre todo espero que haya árboles que me puedan ofrecer escondite, alimento y cobijo. Suele haber árboles, porque los paisajes pelados son aburridos y, sin vegetación, los juegos se acaban pronto. Pero ¿cómo será el clima? ¿Qué trampas habrán escondido los Vigilantes para animar los momentos aburridos? Y luego están los otros tributos.
Cuanto más ansiosa estoy por dormirme, menos lo consigo. Al closing estoy tan inquieta que tengo que salir de la cama; recorro la habitación notando que el corazón me late demasiado deprisa, que tengo la respiración acelerada. Es como estar en una celda, si no consigo respirar aire fresco pronto voy a empezar a romperlo todo otra vez. Corro por el vestíbulo hacia la puerta que da al tejado, que no sólo no está cerrada, sino que la han dejado entreabierta. Quizás alguien se olvidó de cerrarla, aunque da lo mismo, porque el campo de energía que rodea el tejado impide cualquier intento desesperado de fuga, y yo no quiero escapar, sólo llenarme los pulmones de aire; quiero ver el cielo y la luna antes de que intenten darme caza.
El tejado no está iluminado por la noche, pero en cuanto piso descalza el suelo de baldosas, veo su silueta recortada contra las luces que no dejan de brillar en el Capitolio. En las calles hay bastante barullo, música, gente cantando y cláxones, cosas que no oía a través de los gruesos paneles de cristal de mi cuarto. Podría largarme ahora mismo sin que él se diese cuenta; no me oiría con tanto follón. Sin embargo, el aire nocturno es tan agradable que no soportaría regresar a mi agobiante jaula. ¿Y qué más da? ¿Qué más da si hablamos no?
Avanzo sin hacer ruido por las baldosas; cuando estoy a un metro de él, le digo:
-Deberías estar durmiendo.
Él se sobresalta, pero no se vuelve, y veo que sacude un poco la cabeza.
-No quería perderme la fiesta. Al fin y al cabo, es por nosotros.
Me acerco a él y me asomo al borde: las amplias calles están llenas de gente bailando. Me esfuerzo por distinguir los detalles de sus figuras diminutas.
-¿Están disfrazados?
-¿Quién sabe? Teniendo en cuenta la locura de ropa que llevan aquí… ¿Tú tampoco podías dormir?
-No podía dejar de pensar -respondo.
-¿Piensas en tu familia?
-No -reconozco, sintiéndome un poco culpable-. No dejo de preguntarme qué pasará mañana, aunque no sirve de nada, claro. -Con la luz que llega de abajo puedo verle la cara, la extraña forma de cogerse las manos vendadas-. Siento mucho lo de las manos, de verdad.
-No importa, Katniss. De todos modos, no tenía ninguna oportunidad en los juegos.
-No debes pensar así.
-¿Por qué no? Es la verdad. Mi única esperanza es no avergonzar a nadie y… -vacila.
-¿Y qué?
-No sé cómo expresarlo bien. Es que… quiero morir siendo yo mismo. ¿Tiene sentido? -pregunta, y yo sacudo la cabeza. ¿Cómo va a morir siendo otra persona?-. No quiero que me cambien ahí fuera, que me conviertan en una especie de monstruo, porque yo no soy así. -Me muerdo el labio, sintiéndome inferior. Mientras yo cavilaba sobre la existencia de árboles, Peeta le daba vueltas a cómo mantener su identidad, su esencia.
-¿Quieres decir que no matarás a nadie? -le pregunto.
-No. Cuando llegue el momento estoy seguro de que mataré como todos los demás. No puedo rendirme sin luchar. Pero desearía poder encontrar una forma de… de demostrarle al Capitolio que no le pertenezco, que soy algo más que una pieza de sus juegos.
-Es que no eres más que eso, ninguno lo somos. Así funcionan los juegos.
-Vale, pero, dentro de ese esquema, tú sigues siendo tú y yo sigo siendo yo -insiste-. ¿No lo ves?
-Un poco. Aunque…, sin ánimo de ofender, ¿a quién le importa, Peeta?
-A mí. Quiero decir, ¿qué otra cosa me podría preocupar en estos momentos? -me pregunta, enfadado. Me mira a los ojos con sus penetrantes ojos azules, exigiendo una respuesta.
-Preocúpate por lo que dijo Haymitch -respondo, dando un paso atrás-. Por seguir vivo.
-Vale -responde él, esbozando una sonrisa triste y burlona-. Gracias por el consejo, preciosa. -Usa el tono condescendiente de Haymitch, es como si me hubiese dado un bofetón.
-Mira, si quieres pasarte las últimas horas de tu vida planeando una muerte noble en el estadio, es cosa tuya. Yo prefiero pasar las mías en el Distrito 12.
-No me sorprendería que lo hicieras. Dale recuerdos a mi madre cuando vuelvas, ¿vale?
-Puedes contar con ello. -Me vuelvo y bajo del tejado.

No veo a Peeta por la mañana. Cinna viene a por mí antes del alba, me da una túnica sencilla y me acompaña al tejado. Los últimos preparativos se harán en las catacumbas, debajo del estadio en sí. Un aerodeslizador surge de la nada, igual que el del bosque el día que vi cómo capturaban a la chica pelirroja, y deja caer una escalera de mano. Pongo pies y manos en el primer escalón y, al instante, me quedo paralizada. Una especie de corriente me pega a la escalera hasta que me suben al interior.
Aunque me imaginaba que la escalera me soltaría al llegar, sigo pegada a ella y una mujer vestida con una bata blanca se me acerca con una jeringuilla.
-Es tu dispositivo de seguimiento, Katniss. Cuanto más quieta estés, mejor podré colocártelo -me explica.
¿Quieta? Soy una estatua. Sin embargo, eso no evita que notice un dolor agudo cuando la aguja me introduce el dispositivo metálico debajo de la piel del antebrazo. Ahora los Vigilantes podrán localizarme en todo momento. No les gustaría perder a un tributo.
En cuanto el dispositivo está colocado, la escalera me suelta. La mujer desaparece y recogen a Cinna del tejado. Un chico avox se acerca y nos acompaña a una habitación donde han servido el desayuno. A pesar de la tensión que noto en el estómago, como todo lo que puedo, aunque los deliciosos manjares no me impresionan. Estoy tan nerviosa que podría estar comiendo polvo de carbón. Lo único que me distrae es la vista desde las ventanas: sobrevolamos la ciudad y después la zona deshabitada que hay más allá. Esto es lo que ven los pájaros, sólo que ellos son libres y están a salvo. Justo lo contrario que yo.
El viaje dura una media hora. Después se oscurecen las ventanas, lo que nos indica que llegamos al estadio. El aerodeslizador aterriza, y Cinna y yo volvemos a la escalera, aunque esta vez para bajar hasta un tubo subterráneo que da a las catacumbas. Seguimos las instrucciones para llegar a mi destino, una cámara donde realizar los preparativos. En el Capitolio la llaman la sala de lanzamiento. En los distritos la conocemos como el corral, donde guardan a los animales antes de llevarlos al matadero.
Todo está nuevo; yo seré la primera y única ocupante de esta sala de lanzamiento. Los campos de batalla son emplazamientos históricos y los conservan después de los juegos, destinos turísticos populares para los residentes del Capitolio: puedes pasar aquí un mes, volver a ver los juegos, hacer un recorrido por las catacumbas y visitar los lugares donde tuvieron lugar las muertes. Incluso puedes participar en reconstrucciones de los hechos.
Dicen que la comida es excelente.
Lucho por no vomitar el desayuno mientras me ducho y me lavo los dientes. Cinna me peina con mi sencilla trenza de siempre; después llega la ropa, la misma para cada tributo. Cinna no tiene nada que ver con mi traje, ni siquiera sabe qué hay en el paquete, pero me ayuda a vestirme con la ropa interior, los pantalones rojizos, la blusa verde claro, el robusto cinturón marrón y la fina chaqueta negra con capucha que me llega hasta los muslos.
-El material de la chaqueta está diseñado para aprovechar el calor corporal, así que te esperan noches frescas -me cube.
Las botas, que me coloco sobre unos calcetines muy ajustados, son mejores de lo que cabría esperar: cuero suave, parecidas a las que tengo en casa. Sin embargo, éstas tienen una suela de goma versatile con dibujos, perfectas para correr.
Cuando creo que ya he terminado, Cinna se saca del bolsillo la insignia del sinsajo dorado. Se me había olvidado por completo.
-¿De dónde lo has sacado? -le pregunto.
-Del traje verde que llevabas puesto en el tren -responde. Recuerdo que me lo quité del vestido de mi madre y me lo prendí a la camisa-. Es el símbolo de tu distrito, ¿no? -Asiento, y él me lo coloca en la camisa-. Casi no logra pasar por la junta de revisión. Algunos pensaban que podía usarse como arma y darte una ventaja injusta, pero, al ultimate, lo aprobaron. Sí eliminaron un anillo de la chica del Distrito 1; si girabas la gema salía una punta envenenada. La chica decía que no tenía ni concept de que el anillo se transformase y no había pruebas que demostrasen lo contrario. De todos modos, ha perdido su símbolo. Bueno, ya está. Muévete, asegúrate de estar cómoda.
Camino, corro en círculo y agito los brazos.
-Sí, está bien. Me queda perfectamente.
-Entonces sólo queda esperar la llamada -me dice Cinna-. A no ser que puedas comer algo más.
Rechazo la comida, aunque acepto un vaso de agua que me bebo a traguitos mientras esperamos en el sofá. No quiero morderme las uñas ni los labios, así que acabo mordisqueándome el inside de la mejilla. Todavía noto las heridas que me hice hace unos días; no tardo en sangrar.
Los nervios se convierten en terror cuando empiezo a pensar en lo que me espera. Podría estar muerta, muerta del todo, en una hora menos. Me toco de manera obsesiva el bultito duro del antebrazo, donde la mujer me inyectó el dispositivo de seguimiento. A pesar del dolor, lo aprieto tan fuerte que me hago un moratón.
-¿Quieres hablar, Katniss?
Sacudo la cabeza, pero, al cabo de un momento, le doy la mano y Cinna me la aprieta entre las suyas. Nos quedamos así sentados hasta que una agradable voz femenina nos anuncia que ha llegado el momento de prepararnos para el lanzamiento.
Todavía agarrada a las manos de Cinna, me acerco a la placa de metallic redonda.
-Recuerda lo que dijo Haymitch: corre, busca agua. Lo demás saldrá solo -dice, y yo asiento-. Y recuerda una cosa: aunque no se me permite apostar, si pudiera, apostaría por ti.
-¿De verdad? -susurro.
-De verdad -afirma Cinna; después se inclina y me da un beso en la frente-. Buena suerte, chica en llamas.
Entonces me rodea un cilindro de cristal que nos obliga a soltarnos, que me obliga a separarme de él. Cinna se da unos golpecitos en la barbilla; quiere decir que mantenga la cabeza alta.
Levanto la barbilla y me quedo todo lo quieta que me es posible. El cilindro empieza a elevarse y, durante unos quince segundos, me encuentro a oscuras. Después noto que la placa metálica sale del cilindro y me lleva hasta la brillante luz del sol, que me deslumbra; sólo soy consciente de un viento fuerte que me trae un esperanzador aroma a pino.
En ese momento oigo la voz del legendario presentador Claudius Templesmith por todas partes:
-Damas y caballeros, ¡que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre!
_____ 11 _____
Sesenta segundos. Es el tiempo que tenemos que estar de pie en nuestros círculos metálicos antes de que el sonido de un gong nos libere. Si das un paso al frente antes de que acabe el minuto, las minas te vuelan las piernas. Sesenta segundos para observar el anillo de tributos, todos a la misma distancia de la Cornucopia, que es un gigantesco cuerno dorado con forma de cono, con el pico curvo y una abertura de al menos seis metros de alto, lleno a rebosar de las cosas que nos sustentarán aquí, en el estadio: comida, contenedores con agua, armas, medicinas, ropa, materials para hacer fuego. Alrededor de la Cornucopia hay otros suministros, aunque su valor decrece cuanto más lejos están del cuerno. Por ejemplo, a pocos pasos de mí hay un cuadrado de plástico de un metro de largo. Sin duda sería útil en un chaparrón. Sin embargo, cerca de la abertura veo una tienda de campaña que me protegería de cualquier condición atmosférica; si tuviera el valor suficiente para entrar y luchar por ella contra los otros veintitrés tributos, claro, cosa que me han aconsejado no hacer.
Estamos en un terreno despejado y llano, una llanura de tierra aplanada. Detrás de los tributos que tengo frente a mí no veo nada, lo que indica que hay una pendiente descendente puede que un acantilado. A mi derecha hay un lago. A la izquierda y detrás, unos ralos bosques de pinos. Ésa es la dirección que Haymitch querría que tomase, y de inmediato.
Oigo sus instrucciones dentro de mi cabeza: «Salid corriendo, poned toda la distancia posible de por medio y encontrad una fuente de agua».
Sin embargo, es tentador, muy tentador ver el regalo delante de mí, esperándome, y saber que, si no lo cojo yo, lo hará otro; que los tributos profesionales que sobrevivan al baño de sangre se repartirán casi todo el botín, esencial para sobrevivir aquí. Algo me llama la atención: sobre un montículo de mantas enrolladas hay un carcaj de plata con flechas y un arco, ya tensado, esperando a que lo disparen.
«Eso es mío -pienso-. Lo han dejado para mí.»
Soy rápida, puedo correr más deprisa que las demás chicas de nuestro colegio, aunque un par de ellas me ganan en las distancias largas. Pero son menos de cuarenta metros, perfecto para mí. Sé que puedo conseguirlo, sé que puedo llegar primero, aunque la pregunta es: ¿podré salir de ahí lo bastante deprisa? Cuando termine de abrirme paso entre las mantas y coja las armas, los demás ya habrán llegado al cuerno, y quizá pueda derribar a un par de ellos, pero supongamos que hay doce; tan cerca, podrían matarme con las lanzas y las porras. con sus enormes puños.
Por otro lado, no seré el único objetivo. Seguro que muchos de los tributos no prestarían atención a una chica de menor tamaño que ellos, aunque hubiese conseguido un as soon as en el entrenamiento, y preferirían dedicarse a los adversarios más feroces.
Haymitch no me ha visto correr. De haberlo hecho, a lo mejor me habría dicho que lo intentara, que cogiera el arma, teniendo en cuenta que es precisamente el arma que podría salvarme. Además, sólo veo un arco en toda la pila. Sé que el minuto debe de estar a punto de acabar y tengo que decidir cuál será mi estrategia; al closing me coloco instintivamente en posición de correr, no hacia el bosque que nos rodea, sino hacia la pila, hacia el arco. Entonces, de repente, veo a Peeta, que está cinco tributos a mi derecha; a pesar de la distancia, sé que me está mirando y creo que sacude la cabeza, pero el sol me da en los ojos y, mientras le doy vueltas al tema, suena el gong.
¡Y me lo he perdido! ¡He perdido la oportunidad! Porque esos dos segundos de más sin prepararme han bastado para hacerme cambiar de idea. Muevo los pies de un lado a otro, sin saber la dirección que me indica el cerebro, y me lanzo hacia delante, recojo el cuadrado de plástico y una hogaza de pan. He cogido tan poco y estoy tan enfadada con Peeta por distraerme que avanzo unos quince metros hacia la Cornucopia y recojo una mochila de color naranja intenso que podría contener cualquier cosa, sólo porque no puedo soportar la idea de irme prácticamente sin nada.
Un chico, creo que del Distrito 9, intenta coger la mochila a la vez que yo y, durante un breve instante, los dos tiramos de ella. Entonces él tose y me llena la cara de sangre. Doy un tambaleante paso atrás, asqueada por las cálidas gotitas pegajosas; el chico cae al suelo y veo el cuchillo que le sobresale de la espalda.
Los demás tributos han llegado a la Cornucopia y están dispersándose para atacar. Sí, la chica del Distrito 2 corre hacia mí, está a unos diez metros y lleva media docena de cuchillos en la mano. La he visto lanzarlos en el entrenamiento, y nunca falla. Yo soy su siguiente objetivo.
Todo el miedo normal que he sentido hasta ahora se condensa en un miedo concreto a esta chica, a esta depredadora que podría matarme dentro de pocos segundos. Con el subidón de adrenalina, me echo la mochila al hombro y corro a toda velocidad hacia el bosque. Oigo la hoja del cuchillo que se dirige a mí y, por acto reflejo, levanto la mochila para protegerme la cabeza; la hoja se clava en ella. Con la mochila colgada a la espalda, sigo corriendo hacia los árboles. De algún modo, sé que la chica no me seguirá, que volverá a la Cornucopia antes de que se lleven todo lo bueno. Sonrío y pienso: «Gracias por el cuchillo».
Al borde del bosque me vuelvo un instante para examinar el campo de batalla; hay unos doce tributos luchando en el cuerno y algunos muertos tirados por el suelo. Los que han huido desaparecen en los árboles en el vacío que veo al otro lado. Sigo corriendo hasta que el bosque me esconde de los demás tributos y después freno un poco para mantener un ritmo que me permita seguir un rato más. Durante las horas siguientes voy alternando las carreras con los paseos para alejarme todo lo posible de mis competidores. Perdí mi pan en el forcejeo con el chico del Distrito 9, pero conseguí meterme el plástico en la manga, así que, mientras camino, lo doblo bien y me lo guardo en un bolsillo. También saco el cuchillo (es bueno, tiene una larga hoja afilada y con dientes cerca del mango, lo que me vendrá bien para serrar cosas) y lo meto en el cinturón. Sigo moviéndome, sólo me detengo para ver si me siguen.
Tengo mucha resistencia, lo sé por mis días en los bosques. Sin embargo, voy a necesitar agua. Era la segunda instrucción de Haymitch y, como fastidié la primera, procuro prestar atención a cualquier rastro de humedad, aunque sin suerte.
El bosque empieza a evolucionar y los pinos se mezclan con una variedad de árboles, algunos reconocibles y otros completamente desconocidos para mí. En cierto momento oigo un ruido y saco el cuchillo, pensando en defenderme, pero resulta ser un conejo asustado.
-Me alegro de verte -susurro. Donde hay un conejo, podría haber cientos esperando a que los cace.
El suelo baja en pendiente, cosa que no me gusta mucho, porque los valles me hacen sentir atrapada. Quiero estar en alto, como en las colinas que rodean el Distrito 12, desde donde puede verse venir a los enemigos. En cualquier caso, no tengo elección, así que sigo.
Lo curioso es que no me siento demasiado mal; me han venido bien los atracones de comida de los últimos días. Puedo mantenerme aunque esté falta de sueño, y estar en el bosque me resulta revitalizante. Agradezco la soledad, aunque no sea más que una ilusión, ya que es muy possible que ahora mismo esté en pantalla, no de continuo, pero sí de vez en cuando. Hay tantas muertes que mostrar el primer día que un tributo caminando por el bosque no resulta demasiado interesante. Sin embargo, me sacarán lo bastante para que la gente sepa que sigo viva, ilesa y en movimiento. Uno de los días más fuertes de las apuestas es el de apertura, cuando llegan las primeras bajas, aunque no puede compararse con lo que sucede conforme la batalla se scale back a un puñado de jugadores.
A última hora de la tarde empiezo a oír los cañones. Cada disparo representa a un tributo muerto. Por fin debe de haber acabado la lucha en la Cornucopia, ya que nunca recogen los cadáveres del baño de sangre hasta que se dispersan los asesinos. El día de apertura ni siquiera disparan los cañones hasta que acaba la primera batalla, porque les resulta demasiado difícil llevar la cuenta de los fallecidos. Me permito una pausa, entre jadeos, para contar los disparos. Uno…, dos…, tres…, y así hasta llegar a once. Once muertos en total; quedan trece para jugar. Me rasco la sangre seca que el chico del Distrito 9 me tosió en la cara. Sin duda, murió. ¿Qué habrá sido de Peeta? Lo sabré en pocas horas, cuando proyecten en el cielo las imágenes de los muertos para que las veamos los demás.
De repente, me sobrecoge la concept de que Peeta haya muerto, de que hayan recogido su cadáver pálido y esté de regreso al Capitolio, donde lo limpiarán, lo vestirán y lo enviarán al Distrito 12 en una sencilla caja de madera; de que ya no esté aquí, sino camino a casa. Intento recordar si lo vi después de que comenzara la acción, pero la última imagen que recuerdo es la de Peeta sacudiendo la cabeza al sonar el gong.
Quizá sea mejor que esté muerto. Él no creía poder ganar y yo no tendré que enfrentarme a la desagradable tarea de matarlo. Quizá sea mejor que esté fuera del juego para siempre.
Me dejo caer junto a mi mochila, agotada. De todos modos, necesito revisarla antes de que caiga la noche y ver qué tengo para trabajar. Cuando desabrocho las correas, noto que es robusta, aunque tiene un color muy desafortunado. Este naranja casi brilla en la oscuridad; tomo nota de que tengo que camuflarla en cuanto se haga de día.
Abro la solapa; en este momento, lo que más deseo es agua. El consejo de Haymitch de encontrarla de inmediato no period arbitrario: no duraré mucho sin ella. Quizá pueda funcionar durante unos cuantos días con los feos síntomas de la deshidratación, pero después me deterioraré hasta quedar indefensa y moriré en una semana, como mucho. Saco con cuidado las provisiones: un fino saco de dormir negro que guarda el calor corporal; un paquete de galletas saladas; un paquete de tiras de cecina de vaca; una botella de yodo; una caja de cerillas de madera; un pequeño rollo de alambre; unas gafas de sol; y una botella de plástico de dos litros con tapón para llenarla de agua, aunque está vacía.
Nada de agua. ¿Tanto les habría costado llenar la botella? Me doy cuenta de lo secas que tengo la garganta y la boca, de las grietas de los labios. Llevo moviéndome todo el día, hacía calor y he sudado mucho. Esto lo hago en casa, pero siempre he tenido arroyos para beber nieve que derretir, si la cosa llegaba a ese extremo.
Mientras vuelvo a meter las cosas en la mochila, se me ocurre una thought horrible: el lago, el que vi mientras esperaba a que sonase el gong, ¿será la única fuente de agua del estadio? Así garantizarían que todos tuviésemos que luchar. El lago está a un día entero de camino desde aquí, una excursión muy dura si no tengo nada para beber. En cualquier caso, aunque llegara, seguro que lo custodian algunos de los tributos profesionales. Empieza a entrarme el pánico, hasta que recuerdo el conejo que salió corriendo al principio de la jornada; él también tiene que beber, sólo hay que descubrir dónde.
Empieza a anochecer y no me encuentro cómoda. Los árboles son demasiado ralos para esconderme, y la capa de agujas de pino que amortigua mis pisadas también hace que resulte difícil seguir el rastro de los animales para encontrar agua. Además, sigo bajando cada vez más hacia un valle que parece no acabar nunca.
También tengo hambre, pero no me atrevo a gastar mi preciado tesoro de galletas y cecina, así que saco el cuchillo y me pongo a cortar un pino, quitándole la corteza exterior y sacando un buen puñado de la interior, más blanda. Me dedico a masticarla lentamente mientras camino. Después de una semana disfrutando de la mejor comida del mundo, es algo difícil de soportar, pero he comido mucho pino en mi vida, me adaptaré rápidamente.
Al cabo de una hora está claro que tengo que encontrar un sitio para dormir. Las criaturas de la noche salen de sus guaridas; oigo algún que otro aullido y a los buhos, lo que me hace pensar que tendré competencia en la caza de los conejos. En cuanto a si me verán como fuente de alimentación, es pronto para decirlo. A saber cuántos animales me están acechando en estos momentos.
Sin embargo, ahora mismo creo que mi prioridad son los otros tributos, ya que estoy segura de que seguirán cazando de noche. Los que lucharon en la Cornucopia tendrán comida, agua abundante del lago, antorchas linternas y armas que estarán deseando usar. Sólo espero haberme alejado lo suficiente para estar fuera de su alcance.
Antes de acampar, saco mi alambre y coloco dos trampas de lazo en los arbustos. Sé que es arriesgado, pero no tardaré en quedarme sin comida y puedo preparar trampas sobre la marcha. En cualquier caso, camino otros cinco minutos antes de detenerme.
Escojo mi árbol con cuidado, un sauce no muy alto, aunque colocado en un bosquecillo con otros sauces, de modo que pueda ocultarme entre las largas ramas colgantes. Lo trepo utilizando las ramas más fuertes, cerca del tronco, y encuentro una bifurcación que me servirá de cama. Tardo un ratito, pero consigo colocar el saco de dormir en una posición relativamente cómoda y me meto dentro. Como precaución, me quito el cinturón, lo paso por la rama y el saco, y me lo ato a la cintura. Así, si ruedo mientras duermo, no caeré al suelo. Aunque soy lo bastante pequeña para taparme la cabeza con el saco, me subo también la capucha. Conforme cae la noche, la temperatura baja en picado. A pesar del riesgo que corrí al coger la mochila, sé que hice lo correcto, porque este saco de dormir en el que se refleja el calor de mi cuerpo para devolvérmelo no tiene precio. Seguro que, en estos momentos, la principal preocupación de varios tributos es cómo entrar en calor, mientras que quizá yo pueda dormir algunas horas. Si no tuviera tanta sed…
Justo al caer la noche oigo el himno que precede al recuento de bajas. A través de las ramas veo el sello del Capitolio, que parece flotar en el cielo. En realidad estoy viendo una pantalla enorme que transportan en uno de sus silenciosos aerodeslizadores. El himno termina y el cielo se oscurece un momento. En casa estaríamos viendo la repetición de todos y cada uno de los asesinatos, pero consideran que eso sería una ventaja injusta para los tributos supervivientes. Por ejemplo, si yo me hubiese hecho con el arco y hubiese matado a alguien, mi secreto estaría al descubierto. No, en el estadio sólo vemos las mismas fotografías que televisaron cuando salieron las puntuaciones del entrenamiento, simples fotografías de nuestras cabezas. Sin embargo, en vez de puntuaciones, lo que ponen debajo es el número del distrito. Respiro hondo conforme surgen los rostros de los once tributos muertos y voy contándolos con los dedos.
La primera es la chica del Distrito three, lo que significa que los tributos profesionales de los distritos 1 y 2 han sobrevivido. No me sorprende. Después, el chico del four. Eso no me lo esperaba, porque los profesionales suelen sobrevivir al primer día. El chico del Distrito 5… Supongo que la chica con cara de comadreja lo ha conseguido. Los dos tributos del 6 y el 7. El chico del eight. Los dos del 9. Sí, ahí está el chico que intentó llevarse la mochila. He, llevado las cuentas con los dedos, así que sólo queda un tributo muerto. ¿Será Peeta? No, es la chica del Distrito 10. Ya está. Vuelven a poner el sello del Capitolio con una última fioritura musical. Después me quedo a oscuras y regresan los ruidos del bosque.
Me alivia saber que Peeta sigue vivo. Me repito que, si me matan, su victoria beneficiaría a mi madre y a Prim. Es lo que me digo para explicarme las emociones contradictorias que me despierta el hijo del panadero: la gratitud por la ventaja que me dio al declarar su amor por mí en la entrevista; la rabia ante su alarde de superioridad en el tejado; el miedo de encontrarme cara a cara con él en la batalla.
Once muertos, pero ninguno del Distrito 12. Intento repasar quién queda: cinco tributos profesionales; la comadreja, Thresh y Rue. Rue… Así que al ultimate ha sobrevivido al primer día; no puedo evitar alegrarme. Con eso somos diez, mañana averiguaré los tres que me faltan. Ahora, a oscuras y después de haber caminado tanto y subido a lo alto de un árbol, ha llegado el momento de intentar descansar.

¡Crac! El ruido de una rama rota me despierta. ¿Cuánto llevo dormida? ¿Cuatro horas? ¿Cinco? Tengo fría la punta de la nariz. ¡Crac! ¡Crac! ¿Qué está pasando? No es el ruido de una rama pisada, sino de una que se ha roto en el árbol. ¡Crac! ¡Crac! Calculo que está a varios metros a mi derecha. Me vuelvo hacia allí lentamente y sin hacer ruido. Durante unos minutos no hay más que oscuridad y ruido de movimiento, pero después veo una chispa y el inicio de una pequeña fogata. Un par de manos se calientan encima, aunque no distingo nada más.
Tengo que morderme los labios para no gritar todos los tacos que me sé. ¿En qué estará pensando? Los que lucharon en la Cornucopia, con su fuerza superior y sus generosas provisiones, quizá no hubiesen visto el fuego entonces, pero ahora que ya estarán rastreando el bosque en busca de víctimas… Es como agitar una bandera y gritar: «¡Venid a por mí!».
Y aquí estoy, a tiro de piedra del tributo más idiota de los juegos, atada a un árbol y sin atreverme a huir, porque acabaría dándole mi ubicación exacta a cualquier asesino que la buscase. Es decir, sé que hace frío y que no todos tienen un saco de dormir, ¡pero hay que apretar los dientes y aguantarse hasta el alba!
Me quedó dentro del saco hecha una furia durante un par de horas, pensando en que, si pudiera salir del árbol, no me importaría cargarme a ni nuevo vecino. Mi instinto me dice que huya, no que luche, aunque, obviamente, esta persona es un riesgo. La gente estúpida resulta peligrosa, y éste seguro que no tiene armas, mientras que yo cuento con un excelente cuchillo.
El cielo sigue oscuro, pero noto que se acerca el amanecer. Empiezo a pensar que quizás hayamos (es decir, la persona cuya muerte planeo y yo misma) pasado desapercibidos. Entonces lo oigo: varios pares de pies que echan a correr. El de la hoguera debe de haberse quedado dormido. Caen sobre ella antes de que pueda escapar; ahora sé que es una chica, porque oigo sus súplicas y el grito de dolor que las acalla. Después hay risas y felicitaciones de varias voces. Alguien grita: «¡Doce menos, quedan once!». Los demás lo vitorean.
Así que luchan en manada; no me sorprende. A menudo se forman alianzas en las primeras etapas de los juegos; los fuertes se agrupan para cazar a los débiles y, cuando la tensión empieza a crecer demasiado, se vuelven unos contra otros. Está bastante claro quiénes forman la alianza: serán los tributos profesionales que quedan de los distritos 1, 2 y four, dos chicos y tres chicas, los que comían juntos.
Durante un momento los oigo registrar a la chica en busca de provisiones. Por sus comentarios sé que no han encontrado nada bueno. Me pregunto si la víctima será Rue, aunque descarto la concept rápidamente, porque ella es demasiado lista para hacer una hoguera.
-Será mejor que nos vayamos para que puedan llevarse el cadáver antes de que empiece a apestar.
Estoy casi segura de que es el bruto del Distrito 2. Oigo murmullos de aprobación y, horrorizada, veo que se dirigen a mí. No saben dónde estoy. ¿Cómo iban a saberlo? Y estoy bien escondida entre los árboles, al menos mientras el sol siga bajo. Después, mi saco de dormir negro pasará de servirme de camuflaje a ser un problema. Si siguen avanzando pasarán por debajo de mí y desaparecerán en un minuto.
Entonces, los profesionales se detienen en el claro que se encuentra a unos diez metros de mi árbol. Tienen linternas y antorchas, veo un brazo por aquí y una bota por allá a través de los huecos de las ramas. ¿Me habrán visto? No, todavía no. Por sus palabras sé que tienen la cabeza en otra parte.
-¿No tendríamos que haber oído ya el cañonazo?
-Diría que sí, no hay nada que les impida bajar de inmediato.
-A no ser que no esté muerta.
-Está muerta, la he atravesado yo mismo.
-Entonces, ¿qué pasa con el cañonazo?
-Alguien debería volver y asegurarse de que está hecho.
-Sí. No quiero tener que perseguirla dos veces.
-¡He dicho que está muerta!
Empieza una discusión, hasta que uno de los tributos silencia a los demás.
-¡Estamos perdiendo el tiempo! ¡Iré a rematarla y seguiremos moviéndonos!
Casi me caigo del árbol: el que hablaba era Peeta.
_____ 12 _____
Menos mal que tomé la precaución de agarrarme con el cinturón, porque he rodado de lado sobre las ramas y ahora estoy mirando al suelo, sujeta por el cinturón y una mano, y con los pies a horcajadas sobre la mochila, dentro del saco de dormir, abrazada al tronco. Tengo que haber hecho algún ruido al deslizarme, pero los profesionales estaban demasiado absortos con su discusión como para oírme.
-Venga, chico amoroso -le dice el del Distrito 2-, compruébalo tú mismo.
Veo de reojo a Peeta, iluminado por una antorcha, dirigiéndose a la chica de la hoguera. Tiene la cara amoratada, una venda ensangrentada en el brazo y, por el sonido de sus pasos, cojea un poco. Recuerdo cómo sacudió la cabeza para decirme que no fuese a por las provisiones, mientras que él planeaba meterse en la refriega desde el principio. Justo lo contrario de lo que le había dicho Haymitch.
Vale, puedo soportarlo, ver tantas cosas juntas resultaba tentador. Sin embargo, esto…, esto es distinto. Haberse aliado con esta manada de lobos profesionales para cazarnos a los demás… ¡A nadie del Distrito 12 se le habría ocurrido algo semejante! Lo mires por donde lo mires, los tributos profesionales son malvados, arrogantes y están mejor alimentados, pero sólo porque son los perritos falderos del Capitolio. Todo el mundo los odia profundamente, salvo la gente de su propio distrito. Ni me imagino lo que estarán diciendo de Peeta en casa, ¿y él tiene el valor de hablarme de vergüenza?
Está claro que lo del chico noble del tejado era otro de sus jueguecitos, y va a ser el último. Esta noche desearé que su muerte aparezca en el cielo, si no lo mato yo antes.
Los tributos profesionales guardan silencio hasta que sale de su alcance, para después hablar en voz baja.
-¿Por qué no lo matamos ya y acabamos con esto?
-Deja que se quede. ¿Qué más da? Sabe utilizar el cuchillo.
¿Ah, sí? Eso es nuevo; cuántas cosas interesantes estoy aprendiendo de mi amigo Peeta.
-Además, es nuestra mejor baza para encontrarla.
Tardo un momento en darme cuenta de que hablan de mí.
-¿Por qué? ¿Crees que la chica se ha tragado la cursilería romántica?
-Puede. Parecía bastante simplona. Cada vez que la recuerdo dando vueltas con el vestido me dan ganas de potar.
-Ojalá supiéramos cómo consiguió el once.
-Seguro que el chico amoroso lo sabe.
Se callan al oír que vuelve Peeta.
-¿Estaba muerta? -le pregunta el chico del Distrito 2.
-No, pero ahora sí -responde Peeta. En ese momento suena el cañonazo-. ¿Nos vamos?
La manada profesional sale corriendo justo cuando despunta el alba y los cantos de los pájaros llenan el aire. Me quedo en mi incómoda postura, con los músculos temblando durante un rato más, y después me coloco de nuevo sobre la rama. Necesito bajar, seguir adelante, pero, por un momento, me quedo tumbada donde estoy, digiriendo lo que he oído. La chica tontorrona a la que hay que tomarse en serio porque ha conseguido un once; porque sabe usar un arco. Eso Peeta lo sabe mejor que nadie.
Sin embargo, todavía no se lo ha dicho. ¿Está guardándose la información porque sabe que es lo que lo mantiene con vida? ¿Sigue fingiendo que me ama de cara a la audiencia? ¿Qué se le estará pasando por la cabeza?
De repente, los pájaros se callan y uno lanza una aguda llamada de advertencia. Una sola nota, como la que Gale y yo oímos cuando capturaron a la chica pelirroja. Un aerodeslizador se materializa sobre la hoguera moribunda y de él bajan unos enormes dientes metálicos. Poco a poco, con cuidado, meten a la chica muerta en el aparato. Después desaparece y los pájaros reanudan su canción.
-Muévete -susurro para mis adentros.
Salgo como puedo del saco de dormir, lo enrollo y lo meto en la mochila. Respiro profundamente. Mientras me ocultaban la noche, el saco y las ramas de sauce, las cámaras no habrán podido obtener una buena imagen de mí, pero sé que deben de estar siguiéndome. En cuanto toque el suelo, tengo garantizado un primer plano.
La audiencia habrá estado como loca, sabiendo que estaba en el árbol, que he oído la conversación de los profesionales y que he descubierto que Peeta está con ellos. Hasta que averigüe cómo quiero utilizar la información, será mejor que actúe como si estuviese por encima de todo. Nada de perplejidad y, obviamente, nada dé confusión miedo.
No, tiene que parecer que voy un paso por delante de ellos.
Así que salgo del follaje y llego a la zona iluminada por el alba, me detengo un segundo para que las cámaras puedan captarme, inclino la cabeza ligeramente a un lado y sonrío con suficiencia. ¡Ya está! ¡A ver si descubren lo que significa!
Estoy a punto de marcharme cuando pienso en las trampas. Quizá sea imprudente comprobarlas estando los otros tan cerca, pero tengo que hacerlo. Supongo que llevo demasiados años cazando, aparte de la atracción de la comida. La recompensa es un buen conejo. En un segundo limpio y destripo el animal, dejando la cabeza, las patas, el rabo, el pellejo y las entrañas debajo de una pila de hojas. Me encantaría encender un fuego (comer conejo crudo puede darte tularemia, una lección que aprendí de la peor manera); entonces me acuerdo de la chica muerta. Corro de vuelta a su campamento y, efectivamente, las brasas de su hoguera todavía están calientes. Corto el conejo, fabrico un espetón con ramas y lo pongo sobre las brasas.
Ahora me alegro de tener cámaras a mi alrededor, porque quiero que los patrocinadores vean que puedo cazar, que soy una buena apuesta porque no caeré en las trampas del hambre con tanta facilidad como los demás. Mientras se asa el conejo, machaco parte de una rama quemada y me pongo a camuflar la mochila naranja. El negro la disimula un poco, aunque me parece que una capa de lodo ayudaría bastante. Por supuesto, para conseguir lodo necesito agua…
Me pongo mis cosas, cojo el espetón, echo tierra encima de las brasas y salgo en dirección opuesta a los tributos profesionales. Me como la mitad del conejo por el camino y envuelvo el resto en mi plástico para después. El estómago deja de hacerme ruido, pero la carne no ha servido para quitarme la sed. El agua es mi principal prioridad.
Mientras sigo adelante, estoy segura de que todavía salgo en las pantallas del Capitolio, así que sigo ocultando con cuidado mis emociones; sin embargo, Claudius Templesmith debe de estar pasándoselo en grande con sus comentaristas invitados, diseccionando el comportamiento de Peeta y mi reacción. ¿Qué querrá decir todo esto? ¿Ha revelado Peeta sus verdaderas intenciones? ¿Cómo afecta eso a las apuestas? ¿Perderemos patrocinadores? ¿Acaso tenemos alguno? Sí, yo creo que sí los tenemos , al menos, los teníamos.
Está claro que Peeta ha lanzado una llave inglesa al engranaje de nuestra dinámica de amantes trágicos. ¿ no? Quizá, como no ha dicho mucho sobre mí, todavía podamos sacarle partido; quizá la gente piense que lo hemos planeado juntos, si da la impresión de que el asunto me divierte.
El sol sube en el cielo e, incluso a través de los árboles, parece demasiado brillante. Me unto los labios con la grasa del conejo e intento no jadear, aunque no sirve de nada, porque ya ha pasado un día y me deshidrato rápidamente. Intento pensar en todo lo que sé sobre la búsqueda de agua: fluye colina abajo, así que, de hecho, seguir por el valle no es mala concept. Si pudiera localizar el rastro de algún animal alguna zona de vegetación especialmente verde, eso podría ayudarme, pero todo parece igual. Sólo están la pendiente, los pájaros y los mismos árboles.
Conforme avanza el día, sé que voy a tener problemas. La poca orina que expulso es marrón oscuro, me duele la cabeza y noto una sequedad en la lengua que se niega a humedecerse. El sol me hace daño en los ojos, así que me pongo las gafas de sol, aunque, al hacerlo, las noto raras y las vuelvo a guardar en la mochila.
De repente, avanzada la tarde, creo que he encontrado ayuda: veo un arbusto con bayas y corro a coger los frutos para chuparles el jugo. Sin embargo, justo cuando me los estoy llevando a la boca, les echo un buen vistazo: creía que eran arándanos negros, pero tienen una forma distinta y, por dentro, son rojos. No reconozco las bayas; aunque quizá sean comestibles, me parece que es un malvado truco de los Vigilantes. Incluso el instructor de plantas del Centro de Entrenamiento nos dijo que evitásemos las bayas a no ser que estuviésemos seguros al cien por cien de que no eran tóxicas. Period algo que yo ya sabía, pero tengo tanta sed que necesito recordármelo para reunir fuerzas y tirarlas.
La fatiga empieza a pesarme; no la fatiga regular después de una larga caminata, sino que tengo que detenerme y descansar frecuentemente. Sé que no encontraré cura para mi mal si no sigo buscando. Intento una táctica nueva, buscar rastros de agua, pero, por lo que veo en todas direcciones, sólo hay bosque y más bosque.
Decidida a seguir hasta la noche, camino hasta que me tropiezo yo sola.
Agotada, me subo a un árbol y me ato a él. Aunque no tengo hambre, me obligo a chupar un hueso de conejo para tener la boca entretenida. Cae la noche, tocan el himno y veo en el cielo la imagen de la chica, que, al parecer, venía del Distrito eight. La chica a la que Peeta remató.
El miedo que me inspira la manada de profesionales no es nada comparado con la sed. Ademas, se fueron en dirección opuesta y, en estos momentos, ellos también tendrán que descansar. Con la escasez de agua, puede que hayan vuelto al lago para repostar.
Quizás ésa sea también mi única alternativa.
La mañana sólo me trae preocupaciones. Me palpita la cabeza con cada latido del corazón. Los movimientos más simples hacen que me duelan las articulaciones como si me clavaran cuchillos. Más que bajar del árbol, me caigo de él. Tardo varios minutos en recoger las cosas y, muy dentro de mí, sé que está mal, que debería actuar con más precaución y moverme con más urgencia. Sin embargo, tengo la cabeza embotada y me cuesta seguir un plan. Me apoyo en el tronco del árbol y me acaricio con cuidado la superficie áspera de la lengua mientras evalúo mis opciones. ¿Cómo puedo conseguir agua?
Volver al lago: no, nunca lo conseguiría.
Esperar a que llueva: no hay ni una nube en el cielo.
Seguir buscando: sí, es mi única opción. Entonces tengo otra idea, y la rabia que siento a continuación me devuelve a la realidad.
¡Haymitch! ¡Él podría enviarme agua! Podría pulsar un botón y enviármela en un paracaídas plateado en pocos minutos. Sé que tengo patrocinadores, al menos uno dos que podrían permitirse darme medio litro de agua. Sí, cuesta dinero, pero esta gente está forrada de billetes y, además, están apostando por mí. Quizá Haymitch no se dé cuenta de cuánto la necesito.
-Agua -digo, todo lo alto que me atrevo a hablar, y espero, deseando que un paracaídas descienda del cielo. No aparece nada.
Algo va mal. ¿Me engaño al pensar que tengo patrocinadores? ¿ los he perdido por el comportamiento de Peeta? No, no lo creo. Ahí fuera hay alguien que quiere comprarme agua, pero Haymitch no se lo permite. Como mentor, él controla el flujo de regalos de los patrocinadores, y sé que me odia, me lo ha dejado claro. ¿Me odiará lo suficiente para dejarme morir? ¿Así? No puede hacerlo, ¿no? Si un mentor no trata bien a sus tributos, será responsable frente a los telespectadores, frente a la gente del Distrito 12. Ni siquiera Haymitch se arriesgaría a eso, ¿no? Que digan lo que quieran de mis socios comerciantes del Quemador, pero no creo que le permitiesen volver a entrar allí si me deja morir de este modo. ¿De dónde iba a sacar entonces su alcohol? Por tanto, ¿de qué va esto? ¿Intenta hacerme sufrir por haberlo desafiado? ¿Está dirigiendo los regalos a Peeta? ¿Está demasiado borracho para darse cuenta de lo que está pasando? Por algún motivo, no lo creo, y tampoco creo que esté intentando matarme. De hecho, a su manera, ha intentado de verdad prepararme para esto. Entonces, ¿qué?
Me tapo la cara con las manos. No corro el peligro de llorar, no podría producir ni una lágrima aunque me fuese la vida en ello. ¿Qué está haciendo Haymitch? A pesar de la rabia, el odio y la suspicacia, una vocecita dentro de mi cabeza me susurra una respuesta: «Quizá te esté enviando un mensaje». ¿Un mensaje para decirme qué? Entonces lo entiendo; Haymitch sólo tendría una buena razón para no darme agua: saber que estoy a punto de encontrarla.
Aprieto los dientes y me levanto. La mochila parece pesar el triple de lo normal. Cojo una rama rota que me sirva de bastón y me pongo en marcha. El sol cae a plomo, es aún más abrasador que en los dos primeros días, y me siento como un trozo de cuero secándose y agrietándose con el calor. Cada paso me supone un gran esfuerzo, pero me niego a parar, me niego a sentarme. Si me siento, es muy probable que no vuelva a levantarme, que ni siquiera recuerde cuál es mi objetivo.
¡Soy una presa muy fácil! Cualquier tributo, incluso la pequeña Rue, podría acabar conmigo ahora mismo; sólo tendría que empujarme y matarme con mi propio cuchillo, y a mí no me quedarían fuerzas para resistirme. Sin embargo, si hay alguien más en esta parte del bosque, no me hace caso. Lo cierto es que me siento a millones de kilómetros del resto de la humanidad.
En cualquier caso, no estoy sola, no, seguro que me sigue una cámara. Pienso en los años que pasé viendo cómo los tributos se morían de hambre, congelados, desangrados deshidratados. A no ser que haya una buena pelea en alguna parte, debo de ser la protagonista.
Me acuerdo de Prim; es probable que no me esté viendo en directo, pero echarán las últimas noticias en el colegio durante el descanso para comer, así que intento no parecer tan desesperada, por ella.
Sin embargo, cuando cae la tarde, sé que se acerca el closing. Me tiemblan las piernas y el corazón me va demasiado deprisa. Se me olvida continuamente qué estoy haciendo. Me tropiezo una y otra vez, y, aunque consigo levantarme, cuando por fin se me cae el bastón, me derrumbo por última vez y no me levanto más. Dejo que se me cierren los ojos.
He juzgado mal a Haymitch: no tenía ninguna intención de ayudarme.
«No pasa nada -pienso-. Aquí no se está tan mal.»
El aire es menos caluroso, lo que significa que se acerca la noche. Hay un suave aroma a dulce que me recuerda a los nenúfares. Acaricio la suave tierra y deslizo las manos fácilmente sobre ella.
«Es un buen lugar para morir.»
Dibujo remolinos en la tierra fresca y resbaladiza. «Me encanta el barro», pienso. ¿Cuántas veces he podido seguirle la pista a una presa gracias a esta superficie suave y fácil de leer? También es bueno para las picaduras de abeja. Barro. Barro. ¡Barro! Abro los ojos de golpe y hundo los dedos en la tierra. ¡Es barro! Levanto la nariz y huelo: ¡son nenúfares! ¡Plantas acuáticas!
Empiezo a arrastrarme sobre el lodo, avanzando hacia el aroma. A unos cinco metros de donde había caído atravieso una maraña de plantas que dan a un estanque. En la superficie flotan unas flores amarillas, mis preciosos nenúfares.
Resisto la tentación de meter la cara en el agua y tragar toda la que pueda, porque me queda la suficiente sensatez para no hacerlo. Con manos temblorosas saco la botella, la lleno de agua y añado el número correcto de gotas de yodo para purificarla. La media hora de espera es una agonía, pero la aguanto. Al menos, creo que ha pasado media hora, aunque, sin duda, es lo máximo que puedo soportar.
«Ahora, poco a poco», me digo. Doy un trago y me obligo a esperar. Después otro. A lo largo de las dos horas siguientes me bebo los dos litros enteros. Después otra botella. Me preparo otra antes de retirarme a un árbol, donde sigo sorbiendo, comiendo conejo e incluso me permito gastar una de mis preciadas galletas saladas. Cuando suena el himno, me siendo mucho mejor. Esta noche no sale ninguna cara en el cielo, hoy no han muerto tributos. Mañana me quedaré aquí, descansando, camuflaré mi mochila con lodo, pescaré algunos de los pececillos que he visto mientras bebía y desenterraré las raíces de los nenúfares para prepararme una buena comida. Me acurruco en el saco de dormir y me agarro a la botella de agua como si me fuera la vida en ello, ya que, de hecho, así es.
Unas cuantas horas después me despierta una estampida. Miro a mi alrededor, desconcertada. Todavía no ha amanecido, pero mis maltrechos ojos lo ven; sería difícil pasar por alto la pared de fuego que desciende sobre mí.
_____ thirteen _____
Mi primer impulso es bajar corriendo del árbol, pero estoy atada con el cinturón. Consigo soltar la hebilla de algún modo y caigo al suelo, todavía envuelta en mi saco de dormir. No hay tiempo para empaquetar nada. Por suerte, ya tengo la mochila y la botella dentro del saco, así que meto el cinturón, me cuelgo el saco al hombro y huyo.
El mundo se ha transformado en un infierno de llamas y humo. Las ramas ardiendo caen de los árboles convertidas en lluvias de chispas a mis pies. No puedo hacer más que seguir a los otros, a los conejos y ciervos, e incluso a una jauría de perros salvajes que corren por el bosque. Confío en su dirección porque sus instintos están más desarrollados que los míos. Sin embargo, ellos son mucho más rápidos, vuelan por el bosque con gran agilidad, mientras que mis botas no dejan de tropezar con raíces y ramas caídas, y no puedo seguir su ritmo de ninguna manera.
El calor es horrible, pero lo peor es el humo que amenaza con ahogarme en cualquier momento. Me subo la camisa para taparme la nariz y me alegro de que esté mojada de sudor, ya que eso me ofrece una pequeña protección. Y sigo corriendo, ahogándome, con el saco dándome botes en la espalda y la cara llena de cortes por las ramas que se materializan delante de mí sin avisar, surgidas de la niebla gris, porque se supone que tengo que correr.
Esto no ha sido una hoguera que se le haya descontrolado a un tributo, ni tampoco un suceso unintended; las llamas que me acechan tienen una altura antinatural, una uniformidad que las delata como artificiales, creadas por humanos, creadas por los Vigilantes. Hoy ha estado todo demasiado tranquilo; no ha habido muertes y quizá ni siquiera peleas, así que la audiencia del Capitolio empezaba a aletargarse y a comentar que estos juegos resultaban casi aburridos. Y los Juegos del Hambre no pueden ser aburridos.
Es fácil entender la motivación de los Vigilantes. Hay una manada de profesionales y después estamos los demás, seguramente repartidos a lo largo y ancho del estadio. Este incendio está diseñado para juntarnos, para que nos encontremos. Aunque puede que no sea el dispositivo más original que haya visto, es muy, muy eficaz.
Salto por encima de un tronco ardiendo, pero no salto lo suficiente; la parte de atrás de la chaqueta se quema, y tengo que detenerme para quitármela y apagar las llamas. Sin embargo, no me atrevo a abandonar la chaqueta, aunque esté achicharrada y caliente; me arriesgo a meterla en el saco de dormir, esperando que la falta de aire termine de extinguir el fuego. Lo que llevo en la mochila es lo único que tengo, y ya es bastante poco para sobrevivir.
En cuestión de minutos noto la garganta y la nariz ardiendo. Las toses empiezan poco después, y me da la impresión de que se me fríen los pulmones. La incomodidad se convierte en angustia, hasta que cada vez que respiro noto una puñalada de dolor que me atraviesa el pecho. Consigo refugiarme debajo de un saliente rocoso justo cuando empiezan los vómitos, y pierdo mi escasa cena y todo lo demás que me quedase en el estómago. Me pongo a cuatro patas y sigo con las arcadas hasta que no hay nada más que echar.
Sé que tengo que seguir moviéndome, pero estoy temblando y mareada, jadeando por la falta de aire. Me permito tomar una gota de agua para enjuagarme la boca y escupir, y después le doy un par de tragos más a la botella.
«Tienes un minuto -me digo-. Un minuto para descansar.» Me tomo ese tiempo para reordenar mis provisiones, enrollar el saco y meter todo a lo bruto en la mochila. Se me acaba el minuto. Sé que ha llegado el momento de moverse, pero el humo me ha dejado atontada. Los veloces animales que me guiaban me han dejado atrás y sé que no he estado antes en esta parte del bosque, que no había visto rocas grandes como ésta en mis anteriores excursiones. ¿Adónde me llevan los Vigilantes? ¿De vuelta al lago? ¿A un nuevo terreno lleno de nuevos peligros? El ataque comenzó justo cuando por fin lograba tener unas cuantas horas de paz. ¿Habrá alguna forma de avanzar en paralelo al estanque y regresar después, al menos a por agua? La pared de fuego debe terminar en alguna parte y no puede arder para siempre. No porque los Vigilantes no puedan hacerlo, sino porque, de nuevo, la audiencia se quejaría. Si pudiera meterme detrás de la línea de fuego, evitaría encontrarme con los profesionales. Cuando por fin decido intentar dar la vuelta dando un rodeo, aunque eso conllevase varios kilómetros de viaje para alejarme de este infierno y otros cuantos para volver, la primera bola de fuego se estrella contra la roca, a medio metro de mi cabeza. Salgo corriendo del saliente. El miedo me da energía renovada.
El juego ha dado un giro inesperado: el incendio es una excusa para hacer que nos movamos, para que la audiencia vea diversión de verdad. Cuando oigo el siguiente siseo, me tiro al suelo boca abajo sin entretenerme en mirar atrás, y la bola de fuego da en un árbol a mi izquierda y lo envuelve en llamas. Quedarse quieta significa morir; apenas me he puesto en pie cuando la tercera bola golpea el lugar en el que estaba tumbada y levanta una columna de fuego a mis espaldas. El tiempo pierde significado mientras intento esquivar los ataques. No puedo ver desde dónde los lanzan, aunque no es un aerodeslizador, pues los ángulos no son lo bastante extremos. Seguramente han armado toda esta zona del bosque con lanzadores de precisión escondidos en árboles rocas. En algún lugar, en una habitación fresca e inmaculada, hay un Vigilante sentado delante de unos mandos, disparando los gatillos que podrían acabar con mi vida en cuestión de segundos; sólo hace falta un blanco directo.
Corro en zigzag, me agacho, me levanto de un salto y, entre unas cosas y otras, me quito de la cabeza el vago plan de regresar al estanque. Las bolas de fuego son del tamaño de manzanas, pero liberan una potencia enorme al hacer contacto. Tengo que utilizar todos mis sentidos al máximo para sobrevivir, no hay tiempo para juzgar si un movimiento es correcto no: si oigo un siseo, actúo muero.
Sin embargo, algo me hace seguir adelante; después de toda una vida viendo los Juegos del Hambre en la tele, sé que hay algunas zonas del estadio que están preparadas para ciertos ataques y que, si consigo salir de esta zona, quizá pueda alejarme del alcance de los lanzacohetes. También es posible que acabe dentro de un nido de víboras, pero ahora no puedo preocuparme por eso.
Aunque no sé cuánto tiempo he pasado esquivando bolas de fuego, finalmente, los ataques empiezan a decaer, lo que me parece estupendo, porque vuelvo a sentir arcadas. Esta vez se trata de una sustancia ácida que me quema la garganta y se me mete en la nariz. Me veo obligada a parar, entre convulsiones, intentando desesperadamente librarme de los venenos que he absorbido durante el ataque. Espero al siguiente siseo, a la siguiente señal para salir corriendo, pero no llega. La violencia de las arcadas ha hecho que se me salten las lágrimas, y me pican los ojos. Tengo la ropa empapada en sudor y, de algún modo, a pesar del humo y el vómito, me llega el olor a pelo quemado. Me llevo la mano a la trenza y descubro que una bola de fuego me ha achicharrado al menos quince centímetros; los mechones de pelo ennegrecido se me deshacen entre los dedos y me quedo mirándolos, fascinada por la transformación, hasta que, de repente, vuelven los siseos.
Mis músculos reaccionan, aunque esta vez no son lo bastante rápidos y la bola de fuego cae al suelo junto a mí, no sin antes deslizarse por mi pantorrilla derecha. Ver la pernera del pantalón en llamas me hace perder los nervios: me retuerzo y retrocedo a gatas, chillando, intentando apartarme del horror. Cuando por fin recupero el sentido común, hago rodar la pierna por el suelo, lo que sirve para apagarlo casi todo. Sin embargo, en ese momento, sin pensar, me arranco la tela que queda con las manos desnudas.
Me siento en el suelo, a pocos metros del incendio que ha causado la bola. La pantorrilla me arde y tengo las manos llenas de ampollas rojas; tiemblo demasiado para moverme. Si los Vigilantes quieren acabar conmigo, éste es el momento.
Oigo la voz de Cinna, que me trae imágenes de telas lujosas y gemas resplandecientes: «Katniss, la chica en llamas». Los Vigilantes deben de estar muertos de risa con esto. Aún peor, puede que los bellos trajes de Cinna sean la razón de esta tortura concreta. Sé que él no podía preverlo y que debe de estar pasándolo mal porque, de hecho, creo que le importo. A pesar de todo, en perspectiva, quizá me habría ido mejor si hubiese salido desnuda en el carro.
El ataque ha terminado. Está claro que los Vigilantes no me quieren muerta, al menos todavía. Todos saben que podrían destruirnos en cuanto suena el gong, pero el verdadero entretenimiento de los juegos es ver cómo los tributos se matan entre ellos. De vez en cuando matan a uno para que los demás jugadores sepan que pueden hacerlo, aunque, en common, lo que intentan es manipularnos para que tengamos que enfrentarnos cara a cara. Eso significa que, si ya no me disparan, hay al menos un tributo cerca.
Me arrastraría hasta un árbol para refugiarme si pudiera, pero el humo todavía es lo bastante espeso para matarme. Me obligo a levantarme y me alejo cojeando del muro de llamas que ilumina el cielo. Parece que ya no me persigue, salvo con sus apestosas nubes negras.
Otra luz, la luz del día, empieza a surgir poco a poco, y los rayos de sol caen sobre los remolinos de humo. Tengo mala visibilidad, puedo ver a una distancia de unos trece metros a mi alrededor; cualquier tributo podría esconderse de mí fácilmente. Debería sacar el cuchillo como protección, pero dudo de mi capacidad para sostenerlo durante mucho rato. El dolor de las manos no puede compararse con el de la pantorrilla. Odio las quemaduras, siempre las he odiado, incluso las pequeñas de sacar una sartén de pan del horno; para mí es la peor clase de dolor, aunque nunca había experimentado nada como esto.
Estoy tan cansada que ni siquiera noto que me encuentro en el estanque hasta que el agua me llega a los tobillos. El agua viene del arroyo que sale de una grieta en las rocas y está fresca, así que meto las manos dentro y siento un alivio instantáneo. ¿No es lo que siempre cube mi madre? ¿Qué el primer tratamiento para una quemadura es el agua fría? ¿Que así se absorbe el calor? Pero ella se refería a quemaduras leves, como las de mis manos. ¿Qué pasa con la pantorrilla? Aunque todavía no he reunido el valor suficiente para examinarla, creo que se trata de una herida completamente distinta.
Me tumbo boca abajo al borde del estanque durante un rato, con las manos en el agua, y examino las llamitas de las uñas, que ya empiezan a descascarillarse. Bien, he tenido fuego de sobra para toda una vida.
Me limpio la sangre y la ceniza de la cara e intento recordar todo lo que sé sobre quemaduras. Son heridas comunes en la Veta, donde cocinamos y calentamos las casas con carbón; además, están los accidentes de las minas… Una vez, una familia nos trajo a un joven inconsciente y le suplicó a mi madre que lo ayudase. El médico del distrito, responsable de tratar a los mineros, lo había dado por perdido y le había dicho a la familia que se lo llevase a casa a morir, pero ellos no lo aceptaban. Estaba tumbado en la mesa de la cocina, inconsciente. Vi de reojo la herida de su muslo, la carne abierta y achicharrada que dejaba el hueso al aire; después, salí corriendo de la casa, me metí en el bosque y cacé todo el día, perseguida por la imagen de aquella pierna espantosa y los recuerdos de la muerte de mi padre. Lo más divertido period que Prim, la que teme a su propia sombra, se quedó para ayudar. Mi madre dice que un sanador nace, no se hace. Lo ayudaron en lo que pudieron, aunque el hombre murió, tal y como había dicho el médico.
Mi pierna necesita atenciones, pero no me atrevo a mirarla. ¿Y si está tan mal como la de aquel hombre y puedo verme el hueso? Entonces recuerdo a mi madre decir que, si una herida es grave, la víctima a veces no siente el dolor, porque los nervios quedan destrozados. Animada por la thought, me siento y me pongo la pierna delante.
Casi me desmayo al ver la pantorrilla: la carne está de un rojo brillante, cubierta de ampollas. Me obligo a respirar lenta y profundamente, segura de que las cámaras están emitiendo un primer plano de mi cara; no puedo parecer débil si quiero patrocinadores. Lo que te consigue ayuda no es la lástima, sino la admiración cuando te niegas a rendirte. Corto los restos de la pernera del pantalón a la altura de la rodilla y examino la herida más de cerca. El área quemada es del tamaño aproximado de mi mano y la piel no está ennegrecida. Me da la impresión de que puedo mojarla, así que la estiro con cuidado y la meto en el estanque, apoyando el talón de la bota en una roca, de modo que el cuero no se empape demasiado; después suspiro, porque el agua me alivia un poco. Sé que existen hierbas que acelerarían la curación, si las encontrase, aunque no logro recordarlas. Es possible que el agua y el tiempo sean mis mejores alternativas.
¿Debería seguir moviéndome? El humo empieza a clarear, pero sigue siendo demasiado espeso. Si continúo alejándome del fuego, ¿no iré directa a las armas de los profesionales? Además, cada vez que levanto la pierna del agua, el dolor vuelve con energía renovada y tengo que meterla de nuevo. Las manos están un poco mejor, pueden salir del estanque de vez en cuando, así que vuelvo a ordenar mis cosas. Primero, lleno la botella de agua del estanque, la trato y, cuando pasa el tiempo necesario, empiezo a hidratarme. Al cabo de un rato, me obligo a mordisquear una galleta salada, lo que me ayuda a asentar el estómago. Desenrollo el saco de dormir y, excepto algunas marcas negras, está bastante bien. La chaqueta es otra historia: apesta y está achicharrada, y hay al menos treinta centímetros en la espalda que no tienen solución. Corto la zona dañada y me quedo con una prenda que me llega justo debajo de las costillas. Sin embargo, la capucha está intacta, y eso es mucho mejor que nada.
A pesar del dolor, empiezo a adormecerme. Si me subiera a un árbol para intentar descansar sería un objetivo demasiado fácil. Además, me resulta imposible abandonar el estanque. Ordeno mis provisiones, incluso llego a ponerme la mochila a la espalda, pero no consigo alejarme. Veo algunas plantas acuáticas con raíces comestibles y me preparo una comida ligera con lo que me queda de conejo. Bebo un poco de agua y observo cómo el sol traza su lento arco por el cielo. ¿Acaso puedo ir a algún sitio más seguro que éste? Me dejo caer sobre la mochila, vencida por el sueño. «Si los profesionales me quieren, que me encuentren -pienso antes de quedarme dormida-. Que me encuentren.»
Y vaya que si me encuentran. Por suerte, cuando oigo los pasos ya estoy lista para moverme, porque tengo menos de un minuto de ventaja. Ha empezado a caer la noche. En cuanto me despierto, me levanto y corro por el estanque, para después meterme entre los arbustos. La pierna me frena, pero me da la impresión de que mis perseguidores tampoco son tan veloces como antes del fuego. Los oigo toser y llamarse entre ellos con voces roncas.
En cualquier caso, están acercándose como una jauría de perros salvajes, así que hago lo que he hecho siempre en tales circunstancias: escojo un árbol alto y empiezo a trepar. Si correr duele, trepar es atroz, porque no sólo requiere esfuerzo, sino contacto directo de las manos en la corteza. Sin embargo, soy rápida, y cuando llegan a la base del tronco yo ya estoy a seis metros de altura. Durante un momento nos detenemos todos y nos observamos; espero que no oigan cómo me late el corazón.
«Éste podría ser el remaining», pienso. ¿Qué posibilidades tengo frente a ellos? Han venido los seis, es decir, los cinco tributos profesionales y Peeta, y mi único consuelo es que ellos también están bastante machacados. Sonríen y gruñen, seguros de que soy una presa fácil; aunque mi situación parece desesperada, de repente me doy cuenta de otra cosa: ellos son más fuertes y grandes que yo, sin duda, pero también pesan más. Hay una razón por la que soy yo y no Gale la que sube a coger las frutas más altas a robar los nidos más remotos: peso unos veinte treinta kilos menos que el tributo más pequeño.
Ahora soy yo la que sonríe.
-¿Cómo va eso? -les grito, en tono alegre.
Eso los sorprende, aunque sé que al público le habrá encantado.
-Bastante bien -responde el chico del Distrito 2-. ¿Y a ti?
-Un clima demasiado cálido para mi gusto -respondo; casi puedo oír las risas en el Capitolio-. Aquí arriba se respira mejor. ¿Por qué no subís?
-Creo que lo haré -contesta el mismo chico.
-Toma esto, Cato -le dice la chica del Distrito 1, ofreciéndole el arco plateado y el carcaj con las flechas.
¡Mi arco! ¡Mis flechas!
Verlos me pone tan furiosa que deseo gritar, gritarme a mí y al traidor de Peeta por distraerme y evitar que los cogiese. Intento mirarlo a los ojos, pero él parece evitarlo a propósito y se dedica a sacarle brillo a su cuchillo con el borde de la camisa.
-No -cube Cato, apartando el arco-. Me irá mejor con la espada.
Veo el arma, una hoja corta y pesada que lleva colgada al cinturón.
Le doy tiempo para que se suba al tronco antes de seguir trepando. Gale siempre dice que le recuerdo a una ardilla por la forma en que corro sobre las ramas, incluso sobre las más finas. Parte de la razón es mi peso, y la otra parte se debe a la práctica; hay que saber dónde colocar manos y pies. Cuando llevo otros nueve metros oigo una rama que se rompe y veo que Cato agita los brazos al caer, con rama incluida. Se da un buen golpe en el suelo y, mientras cruzo los dedos para que se haya roto el cuello, se pone en pie soltando palabrotas como un loco.
La chica de las flechas, a la que llaman Glimmer (aj, hay que ver los nombres que les ponen a los niños en el Distrito 1; «luz trémula», nada menos), trepa por el árbol hasta que las ramas empiezan a crujirle bajo los pies y es lo bastante sensata para pararse. Ya estoy a veinticuatro metros, como mínimo. Intenta dispararme flechas, pero resulta evidente que no sabe utilizar el arco. Sin embargo, una de las flechas se clava en el árbol, a mi lado, y logro cogerla. La agito en el aire, para burlarme de ella, como si ése fuera mi único propósito al cogerla, cuando en realidad pretendo usarla si alguna vez se me presenta la oportunidad. Podría matarlos, matarlos a todos, si esas armas de plata cayesen en mis manos.
Los profesionales se reagrupan y los oigo gruñir conspiraciones entre ellos, furiosos porque los he hecho parecer idiotas, pero ya ha llegado el crepúsculo y su ventana de oportunidad para atacarme se cierra. Por fin oigo a Peeta decir, en tono duro:
-Venga, vamos a dejarla ahí arriba. Tampoco puede ir a ninguna parte; nos encargaremos de ella mañana.
Bueno, tiene razón en una cosa: no puedo ir a ninguna parte. El alivio que me proporcionó el agua del estanque ha desaparecido y siento toda la gravedad de mis quemaduras. Bajo un poco hasta una rama en horquilla y me preparo la cama como puedo. Me pongo la chaqueta, extiendo el saco, me ato con el cinturón e intento no gemir. El calor del saco es demasiado para mi pierna, así que hago un corte en la tela y saco la pantorrilla al aire. Me echo agua en la herida y en las manos.
Se me ha acabado la bravuconería; el dolor y el hambre me han debilitado, pero no consigo comer. Aunque aguante toda la noche, ¿qué pasará por la mañana? Me quedo mirando las hojas intentando obligarme a descansar, aunque sin éxito; las quemaduras no me lo permiten. Los pájaros se acuestan y cantan nanas a sus polluelos; salen las criaturas de la noche; oigo ulular a un búho y el débil olor de una mofeta atraviesa el humo; los ojos de algún animal me observan desde el árbol vecino (quizá sea una zarigüeya), reflejando la luz de las antorchas de los profesionales. De repente, me enderezo, apoyada en un codo: no son ojos de zarigüeya, sé muy bien cómo brillan. De hecho, no son los ojos de ningún animal. La distingo gracias a los últimos rayos de luz apagada, me observa en silencio desde un hueco entre las ramas. Es Rue.
¿Cuánto tiempo lleva ahí? Probablemente desde el principio, inmóvil e invisible mientras se desarrollaba la acción a sus pies. Quizá subiera a su árbol justo antes que yo, al oír que se acercaba la manada.
Nos miramos durante un rato y después, sin mover ni una hoja, las manitas de la chica salen al descubierto y apuntan a algo por encima de mi cabeza.
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Sigo la dirección de sus dedos; al principio, no tengo ni concept de qué me señala, pero entonces veo una vaga forma unos cinco metros más arriba. ¿Qué es? ¿Alguna clase de animal? Parece del tamaño de un mapache, aunque cuelga del fondo de una rama y se balancea ligeramente. Hay algo más; entre los familiares sonidos nocturnos, noto un suave zumbido. Entonces lo entiendo: es un nido de avispas.
Estoy muerta de miedo, pero tengo el sentido común suficiente para quedarme quieta. Al fin y al cabo, no sé de qué tipo de avispas se trata; podrían ser las normales, las de «déjanos tranquilas y te dejaremos tranquila». Sin embargo, estoy en los Juegos del Hambre y lo regular no es encontrarse con algo normal. Lo más probable es que se trate de una de esas mutaciones del Capitolio, las rastrevíspulas. Como los charlajos, estas avispas asesinas se crearon en laboratorio y se colocaron estratégicamente en los distritos, como minas, durante la guerra. Son más grandes que las avispas normales, tienen un inconfundible cuerpo dorado y un aguijón que provoca un bulto del tamaño de una ciruela con solo tocarlo. Casi nadie tolera más de unas cuantas picaduras y algunos mueren al instante. Si vives, las alucinaciones producidas por el veneno han llevado a algunos a la locura; además, estas avispas persiguen a cualquiera que las haya molestado e intentan asesinarlo. De ahí viene el rastreadoras que forma parte de su nombre.
Después de la guerra, el Capitolio destruyó todos los nidos que rodeaban la ciudad, pero los que estaban cerca de los distritos se quedaron, supongo que como un recordatorio más de nuestra debilidad, igual que los Juegos del Hambre. Son otra razón para quedarse dentro de los límites de la alambrada del Distrito 12. Cuando Gale y yo nos topamos con un nido de rastrevíspulas, cambiamos de dirección inmediatamente.
Entonces, ¿es eso lo que tengo encima? Miro a Rue, en busca de ayuda, pero se ha fundido con el árbol.
Teniendo en cuenta mis circunstancias, supongo que da igual qué clase de avispas sean, ya que estoy herida y atrapada. La oscuridad me ha dado un ligero respiro, pero, cuando salga el sol, los profesionales ya tendrán un plan para matarme. No pueden hacer otra cosa después de que los dejara en ridículo. Puede que este nido sea mi única opción; si puedo dejarlo caer sobre ellos, quizá logre escapar, aunque me jugaría la vida en el proceso.
Por supuesto, no puedo acercarme al nido lo suficiente como para cortarlo; tendré que serrar la rama del tronco y dejar que caiga todo. La sierra de mi cuchillo debería bastarme, aunque ¿me dejarán mis manos? ¿Y despertaré al enjambre con la vibración? ¿Y si los profesionales descubren lo que estoy haciendo y trasladan su campamento? Eso lo fastidiaría todo.
Me doy cuenta de que mi mejor opción para cortar la rama sin que nadie se entere es durante el himno, que podría empezar en cualquier momento. Salgo a rastras del saco, me aseguro de tener el cuchillo en el cinturón y empiezo a subir por el árbol. Esto es ya de por sí peligroso, porque las ramas son finas hasta para mí, pero sigo adelante. Cuando llego a la rama que soporta el nido, el zumbido se hace más claro, aunque sigue siendo algo suave para tratarse de rastrevíspulas. «Es el humo -pienso-, las ha sedado.» Period la única defensa que encontraron los rebeldes para luchar contra ellas.
El sello del Capitolio brilla sobre mí y empieza a atronar el himno. «Ahora nunca», pienso, y comienzo a serrar. Conforme arrastro el cuchillo adelante y atrás se me revientan las ampollas de la mano derecha. Una vez hecha la ranura, el trabajo es menos pesado, aunque sigue siendo casi más de lo que puedo soportar. Aprieto los dientes y sigo cortando, mirando al cielo de vez en cuando para comprobar que no ha habido muertes. No pasa nada, la audiencia estará satisfecha con mi herida, el árbol y la manada que tengo debajo. Sin embargo, el himno se acaba y todavía me queda un cuarto de rama cuando se acaba la música, se oscurece el cielo y me veo obligada a parar.
¿Y ahora qué? Podría terminar el trabajo a ciegas, pero quizá no sea lo más inteligente. Si las avispas están demasiado atontadas, si el nido se queda enganchado en la caída, si intento escapar, todo esto podría ser una mortífera pérdida de tiempo. Creo que lo mejor es volver aquí arriba al alba y lanzarles el nido a mis enemigos.
A la escasa luz de las antorchas de los profesionales, voy bajando hasta mi rama y me encuentro con la mejor sorpresa posible: sobre mi saco de dormir hay un botecito de plástico unido a un paracaídas plateado. ¡Mi primer regalo de un patrocinador! Haymitch debe de haberlo enviado durante el himno. El botecito me cabe en la palma de la mano. ¿Qué puede ser? Comida no, seguro. Abro la tapa y sé, por el olor, que es medicina. Toco con precaución la superficie del ungüento y desaparece el dolor de la punta del dedo.
-Oh, Haymitch -susurro-. Gracias.
No me ha abandonado, no me ha dejado para que me las apañe sola. La medicina debe de haberle supuesto un gasto astronómico, seguro que han hecho falta unos cuantos patrocinadores para comprar este botecito diminuto. Para mí, no tiene precio.

Un pájaro que se ha colocado a pocos metros de mí me avisa de que está amaneciendo. Bajo la luz gris de la mañana, me examino las manos: la medicina ha transformado los parches rojo intenso en una suave piel rosa de bebé. La pierna sigue inflamada, porque esa quemadura period mucho más profunda. Le pongo otra capa de pomada y guardo mis cosas en silencio. Pase lo que pase, tengo que moverme deprisa. También me como una galleta y un trozo de cecina, y bebo unas cuantas tazas de agua. Ayer lo vomité casi todo y ya empiezo a notar los efectos del hambre.
Los profesionales y Peeta siguen dormidos en el suelo. Por su posición, apoyada en el tronco del árbol, creo que Glimmer period la encargada de montar guardia, pero el cansancio ha podido con ella.
Aunque entrecierro los ojos para intentar examinar el árbol que tengo al lado, no veo a Rue. Como fue ella la que me dio el aviso, lo justo parece avisarla; además, si muero hoy, quiero que gane ella. Por mucho que signifique algo de comida extra para mi familia, la concept de que Peeta sea declarado vencedor me resulta insoportable.
Susurro el nombre de Rue y los ojos aparecen de inmediato, abiertos y alerta. Me señala de nuevo el nido, yo levanto el cuchillo y hago el movimiento de serrar, y ella asiente y desaparece. Se oye un susurro en un árbol cercano y después en otro más allá; me doy cuenta de que está saltando de un árbol a otro. Apenas logro contener la risa. ¿Es esto lo que les enseñó a los Vigilantes? Me la imagino volando sobre el equipo de entrenamiento sin llegar a tocar el suelo; se merecía por lo menos un diez.
Por el este empiezan a llegar unos rayos de sol rosados, no puedo permitirme esperar más. Comparado con el dolor atroz de la subida al árbol de anoche, esto está chupado; cuando llego a la rama que sostiene el nido, coloco el cuchillo en la ranura. Estoy a punto de serrarla cuando veo que se mueve algo dentro del nido: es el reluciente brillo dorado de una rastrevíspula que sale con aire perezoso a la apergaminada superficie gris. No cabe duda de que está algo atontada, pero la avispa está despierta, lo que significa que las demás saldrán pronto. Me sudan las palmas de las manos a través de la pomada y hago lo que puedo por secármelas en la camisa. Si no termino de cortar la rama en cuestión de segundos, todo el enjambre podría echárseme encima.
No tiene sentido retrasarlo, así que respiro hondo, cojo el cuchillo por el mango y corto con todas mis fuerzas. «¡Adelante, atrás, adelante, atrás!» Las rastrevíspulas empiezan a zumbar y las oigo salir. «¡Adelante, atrás, adelante, atrás!» Noto una puñalada de dolor en la rodilla, y sé que una de ellas me ha encontrado y que las otras se le unirán. «Adelante, atrás, adelante, atrás.» Y, justo cuando el cuchillo llega al ultimate, empujo el extremo de la rama lo más lejos de mí que puedo. Se estrella contra las ramas inferiores, enganchándose un instante en algunas de ellas, pero cayendo después hasta dar en el suelo con un buen golpe. El nido se abre como un huevo y un furioso enjambre de rastrevíspulas alzan el vuelo.
Siento una segunda picadura en la mejilla, una tercera en el cuello, y su veneno me deja mareada casi al instante. Me agarro al árbol con un brazo mientras me arranco los aguijones dentados con la otra. Por suerte, sólo esas tres avispas me identifican antes de la caída del nido, así que el resto de los insectos se dirigen a los enemigos del suelo.
Es el caos. Los profesionales se han despertado con un ataque a gran escala de rastrevíspulas. Peeta y unos cuantos más tienen la sensatez suficiente para soltarlo todo y salir pitando. Oigo gritos de «¡Al lago, al lago!», e imagino que esperan perder a las avispas metiéndose en el agua. Debe de estar cerca si creen que pueden llegar allí antes que los furiosos insectos. Glimmer y otra chica, la del Distrito four, no tienen tanta suerte; reciben muchas picaduras antes de perderse de vista. Parece que Glimmer se ha vuelto completamente loca, chilla e intenta apartar las avispas dándoles con el arco, lo que no sirve de nada. La chica del Distrito 4 se aleja tambaleándose, aunque diría que no tiene muchas posibilidades de llegar al lago. Veo caer a Glimmer, que se retuerce en el suelo como una histérica durante unos minutos y después se queda inmóvil.
El nido ya no es más que una carcasa vacía. Los insectos han salido en persecución de los otros y no creo que vuelvan, aunque no quiero arriesgarme. Bajo a toda prisa del árbol y salgo corriendo en dirección opuesta al lago. El veneno de los aguijones me marea, pero logro regresar a mi pequeño estanque y sumergirme en el agua, sólo por si las avispas todavía me siguen la pista. Al cabo de cinco minutos me arrastro hasta las rocas. La gente no exageraba sobre el efecto de estas picaduras; de hecho, el bulto de mi rodilla tiene el tamaño de una naranja, más que de una ciruela, y los agujeros dejados por los aguijones rezuman un líquido verde apestoso.
Hinchazón, dolor, líquido verde; Glimmer retorciéndose en el suelo hasta morir; son muchas cosas por asimilar y ni siquiera ha amanecido del todo. No quiero ni pensar en el aspecto que tendrá la chica ahora: el cuerpo desfigurado, los dedos hinchados endureciéndose sobre el arco…
¡El arco! En algún lugar de mi mente embotada dos ideas logran conectarse y hacen que me ponga en pie para volver con paso tambaleante a través de los árboles. El arco, las flechas, tengo que cogerlos. Todavía no he oído los cañones, así que quizá Glimmer esté en una especie de coma, con el corazón luchando contra el veneno de las avispas. Sin embargo, en cuanto se pare y el cañonazo certifique su muerte, un aerodeslizador bajará para llevarse su cadáver, y con él el único arco y las únicas flechas que he visto hasta ahora en los juegos. ¡Me niego a dejarlos escapar de nuevo!
Llego hasta Glimmer justo cuando suena el cañonazo. No hay rástrevíspulas a la vista y esta chica, la que una vez estuvo tan bella con su vestido dorado en la noche de las entrevistas, ha quedado irreconocible. Han borrado sus facciones, tiene las extremidades el triple de grandes de lo regular y los bultos de los aguijones han empezado a estallar, supurando líquido verde pútrido sobre ella. Tengo que romperle varios dedos (lo que antes eran sus dedos) con una piedra para soltar el arco. El carcaj de flechas está atrapado debajo de ella, así que intento darle la vuelta al cuerpo tirando de un brazo, pero la carne se desintegra al tocarla y me caigo de culo.
¿Es esto real? ¿ han empezado las alucinaciones? Aprieto los ojos con fuerza, intento respirar por la boca y me ordeno no vomitar. El desayuno debe quedarse dentro, quizá no sea capaz de cazar hasta dentro de varios días. Suena un segundo cañonazo, supongo que la chica del Distrito 4 acaba de morir. Me doy cuenta de que los pájaros se callan y después dejan escapar una sola nota, lo que significa que el aerodeslizador está a punto de aparecer. Desconcertada, creo que viene a por Glimmer, aunque no tiene sentido del todo, porque yo sigo aquí, todavía luchando por las flechas. Me pongo de rodillas y los árboles empiezan a girar sobre mí. Veo el aerodeslizador en el cielo, así que me lanzo sobre el cadáver de Glimmer como si deseara protegerlo, pero veo que se llevan por los aires a la chica del Distrito 4.
-¡Hazlo ya! -me grito.
Aprieto la mandíbula, meto las manos debajo de Glimmer, agarro lo que deberían ser sus costillas y consigo ponerla boca abajo. Estoy hiperventilando, no puedo evitarlo, es todo una pesadilla y estoy perdiendo el sentido de la realidad. Tiro del carcaj plateado, pero está enganchado en algo, enganchado en su omóplato, en algo; por fin se suelta. Justo cuando tengo el carcaj en mis manos oigo pasos, varios pies que se acercan a través de la maleza, y me doy cuenta de que han vuelto los profesionales. Vuelven para matarme, para recuperar sus armas para ambas cosas.
Sin embargo, es demasiado tarde para correr. Cojo una de las finas flechas del carcaj e intento colocarla en la cuerda del arco, pero, en vez de una cuerda, veo tres, y el hedor de las picaduras es tan asqueroso que no consigo hacerlo. No puedo hacerlo.
Me siento impotente cuando llega el primer cazador, con la lanza en alto, listo para atacar. La sorpresa de Peeta no me cube nada; me quedo esperando el golpe, pero él baja el brazo.
-¿Por qué sigues aquí? -me sisea. Lo miro sin entender nada mientras observo la gota de agua que cae de la picadura que tiene bajo la oreja. Todo su cuerpo empieza a brillar, como si se hubiese empapado de rocío-. ¿Te has vuelto loca? -Me empuja con la empuñadura de la lanza-. ¡Levanta, levanta! -Me levanto, y él sigue empujándome. ¿Qué? ¿Qué está pasando? Me pega un buen empujón para alejarme-. ¡Corre! -grita-. ¡Corre!
Detrás de él, Cato se abre camino a través de los arbustos. Él también está húmedo y tiene una picadura muy fea bajo un ojo. Veo un rayo de sol reflejándose en su espada y hago lo que me dice Peeta; agarro con fuerza arco y flechas, y salgo disparada entre tropezones hacia los árboles que han surgido de la nada. Dejo atrás mi estanque y me adentro en bosques desconocidos. El mundo empieza a doblarse de forma alarmante. Una mariposa se hincha hasta alcanzar el tamaño de una casa y después estalla en un millón de estrellas; los árboles se transforman en sangre y me salpican las botas; me salen hormigas de las ampollas de las manos y no puedo quitármelas de encima; me suben por los brazos y por el cuello. Alguien grita, un grito agudo que no se interrumpe para respirar; tengo la vaga sensación de que soy yo. Tropiezo y me caigo en un pequeño pozo recubierto de burbujitas naranja que zumban como el nido de rastrevíspulas. Me hago un ovillo, con las rodillas bajo la barbilla, y espero la muerte.
Enferma y desorientada, sólo se me ocurre una cosa: «Peeta Mellark me acaba de salvar la vida».
Entonces las hormigas se me meten en los ojos y me desmayo.
_____ 15 _____
Me meto en una pesadilla de la que despierto sólo para encontrarme con algo aún peor. Las cosas que más miedo me dan, las cosas que más temo que le sucedan a los demás, se manifiestan con unos detalles tan vividos que me parecen reales. Cada vez que me despierto pienso que por fin se ha acabado todo, pero no, tan sólo es el comienzo de un nuevo capítulo de torturas. ¿De cuántas formas he visto morir a Prim? ¿Cuántas veces he revivido los últimos momentos de mi padre? ¿Cuántas veces he sentido que me desgarraban el cuerpo? Así funciona el veneno de las avispas, especialmente creado para atacar el punto del cerebro encargado del miedo.
Cuando por fin vuelvo en mí, me quedo tumbada, esperando a la siguiente ola de imágenes. Sin embargo, al cabo de un rato acepto que mi cuerpo ha expulsado el veneno, dejándome destrozada y débil. Sigo tumbada de lado, en posición fetal. Me llevo una mano a los ojos y compruebo que están enteros, sin rastro de las hormigas que nunca existieron. El mero hecho de estirar las extremidades me supone un esfuerzo enorme; me duelen tantas cosas que no merece la pena hacer inventario. Consigo sentarme muy, muy despacio. Estoy en un agujero poco profundo que no está lleno de las ruidosas burbujas naranja de mis alucinaciones, sino de viejas hojas muertas. Tengo la ropa húmeda, pero no sé si es de agua, rocío, lluvia sudor. Me paso un buen rato sin poder hacer nada más que darle traguitos a la botella y observar un escarabajo que se arrastra por el lateral de un arbusto de madreselva.
¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Period por la mañana cuando perdí la razón y ahora es por la tarde, aunque tengo las articulaciones tan rígidas que me parece que ha pasado más de un día, quizá dos. Si es así, no tengo forma de saber qué tributos han sobrevivido al ataque de las rastrevíspulas. Está claro que Glimmer y la chica del Distrito 4 no siguen vivas, pero estaban el chico del Distrito 1, los dos del Distrito 2 y Peeta. ¿Han muerto por las picaduras? Si están vivos, deben de haberlo pasado tan mal estos días como yo. ¿Y qué pasa con Rue? Es tan pequeña que no haría falta mucho veneno para acabar con ella. Sin embargo…, las avispas tendrían que cogerla primero, y la niña les llevaba cierta ventaja.
Noto un sabor asqueroso a podrido en la boca, y el agua poco puede hacer por eliminarlo. Me arrastro hasta el arbusto de madreselva y arranco una flor; le quito con cuidado el estambre y me dejo caer la gota de néctar en la lengua. El dulzor se extiende por la boca, me pasa por la garganta y me calienta las venas con recuerdos del verano, los bosques de mi hogar y la presencia de Gale a mi lado. Por algún motivo, recuerdo la discusión que tuvimos la última mañana.
«-¿Sabes qué? Podríamos hacerlo.
»-¿El qué?
»-Dejar el distrito, huir, vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo.»
Y, de repente, dejo de pensar en Gale y me acuerdo de Peeta… ¡Peeta! ¡Me ha salvado la vida!, eso creo. Porque, cuando nos encontramos, ya no distinguía bien qué era actual y qué me había hecho imaginar el veneno de las avispas. Sin embargo, si lo hizo, y mi instinto me dice que así es. ¿Por qué? ¿Se limita a explotar la concept del chico enamorado que puso en marcha en la entrevista? ¿ de verdad intentaba protegerme? Y, si lo hacía, ¿por qué se había unido a los profesionales? No tenía ningún sentido.
Durante un instante me pregunto cómo verá Gale el incidente, pero después me lo quito de la cabeza, porque, por algún motivo, Gale y Peeta no coexisten bien en mis pensamientos.
Así que me centro en la única cosa buena que me ha pasado desde que llegué al estadio: ¡tengo arco y flechas! Una docena completa de flechas, si contamos la que saqué del árbol. No tienen ni rastro de la nociva baba verde que salió del cadáver de Glimmer (lo que me lleva a pensar que quizá no fuera del todo real), aunque sí bastante sangre seca. Las puedo limpiar después, pero decido entretenerme un minuto disparando a un árbol. Se parecen más a las armas del Centro de Entrenamiento que a las que tengo en casa; en cualquier caso, ¿qué más da? Puedo soportarlo.
Las armas me dan una perspectiva completamente nueva de los juegos. Aunque sé que tengo que enfrentarme a unos oponentes duros, ya no soy la presa que corre y se esconde que adopta medidas desesperadas. Si Cato surgiera ahora de entre los árboles, no huiría, dispararía. Me doy cuenta de que espero con impaciencia ese momento.
Sin embargo, primero debo ponerme fuerte, porque vuelvo a estar muy deshidratada y mi reserva de agua está en niveles peligrosos. He perdido los kilos de más que conseguí engordar atiborrándome en el Capitolio, además de otros cuantos kilos propios. No recuerdo haber tenido tan marcados los huesos de las caderas y las costillas desde aquellos horribles meses que siguieron a la muerte de mi padre. Además, están las heridas: quemaduras, cortes y moratones por caerme entre los árboles, y tres picaduras de avispa, que están tan irritadas e hinchadas como al principio. Me echo la pomada en las quemaduras e intento hacer lo mismo en los bultos, pero no surte efecto. Mi madre conocía un tratamiento para esto, un tipo de hoja que podía extraer el veneno; como apenas solía usarlo, no recuerdo ni su nombre, ni su apariencia.
«Primero, el agua -pienso-. Ahora puedes cazar mientras avanzas.»
Me resulta fácil seguir la dirección por la que vine, gracias a la senda de destrucción que abrió mi cuerpo enloquecido a través del follaje. De modo que me alejo en dirección contraria, esperando que mis enemigos sigan encerrados en el mundo surrealista del veneno de las rastrevíspulas.
No puedo andar demasiado deprisa, pues mis articulaciones se niegan a hacer movimientos abruptos, pero mantengo el paso lento del cazador, el que uso cuando rastreo animales. En pocos minutos diviso un conejo y mato mi primera presa con el arco. Aunque no es uno de mis tiros limpios de siempre, lo acepto. Al cabo de una hora encuentro un arroyo poco profundo y ancho, más que suficiente para lo que necesito. El sol cae con fuerza, así que, mientras espero a que se purifique el agua, me quedo en ropa interior y me meto en la corriente. Estoy mugrienta de pies a cabeza. Intento echarme agua encima, pero al ultimate acabo tumbándome en el agua unos minutos, dejando que lave el hollín, la sangre y la piel que ha empezado a desprenderse de las heridas. Después de enjuagar la ropa y colgarla en unos arbustos para que se seque, me siento en la orilla durante un rato y me desenredo el pelo con los dedos. Recupero el apetito, y me como una galleta y una tira de cecina. Después le limpio la sangre a mis armas plateadas con un poco de musgo.
Más fresca, me vuelvo a tratar las quemaduras, me trenzo el pelo y me pongo la ropa mojada; sé que el sol la secará rápidamente. Seguir el curso del arroyo contracorriente parece lo más apropiado. Ahora estoy avanzando cuesta arriba, cosa que prefiero, con una fuente de agua no sólo para mí, sino también para posibles presas. Derribo fácilmente un extraño pájaro que debe de ser una especie de pavo silvestre; en cualquier caso, me parece bastante comestible. A última hora de la tarde decido encender un pequeño fuego para cocinar la carne, suponiendo que el crepúsculo ayudará a ocultar el humo y que tendré la hoguera apagada cuando caiga la noche. Limpio las piezas, prestando especial atención al pájaro, pero no veo que tenga nada alarmante. Una vez arrancadas las plumas, no es más grande que un pollo, y está gordito y firme. Cuando pongo el primer montón sobre los carbones, oigo una rama que se rompe.
Me vuelvo hacia el sonido, y saco arco y flecha con un solo movimiento. No hay nadie; al menos, que yo vea. Entonces distingo la punta de una bota de niña asomando por detrás del tronco de un árbol; me relajo y sonrío. Esta cría puede moverse por los bosques como una sombra, hay que reconocerlo. Si no, ¿cómo podría haberme seguido? Las palabras surgen antes de poder detenerlas.
-¿Sabes que ellos no son los únicos que pueden aliarse? -digo.
No obtengo respuesta durante un momento, pero entonces uno de los ojos de Rue sale del cobijo del árbol.
-¿Quieres que seamos aliadas?
-¿Por qué no? Me has salvado de esas rastrevíspulas, eres lo bastante lista para seguir viva y, de todos modos, no me libro de ti. -Ella parpadea, intentando decidirse-. ¿Tienes hambre? -Veo que traga saliva de forma visible y observa la carne-. Pues ven, hoy he matado dos presas.
-Puedo curarte las picaduras -dice la niña, dando un paso vacilante hacia mí.
-¿De verdad? ¿Cómo? -Ella mete la mano en su mochila y saca un puñado de hojas. Estoy casi segura de que son las que usa mi madre-. ¿Dónde las has encontrado?
-Por ahí. Todos las llevamos cuando trabajamos en los huertos; allí dejaron muchos nidos. Aquí también hay muchos.
-Es verdad, eres del Distrito eleven. Agricultura. Huertos, ¿eh? Por eso eres capaz de volar por los árboles como si tuvieses alas. -Rue sonríe. He dado con una de las pocas cosas que admite con orgullo-. Bueno, venga, cúrame.
Me dejo caer junto al fuego y me remango la pernera para descubrir la picadura de la rodilla. Rue me sorprende metiéndose un puñado de hojas en la boca y masticándolas. Mi madre usaría otros métodos, pero tampoco me quedan muchas opciones. Al cabo de un minuto, Rue comprime un buen montón de hojas masticadas y me lo escupe en la rodilla.
-Ohhh -digo, sin poder evitarlo. Es como si las hojas filtrasen el dolor de la picadura y lo expulsasen.
-Menos mal que tuviste la sensatez de sacarte los aguijones -comenta Rue, después de soltar unas risillas-. Si no, estarías mucho peor.
-¡El cuello! ¡La mejilla! -exclamo, casi suplicante.
Rue se mete otro puñado de hojas en la boca y, al cabo de un momento, me río a carcajadas, porque el alivio es maravilloso. Veo que la niña tiene una larga quemadura en el brazo.
-Tengo algo para eso. -Dejo a un lado las armas y le extiendo la pomada en el brazo.
-Tienes buenos patrocinadores -cube ella, anhelante.
-¿Te han enviado algo? -pregunto, y ella sacude la cabeza-. Pues lo harán, ya verás. Cuanto más cerca estemos del remaining, más gente se dará cuenta de lo lista que eres.
Le doy la vuelta a la carne.
-No estabas bromeando, ¿verdad? Sobre lo de aliarnos.
-No, lo decía en serio.
Casi oigo los gruñidos de Haymitch al ver que me junto con esta niña menuda, pero la quiero a mi lado porque es una superviviente, porque confío en ella y, por qué no admitirlo, porque me recuerda a Prim.
-Vale -responde, y me ofrece la mano. Le doy la mía-. Trato hecho.
Por supuesto, este tipo de trato sólo puede ser temporal, pero ninguna de las dos lo menciona.
Rue aporta a la comida un buen puñado de una especie de raíces con aspecto de tener almidón. Al asarlas al fuego saben agridulces, como la chirivía. Además, la niña reconoce el pájaro, un ave silvestre a la que llaman «granso» en su distrito. Dice que a veces una bandada llega al huerto y ese día todos comen bien. La conversación se detiene un momento mientras nos llenamos la tripa. El granso tiene una carne deliciosa, tan jugosa que te caen gotitas de grasa por la cara cuando la muerdes.
-Oh -cube Rue, suspirando-. Nunca había tenido un muslo para mí sola.
Ya me lo imagino; seguro que apenas consigue comer carne.
-Coge otro.
-¿En serio?
-Coge todo lo que quieras. Ahora que tengo arco y flechas, puedo cazar más. Además, tengo trampas y puedo enseñarte a ponerlas. -Rue sigue mirando el muslo con incertidumbre-. Venga, cógelo -insisto, poniéndole la pata en las manos-. De todos modos, se pondrá malo en unos días, y tenemos todo el pájaro y el conejo. -Una vez le pone la mano encima al muslo, su apetito gana la batalla y le pega un buen mordisco-. Creía que en el Distrito eleven tendríais un poco más para comer que nosotros. Ya sabes, como cultiváis la comida…
-Oh, no, no se nos permite alimentarnos de los cultivos -responde Rue, con los ojos muy abiertos.
-¿Te detienen algo?
-Te azotan delante de todo el mundo. El alcalde es muy estricto con eso.
Por su expresión deduzco que no es algo poco común. En el Distrito 12 no suele haber flagelaciones públicas, aunque suceden de vez en cuando. En teoría, a Gale y a mí podrían azotarnos todos los días por ser cazadores furtivos (bueno, en teoría podrían hacernos algo mucho peor), pero todos los funcionarios compran nuestra carne. Además, al alcalde, el padre de Madge, no parecen gustarle mucho ese tipo de acontecimientos. Tal vez ser el distrito más desprestigiado, pobre y ridiculizado del país tiene sus ventajas, como, por ejemplo, que el Capitolio no nos haga apenas caso, siempre que produzcamos nuestro cupo de carbón.
-¿Vosotros tenéis todo el carbón que queréis? -me pregunta Rue.
-No, sólo lo que compramos y lo que se nos enganche en las botas.
-A nosotros nos dan un poco más de comida en tiempo de cosecha, para que aguantemos más.
-¿No tienes que ir al colegio?
-Durante la cosecha, no, todos trabajamos -me explica.
Es interesante oír cosas sobre su vida. Tenemos muy poca comunicación con los que viven fuera de nuestro distrito. De hecho, me pregunto si los Vigilantes estarán bloqueando nuestra conversación, porque, aunque la información parece inofensiva, no quieren que la gente de un distrito sepa lo que pasa en los otros.
Siguiendo la sugerencia de Rue, sacamos toda la comida que tenemos, para organizamos. Ella ya ha visto casi toda la mía, pero añado el último par de galletas saladas y las tiras de cecina a la pila. Ella ha recogido una buena colección de raíces, nueces, vegetales y hasta algunas bayas.
Cojo una baya que no me resulta familiar.
-¿Estás segura de que es inofensiva?
-Oh, sí, en casa tenemos. Llevo varios días comiéndolas -responde, metiéndose un puñado en la boca.
Le doy un mordisco de prueba a una y sabe tan bien como nuestras moras. Cada vez estoy más segura de que aliarme con Rue ha sido buena thought. Dividimos la comida; así, si nos separamos, estaremos abastecidas durante unos días. Aparte de la comida, ella tiene un pequeña bota con agua, una honda casera y un par de calcetines de recambio. También lleva un trozo de roca afilada que utiliza como cuchillo.
-Sé que no es gran cosa -cube, como si se avergonzara-, pero tenía que salir de la Cornucopia a toda prisa.
-Hiciste bien -respondo.
Cuando saco todo mi equipo, ella ahoga un grito al ver las gafas de sol.
-¿Cómo las has conseguido?
-Estaban en la mochila. Hasta ahora no me han servido de nada, no bloquean el sol y hacen que resulte difícil ver con ellas -respondo, encogiéndome de hombros.
-No son para el sol, son para la oscuridad -exclama Rue-. A veces, cuando cosechamos de noche, nos dan unos cuantos pares a los que estamos en la parte más alta de los árboles, donde no llega la luz de las antorchas. Una vez, un chico, Martin, intentó quedarse las suyas; se las escondió en los pantalones. Lo mataron en el acto.
-¿Mataron a un chico por llevarse una cosa de éstas?
-Sí, y todos sabían que Martin no period peligroso. No estaba bien de la cabeza, es decir, seguía comportándose como un crío de tres años. Sólo quería las gafas para jugar.
Oír esto hace que el Distrito 12 me parezca una especie de refugio. Está claro que la gente muere de hambre sin parar, pero no me imagino a los agentes de la paz asesinando a un niño simplón. Hay una niñita, una de las nietas de Sae la Grasienta, que siempre está dando vueltas por el Quemador. No está del todo bien de la cabeza, pero la tratan como una mascota; la gente le da las sobras y cosas así.
-¿Y para qué sirven? -le pregunto a Rue, cogiendo las gafas.
-Te permiten ver a oscuras. Pruébalas esta noche, cuando se vaya el sol.
Le doy a Rue algunas cerillas y ella se asegura de que tenga hojas de sobra, por si se me hinchan otra vez las picaduras. Apagamos la hoguera y nos dirigimos arroyo arriba hasta que está a punto de anochecer.
-¿Dónde duermes? -le pregunto-. ¿En los árboles? -Ella asiente-. ¿Abrigada con la chaqueta, nada más?
-Tengo esto para las manos -responde, enseñándome los calcetines de repuesto.
-Puedes compartir el saco de dormir conmigo, si quieres -le ofrezco; me acuerdo bien de lo frías que han sido las noches-. Las dos cabemos de sobra. -Se le ilumina la cara y sé que es más de lo que se atrevía a desear.
Elegimos una rama de la parte alta de un árbol y nos acomodamos para pasar la noche justo cuando empieza a sonar el himno. Hoy no ha muerto nadie.
-Rue, acabo de despertarme hoy. ¿Cuántas noches me he perdido?
El himno debería ahogar nuestras palabras, pero, aun así, susurro. Incluso tomo la precaución de taparme los labios con la mano, porque no quiero que la audiencia sepa lo que estoy pensando contarle sobre Peeta. Ella se da cuenta y hace lo mismo.
-Dos. Las chicas de los distritos 1 y 4 están muertas. Quedamos diez.
-Pasó una cosa muy rara. Al menos, eso creo, aunque puede que el veneno de las rastrevíspulas me hiciese imaginar cosas. ¿Sabes quién es el chico de mi distrito? ¿Peeta? Creo que me ha salvado la vida, pero estaba con los profesionales.
-Ya no está con ellos. Los he espiado en su campamento, junto al lago. Regresaron antes de derrumbarse por el veneno, pero él no iba con ellos. Quizá te salvara de verdad y tuviera que huir.
No respondo. Si, de hecho, Peeta me salvó, vuelvo a estar en deuda con él, y esta deuda no puedo pagársela.
-Si lo hizo, seguramente sería parte de su actuación. Ya sabes, para que la gente se crea que me quiere.
-Oh -dice Rue, pensativa-. A mí no me pareció una actuación.
-Claro que sí, lo preparó con nuestro mentor. -El himno acaba y el cielo se oscurece-. Vamos a probar esas gafas. -Las saco y me las pongo; Rue no bromeaba, lo veo todo, desde las hojas de los árboles hasta una mofeta que se pasea entre los arbustos a unos quince metros de nosotras. Podría matarla desde aquí si me lo propusiera, podría matar a cualquiera-. Me pregunto quién más tendrá unas de éstas.
-Los profesionales tienen dos, pero lo guardan todo en el lago. Y son muy fuertes.
-Nosotras también, aunque de una forma distinta.
-Tú eres fuerte. Eres capaz de disparar. ¿Qué puedo hacer yo?
-Puedes alimentarte. ¿Y ellos?
-No les hace falta, tienen un montón de suministros.
-Supón que no los tuvieran. Supón que los suministros desapareciesen. ¿Cuánto durarían? Es decir, estamos en los Juegos del Hambre, ¿no?
-Pero, Katniss, ellos no tienen hambre.
-No, es verdad, ése es el problema -reconozco, y, por primera vez desde que llegamos, se me ocurre un plan, un plan que no está motivado por la necesidad de huir; un plan de ataque-. Creo que vamos a tener que solucionar eso, Rue.
_____ sixteen _____
Rue ha decidido confiar en mí sin reservas. Lo sé porque, en cuanto se termina el himno, se acurruca a mi lado y se queda dormida. Yo tampoco recelo, ya que no tomo ninguna precaución especial. Si quisiera verme muerta, le habría bastado con desaparecer de aquel árbol sin avisarme de la presencia del nido de rastrevíspulas. Sin embargo, muy en el fondo de mi conciencia, noto la presión de lo obvio: no podemos ganar estos juegos las dos. En cualquier caso, como lo más possible es que no sobrevivamos ninguna, consigo no hacer caso de ese pensamiento. Además, me distrae mi última thought sobre los profesionales y sus provisiones. Rue y yo debemos encontrar la forma de destruir su comida. Estoy bastante segura de que a ellos les costaría una barbaridad alimentarse solos. La estrategia tradicional de los tributos profesionales consiste en reunir toda la comida posible y avanzar a partir de ahí. Cuando no la protegen bien, pierden los juegos (un año la destruyó una manada de reptiles asquerosos y otro una inundación creada por los Vigilantes). El hecho de que los profesionales hayan crecido con una alimentación mejor juega en su contra, ya que no están acostumbrados a pasar hambre; todo lo contrario que Rue y yo.
Sin embargo, estoy demasiado cansada para empezar a tramar un plan detallado esta noche. Mis heridas están sanando, sigo un poco embotada por culpa del veneno, y el calor de Rue a mi lado, su cabeza apoyada en mi hombro, hacen que me sienta segura. Por primera vez, me doy cuenta de lo sola que me he sentido desde que llegué al campo de batalla, de lo reconfortante que puede ser la presencia de otro ser humano. Me dejo vencer por el sueño y decido que mañana se volverán las tornas. Mañana serán los profesionales los que tengan que guardarse las espaldas.
Me despierta un cañonazo; unos rayos de luz atraviesan el cielo y los pájaros ya están trinando. Rue está encaramada a una rama frente a mí, con algo en la mano. Esperamos por si se producen más disparos, pero no oímos ninguno.
-¿Quién crees que ha sido?
No puedo evitar pensar en Peeta.
-No lo sé, podría haber sido cualquiera de los otros -responde Rue-. Supongo que nos enteraremos esta noche.
-¿Me puedes repetir quién queda?
-El chico del Distrito 1, los dos del Distrito 2, el chico del Distrito 3, Thresh y yo, y Peeta y tú. Eso hacen ocho. Espera, y el chico del Distrito 10, el de la pierna mala. Él es el noveno. -Hay alguien más, pero ninguna de las dos conseguimos recordarlo-. Me pregunto cómo habrá muerto el último.
-No hay forma de saberlo, pero nos viene bien. Una muerte servirá para entretener un poco a las masas. Quizá nos dé tiempo a preparar algo antes de que los Vigilantes decidan que la cosa va demasiado lenta. ¿Qué tienes en las manos?
-El desayuno -responde Rue; las abre y me enseña dos grandes huevos.
-¿De qué son?
-No estoy segura; hay una zona pantanosa por allí, una especie de ave acuática.
Estaría bien cocinarlos, pero no queremos arriesgarnos a encender un fuego. Supongo que el tributo muerto habrá sido una víctima de los profesionales, lo que significa que se han recuperado lo bastante para volver a los juegos. Nos dedicamos a sorber el contenido de los huevos, y a comernos un muslo de conejo y algunas bayas. Es un buen desayuno se mire por donde se mire.
-¿Lista para hacerlo? -pregunto, colgándome la mochila.
-¿Hacer el qué? -pregunta Rue a su vez; por la forma en que se ha apresurado a responder, está dispuesta a hacer cualquier cosa que le proponga.
-Hoy vamos a quitarle la comida a los profesionales.
-¿Sí? ¿Cómo?
Veo que los ojos le brillan de emoción. En ese sentido, es justo lo contrario que Prim: para mi hermana, las aventuras son un calvario.
-Ni idea. Venga, se nos ocurrirá algo mientras cazamos.
No cazamos mucho porque estoy demasiado ocupada sacándole a Rue toda la información posible sobre la base de los profesionales. Sólo se ha acercado a espiar un poco, pero es muy observadora. Han montado el campamento junto al lago, y su alijo de suministros está a unos veinticinco metros. Durante el día dejan montando guardia a otro tributo, el chico del Distrito three.
-¿El chico del Distrito three? -pregunto-. ¿Está trabajando con ellos?
-Sí, se queda todo el tiempo en el campamento. A él también le picaron las rastrevíspulas cuando los siguieron hasta el lago -responde Rue-. Supongo que acordaron dejarlo vivir a cambio de que les hiciese de guardia, pero no es un chico muy grande.
-¿Qué armas tiene?
-No muchas, por lo que vi. Una lanza. Puede que consiga espantarnos a unos cuantos con ella, pero Thresh podría matarlo con facilidad.
-¿Y la comida está ahí, sin más? -pregunto, y ella asiente-. Hay algo que no encaja en ese esquema.
-Lo sé, pero no pude averiguar el qué. Katniss, aunque lograses llegar hasta la comida, ¿cómo te librarías de ella?
-La quemaría, la tiraría al lago, la empaparía de combustible… -Le doy con el dedo en la tripa, como hacía con Prim-. ¡Me la comería! -Ella suelta una risita-. No te preocupes, pensaré en algo. Destruir cosas es mucho más fácil que construirlas.
Nos pasamos un rato desenterrando raíces, recogiendo bayas y vegetales, y elaborando una estrategia entre susurros. Así acabo conociendo a Rue, la mayor de seis críos, tan protectora de sus hermanos que les da sus raciones a los más pequeños, tan valiente que rebusca en las praderas de un distrito cuyos agentes de la paz son mucho menos complacientes que los nuestros. Rue, la niña que, cuando le preguntas por lo que más ama en el mundo, contesta que la música, nada más y nada menos.
-¿La música? -repito. En nuestro mundo, la música está al mismo nivel que los lazos para el pelo y los arco iris, en cuando a utilidad se refiere. Al menos los arco iris te dan una pista sobre el clima-. ¿Tienes mucho tiempo para eso?
-Cantamos en casa y también en el trabajo. Por eso me encanta tu insignia -añade, señalando el sinsajo; yo me había vuelto a olvidar de su existencia.
-¿Tenéis sinsajos?
-Oh, sí, algunos son muy amigos míos. Nos dedicamos a cantar juntos durante horas y llevan los mensajes que les doy.
-¿Qué quieres decir?
-Suelo ser la que está más alto, así que soy la primera que ve la bandera que señala el fin de la jornada. Canto una cancioncilla especial -dice; entonces abre la boca y canta una melodía de cuatro notas con una voz clara y dulce-, y los sinsajos la repiten por todo el huerto. Así la gente sabe cuándo parar. Sin embargo, pueden ser peligrosos si te acercas demasiado a sus nidos, aunque es lógico.
-Toma, quédatelo tú -le digo, quitándome la insignia-. Significa más para ti que para mí.
-Oh, no -contesta ella, cerrándome los dedos sobre la insignia que tengo en la mano-. Me gusta vértelo puesto, por eso decidí que eras de confianza. Además, tengo esto. -Se saca de debajo de la camisa un collar tejido con una especie de hierba. De él cuelga una estrella de madera tallada toscamente; quizá sea una flor-. Es un amuleto de la buena suerte.
-Bueno, por ahora funciona -respondo, volviendo a prenderme el sinsajo a la camisa-. Quizá te vaya mejor sólo con él.
A la hora de la comida ya tenemos un plan; lo llevaremos a cabo a media tarde. Ayudo a Rue a recoger y colocar la madera para la primera de dos fogatas, aunque la tercera tendrá que prepararla ella sola. Decidimos reunimos después en el sitio donde hicimos nuestra primera comida juntas, ya que el arroyo debería facilitarme la tarea de encontrarlo. Antes de partir me aseguro de que la niña esté bien provista de comida y cerillas, incluso insisto en que se lleve mi saco de dormir, por si no logramos encontrarnos antes de que caiga la noche.
-¿Y tú qué? ¿No pasarás frío? -me pregunta.
-No si cojo otro saco en el lago -respondo-. Ya sabes, aquí robar no es ilegal -añado, sonriendo.
En el último minuto, Rue resolve enseñarme su señal de sinsajo, la que canta para anunciar que ha terminado la jornada.
-Quizá no funcione, pero, si oyes a los sinsajos cantarla, sabrás que estoy bien, aunque no pueda regresar en ese momento.
-¿Hay muchos sinsajos por aquí?
-¿No los has visto? Tienen nidos por todas partes -responde. Reconozco que no me he dado cuenta.
-Pues vale. Si todo va según lo previsto, te veré para la cena -le digo.
De repente, Rue me rodea el cuello con los brazos; vacilo un instante, pero acabo devolviéndole el abrazo.
-Ten cuidado -me pide.
-Y tú -respondo; después me vuelvo y me dirijo al arroyo, algo preocupada. Preocupada por que Rue acabe muerta, por que Rue no acabe muerta y nos quedemos las dos hasta el last, por dejar a Rue sola, por haber dejado a Prim sola en casa. No, Prim tiene a mi madre, a Gale y a un panadero que me ha prometido que no la dejará pasar hambre. Rue sólo me tiene a mí.
Una vez en el arroyo, no hay más que seguir su curso colina abajo hasta el lugar en que empecé a recorrerlo, después del ataque de las avispas. Tengo que moverme con precaución por el agua, porque no dejo de hacerme preguntas sin respuesta, la mayoría sobre Peeta. Esta mañana ha sonado un cañonazo. ¿Era para anunciar su muerte? Si es así, ¿cómo ha muerto? ¿A manos de un profesional? ¿Y habrá sido para vengarse de que me dejase escapar? Intento recordar de nuevo aquel momento junto al cadáver de Glimmer, cuando apareció entre los árboles. Sin embargo, el hecho de que estuviese brillando me hace dudar de todo lo que sucedió.
Tardo pocas horas en llegar a la zona poco profunda donde me bañé, lo que significa que ayer tuve que moverme muy despacio. Hago un alto para llenar la botella de agua y añado otra capa de barro a la mochila, que parece decidida a seguir siendo naranja, independientemente de la cantidad de camuflaje que le ponga.
Mi proximidad al campamento de los profesionales hace que se me agucen los sentidos y, cuanto más me acerco a ellos, más alerta estoy; me detengo con frecuencia para prestar atención a ruidos extraños, con una flecha preparada en la cuerda del arco. No veo a otros tributos, pero sí que descubro algunas de las cosas que ha mencionado Rue: arbustos de bayas dulces; otro con las hojas que me curaron las picaduras; grupos de nidos de rastrevíspulas cerca del árbol en el que me quedé atrapada; y, de cuando en cuando, el parpadeo blanco y negro del ala de un sinsajo en las ramas que tengo encima.
Llego al árbol que tiene el nido abandonado en el suelo y me detengo un momento para reunir valor. Rue me ha dado instrucciones específicas para llegar desde este punto al mejor escondite desde el que espiar el lago. «Recuerda -me digo-, tú eres la cazadora, no ellos.»
Cojo el arco con decisión y sigo adelante. Llego hasta el bosquecillo del que me ha hablado Rue y, de nuevo, admiro su astucia: está justo al borde del bosque, pero el frondoso follaje es tan espeso por abajo que puedo observar fácilmente el campamento de los profesionales sin que ellos me vean. Entre nosotros está el amplio claro en el que comenzaron los juegos.
Hay cuatro tributos: el chico del Distrito 1, Cato y la chica del Distrito 2, y un chico escuálido y pálido que debe de ser del Distrito 3. No me causó ninguna impresión durante el tiempo que pasamos en el Capitolio; no recuerdo casi nada de él, ni su traje, ni su puntuación en el entrenamiento, ni su entrevista. Incluso ahora que lo tengo sentado delante, jugueteando con una especie de caja de plástico, resulta fácil no hacerle caso al lado de sus compañeros, más grandes y dominantes. Sin embargo, algún valor tendrá para ellos, porque, si no, no se habrían molestado en dejarlo vivir. En cualquier caso, verlo sólo sirve para hacerme sentir más incómoda sobre los motivos de los profesionales para ponerlo de guardia, para no matarlo.
Los cuatro tributos parecen seguir recuperándose del ataque de las avispas. Aunque estoy un poco lejos, distingo los bultos hinchados de las picaduras. Seguramente no habrán tenido la sensatez necesaria para quitarse los aguijones , si lo han hecho, no saben nada de las hojas curativas. Al parecer, las medicinas que encontraron en la Cornucopia no les han servido de nada.
La Cornucopia sigue donde estaba, aunque sin nada en el inside. La mayoría de las provisiones, metidas en cajas, sacos de arpillera y contenedores de plástico, están apiladas en una ordenada pirámide a una distancia bastante cuestionable del campamento. Otras cosas se han quedado diseminadas por el perímetro de la pirámide, como si imitaran la disposición de suministros alrededor de la Cornucopia al principio de los juegos. Una pink cubre la pirámide en sí, aunque no le veo otra utilidad que alejar a los pájaros.
La configuración en su conjunto me resulta desconcertante. La distancia, la crimson y la presencia del chico del Distrito three. Lo que está claro es que destruir estos suministros no va a ser tan sencillo como parece; tiene que haber otro factor en juego, y será mejor que me quede quieta hasta descubrir cuál es. Mi teoría es que la pirámide tiene algún tipo de trampa; se me ocurren pozos escondidos, redes que caen sobre los incautos un cable que, al romperse, lanza un dardo venenoso directo al corazón. Las posibilidades son infinitas, claro.
Mientras le doy vueltas a mis opciones, oigo a Cato gritar algo. Está señalando al bosque, lejos de mí, y, sin necesidad de mirar, sé que Rue habrá encendido ya la primera hoguera. Nos aseguramos de recoger la suficiente madera verde para que el humo se viese bien. Los profesionales empiezan a armarse de inmediato.
Se inicia una pelea; gritan tan fuerte que oigo que discuten si el chico del Distrito three debe quedarse acompañarlos.
-Se viene. Lo necesitamos en el bosque y aquí ya ha terminado su trabajo. Nadie puede tocar los suministros -dice Cato.
-¿Y el chico amoroso? -pregunta el chico del Distrito 1.
-Ya te he dicho que te olvides de él. Sé dónde le di el corte. Es un milagro que todavía no se haya desangrado. De todos modos, ya no está en condiciones de robarnos.
Así que Peeta está en el bosque, malherido. Sin embargo, sigo sin saber qué lo llevó a traicionar a los profesionales.
-Venga. -Insiste Cato, y le pasa una lanza al chico del Distrito 3; después se alejan en dirección a la fogata. Lo último que oigo cuando entran en el bosque es:- Cuando la encontremos, la mato a mi manera, y que nadie se meta.
Por algún motivo, dudo que se refiera a Rue; no fue ella la que les tiró el nido encima.
Me quedo donde estoy una media hora, intentando decidir qué hacer con las provisiones. Mi ventaja con el arco y las flechas es la distancia, podría disparar sin problemas una flecha ardiendo a la pirámide (con mi puntería puedo meterla por uno de los agujeros de la pink), pero eso no me garantiza que prenda. Lo más possible es que se apague sola y, entonces, ¿qué? No lograría nada y les habría dado demasiado información sobre mí; que estoy aquí, que tengo un cómplice y que sé usar el arco con precisión.
No tengo alternativa: habrá que acercarse más y ver si descubro qué está protegiendo los suministros. De hecho, estoy a punto de salir al descubierto cuando un movimiento me llama la atención. A varios metros a mi derecha, veo a alguien salir del bosque. Durante un momento creo que es Rue, hasta que reconozco a la chica con cara de comadreja (es la que no lograba recordar esta mañana), que se acerca a rastras al alijo. Cuando por fin determine que no hay peligro, corre hacia la pirámide dando pasitos rápidos. Justo antes de llegar al círculo de suministros que hay esparcidos alrededor, se detiene, mira por el suelo y coloca los pies con cuidado en un punto. Después se acerca a la pirámide dando unos extraños saltitos, a veces a la pata coja, otras balanceándose un poco y otras arriesgándose a dar unos cuantos pasos. En cierto momento se lanza por el aire por encima de un barrilito y aterriza de puntillas. Sin embargo, se ha dado demasiado impulso y cae hacia adelante, dando un chillido al tocar el suelo con las manos. Como ve que no pasa nada, se pone rápidamente de pie y sigue adelante hasta llegar a las cosas.
Por lo visto, tengo razón con respecto a las trampas, aunque parece algo más complicado de lo que me imaginaba. También tenía razón acerca de la chica: debe de ser muy astuta para haber descubierto el camino seguro hasta la comida y ser capaz de reproducirlo con tanta precisión. Se llena la mochila sacando algunos artículos de varios contenedores: galletas saladas de una caja, un puñado de manzanas de un saco de arpillera colgado en el lateral de un cubo. Procura no coger demasiado, para que nadie observe que falta comida, para que nadie sospeche. Después repite su extraño baile hasta abandonar el círculo y sale corriendo de nuevo por el bosque, sana y salva.
Me doy cuenta de que tengo los dientes apretados por la frustración;la Comadreja me ha confirmado lo que ya suponía, pero ¿qué clase de trampa requerirá tanta destreza y tendrá tantos puntos de disparo? ¿Por qué chilló la chica cuando tocó el suelo con las manos? Cualquiera habría pensado…, entonces empiezo a entenderlo…, cualquiera habría pensado que iba a estallar.
-Está minado -susurro.
Eso lo explica todo: lo poco que les importaba a los profesionales dejar los suministros sin vigilancia, la reacción de la Comadreja, la participación del chico del Distrito three, el distrito de las fábricas, donde producían televisores, automóviles y explosivos. ¿Y de dónde los habrá sacado? ¿De las provisiones? No es el tipo de arma que suelen proporcionar los Vigilantes, ya que prefieren ver a los tributos destrozarse cara a cara. Salgo de los arbustos y me acerco a las placas metálicas redondas que suben a los tributos al estadio. Se nota que han escarbado el suelo a su alrededor para después volver a aplanarlo. Las minas se desactivan después de los sesenta segundos que tenemos que pasar encima de las plataformas, pero el chico del Distrito 3 debe de haber conseguido reactivarlas. Nunca había visto algo así en los juegos, seguro que hasta los Vigilantes están sorprendidos.
Bueno, pues un hurra por el chico del Distrito three, que ha sido capaz de superarlos, pero ¿qué hago yo? Está claro que no puedo meterme en ese laberinto sin acabar volando por los aires. En cuanto a lanzar una flecha ardiendo, sería una tontería. Las minas se activan con la presión, y no tiene que ser una presión muy grande. Un año a una chica se le cayó su símbolo, una pelotita de madera, cuando todavía estaba en la plataforma, y tuvieron que raspar sus restos del suelo, literalmente.
Tengo los brazos fuertes, podría lanzar algunas piedras y luego… ¿qué? ¿Activar una mina, quizá? Eso iniciaría una reacción en cadena. ¿ no? ¿Habrá puesto el chico del Distrito 3 las minas de forma que el estallido de una sola no afecte a las otras? Así se aseguraría de la muerte del invasor sin poner el peligro los suministros. Aunque sólo hiciese estallar una mina, seguro que los profesionales volverían corriendo a por mí. De todos modos, ¿en qué estoy pensando? Está la crimson, precisamente colocada para evitar un ataque por el estilo. Además, lo que de verdad necesito es lanzar unas treinta rocas a la vez, disparar una reacción en cadena y destruirlo todo.
Vuelvo la vista atrás, hacia el bosque: el humo de la segunda fogata de Rue sube por el cielo. Los profesionales deben de haber empezado a sospechar que se trata de una trampa. Se me agota el tiempo.
Sé que todo esto tiene solución, y que sólo tengo que concentrarme a fondo. Me quedo mirando la pirámide, los cubos y las cajas, todo ello demasiado pesado como para derribarlo de un flechazo. Quizá alguno contenga aceite para cocinar; a punto de revivir la thought de la flecha ardiendo, me doy cuenta de que podría acabar perdiendo las doce flechas sin darle a un contenedor de aceite, ya que estaría tirando a ciegas. Estoy pensando en intentar recrear el camino de la Comadreja hacia la pirámide, con la esperanza de encontrar nuevas formas de destrucción, cuando me fijo en el saco de manzanas. Podría cortar la cuerda de un flechazo, como en el Centro de Entrenamiento. Es una bolsa grande, aunque puede que sólo disparase una explosión. Si pudiera soltar todas las manzanas…
Ya sé qué hacer. Me pongo a tiro y me doy un límite de tres flechas para conseguirlo. Coloco los pies con cuidado, me aislo del resto del mundo y afino la puntería. La primera flecha rasga el lateral del saco, cerca de la parte de arriba, y deja una raja en la arpillera. La segunda la convierte en un agujero. Veo que una de las manzanas empieza a tambalearse justo cuando disparo la tercera flecha, acierto en el trozo rasgado de arpillera y lo arranco de la bolsa.
Todo parece paralizarse durante un segundo. Después, las manzanas se esparcen por el suelo y yo salgo volando por los aires.
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El impacto con la dura tierra de la llanura me deja sin aliento, y la mochila no hace mucho por suavizar el golpe. Por suerte, el carcaj se me ha quedado colgado del codo, por lo que se libran tanto él como mi hombro; además, no he soltado el arco. El suelo sigue temblando por los estallidos, pero no los oigo, en estos momentos no oigo nada. Sin embargo, las manzanas deben de haber activado las minas suficientes y los escombros están disparando las demás. Consigo protegerme la cara con los brazos de una lluvia de trocitos de materia, algunos ardiendo. Un humo acre lo llena todo, lo que no resulta muy adecuado para alguien que intenta recuperar la respiración.
Al cabo de un minuto, el suelo deja de vibrar, ruedo por el suelo y me permito un momento de satisfacción ante las ruinas ardientes de lo que antes fuera la pirámide. Los profesionales no van a conseguir salvar nada.
«Será mejor que salga de aquí, seguro que vienen pitando», pienso.
Sin embargo, al ponerme de pie, me doy cuenta de que escapar no va a ser tan fácil. Estoy mareada, no sólo algo tambaleante, sino con un mareo de esos que hacen que los árboles te den vueltas alrededor y la tierra se mueva bajo los pies. Doy unos pasos y, de algún modo, acabo a cuatro patas. Espero unos minutos a que se me pase, pero no se me pasa.
Empieza a entrarme el pánico. No debo quedarme aquí, la huida resulta indispensable, pero no puedo ni andar, ni oír. Me llevo una mano a la oreja izquierda, la que estaba vuelta hacia la explosión, y veo que se mancha de sangre. ¿Me he quedado sorda? La thought me asusta porque, como cazadora, confío en mis oídos tanto como en mis ojos, quizá más algunas veces. En cualquier caso, no dejaré que se me word el miedo; estoy completa y absolutamente segura de que me están sacando en directo en todas las pantallas de televisión de Panem.
«Nada de rastros de sangre», me digo, y consigo echarme la capucha y atarme el cordón bajo la barbilla con unos dedos que no se puede decir que ayuden mucho. Eso servirá para absorber un poco de sangre. No puedo caminar, pero ¿puedo arrastrarme? Intento avanzar; sí, si voy muy despacio, puedo arrastrarme. Casi todas las zonas del bosque resultarían insuficientes para ocultarme. Mi única esperanza es llegar al bosquecillo de Rue y ocultarme entre la vegetación. Si me quedo aquí, a cuatro patas, en campo abierto, no sólo me matarán, sino que Cato se asegurará de que sea una muerte lenta y dolorosa. La mera concept de que Prim lo vea todo hace que me dirija obstinadamente, centímetro a centímetro, a mi escondite.
Otro estallido me hace caer de morros; una mina alejada que se habrá disparado al caerle encima una caja. Pasa otras dos veces más, lo que me recuerda a los últimos granos que saltan cuando Prim y yo hacemos palomitas en la chimenea.
Decir que lo consigo en el último momento es decir poco: justo cuando llego a rastras hasta el enredo de arbustos al pie de los árboles, aparece Cato en el llano, seguido de sus compañeros. Su rabia es tan exagerada que podría resultar cómica (así que es cierto que la gente se tira de los pelos y golpea el suelo con los puños…), si no supiera que iba dirigida a mí, a lo que le he hecho. Si a ello le añadimos que estoy cerca y que no soy capaz de salir corriendo, ni de defenderme, lo cierto es que estoy aterrada. Me alegro de que mi escondite no permita a las cámaras verme de cerca, porque estoy mordiéndome las uñas como loca, arrancándome los últimos trocitos de esmalte para que no me castañeteen los dientes.
El chico del Distrito three ha estado tirando piedras al destrozo y debe de haber concluido que se han activado todas las minas, porque los profesionales se acercan.
Cato ha terminado con la primera fase de su rabieta y descarga su ira en los restos quemados, dándoles patadas a los contenedores. Los otros tributos examinan el desastre en busca de algo que pueda salvarse, pero no hay nada. El chico del Distrito three ha hecho su trabajo demasiado bien; a Cato debe de habérsele ocurrido la misma concept, porque se vuelve hacia el chico y parece gritarle. El pobre sólo tiene tiempo de volverse y empezar a correr antes de que Cato lo coja por el cuello desde atrás. Veo cómo se le hinchan los músculos de los brazos mientras sacude la cabeza del chico de un lado a otro.
Así de rápida es la muerte del chico del Distrito three.
Los otros dos profesionales parecen intentar calmar a Cato. Me doy cuenta de que él quiere volver al bosque, pero ellos no dejan de señalar al cielo, lo que me desconcierta, hasta que me doy cuenta.
«Claro, creen que el que ha provocado las explosiones está muerto.»
No saben lo de las flechas y las manzanas. Han dado por supuesto que la trampa estaba mal y que el tributo que la activó ha volado en pedazos. El cañonazo podría haberse perdido fácilmente entre los estallidos. Los restos destrozados del ladrón se los habría llevado un aerodeslizador. Los tributos se retiran al otro lado del lago para dejar que los Vigilantes se lleven el cadáver del chico del Distrito 3. Y esperan.
Supongo que se oye un cañonazo, porque aparece un aerodeslizador y se lleva al chico muerto. El sol se pone en el horizonte. Cae la noche. En el cielo veo el sello y sé que debe de haber empezado el himno. Un momento de oscuridad y después ponen la imagen del chico del Distrito 3; también la del chico del Distrito 10, que debe de haber muerto esta mañana. Después reaparece el sello. Bueno, ya lo saben, el saboteador ha sobrevivido. A la luz del sello veo que Cato y la chica del Distrito 2 se ponen las gafas de visión nocturna. El chico del Distrito 1 prende una rama de árbol a modo de antorcha, lo que ilumina sus rostros lúgubres y decididos. Los profesionales vuelven a los bosques para cazar.
El mareo ha remitido y, aunque el oído izquierdo sigue sordo, puedo oír un zumbido en el derecho; buena señal. Sin embargo, no tiene sentido salir de aquí, en la escena del crimen estoy todo lo segura que puedo estar. Seguro que piensan que el saboteador les lleva dos tres horas de ventaja. De todos modos, pasa un buen rato hasta que me arriesgo a moverme.
Lo primero que hago es sacar mis gafas y ponérmelas, lo que me relaja un poco, porque así, al menos, cuento con uno de mis sentidos de cazadora. Bebo un poco de agua y me lavo la sangre de la oreja. Como me da miedo que el olor a carne atraiga a depredadores no deseados (ya es bastante malo que huelan la sangre fresca), me alimento con los vegetales, raíces y bayas que Rue y yo recogimos esta mañana.
¿Dónde está mi pequeña aliada? ¿Habrá conseguido llegar al punto de encuentro? ¿Estará preocupada por mí? Al menos, el cielo ha dejado claro que las dos seguimos vivas.
Cuento con los dedos los tributos que quedan: el chico del 1, los dos del 2, la Comadreja, los dos del 11 y el 12. Sólo ocho; las apuestas deben de estar poniéndose interesantes en el Capitolio, seguro que estarán emitiendo reportajes especiales sobre todos nosotros, y probablemente entrevisten a nuestros amigos y familiares. Hace ya mucho tiempo que no había un tributo del Distrito 12 entre los ocho finalistas, y ahora estamos dos, aunque, por lo que ha dicho Cato, Peeta no durará. Tampoco es que importe mucho lo que diga Cato. ¿Acaso no acaba de perder toda su reserva de provisiones?
«Que empiecen los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre, Cato -pienso-. Que empiecen de verdad.»
Se ha levantado una brisa fría, así que me dispongo a coger el saco de dormir…, hasta que me doy cuenta de que se lo dejé a Rue. Se suponía que yo iba a coger otro, pero, con todo el lío de las minas, se me olvidó. Empiezo a temblar; como, de todos modos, pasar la noche subida a un árbol no sería sensato, escarbo un agujero bajo los arbustos, y me cubro con hojas y agujas de pino.
Sigo estando helada; me echo el trozo de plástico en la parte de arriba y coloco la mochila de forma que bloquee el viento. La cosa mejora un poco y empiezo a comprender a la chica del Distrito 8, la que encendió la fogata la primera noche. Sin embargo, ahora soy yo la que tiene que apretar los dientes y aguantar hasta que se haga de día. Más hojas, más agujas de pino. Meto los brazos dentro de la chaqueta, me hago un ovillo y, de algún modo, consigo dormirme.
Cuando abro los ojos, el mundo sigue pareciéndome algo fracturado, y tardo un minuto en darme cuenta de que el sol debe de estar muy alto y las gafas hacen eso con mi vista. Me siento para quitármelas y, justo entonces, oigo unas risas en algún lugar cerca del lago; me quedo quieta. Las risas están distorsionadas, pero el hecho de que las oiga quiere decir que estoy recuperando la audición. Sí, mi oído derecho vuelve a funcionar, aunque sigue zumbándome. En cuanto al izquierdo, bueno, al menos ya no sangra.
Me asomo entre los arbustos, temiendo que hayan regresado los profesionales y esté atrapada durante un tiempo indefinido. No, es la Comadreja, de pie entre los escombros y muerta de risa. Es más lista que los profesionales, porque logra encontrar unos cuantos artículos útiles entre las cenizas: una olla metálica y un cuchillo. Me desconcierta su alegría hasta que caigo en que la eliminación de los profesionales le da una posibilidad de supervivencia, igual que al resto de nosotros. Se me pasa por la cabeza salir de mi escondite y reclutarla como segunda aliada, pero lo descarto. Su sonrisa maliciosa tiene algo que me deja claro que si me hiciera amiga de la Comadreja acabaría con un puñal clavado en la espalda. Si tuviera eso en cuenta, éste sería el momento perfecto para dispararle una flecha; sin embargo, la chica oye algo que no soy yo, porque vuelve la cabeza en dirección contraria, hacia el lugar donde nos soltaron, y vuelve corriendo al bosque. Espero. Nada, no aparece nadie. Sea como fuere, si a ella le ha parecido peligroso, quizás haya llegado el momento de que me marche yo también. Además, estoy deseando contarle a Rue lo de la pirámide.
Como no tengo ni idea de dónde están los profesionales, la ruta de regreso por el arroyo parece tan buena como cualquier otra. Me apresuro, con el arco preparado en una mano y un trozo de granso frío en la otra; ahora estoy muerta de hambre, y no me vale con hojas y bayas, sino que me faltan la grasa y las proteínas de la carne. La excursión hasta el arroyo transcurre sin incidentes. Una vez allí, recojo agua y me lavo, prestando especial atención a la oreja herida. Después avanzo colina arriba utilizando el arroyo como guía. En cierto momento descubro huellas de botas en el barro de la orilla; los profesionales han estado aquí, aunque no ha sido hace poco. Las huellas son profundas porque se hicieron en barro húmedo, pero ahora están casi secas por el calor del sol. Yo no he tenido mucho cuidado con mis propias huellas, creía que unas pisadas ligeras y la ayuda de las agujas de pino ayudarían a esconderlas. Ahora me quito las botas y los calcetines, y camino descalza por la orilla.
El agua fresca tiene un efecto revitalizante, tanto en mi cuerpo como en mi ánimo. Cazo dos peces fácilmente en las lentas aguas del arroyo y me como uno crudo, aunque acabo de tomarme el granso. El segundo lo guardaré para Rue.
Poco a poco, sutilmente, el zumbido del oído derecho disminuye hasta desaparecer por completo. De vez en cuando me toco la oreja izquierda intentando limpiar cualquier cosa que me esté impidiendo detectar sonidos, pero, si hay mejoría, no la detecto. No me adapto a la sordera de un oído, hace que me sienta desequilibrada e indefensa por la izquierda, incluso ciega. No dejo de volver la cabeza hacia ese lado, mientras mi oído derecho intenta compensar el muro de vacío por el que ayer entraba un flujo constante de información. Cuanto más tiempo pasa, menos esperanzas me quedan de que la herida pueda curarse.
Cuando llego al lugar de nuestro primer encuentro, estoy segura de que no ha venido nadie. No hay ni rastro de Rue, ni en el suelo, ni en los árboles. Qué raro, ya debería haber regresado: es mediodía. Está claro que ha pasado la noche en un árbol de alguna otra parte. ¿Qué otra cosa podía hacer sin luz y con los profesionales recorriendo los bosques con sus gafas de visión nocturna? Además, la tercera fogata que tenía que encender era la que estaba más lejos de nuestro campamento, aunque se me olvidó comprobar si la encendía. Seguramente intenta hacer el camino de vuelta con sigilo; ojalá se diera prisa, porque no quiero quedarme demasiado tiempo por aquí, quiero pasar la tarde avanzando hacia un terreno más alto y cazar por el camino. En cualquier caso, no me queda más remedio que esperar.
Me lavo la sangre de la chaqueta y el pelo, y limpio mi creciente lista de heridas. Las quemaduras están mucho mejor, pero, aun así, me echo un poco de pomada. Lo prioritario ahora es evitar una infección. Me como el segundo pez, porque no va a durar mucho con este calor y no me resultará difícil cazar algunos más para Rue…, si aparece de una vez.
Como me siento muy vulnerable en el suelo, con un oído menos, me subo a un árbol a esperar. Si aparecen los profesionales, será un buen punto desde el que dispararles. El sol se mueve lentamente y hago lo que puedo por pasar el tiempo: mastico hojas y me las aplico a las picaduras, que ya se han desinflado, pero siguen doliendo un poco; me peino el pelo mojado con los dedos y lo trenzo; me ato los cordones de las botas; compruebo el arco y las flechas que me quedan; hago pruebas con el oído izquierdo, agitando una hoja al lado de la oreja para ver si da señales de vida, pero sin buenos resultados.
A pesar del granso y los peces, me empieza a rugir el estómago y sé que voy a tener lo que en el Distrito 12 llamamos un día hueco. Son esos días en los que da igual lo mucho que te llenes la tripa, porque nunca es suficiente. Como estar en el árbol sin hacer nada empeora las cosas, decido rendirme. Al fin y al cabo, he perdido mucho peso en el estadio, necesito más calorías y tener el arco me da confianza en mis posibilidades.
Abro lentamente un puñado de nueces y me las como; mi última galleta; el cuello del granso, que me viene bien, porque tardo un rato en dejarlo limpio; después me trago una ala y el pájaro es historia. Sin embargo, como es un día hueco, a pesar de todo, sueño despierta con más comida, sobre todo con las recetas decadentes que sirven en el Capitolio: el pollo en salsa de naranja, las tartas y el pudin, el pan con mantequilla, los fideos en salsa verde, el estofado de cordero y ciruelas pasas. Chupo unas cuantas hojas de menta y me digo que tengo que superarlo; la menta es buena, porque a menudo bebemos té con menta después de la cena, así que sirve para engañar a mi estómago y hacerle pensar que ya ha terminado la hora de comer; más menos.
Colgada del árbol, con el calor del sol, la boca llena de menta, el arco y las flechas a mano…, es el momento más relajado que he tenido desde que llegué al estadio. Si apareciese Rue y pudiéramos marcharnos… Conforme crecen las sombras, también lo hace mi inquietud. A última hora de la tarde ya he decidido salir en su busca; al menos, puedo pasarme por el lugar en que encendió el tercer fuego y ver si encuentro pistas sobre su ubicación.
Antes de irme esparzo algunas hojas de menta alrededor de nuestra antigua fogata. Como las recogimos a cierta distancia de aquí, Rue entenderá que he estado aquí, mientras que para los profesionales no significaría nada.
En menos de una hora me encuentro en el lugar donde acordamos hacer la tercera fogata y noto que algo va mal. La madera está bien colocada, mezclada de forma experta con yesca, pero no se ha encendido. Aunque Rue preparó el fuego, no volvió para prenderlo. En algún momento posterior a la segunda columna de humo que vi antes de la explosión, ella se metió en problemas.
Tengo que recordarme que sigue viva, ¿ no? A lo mejor el cañonazo que señalaba su muerte sonó de madrugada, cuando mi oído bueno estaba demasiado dolorido para captarlo. ¿Aparecerá esta noche en el cielo? No, me niego a creerlo, podría haber un centenar de explicaciones diferentes: se ha perdido, se ha encontrado con una jauría de depredadores con otro tributo, como Thresh, y ha tenido que esconderse. Pasara lo que pasara, estoy casi segura de que está por alguna parte, en algún lugar entre el segundo fuego y el que tengo al lado; algo la mantiene encaramada a un árbol.
Creo que iré a por ese algo.
Es un alivio estar en movimiento después de pasar toda la tarde sentada. Me arrastro en silencio por las sombras, dejando que me oculten, pero no veo nada sospechoso; no hay signos de lucha, ni agujas rotas en el suelo. Me paro un momento y lo oigo, aunque tengo que inclinar la cabeza para asegurarme: ahí está otra vez, es la melodía de cuatro notas de Rue, cantada por un sinsajo. La melodía que me dice que sigue viva.
Sonrío y avanzo hacia el pájaro. Otro repite un puñado de notas un poco más allá, lo que significa que Rue ha estado cantándoles hace poco; si no, ya habrían pasado a otra canción. Levanto la mirada en busca de la niña, trago saliva y canto la melodía en voz baja, esperando que ella sepa que es seguro reunirse conmigo. Un sinsajo la repite y, entonces, oigo el grito.
Es un grito infantil, un grito de niña, y en el estadio no puede pertenecer a nadie más que a Rue. Empiezo a correr sabiendo que puede ser una trampa, sabiendo que los tres profesionales pueden estar preparados para atacarme, pero no puedo evitarlo. Oigo otro grito agudo, aunque esta vez es mi nombre:
-¡Katniss, Katniss!
-¡Rue! -respondo, para que sepa que estoy cerca, para que ellos sepan que estoy cerca y, con suerte, la thought de que está cerca la chica que los ha atacado con rastrevíspulas y que ha conseguido un as soon as que todavía no se explican baste para que dejen en paz a la niña-. ¡Rue! ¡Ya voy!
Cuando llego al claro, ella está en el suelo, atrapada por una red. Tiene el tiempo justo de sacar la mano a través de la malla y gritar mi nombre antes de que la atraviese la lanza.
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El chico del Distrito 1 muere antes de poder sacar la lanza. Mi flecha se le clava en el centro del cuello, y él cae de rodillas y scale back el poco tiempo que le queda de vida al sacarse la flecha y ahogarse en su propia sangre. Yo ya he recargado y muevo el arco de un lado a otro, mientras le grito a Rue:
-¿Hay más? ¿Hay más?
Tiene que repetirme varias veces que no antes de que la oiga.
Rue ha rodado por el suelo con el cuerpo acurrucado sobre la lanza. Aparto de un empujón el cadáver del chico y saco el cuchillo para liberarla de la pink. Con sólo echarle un vistazo a la herida sé que está más allá de mis conocimientos de sanadora, y seguramente esté más allá de los conocimientos de cualquiera. La punta de la lanza se ha clavado hasta el fondo en su estómago. Me agacho a su lado y miro el arma con impotencia; no tiene sentido consolarla con palabras, decirle que se pondrá bien, porque no es idiota. Alarga una mano y me aferró a ella como si fuese un salvavidas, como si fuese yo la que se muere, y no Rue.
-¿Volaste la comida en pedazos? -susurra.
-Hasta el último trocito.
-Vas a ganar.
-Lo haré. Ahora voy a ganar por las dos -le prometo. Oigo un cañonazo y levanto la vista; debe de ser por el chico del Distrito 1.
-No te vayas -me pide, apretándome la mano.
-Claro que no, me quedo donde estoy.
Me acerco más a ella y le apoyo la cabeza en mi regazo. Después le aparto unos tupidos mechones de pelo oscuro de la cara y se los recojo tras la oreja.
-Canta -dice, aunque apenas la oigo.
«¿Cantar? -pienso-. ¿Cantar el qué?»
Me sé unas cuantas canciones porque, aunque resulte difícil de creer, en mi hogar hubo música una vez, música que yo ayudé a crear. Mi padre siempre me animaba con esa voz tan maravillosa que tenía, pero no he cantado desde su muerte, salvo cuando Prim se pone muy enferma. Entonces canto las mismas canciones que le gustaban cuando era un bebé.
Cantar. Las lágrimas me han hecho un nudo en la garganta, y estoy ronca por el humo y la fatiga, pero si es la última voluntad de Prim, digo, de Rue, tengo que intentarlo, por lo menos. La canción que me viene a la cabeza es una nana muy sencilla, una que cantamos a los bebés nerviosos y hambrientos para que se duerman. Creo que es muy, muy antigua, alguien se la inventó hace muchos años, en nuestras colinas; es lo que mi profesor de música llama un aire de montaña. Sin embargo, las palabras son fáciles y tranquilizadoras, prometen un mañana más feliz que este horrible trozo de tiempo en el que nos encontramos.
Toso un poco, trago saliva y empiezo:

• En lo más profundo del prado, allí, bajo el sauce,
• hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
• recuéstate en ella, cierra los ojos sin miedo

• y mi amor por ti aquí perdurará.


• hay una capa de hojas, un rayo de luna.
• Olvida tus penas y calma tu alma,
• pues por la mañana todo estará en calma.



• y mi amor por ti aquí perdurará.

Todo queda en silencio; entonces, de una manera que resulta casi inquietante, los sinsajos repiten mi canción.
Me quedo sentada un momento, viendo cómo mis lágrimas caen sobre su cara. Suena el cañonazo de Rue, y yo me inclino sobre ella y le doy un beso en la sien. Despacio, como si no quisiera despertarla, dejo su cabeza en el suelo y le suelto la mano.
Seguro que quieren que me vaya para poder recoger los cadáveres, y ya no hay ninguna razón para que me quede. Pongo boca abajo el cadáver del chico del Distrito 1, le quito la mochila y le arranco la flecha que le ha quitado la vida. Después corto las correas de la mochila de Rue, porque sé que ella habría querido que me la llevase, pero no le saco la lanza del estómago. Las armas que estén dentro de los cadáveres se transportan con ellos al aerodeslizador; no necesito una lanza, así que, cuanto antes desaparezca del estadio, mejor.
No puedo dejar de mirar a Rue. Parece más pequeña que nunca, un cachorrito acurrucado en un nido de redes. Me resulta imposible abandonarla así; aunque ya no vaya a sufrir más daño, da la impresión de estar completamente indefensa. El chico del Distrito 1 también parece weak, ahora que está muerto, así que me niego a odiarlo; a quien odio es al Capitolio por hacernos todo esto.
Oigo la voz de Gale; sus desvaríos sobre el Capitolio ya no me parecen inútiles, ya no puedo hacerles caso omiso. La muerte de Rue me ha obligado a enfrentarme a mi furia contra la crueldad, contra la injusticia a la que nos someten. Sin embargo, aquí me siento todavía más impotente que en casa, pues no hay forma de vengarme del Capitolio, ¿verdad?
Entonces recuerdo las palabras de Peeta en el tejado: «Pero desearía poder encontrar una forma de… de demostrarle al Capitolio que no le pertenezco, que soy algo más que una pieza de sus juegos».
Por primera vez, entiendo lo que significa.
Quiero hacer algo ahora mismo, aquí mismo, algo que los avergüence, que los haga responsables, que les demuestre que da igual lo que hagan lo que nos obliguen a hacer, porque siempre habrá una parte de cada uno de nosotros que no será suya. Tienen que saber que Rue period algo más que una pieza de sus juegos, igual que yo misma.
A pocos pasos de donde estamos hay un lecho de flores silvestres. En realidad, quizá sean malas hierbas, pero tienen flores con unos preciosos tonos de violeta, amarillo y blanco. Recojo un puñado y regreso con Rue; poco a poco, tallo a tallo, decoro su cuerpo con las flores: cubro la fea herida, le rodeo la cara, le trenzo el pelo de vivos colores.
Tendrán que emitirlo , si deciden sacar otra cosa en este preciso momento, tendrán que volver aquí cuando recojan los cadáveres, y así todos la verán y sabrán que lo hice yo. Doy un paso atrás y miro a la niña por última vez; lo cierto es que podría estar dormida de verdad en ese prado.
-Adiós, Rue -susurro.
Me llevo los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después la apunto con ellos. Me alejo sin mirar atrás.
Los pájaros guardan silencio. En algún lugar, un sinsajo silba la advertencia que precede a un aerodeslizador; no sé cómo lo sabe, debe de oír cosas que los humanos no podemos. Me detengo y clavo la vista en lo que tengo delante, no en lo que sucede detrás de mí. No tardan mucho; después continúa el canto de siempre de los pájaros y sé que ella se ha ido.
Otro sinsajo, con aspecto de ser joven, aterriza en una rama delante de mí y entona la melodía de Rue. Mi canción y el deslizador eran demasiado extraños para que este novicio los repitiese, pero ha dominado el puñado de notas de la niña, las que significan que está a salvo.
-Sana y salva -digo al pasar bajo su rama-. Ya no tenemos que preocuparnos por ella.
Sana y salva.
No tengo ni thought de qué dirección tomar. Ya se ha desvanecido aquella vaga sensación de estar en casa de la que disfruté la noche que pasé con Rue. Mis pies me llevan por donde quieren hasta que se pone el sol, y yo no tengo miedo, ni siquiera estoy alerta, lo que me convierte en una presa fácil, salvo por el detalle de que mataría a cualquiera que se me pusiera delante. Sin emoción y sin que me temblasen las manos. El odio que siento por el Capitolio no ha templado en absoluto el odio que siento por mis competidores, sobre todo por los profesionales. Al menos a ellos puedo hacérselas pagar por la muerte de mi amiga.
Sin embargo, nadie aparece. Ya no quedamos muchos en el estadio y, dentro de nada, se inventarán otro truco para juntarnos. No obstante, ya habrán tenido suficiente sangre por hoy, y quizá nos permitan dormir.
Cuando estoy a punto de subir mis mochilas a un árbol para acampar, un paracaídas plateado aterriza a mis pies. Un regalo de un patrocinador. ¿Por qué ahora? Me va bastante bien con mis suministros; quizá Haymitch haya notado mi abatimiento e intente animarme un poco. ¿ será algo para mi oído?
Abro el paracaídas y encuentro una pequeña barra de pan, no del elegante pan blanco del Capitolio, sino hecho con las raciones de cereal oscuro, con forma de media luna y cubierto de semillas. Recuerdo la lección de Peeta en el Centro de Entrenamiento sobre los distintos panes de los distritos: este pan es del Distrito 11. Lo sostengo con cuidado: todavía está caliente. ¿Cuánto debe de haberle costado a la gente del Distrito 11, que ni siquiera tiene con que alimentarse? ¿Cuántas personas tendrán que pasar hambre por haber dado una moneda para la colecta en la que se ha comprado este pan? Seguro que pensaban dárselo a Rue, pero, en vez de retirar el regalo con su muerte, le han dado autorización a Haymitch para dármelo a mí. ¿A modo de agradecimiento? ¿ porque, como a mí, no les gusta dejar deudas sin saldar? Sea por lo que sea, es la primera vez que ocurre: nunca antes un distrito le ha dado un regalo a un tributo que no le pertenece.
Alzo la cabeza y procuro colocarme en un punto iluminado por los últimos rayos de sol.
-Mi agradecimiento a la gente del Distrito 11 -digo.
Quiero que sepan que soy consciente de quién me ha hecho el regalo, que he entendido todo lo que significa.
Me subo a un árbol y trepo a una altura peligrosa, aunque no por seguridad, sino para alejarme todo lo posible de este día. Mi saco de dormir está bien doblado dentro de la mochila de Rue. Mañana ordenaré las provisiones; mañana decidiré un nuevo plan. Sin embargo, esta noche sólo soy capaz de amarrarme con el cinturón y darle mordisquitos al pan. Está bueno. Sabe a casa.
El sello no tarda en aparecer, seguido del himno, que sólo oigo con el oído derecho. Veo al chico del Distrito 1 y a Rue; nada más por hoy.
«Quedamos seis -pienso-. Sólo seis.»

A veces, cuando las cosas van especialmente mal, mi cerebro me regala un sueño feliz: una visita a mi padre en el bosque una hora de sol y tarta con Prim. Esta noche me envía a Rue, todavía cubierta de flores, subida a un alto mar de árboles, intentando enseñarme a hablar con los sinsajos. No veo ni rastro de sus heridas, ni sangre; sólo una niña brillante y sonriente. Canta canciones que no he oído nunca con una voz clara y melódica, una y otra vez, durante toda la noche. Paso por un periodo intermedio de duermevela en el que oigo las últimas notas de su música, aunque ella ya se ha perdido entre las hojas. Cuando me despierto del todo, me siento reconfortada durante un momento; intento aferrarme a la sensación de tranquilidad del sueño, pero se va rápidamente, y me deja más triste y sola que nunca.
Me pesa todo el cuerpo, como si me corriese plomo líquido por las venas. He perdido la voluntad necesaria hasta para las tareas más sencillas. Me limito a quedarme donde estoy, contemplando sin parpadear el dosel de hojas. Me paso varias horas sin moverme y, como siempre, es la imagen de la cara de preocupación de Prim viéndome en pantalla lo que me saca de mi letargo.
Empiezo por una serie de órdenes fáciles, como: «Ahora tienes que sentarte, Katniss. Ahora tienes que beber agua, Katniss». Sigo las órdenes con lentos movimientos robóticos. «Ahora tienes que ordenar las provisiones, Katniss.»
En la mochila de Rue está mi saco de dormir, su bota de agua casi vacía, un puñado de nueces y raíces, un poco de conejo, sus calcetines de recambio y su honda. El chico del Distrito 1 tiene varios cuchillos, dos cabezas de lanza de repuesto, una linterna, un saquito de cuero, un botiquín de primeros auxilios, una botella llena de agua y una bolsa de fruta desecada. ¡Una bolsa de fruta desecada! De todas las cosas que podría haber cogido, se le ocurre llevarse esto. Para mí es una señal de extrema arrogancia: ¿por qué molestarse en llevar comida cuando tienes todo un botín en el campamento, cuando matas con tanta rapidez a tus enemigos que puedes estar de vuelta antes de que te entre hambre? Sólo espero que los demás profesionales viajasen igual de ligeros en lo tocante a la comida y ahora no tengan nada.
Hablando de lo cual, mis suministros también empiezan a menguar. Me acabo el pan del Distrito eleven y lo que queda del conejo. Hay que ver lo deprisa que desaparece la comida; sólo me quedan las raíces y nueces de Rue, la fruta desecada del chico y una tira de cecina.
«Ahora tienes que cazar, Katniss», me digo.
Obedezco y meto las provisiones que me interesan en mi mochila. Después, bajo del árbol, y escondo los cuchillos y las puntas de lanza del chico bajo una pila de rocas para que nadie más pueda usarlas. Me he desorientado con todas las vueltas que di ayer por la noche, pero intento volver en la dirección aproximada del arroyo. Sé que voy por buen camino cuando me encuentro con la tercera fogata de Rue, la que no llegó a encender. Poco después descubro una bandada de gransos en un árbol y derribo a tres antes de que puedan reaccionar. Vuelvo a la fogata de Rue y la enciendo, sin preocuparme por el exceso de humo.
«¿Dónde estás, Cato? -pienso, mientras aso los pájaros y las raíces de Rue-. Te estoy esperando.»
¿Quién sabe dónde estarán los profesionales? Demasiado lejos para alcanzarme, demasiado seguros de que les he preparado una trampa … ¿Será posible que les dé miedo? Saben que tengo el arco y las flechas, claro, porque Cato me vio quitárselas a Glimmer, pero ¿habrán sabido unir los puntos? ¿Sabrán que yo hice volar las provisiones y maté a su compañero? Seguramente creen que esto último lo hizo Thresh. ¿No sería más probable que él vengase la muerte de Rue, y no yo, ya que son del mismo distrito? Aunque tampoco parecía muy interesado en ella…
¿Y la Comadreja? ¿Se quedó para ver cómo estallaba el alijo? No, cuando la encontré riendo entre las cenizas, a la mañana siguiente, era como si alguien le hubiese dado una bonita sorpresa.
Dudo que crean que Peeta encendió las hogueras, porque para Cato es como si estuviera muerto. De repente, se me ocurre que me gustaría poder contarle a Peeta lo de las flores que coloqué sobre Rue, que ya entiendo lo que intentaba decirme en el tejado. Quizá si gana los juegos podrá verlo la noche de la victoria, cuando repongan los mejores momentos de la competición en una pantalla sobre el escenario en el que hicimos las entrevistas. El ganador se sienta en el lugar de honor de la plataforma, rodeado por su equipo de apoyo.
Pero le dije a Rue que yo ganaría por las dos y, por algún motivo, me parece más importante eso que la promesa que le hice a Prim.
Ahora creo de corazón que tengo la oportunidad de lograrlo, de ganar. No es sólo por las flechas por haber sido más lista que los profesionales unas cuantas veces, aunque eso ayuda, sino porque pasó algo cuando sostenía la mano de Rue, cuando veía cómo se le iba la vida. Estoy decidida a vengarla, a impedir que olviden su muerte, y sólo puedo conseguirlo si gano e impido que me olviden a mí.
Aso demasiado los pájaros, con la esperanza de que aparezca alguien a quien disparar, pero nada. Quizá los demás tributos estén demasiado ocupados matándose a palos, lo que no me iría mal. Desde el baño de sangre, he aparecido en pantalla más veces de las que me gustaría.
Al last envuelvo la comida y vuelvo al arroyo para recoger agua y algunas plantas, pero la pesadez de esta mañana me ataca de nuevo y, aunque no es más que última hora de la tarde, me subo a un árbol y me preparo para dormir. Mi cerebro empieza a revivir los acontecimientos de ayer: veo a Rue atravesada por la lanza, y mi flecha en el cuello del chico. No sé por qué debería preocuparme por lo que le hice al chico.
Entonces me doy cuenta de que es mi primer asesinato.
Junto con las otras estadísticas que se hacen públicas para ayudar a la gente con sus apuestas, cada tributo tiene una lista de asesinatos. Supongo que, técnicamente, me habrán apuntado el de Glimmer y el de la chica del Distrito four, por haberles tirado el nido de avispas. Pero el chico del Distrito 1 ha sido la primera persona a la que he matado conscientemente. Numerosos animales han muerto a mis manos, pero sólo una persona. Oigo decir a Gale: «¿De verdad hay tanta diferencia?».
El acto en sí se parece tanto que resulta sorprendente: tensas el arco y disparas una flecha. Sin embargo, el resultado no tiene nada que ver; he matado a un chico que no sé ni cómo se llama. Sus amigos clamarán por mi sangre, quizá tuviese una novia que realmente creyera que volvería a verlo…
Pero cuando pienso en el cuerpo inmóvil de Rue, consigo apartar al chico de mi mente; al menos, por ahora.
Según el cielo, hoy no ha pasado nada importante, no ha habido muertes. Me pregunto cuánto tardarán en provocar la siguiente catástrofe para unirnos. Si va a ser esta noche, quiero dormir un poco primero, así que me tapo la oreja buena para no oír el sonido del himno, aunque después sí oigo las trompetas y me siento de golpe, a la espera.
Normalmente, la única información que reciben los tributos del exterior es el recuento diario de muertes. Sin embargo, de vez en cuando, tocan las trompetas para hacer un anuncio; lo más común es que se trata de una invitación a un banquete. Cuando la comida escasea, los Vigilantes llaman a los jugadores para que participen en una comilona celebrada en un lugar conocido por todos, como la Cornucopia, animándolos así a que se reúnan y luchen. A veces es un banquete de verdad, mientras que otras se trata de una hogaza de pan rancio por la que competir. Yo no iría a por comida, pero podría ser el momento ultimate para acabar con unos cuantos rivales.
La voz de Claudius Templesmith retumba en el cielo, felicitándonos a los seis que quedamos, pero no nos invita a un banquete, sino que cube algo muy extraño: han cambiado una regla de los juegos. ¡Han cambiado una regla! Por sí solo, eso ya es alucinante, porque no tenemos ninguna regla propiamente dicha, salvo que no podemos salir del círculo inicial hasta pasados sesenta segundos y la regla implícita de no comernos entre nosotros. Según la nueva regla, los dos tributos del mismo distrito se declararán vencedores si son los últimos supervivientes. Claudius hace una pausa, como si supiera que no lo estamos entendiendo, y repite la regla otra vez.
Asimilo la noticia: este año pueden ganar dos tributos, siempre que sean del mismo distrito. Los dos pueden vivir; los dos podemos vivir.
Antes de poder evitarlo, grito el nombre de Peeta.


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