Un edificio en París, 26 apartamentos, desde los más lujosos hasta las buhardillas, 100habitaciones, 167 personajes principales, ninety nine capítulos más un epílogo, divididos en seis secciones, una cronología que va de 1833 a 1975; 107 historias principales de todo tipo, desde las guerreras a las de policías y ladrones, de las científicas a las fantásticas, exóticas, sentimentales, delincuentes, asesinos, niños traviesos melancólicos, artistas, prostitutas, de cine, de exploraciones de televisión, aventuras políticas, históricas… ¿Qué es toda esta locura? Y eso que las historias se encabalgan, se entrecruzan, se mezclan en medio de un aparente desorden, de una ingente acumulación de enumeraciones, descripciones, imágenes sin cuento, objetos y más objetos, conceptos científicos, lingüísticos, libros y cuadros, grabados, piezas musicales: las referencias se amplían; los personajes, reales imaginarios, crecen hasta más de 1.500, y el lector que se ha aventurado a través de esta jungla inmensa, tan compleja como prístina y transparente, escrita con una claridad asombrosa, con estilo suave, sencillo, humilde, diáfano y dulcemente irónico, percibe que todo se va colocando en su lugar, que existe un orden férreo y secreto, todo es un juego, y que, como todos los juegos, posee un orden interno coherente, unas reglas que se van creando a cada paso, aunque tal vez sólo para ser destruidas después, y que a través de este caos hay un placer, una diversión, un juego, y por detrás, una profunda operación de conocimiento, un arte, una concepción del mundo y de la misma literatura. …
¿Cómo escribir en el siglo XX, a finales, cuando todo nos fuerza, nos constriñe, empezando por toda la historia y la literatura y la ciencia, y así sucesivamente? Perec inventaba resucitaba estas opresiones, escribía crucigramas, novelas objétales falsas, parodias, lipogramas, anagramas, una novela sin la letra e, otra sólo con una vocal, y así sucesivamente. Este libro es una gigantesca metáfora de la literatura, que sale de la realidad para convertirse en placer, que no sirve para nada, pero de lo que siempre queda algo, pues vence a la muerte como el rompecabezas a Bartlebooth, como éste al productor de televisión que quiso plasmarlo, este último a su vez al agente artístico que quiso robarle uno. Como el arte de Perec, el escritor más original de la literatura common de esta segunda mitad de nuestro siglo, que perpetuará su nombre hasta el closing, por encima del cáncer de pulmón que a los 46 años nos lo arrebató. Aunque quien no sea geómetra, ni jugador, ni lector, no lo tenga demasiado fácil.
El libro equivale a noventa y nueve novelas, coincidiendo con el número de capítulos, donde se reúnen destinos plurales aislados entre los que pueden no existir conexiones reales, pero sí parentescos de vecindad, por artificiales que sean, que Perec singulariza. Y todo acontece en el espacio de un solo edificio, en París —que podría hallarse en cualquier ciudad del mundo— en el «XVII», en la rué Simon-Crubellier. Perec construye la novela partiendo de un inventario, que da lugar a las piezas de un puzzle, que necesitan encajarse para poder tener sentido. La estructura del libro crece mediante este procedimiento, que cabe asociar con una progresión geométrica de figuras simbólicas. La escalera es la espina dorsal, lugar de nadie, «donde la gente se cruza casi sin verse». Lugar, «donde llegan ecos lejanos de lo que acontece detrás de las puertas»… Lugar «anónimo, frío,hostil». La escalera conduce a los rellanos, y en cada uno los vecinos se tocan por los tabiques, repiten unos gestos cotidianos, como los animales en un zoo. Y Perec observa todos los movimientos que se producen, como si los hiciera una fauna a la que no perteneciera, entretejiendo un relato que se ramifica insospechadamente mediante la conjugación de pasado y presente: historias e historias que se remontan incluso a personajes ausentes, en el presente de la narración. El resultado es una gran saga donde cualquier circunstancia pueda servir de evocación y pretexto para reanudar el relato indefinidamente.
De Menene Gras Balaguer, «El relalo del relato», enQuimera (Barc
Otro ejemplo de lo que yo llamo «hirpenovela» es La vida instrucciones de uso (La vie mode de emploi) de Georges Perec, novela muy larga pero construida con muchas historias que se entrecruzan (no en vano su subtítulo es Romans, en plural), haciendo revivir el placer de los grandes ciclos, a la manera de Balzac.
Creo que este libro, aparecido en París en 1978, cuatro años antes de que el autor muriera con sólo cuarenta y seis años, constituye el último verdadero acontecimiento en la historia de la novela. Y por muchas razones: el plan inmenso y al mismo tiempo terminado, la novedad de la manera de abordar la obra literaria, el compendio de una tradición narrativa y la suma enciclopédica de saberes que dan forma a una imagen del mundo, el sentido del hoy que está también hecho de acumulación del pasado y de vértigo del vacio, la presencia simultánea y continua de ironía y angustia, en una palabra, la forma en que la prosecución de un proyecto estructural y lo imponderable de la poesía se convierten en una sola cosa.
El puzzle da a la novela el tema de la trama y el modelo formal. Otro modelo es el corte transversal de un típico inmueble parisiense en el que se desarrolla toda la acción, un capítulo por habitación, cinco plantas de apartamentos cuyos muebles y enseres se enumeran, refiriéndose los traspasos de propiedad y las vidas de sus habitantes, de sus ascendientes y descendientes. El plano del edificio se presenta como un «bicuadrado» de diez cuadrados por diez: un tablero de ajedrez en el que Perec pasa de una casilla ( sea habitación, sea capítulo) a otra con el salto del caballo, según cierto orden que permite recorrer sucesivamente todas las casillas (¿Son cien los capítulos? No, son noventa y nueve; este libro ultraterminado deja intencionadamente una pequeña fisura a lo incloncluso.)
Este es, por así decir, el continente. En cuanto al contenido, Perec preparó listas de temas divididos por categorías y decidió que en cada capítulo debía figurar, aunque fuera apenas esbozado, un tema de cada categoría, a fin de variar siempre las combinaciones, según procedimientos matemáticos que no estoy en condiciones de definir pero sobre cuya exactitud no tengo dudas. (Frecuenté a Perec durante los nueve años que dedicó a la redacción de la novela, pero conozco sólo algunas de sus reglas secretas.) Estas categorías temáticas son nada menos que cuarenta y dos y comprenden citas literarias, localidades geográficas, fechas históricas, muebles, objetos, estilos, colores, comidas, animales, plantas, minerales, y no sé cuántas cosas más, así como no sé cómo hizo para respetar estas reglas incluso en los capítulos más breves y sintéticos.
Para escapar a la arbitrariedad de la existencia, Perec, como su protagonista, necesita imponerse reglas rigurosas (aunque estas reglas sean, a su vez, arbitrarias). Pero el milagro es que esta poética que se diría artificiosa y mecánica da por resultado una libertad y una riqueza de invención inagotables. Porque esa poética coincide con lo que fue, desde los tiempos de su primera novela, Las cosas (Les choses, 1965), la pasión de Perec por los catálogos: enumeraciones de objetos, cada uno definido en su especificidad y pertenencia a una época, a un estilo, a una sociedad, y también menús de comidas, programas de conciertos, tablas dietéticas, bibliografías verdaderas imaginarias.
El demonio del coleccionismo flota constantemente en las páginas de Perec, y la colección más «suya» entre las muchas que este libro evoca es, diría yo, la de los única, es decir, la de objetos de los que existe solamente un ejemplar. Pero Perec, en la vida, coleccionista no period más que de palabras, de conocimientos, de recuerdos; la exactitud terminológica period su forma de poseer; recogía y nombraba aquello que constituye la unicidad de cada hecho, persona, cosa. Nadie más inmune que Perec a la peor plaga de la escritura de hoy: la vaguedad.
Quisiera insistir en el hecho de que para Perec construir la novela a base de reglas fijas, decontraintes, no ahogaba la libertad narrativa sino que la estimulaba. No en vano fue el más inventivo de los participantes en el Oulipo (Ouvroir de Littérature Potentielle) fundado por su maestro Raymond Queneau…
-De Italo Calvino, «Multiplicidad» en Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela,1989,pp. 135-137.J
Georges Perec es un escritor clásico, diáfano, accesible, cuyas historias son más transparentes que el cristal; lo que sucede, sin embargo, es que las historias ya no son lo que eran, que ya no es posible contar sin más ni más con sujeto, verbo y predicado, y que nuestro mundo de ordenadores y microprocesadores lo multiplica todo hasta la exasperación, por lo que ese contador de historias que es Georges Perec tiene que dar cuenta de todas las posibilidades de contar que hoy se ofrecen al artista. A pesar de su desagrado por hablar de manera abstracta teórica acerca de su obra, él mismo lo dijo: «Quien! recorrer toda la literatura de mi tiempo escribir todo lo que le sea posible escribir a un hombre de hoy: libros gruesos cortos, novelas y poemas, dramas, libretos de ópera, novelas policiacas, de aventuras, de ficción científica, folletines, libros para niños …».
Éste fue su verdadero proyecto literario, basado además en cuatro puntos cardinales: el mundo que le rodeó, su propia experiencia, el lenguaje y el universo d la ficción: sociología, autobiografía, esk tica y metaliteratura. Ambición deso munal a la que otro dato se superpuso ir incrementándolo a la enésima potencia,; que sólo una muerte bastante temprana pudo interrumpir; no repetir jamás d mismo libro; como en La vida instrucciones de uso, compuesta siguiendo los movimientos de un caballo de ajedrea que recorriera todas las casillas del tablero sin repetir una sola vez la misma. El resultado es la exasperación de la imaginación, la explosión del juego, una fiesta de la ni zón y una inusitada exploración de la literatura misma. Entre la carcajada y la iluminación, el divertimiento y la reflexión Georges Perec es también un metaena: tor, pues su tema es la literatura misma, su objetivo, el de crear un espacio literario donde se reúnan la escritura y la lectura. Ahí es nada. I…
Leer a Perec es como una sauna n una ducha sueca, que alterna el frío y el calor, el fuego y el hielo, es sumergir en una corriente que encierra otras mil. es experimentar el placer del vértigos verse a la vez obligado a pensar sin pii-rar. ¿Qué otra cosa puede ser hoy la Literatura?
De Rafael Conté, «Polimorfo Perec». País( 14 de enero de 1990).
Ya desde el primer momento quiso pii sentarse como un escritor ¡nclasificahk un individuo que no aspiraba al Gon court, un autor falto aparentemente ili coherencia (el no querer repetir jamás u!i libro comportaba eso), alguien pan quien en el futuro múltiples iban a ser Ir registros literarios utilizados, la varicd.i de géneros explorados: eso que Peiv más adelante llamaría versatilidad sisli mática.
Dentro de esa versatilidad, Un hw bre que duerme se inscribe en la verliiT te del «gusto por las historias, por loiii velesco y las peripecias» que fue unoi: los cuatro campos literarios en Perec campó —valga la redundanda-sus anchas. En Un hombre que ifni’m basta que, un día de mayo en qu’- li i demasiado calor, la inoportuii
elona), 80 (1988). Sobre La vida instrucciones de uso.\
mción de un texto del que se ha perdi-.’,’ el hilo, un tazón de Nescafé de nnto demasiado amargo, y una pacana de plástico rosa llena de agua ^ruzca en la cual flotan seis calceti-s, para que algo se rompa, se altere, deshaga, y aparezca a plena luz esa rdad decepcionante, triste y ridicula, imo un gorro con orejas de burro,,nees la vida.
El solitario y turbado, depresivo héroe único del libro no sólo abandona la universidad a partir de esa inoportuna conjunción de calcetines y Nescafé, sino que abandona el mundo entero; descubre, con una especie de embriaguez, que es libre, iliie nada le pesa, nada le gusta ni le dis-íusta: «Ahora eres el dueño anónimo del mundo, aquel sobre el cual la historia ya no tiene poder, aquel que ya no siente caer la lluvia, que ya no ve venir la no-te. Al igual que Bartieby, el solitario y urbado héroe de Perec se deja morir. Es-undido tras el biombo de su vida perfec-.iinente anulada, pasea cual vegetal por as calles de París, e inicia el aprendizaje rós duro, aquel que nos conduce a desabrir que tampoco la soledad nos enseña algo y que la indiferencia es inútil míenos esperamos, en la place Clichy, a queese definitivamente la lluvia.
De Enrique Vila-Matas, «De Perec al infinito» , Diario /6 (Madrid) (20 septiembre 1990). Sobre Un hombre que duerme.
Un hombre que duerme relata la historia de un joven de veinticinco años, universitario, que al despertar de un sueño que lo sume en la más absoluta indiferencia, resolve romper todo vínculo con el mundo que hasta entonces ha sido el suyo. Puesto que algo frágil pero elementary se ha quebrado en su conciencia, emprende a su vez la tarea sistemática de ir rompiendo toda dependencia del exterior con el deliberado propósito de que, una vez conquistada la pura neutralidad, su manifiesto rechazo hará cambiar la i faz del mundo. El anhelo «revoluciona-i ; rio» alimentado desde la soledad no es más real que el sueño traumático que lo empujó al despojamiento de cuanto de humano habitaba en él. Ante su mirada puntillosa la realidad se presenta monstruosamente deformada, pero el mundo no se inmuta y sigue su curso. En definitiva, se ve obligado a admitir el fracaso de la ilusión, traicionera. Así que a través del miedo recupera su condición de vulgar criatura indefensa frente a un mundo impasible y absurdo que, lo quiera no, le determina.
La novela es un prodigio de habilidad narrativa que contiene ya la especificidad de Perec y, a la vez, paradójicamente, la naturaleza ecléctica de su personalidad literaria. El dominio técnico es irreprochable: escrita en segunda persona, con todos los peligros que la elección conlleva, no hay fisuras ni se produce el menor fallo en los mecanismos expresivos. El narrador «sabe» en todo momento lo que está aconteciendo dentro del personaje en su proceso de desasimiento iniciático, y al mismo tiempo lo «ve» desde fuera, en un doble ángulo convencional. Esa rara mezcla de dualidad óptica que sitúa en un mismo plano al personaje y al narrador, es decir, identifica al que escribe con el sujeto de su propia invención, identifica no sólo a Perec con la actitud del protagonista, sino que representa un atisbo de los principios literarios que pondrá en práctica más tarde. Perec ensaya ya aquí un recurso muy private
que desarrolló ampliamente en La vie mode d’emploi. Me refiero a su terca obsesión, según el modelo de Gadda, por nombrarlo todo con rigurosa exactitud terminológica. En el universo de Perec no hay espacio para la vaguedad. Al contrario, se diría que para él sólo es concebible rechazar aquello que previamente se posee por medio de la palabra. Ahora bien, a fuerza de servirse de la concisión, el discurso de Perec en esta novela crea en el lector el espejismo de una atmósfera de ambigüedad casi irrespirable, literalmente abrumadora, que envuelve el relato con un halo de fantasmagoría sin duda deliberado. El efecto alegórico resulta soberbio.
De Robert Saladrigas, «Como una esponja en el mar». La Vanguardia (2 noviembre 1990). Sobre Un hombre que duerme.
Sótanos.
El sótano de los Altamont, limpio, ordenado, nítido: desde el suelo hasta el techo, estantes y cajones provistos de etiquetas anchas y bien legibles. Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio; no se les ha olvidado nada: hay existencias, provisiones como para resistir un asedio, como para sobrevivir en caso de crisis, como para ir tirando en caso de guerra.
La pared de la izquierda está reservada para los productos alimenticios de primera necesidad: harina, sémola, maizena, fécula de patata, tapioca, copos de avena, azúcar en terrones, azúcar en polvo, azúcar glas, sal, aceitunas, alcaparras, condimentos, grandes tarros de mostaza y pepinillos, latas de aceite, paquetes de hierbas secas, paquetes de pimienta en grano, clavos, setas liofilizadas, latitas de cortezas de trufas; vinagre de vino y alcohol; almendras fileteadas, nueces peladas, avellanas y cacahuetes empaquetados al vacío, pastitas para aperitivo, caramelos, chocolate para cocer y para comer, miel, confitura, leche en bote, leche en polvo, huevos en polvo, levadura, natillas marca Francorusse, té, café, cacao, tisanas, cubitos de caldo Kub, tomate concentrado, harina, nuez moscada, guindillas, vainilla, especias y plantas aromáticas, pan rallado,biscottes, uvas pasas, dulce de fruta, tallos de angélica; siguen después las conservas: conservas de pescado: atún desmenuzado, sardinas en aceite, anchoas enrolladas, caballa al vino blanco, sábalo en tomate, merluza a la andaluza, sprats ahumados, sucedáneo de caviar, hígado de bacalao ahumado; conservas de legumbres y hortalizas: guisantes, puntas de espárragos, champiñones de París, judías verdes further, espinacas, corazones de alcachofas, salsifíess, menestra, así como paquetes de legumbres secas: guisantes, alubias verdes, lentejas, habas, alubias blancaspaquetes de arroz y de pastas: macarrones cortados, fideos, conchas, spaghetti, patatas fritas, puré de patata, sopas en sobre; conservas de fruta: orejones de albaricoque, peras en almíbar, cerezas, melocotones, ciruelas, bolsas de higos secos, cajas de dátiles, de plátanos secos, de ciruelas pasas; conservas de carne y platos preparados: corned-beef, jamón, terrinas, chicharrones, foie gras, paté de hígado de cerdo, gelantina, cabeza de jabalí, choucroute, cassoulet, longaniza con lentejas, raviolis, cordero guisado, ratatouille de Niza, cus-cús, pollo a la vasca, paella, ternera con salsa blanca a la antigua.
La pared del fondo y casi toda la de la derecha están ocupadas por botellas extendidas en botelleros de alambre plastificado siguiendo un orden visiblemente canónico: primero los llamados vinos de mesa, luego los Beaujolais, Cotes du Rhóne y vinos blancos del Loira del año, después los vinos de conservación corta: Cahors, Bourgueil, Chinon, Bergerac, por último la verdadera bodega, la gran bodega, llevada con un libro en el que se hace constar cada botella, procedencia, cosechero, proveedor, añada, fecha de entrada, plazo óptimo de conservación, eventual fecha de salida; vinos de Aisacia; Riesling, Traminer, Pinot negro, Tokay; Burdeos tintos: Médoc: Cháteau-de-1’Abbaye-Skinner, Cháteau-Lynch-Bages, Chá-teau-Palmer, Cháteau Brane-Cantenac, Cháteau-Gruau-Larose; Graves; Cháteau-Lagarde-Martillac, Cháteau-Larrivet-Haut-Brion; Saint-Emilion: Cháteau-Latour-Beau-Website, Cháteau-Canon, Chá-teau-La-Gaffelliére, Cháteau-Trottevieille; Pomerol: Cháteau-Tai-Ilefer; Burdeos blancos: Sauternes: Chátcau-Sigalas-Rabaud, Cháteau-Caillou, Cháteau-Nairac; Graves: Cháteau-Chevalier, Cháteau-Malartic-Lagraviére;Borgoñas tintos: Cotes de Nuits: Cham-bolle-Musigny, Charmes-Chambertin, Bonnes-Marcs, Romanée-Saint-Vivant, La Tache, Richebourg;Cotes de Beaune: Per-nandVergelesse, Aloxe-Corton, Santenay Graviércs, Beaune Gréves Vignes-de-1’Enfant-Jésus, Volnay Caillerets; Borgoñasblancos: Beaune Clos-des-Mouches, Cortón Charicmagne; Cótes-du-Rhóne; Cóte-Rótie, Crozes-Hermitagc, Comas, Tavel, Chátcau-ncuf-du-Pape; Cótes-de-Provence: Bandol, Cassis; Vinos del Meconnais y del Dijonnais, vinos naturales de Champagne -Vertus ’80u2 y Crémant-, vinos varios de Langucdoc, Béarn, Saumurois y urena, vinos extranjeros: Fcchy, Pully, Sidi-Brahim, Chátcau-Mat-tllloux, vino del Dorset, vinos del Riny de Moscla, Asti, Koudiat, Haut-Mornag, Sangre de Toro, and so on.; por último hay unas cuantas ca Jas de champán, vinos aperitivos y licores diversos -whisky, ginebr kirsch, calvados, coñac, Grand-Marnier, Bénédictine, y, de nuevo en los anaqueles, algunas cajas con diferentes bebidas no alcohólicas con gasoline sin gasoline, aguas minerales, cervezas, zumos de fruta.
Por último, al remaining y a la derecha, entre la pared y la puerta -enrejado de madera reforzado con hierro y cerrado con dos gruesos candados—, la zona de los productos de limpieza, los productos de tocador y los productos diversos: lotes de bayetas, tambores de polvos para lavar la ropa, detergentes, desincrustantes, desatascantes, lejía concentrada, esponjas, productos para parquets, cristales, dorados plata, cristalería, baldosas y linóleos, cepillos de escobas, bolsas de aspirador, velas, reservas de cerillas, lotes de pilas eléctricas, filtros de cafetera, aspirinas vitaminadas, bombillas antorcha para arañas, hojas de afeitar, colonia barata a granel, pastillas de jabón, botellas de champú, algodón hidrófilo, bastoncitos para las orejas, limas esmeriladas, cargas de tinta para estilográfica, cera, botes de pintura, apositos individuales, insecticidas, encendedores de cocina, bolsas para la basura, piedras de mechero, papel de secar.
Sótanos.
El sótano de los Gratiolet. Varias generaciones han apilado aquí desechos que nadie ha ordenado ni seleccionado nunca. Yacen, a tres metros de profundidad, bajo la guardia inquieta de un gatazo atigrado, que, encaramado en lo más alto, al otro lado del tragaluz, espía por entre los barrotes el inaccesible aunque no del todo imperceptibe trotecillo de un ratón.
El ojo, acostumbrándose poco a poco a la oscuridad, acabaría reconociendo, bajo su fina capa de polvo gris, restos dispersos procedentes de todos los Gratiolet: el bastidor y los montantes de una cama antigua, unos esquíes de madera de hickory que han perdido desde hace tiempo toda su elasticidad, un casco colonial de una blancura antaño inmaculada, unas raquetas de tenis sujetas entre sus pesadas prensas trapezoidales, una vieja máquina Underwood, de 1a famosa serie de los Cuatro Millones que, debido a su fabulador automático, pasó en su época por uno de los objetos más perfectos que han ideado en todos los tiempos; en ella Francois Gratiolet empezó a mecanografiar sus recibos, cuando decidió que debía modernizar la contabilidad; un viejo Petit Larousse Illustré que empieza n la mitad de la página 71 -ASPIC n. m. (griego aspis). Nombre vulgar de la víbora. Figurado lengua de aspic, persona maledicente- y acaba en la página 1530: MAROLLES-LES-BRAULTS, cab. de cant. (Sarthe) distr. de Mamers; 2000 hab. (950 aglom.); una percha de hierro forjado de la que sigue colgado un capote de gruesa lana basta todo remendado con pedazos de colores y a veces hasta de tejidos distintos: el capote del soldado raso Olivier Gratiolet, hecho prisionero en Arras el20 de mayo de 1940, liberado en mayo de 1942 merced a la intervención de su tío Marc (Marc, hijo de Ferdinand, no era tío de Olivier, sino primo hermano de su padre Louis, pero Olivier lo llamaba siempre tío, igual que llamaba tío al otro primo de su padre, Francois; un viejo globo terráqueo de cartón, considerablemente agujereado; pilas y más pilas de periódicos desparejados: -L´ilustration, Point de Vue, Radar, Detective, Réalites, Images du Monde, Comedia, en una portada de Paris-Match, Pierre Boulez, de frac, enarbola la batuta para el estreno de Wozzeck en la Opera de París; en una portada de Historia se ve a dos adolescentes, uno con uniforme de coronel de húsares —pantalón de cachemir blanco, dormán azul oscuro con alamares gris perla, chacó con plumas— y el otro con levita negra, corbata y puños de encaje, arrojándose uno en brazos del otro, con la siguiente leyenda: Se entrevistaron secretamente Luis XVJI el Aiglon en Fiume el ocho de agosto de 1808?. Aclarado por fin el mayor enigma de la Historia Una caja de sombreros repleta de fotografías abarquilladas, de esos clisés amarillentos sepia que nunca se sabe a quién representan ni quién los tomó; tres hombres en una pequeña carretera rural; ese caballero fino y moreno, de bigote negro rizado con elegancia y pantalón a cuadros claros, será probablemente Juste Gratiolet, el bi-sabuelo de Olivier, el primer propietario de la casa, con unos amigos suyos que tal vez sean los Bereaux, Jacques y Emile, con cuya hermana Marie se casó Juste; y esos dos, delante del monumento a los caídos de Beyrut, ambos con la manga derecha vacía, y saludando con el brazo izquierdo la bandera tricolor, constelado de medallas el pecho, son Bernard Lehameau, un primo de Marthe, la mujer Francois, y su viejo amigo el coronel Augustus B. Clifford, a quien sirvió de intérprete en el Gran Cuartel Basic de las Fuerzas Aliadas en Peronne, y que, como él, perdió el brazo derecho al ser bombardeado dicho G.C.G. por el Barón Rojo el 19 de mayo de 1917- aquel otro, aquel hombre visiblemente présbita, que lee un libro en un atril inclinado, es Gérard, el abuelo de Olivier.
Al lado, amontonadas en una caja de hojalata cuadrada, conchas y piedras recogidas por Olivier Gratiolet en Gatseau, en la isla de Oléron, el tres de septiembre de 1934, día de la muerte de su abuelo y, sujeto con una goma, un paquete de estampas de Epinal como las que se daban en la escuela primaria cuando se tenía una cantidad suficiente de puntos de buena conducta: la de encima representa el encuentro, en un buque de guerra, entre el zar y el presidente de la República francesa. Por todas partes, hasta perderse de vista, sólo se ven navíos cuyas humaredas desaparecen en un cielo sin nubes. Con grandes pasos acaban de avanzar el zar y el presidente uno hacia otro y se están dando la mano. Detrás del zar, como detrás del presidente, permanecen dos caballeros: en contraste con la alegría manifiesta en los rostros de ambos jefes, los suyos parecen graves. Las miradas de las dos escoltas se concentran en sus soberanos respectivos. Abajo-la escena se desarrolla visiblemente en la cubierta alta del navío—, medio cortadas por el margen de la imagen, se yerguen largas filas de marinos en posición de firmes.
En la escalera, 1
Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa. De lo que acontece detrás de las pesadas puertas de los pisos casi nunca se percibe más que esos ecos filtrados, esos fragmentos, esos esbozos, esos inicios, esos incidentes accidentes que ocurren en las llamadas «partes comunes», esos murmullos apagados que ahoga el felpudo de lana roja descolorido, esos embriones de vida comunitaria que se detienen siempre en los rellanos Los vecinos de una misma casa viven a pocos centímetros unos de otros; los separa un simple tabique, comparten los mismos espacios repetidos de arriba abajo del edificio; hacen los mismos gestos al mismo tiempo: abrir el grifo, tirar de la cadena del water, encender la luz, poner la mesa, algunas decenas de existencias simultáneas que se repiten de piso en piso, de casa en casa, de calle en calle. Se atrincheran en sus partes privadas —que así se llaman— y querrían que de ellas no saliera nada, pero lo poco que dejan salir -el perro con su correa, el niño que va por el pan, el visitante acompañado el importuno despedido-sale por la escalera. Porque todo lo que pasa pasa por la escalera, todo lo que llega llega por la escalera: las cartas, las participaciones de bodas defunciones, los muebles que traen se llevan los mozos de las mudanzas, el médico avisado urgentemente y el viajero que regresa de un largo viaje/ Por eso es la escalera un lugar anónimo, frío, casi hostil. En las casas antiguas había aún peldaños de piedra, barandillas de hierro forjado, esculturas, grandes hachones, a veces una banqueta entre piso y piso para que descansara la gente mayor. En las casas modernas hay ascensores con las paredes llenas de graffití que quieren ser obscenos y escaleras llamadas «de socorro» de cemento desnudo, sucias y sonoras. En esta casa, en la que hay un ascensor viejo, casi siempre averiado, la escalera es un lugar vetusto, de una limpieza sospechosa, que se degrada de piso en piso siguiendo las convenciones de la respetabilidad burguesa: dos espesores de alfombra hasta el tercero, uno luego y ninguno en las dos plantas que están debajo del tejado.
Sí, empezará aquí, entre los pisos tercero y cuarto del número eleven de la calle Simon-Crubellier. Una mujer de unos cuarenta años está subiendo las escaleras; viste un largo impermeable de escai y lleva en la cabeza una especie de gorro de fieltro en forma de pan de azúcar, algo parecido a la imagen que se suele tener de un gorro de duende, dividido en cuadros rojos y grises. De su hombro derecho cuelga un gran bolso de tela recia, un bolso de esos en los que cabe todo. Un pañuelito de batista está atado a una de las anillas de steel cromado que une el bolso a su correa. En toda la superficie de este último se repiten con regularidad tres motivos pintados como un estarcido: un reloj de pared, una hogaza partida por el medio y un recipiente de cobre sin asas.
La mujer mira un plano que lleva en la mano izquierda. Es una easy hoja de papel, cuyos pliegues visibles aún prueban que estuvo doblada y que está sujeta con un clip a un grueso folleto ciclostilado; es el reglamento de copropiedad del piso que va a visitar esta mujer. En realidad, en la hoja se han bosquejado no uno sino tres planos; el primero, arriba y a la derecha, permite localizar la casa más menos hacia la mitad de la calle Simon-Crubellier, la cual divide oblicuamente el cuadrilátero que forman las calles Médéric, Jadin, De Chazelles y Léon Jost, en el barrio de la Plaine Monceau del distrito diecisiete; el segundo, arriba y a la izquierda, representa la sección del edificio, indicando esquemáticamente la disposición de los pisos y precisando el nombre de algunos vecinos: señora Nochero, portera; señora de Beaumont, segundo derecha; Bartlebooth, tercero izquierda; Rémi Rorschash, productor de televisión, cuarto izquierda; doctor Dinteville, sexto izquierda, así como el piso deshabitado del sexto derecha que ocupó hasta su muerte Gaspard Winckier, artesano; el tercer plano, en la mitad inferior de la hoja, es el del piso de Winckier: tres habitaciones en la parte delantera, que dan a la fachada, una cocina y un lavabo que dan al patio de luces y un cuarto trastero sin ventana.
La mujer lleva en la mano derecha un gran manojo de llaves; deben de ser las de todos los pisos que ha visitado hoy; algunas cuelgan de llaveros fantasía: una botella miniatura de Marie Brizard, un tee de golf y una avispa, una ficha de dominó que representa un doble seis y una figura octogonal de plástico en la que hay incrustado un nardo.
Gaspard Winckier murió hace casi seis años. No tenía hijos. No se sabía si le quedaba aún familia. Bartlebooth contrató a un notario para buscar a sus eventuales herederos. Su única hermana, Anne Voltimand, había muerto en 1942. Su sobrino, Grégoire Voltimand, cayó en el Garellano cuando el hundimiento de la línea Gustav, en mayo de 1944. El notario tardó varios meses en descubrir al descendiente lejano de un primo suyo; se llamaba Antoine Rameau y trabajaba en una fábrica de sofás modulares. Subían tanto los derechos de sucesión, a los que se agregaban los gastos ocasionados por el reconocimiento de la línea sucesoria, que Antoine Rameau lo tuvo que subastar todo. Hace unos meses que los muebles andan dispersos por los depósitos municipales y unas semanas que una agencia compró el piso.
La mujer que sube las escaleras no es la directora de la agencia sino su ayudante; no se encarga de los asuntos comerciales, ni de las relaciones con los clientes, sino únicamente de los problemas técnicos. Desde el punto de vista inmobiliario, el negocio es bueno, el barrio correcto, la fachada de piedra, la escalera se halla en buen estado a pesar de la vejez del ascensor; y la mujer viene ahora a inspeccionar más detenidamente el estado del piso y a hacer un plano más preciso de sus partes, distinguiendo, por ejemplo, con líneas más gruesas las paredes de los tabiques, y con semicírculos y flechas en qué sentido se abren las puertas, prever las obras y preparar un primer presupuesto del acondicionamiento complete; será preciso derribar el tabique que separa el retrete del cuarto trastero, lo cual permitirá instalar un aseo con polibán y water; habrá que cambiar las baldosas de la cocina, sustituir la vieja caldera de carbón por otra mural de gas ciudad mixta (calefacción central y agua caliente) y quitar el parquet de espinapez de los cuartos, extendiendo en su lugar una capa de cemento, que se cubrirá con un revestimiento de arpillera y moqueta.
Ya no queda gran cosa de aquellos tres cuartitos en los que vivió y trabajó Gaspard Winckier por espacio de casi cuarenta años. Desaparecieron sus pocos muebles, su banco de trabajo, su sierra de calar y sus minúsculas limas. Sólo queda, en la pared, frente a su cama. Junto a la ventana, aquella tela cuadrada que tanto le gustaba: representaba una antesala en la que estaban tres hombres. Dos permanecían de pie, vestidos con levita, pálidos y gordos, con unos sombreros de copa que parecían atornillados a sus cráneos. El tercero, también de negro, estaba sentado al lado de la puerta en la actitud de un hombre que espera a alguien y se ponía unos guantes nuevos cuyos dedos tomaban forma con los suyos.
La mujer sube las escaleras. El viejo piso se convertirá pronto en una coqueta vivienda, living doble + behavior., conf., vista, tranq. Gaspard Winckier ha muerto pero la larga venganza que urdió con tanta paciencia y tanta minucia no ha acabado de cumplirse todavía. parecieron sus pocos muebles, su banco de trabajo, su sierra de calar y sus minúsculas limas. Sólo queda, en la pared, frente a su cama, junto a la ventana, aquella tela cuadrada que tanto le gustaba: representaba una antesala en la que estaban tres hombres. Dos permanecían de pie, vestidos con levita, pálidos y gordos, con unos sombreros de copa que parecían atornillados a sus cráneos. El tercero, también de negro, estaba sentado al lado de la puerta en la actitud de un hombre que espera a alguien y se ponía unos guantes nuevos cuyos dedos tomaban forma con los suyos.
La mujer sube las escaleras. El viejo piso se convertirá pronto en una coqueta vivienda, residing doble + habit., conf., vista, tranq. Gaspard Winckier ha muerto pero la larga venganza que urdió con tanta paciencia y tanta minucia no ha acabado de cumplirse todavía.
El portal es un lugar relativamente espacioso, casi perfectamente cuadrado. Al fondo y a la izquierda, una parte da a los sótanos; en el centro, la caja del ascensor; un letrero anuncia
en la puerta de hierro forjado; a la derecha, el arranque de la escalera. Las paredes están esmaltadas de coloration verde claro; en el suelo hay una alfombra de cuerda de una textura muy tupida. En la pared de la izquierda se abre la puerta acristalada de la portería adornada con visillos de encaje.
De pie, delante de la portería, una mujer lee la lista de vecinos de la casa; viste un amplio abrigo de lino pardo ajustado con un grueso broche pisciforme que tiene incrustaciones de alabandinas. Lleva terciado un gran bolso de tela cruda y levanta en la mano derecha una fotografía amarillenta que representa a un hombre de levita negra; luce espesas patillas y gasta anteojos; está de pie junto a una librera giratoria de estilo Napoleón III de caoba y cobre, encima de la cual hay un florero de pasta de vidrio lleno de aros. Su sombrero d copa, sus guantes y su bastón están al lado sobre un escritorio ministro con incrustaciones de concha.
Este hombre -James Sherwood- fue víctima de uno de los timos más famosos de todos los tiempos: dos estafadores geniales le vendieron, en mil ochocientos noventa y seis, el vaso en el que José de Arimatea había recogido la sangre de Cristo. Su esposa -una novelista americana llamada Ursula Sobieski- lleva tres años enfrascada en la reconstrucción de aquel asunto tenebroso para convertirlo en argumento de su próximo libro y la conclusión de sus investigaciones la ha traído hoy a esta casa donde piensa encontrar una última información.
James Sherwood, nacido en 1833 en Ulverston (Lancashire), emigró muy joven y se hizo farmacéutico en Bostón. A comienzos de los años setenta inventó una receta de goma pectoral a base de jengibre. La fama de aquellos caramelos para la tos se cimentó en menos de cinco años; quedó proclamada en un slogan que se hizo célebre: Sherwood´ s put you in tbe temper” y la ilustraron unas imágenes hexagonales que representaban a un caballero atravesando con su lanza el espectro de la gripe personificado en un viejo cascarrabias derribado boca abajo en un paisaje de niebla, imágenes profusamente difundidas por toda América y reproducidas en los secantes de los colegiales, al dorso de las cajas de fósforos, en los envases de aguas minerales, detrás de las cajas de quesos y en millares de juguetitos y accesorios escolares regalados, en épocas determinadas, a todo comprador de una caja de Sbemyood´s : plumieres, cuadernillos. Juegos de cubos, pequeños puzzles, pequeños cedazospara pepitas de oro (reservados para la clientela californiana), fotos con dedicatorias falsas de las grandes estrellas del music-hall.
La fortuna colosal que acompañó aquella prodigiosa popularidad no bastó desgraciadamente para curar al farmacéutico de la dolencia que lo aquejaba: una neurastenia tenaz que lo mantenía en un estado casi crónico de somnolencia y postración. Pero le permitió al menos satisfacer la única actividad que conseguía hacerle olvidar más menos su tedio: la búsqueda de única.
En la jerga de libreros, chamarileros y vendedores de curiosidades se llama unicum como el nombre da a entender, todo objeto del no existe más que un ejemplar. Esta definición un tanto vaga barca varios tipos de objetos; se puede tratar de objetos de los que coló se ha fabricado un ejemplar, como el octobajo, aquel monstruoso contrabajo que requería dos instrumentistas, uno encaramado en una escalera ocupándose de las cuerdas, y el otro en un simple taburete moviendo el arco, como la Legouix-Vavassor Aisatia, que ganó el Gran Premio de Amsterdam en 1913y cuya comercialización quedó definitivamente comprometida con la guerra; se puede tratar también de especies animales de las que se conoce únicamente un individuo, como el tanrec Dasogale fontoynanti, cuyo único ejemplar, capturado en Madagascar, se encuentra en el Museo de Historia Natural de París, como la mariposa Troides allottei, que un coleccionista compró por 1.500.000 francos, en 1966, como el Monachustropicalis la foca de lomo blanco cuya existencia se conoce tan sólo por una fotografía tomada en Yucatán en 1962; se puede tratar asimismo de objetos de los que ya sólo queda un ejemplar, como ocurre con varios sellos, libros, grabados y grabaciones fonográficas; por último, se puede tratar de objetos convertidos en únicos por alguna particularidad de su historia: la estilográfica con que se firmó y rubricó el Tratado de Versalles,la cesta de salvado a la que rodaron la cabeza de Luis XVI la de Dantón, el trozo que queda de la tiza usada por Einstein en su memorable conferencia de 1905; el primer miligramo de radio puro aislado por los Curie en 1898, el telegrama de Ems, los guantes con los que Dempseyderrotó a Carpenrier el 21 de julio de 1921, el primer taparrabos de Tarzán, los guantes de Rita Hayworth en Gilda son ejemplos clásicos de esta última categoría, la más difundida, pero también la más ambigua, habida cuenta de que cualquier objeto se puede definir siempre de una manera única y de que existe en Japón una manufactura dedicada a fabricar sombreros de Napoleón en serie.
Las dos características de los aficionados a los única son el recelo y la pasión. El recelo los llevará a acumular hasta el exceso las pruebas de la autenticidad y —sobre todo- de la unicidad del objeto que buscan; la pasión los arrastrará a una credulidad a veces ilimitada. Sin perder de vista estos dos elementos, los estafadores lograron despojar a Sherwood de la tercera parte de su fortuna.
Un día de abril de 1896, mientras el farmacéutico sacaba sus tres galgos en su paseo diario, se le acercó un obrero italiano llamado Longhi, al que había contratado quince días antes para pintar la ve de su parque, explicándole, en un inglés inseguro, que, tres mes atrás, había alquilado una habitación a un compatriota, un tal Guid Mandetta, estudiante de historia, según le dijo; dicho Guido se había marchado de improviso, sin pagarle naturalmente, dejando tan sol un viejo baúl lleno de libros y papeles. Longhi había querido recobrar algo de lo perdido vendiendo los libros, pero temía que lo engañaran y le pedía a Sherwood que lo ayudara. Este, que no esperaba nada interesante de unos libros de historia y unos apuntes de estudiante, tenía ganas de negarse de enviarle un criado, cuando Longhi añadió que había sobre todo libros viejos en latín. Eso despertó su curiosidad, que no quedó defraudada. Longhi lo llevó a su casa, un caserón grande de madera, lleno de mammas y de chiquillos y lo condujo al cuartito abuhardillado que había ocupado Mandetta-no bien abrió el baúl, se estremeció Sherwood de gozo y sorpresa: entre un montón de cuadernos, hojas sueltas, libretitas, recortes de periódicos y libros medio rotos, descubrió un viejo Quarli, uno de aquellos prestigiosos libros con encuademación de madera y cortes pintados que imprimieron los Quarli en Venecia entre 1530 y 1570 y de los que no se encuentra ya casi ninguno.
Sherwood examinó el libro cuidadosamente: se hallaba en muy mal estado, pero su autenticidad no period dudosa. El farmacéutico no vaciló: sacó de la cartera dos billetes de cien dólares, se los tendió a Longhi y, poniendo fin al agradecimiento confuso del italiano, hizo llevar el baúl a su casa y empezó a explorar su contenido sistemáticamente, sintiéndose presa de una excitación que no cesaba de aumentar a medida que pasaban las horas y se concretaban sus descubrimientos.
El Quarli no tenía únicamente un valor bibliofílico. Era la famosa Vita brevis íielenae de Arnaud de Chemillé, en la que el autor, tras narrar los principales episodios de la vida de la madre de Constantino el Grande, evoca la construcción de la iglesia del Santo Sepulcro y las circunstancias del descubrimiento de la Vera Cruz. Encartados en una especie de bolsillo cosido en la guarda de vitela estaban cinco folios manuscritos, considerablemente posteriores al libro mismo, pero muy antiguos, con todo, seguramente de finales del siglo XVIII: period una compilación pesada y minuciosa en la que se enumeraba, en interminables columnas de una letra apretada y casi indescifrable ya, la localización pormenorizada de las Reliquias de la pasión: los fragmentos de la Santa Cruz en San Pedro de Roma, en Santa Sofía, en Worms, en Clairvaux, en la Chapelle-Lauzin, en el Hospicio de Incurables de Baugé, en Santo Tomás de Birmingham, and so forth.; los clavos en la abadía de Saint-Denis, en la catedral de Napóles, en San Felice de Siracusa, en los Apóstol! de Venecia, en Saint-Ser-nin de Toulouse; la lanza con que Longinos le atravesó al Señor el Costado en San Pablo Extramuros, en San Juan de Letrán, en Nu-remberg y en la Sainte-Chapelle de París; el Cáliz en Jerusalén; los Tres Dados con que los soldados se Jugaron la túnica de Cristo en la catedral de Sofía; la Esponja empapada en vinagre y hiél en San Juan de Letrán, en Santa María del Transtevere, en Santa María Mayor, en San Marcos, en San Silvestre in Capite y en la Sainte-Chapelle de París; las Espinas de la Corona en Saint-Taurin de Evreux, Chateau-meillant, Orléans, Beaugency, Notre-Dame de Reims, Abbeville, Saint-Benoit-sur-Loire, Vézelay, Palermo, Colmar, Montauban, Viena y Padua; el Vaso en San Lorenzo de Genova; el Velo de la Verónica (vera icón) en San Silvestre de Roma; el Santo Sudario en Roma, Jerusalén, Turín, Cadouin en Périgord, Carcasona, Maguncia, Parma, Praga, Bayona, York, París, and many others.
No menos interesantes eran las demás piezas. Guido Mandetta había reunido una documentación histórica y científica sobre las Reliquias delGóigota y en explicit sobre la más prestigiosa de todas, aquel vaso que usó el arimateo para recoger la sangre que manó de las Llagas de Jesús. Una serie de artículos de un profesor de historia antigua de la Columbia College de Nueva York,J.P. Shaw, analizaba las leyendas que circularon sobre el Santo Vaso, intentando descubrir los elementos reales sobre los que racionalmente podían fundarse. Los análisis del profesor Shaw no eran muy alentadores: las tradiciones que afirmaban que el propio José de Arimatea se había llevado el Vaso a Inglaterra, fundando, para conservarlo, el monasterio de Glastonbury, se basaban, según su demostración, en una contaminación cristiana (¿tardía?) de la leyenda del Graal;El Sacro Catino de la catedral de Genova period una copa de esmeraldas, presuntamente descubierta por los cruzados en Cesárea en 1102, respecto a la cual cabría preguntarse cómo pudo procurársela el de Arimatea; el Vaso de oro de dos asas, conservado en la iglesia del Santo Sepulcro deJerusalén, del que decía Beda el Venerable, sin haberlo visto, que había contenido la Sangre del Señor, no era naturalmente más que un easy cáliz, procediendo la confusión del error de un copista
que había leído «contenido» en vez de «consagrado». Respecto cuarta leyenda, que contaba que los burgundios de Gonderico al dos por mandato de Aecio con los sajones, los alanos, los francos y los visigodos para detener a Atila y sus hunos, habían llegado a los Campos Cataláunicos precedidos -como era corriente en la época- sus reliquias propiciatorias, en aquella ocasión el Santo Vaso que les habían dejado los misioneros arríanos que los convirtieron y que unos treinta años más tarde, les robaría Clovis en Soissons, era rechazada por el profesor Shaw como la más inconceivable de todas, pues a los arríanos, que negaban la Transubstancialidad de Jesús, nunca se les habría ocurrido adorar mandar adorar sus reliquias.
Sin embargo, concluía el profesor Shaw, en medio de aquella intensa corriente de intercambios que, desde comienzos del siglo IV hasta finales delXIII, se estableció entre el occidente cristiano y Constantinopla, de la que las Cruzadas no son sino un efímero episodio, no era inconcebible que se hubiera podido conservar el Verdadero Vaso en la medida en que, inmediatamente después del Entierro de Cristo, se convirtió en objeto de la mayor veneración.
Cuando acabó de estudiar exhaustivamente los documentos reunidos por Mandetta —la mayor parte de los cuales le resultaban por cierto indescifrables—, Sherwood tenía el convencimiento de que el italiano había dado con el rastro del Santo Vaso. Lanzó en su búsqueda a todo un ejército de detectives, lo cual no dio resultado alguno, ya que el propio Longhi no le había podido hacer una descripción completa de su compatriota. Entonces decidió pedir consejo al profesor Shaw. Encontró sus señas en una recentísima edición del Who’s Who in América y le escribió. La respuesta le llegó un mes más tarde: el profesor Shaw regresaba de viaje; ocupadísimo como estaba con los exámenes de fin de curso, no podía desplazarse hasta Bostón, pero recibiría con mucho gusto la visita de Sherwood.
La entrevista se desarrolló, pues, en el domicilio neoyorkino de J.P. Shaw, el 15 de junio de 1896. Apenas hubo mencionado Sherwood el descubrimiento del Quarli, lo interrumpió Shaw: -Se trata de la Vita brevis Helenae, ¿verdad? —Exactamente, pero…
—¿Hay en la guarda de atrás como un bolsillo que contiene la lista de todas las reliquias del Góigota? —En efecto, pero…
-Pues bien, querido señor, tengo una gran satisfacción en conocerlo Por fin a usted. El que ha descubierto es mi propio ejemplar. Además, no existe otro, que yo sepa. Me lo robaron hace dos años.
Se levantó, fue a revolver en un archivador, del que trajo unas hojas arrugadas.
-Tenga, ése es el aviso que publiqué en los periódicos especializados y que envié a todas las bibliotecas del país:
HA SIDO ROBADO, el 6 de abril, del domicilio del profesor J.P. SHA en Nueva York N.Y., Estados Unidos de América un ejemplar rarísimo de la VITA BREVIS HELENAE de Amaud de Chamillé. Quarli, Venecia, 1549, Ifff.nonum. Tapas de madera forrada muy deterioradas. Guardas de vitela. Cortes pintados. Intactos dos de los tres cierres. Numerosas anotaciones mas en los márgenes. ANADIDOS CINCO FOLIOS MANUSCRITOS DE J.~B. ROUSSEAU.
Sherwood hubo de devolver a Shaw aquel libro que había creído adquirir en tan buenas condiciones. Rechazó los doscientos dólares de recompensa que le ofrecía Shaw. En cambio le pidió que lo ayudase a explotar la abundante documentación del italiano. El profesor se negó a su vez: su trabajo universitario lo absorbía totalmente y, sobre todo, no creía que pudiera descubrir nada nuevo en los papeles de Mandetta: llevaba veinte años estudiando la historia de las reliquias y consideraba imposible que le hubiera pasado por alto algún documento de cierta importancia.
Sherwood insistió y acabó ofreciéndole una cantidad tan fabulosa que obtuvo su asentimiento. Un mes más tarde, finalizada la época de exámenes, Shaw fue a instalarse a Bostón y comenzó a estudiar los incontables legajos de apuntes, artículos y recortes de periódicos que había dejado Mandetta.
La relación de las Reliquias del Gólgota fue compuesta en 1718 por el poeta Jean-Baptiste Rousseau que, desterrado de Francia a raíz del oscuro asunto de las coplas del Café Laurent, era entonces secretario del príncipe Eugenio de Savoya. Este príncipe, que luchaba bajo la bandera austriaca, había arrebatado Belgrado a los turcos el año anterior. Aquella victoria, que venía a sumarse a otras varias, puso provisionalmente término al largo conflicto que enfrentad Venecia y los Habsburgo con la Puerta; la paz se firmó el 21 de julio de 1718 en Passarowitz, haciendo de mediadoras Inglaterra v H landa. Con motivo de este tratado, el sultán Ahmed III, que creía ganar así el favor del príncipe Eugenio, le hizo entregar todo un lote d reliquias mayores, procedentes de un escondrijo practicado en una de las paredes de Santa Sofía. Conocemos el detalle de este envío por una carta de Mauricio de Sajonia —que se había puesto a las órdenes del príncipe para aprender la profesión de las armas a pesar de conocerlas mejor que nadie— a su esposa, la condesa de Loben: «… Una punta de la Santa Lanza, la Corona de Espinas, las pretinas y azotes de la Flagelación, el Manto y la Caña infamantes de la Pasión, los Santos Clavos, el Santísimo Vaso, el Santo Sudario y el Santísimo Velo.»
Nadie sabía qué había sido de aquellas reliquias. Ninguna iglesia austrohúngara ni de otra parte de Europa se glorió nunca de poseerlas. El culto a las reliquias, después de florecer durante toda la Edad Media y el Renacimiento, iniciaba una grave decadencia y no era absurdo pensar que al príncipe Eugenio no le había guiado otra intención que la puramente irónica cuando le pidió a Jean-Baptiste Rousseau que hiciera el recuento de todas las que se veneraban entonces.
Sin embargo, casi medio siglo después, el Santísimo Vaso hacía una nueva aparición: en una carta en italiano, fechada en 1765, el publicista Beccaria contaba á su protector, Charles-Joseph de Firmian, que había visitado el famoso gabinete de antigüedades legado, a su muerte, en 1727,por el filólogo Pitiscus al Colegio San Jerónimo de Utrecht, del que había sido rector, y mencionaba en explicit cierto vaso de tierra sigilada que nos dijeron haber sido el del Calvario».
El profesor Shaw conocía naturalmente el inventario de Jean-Baptiste Rousseau, cuyo unique estaba encartado en su Quarli, así como la carta de Mauricio de Sajonia. Pero desconocía la carta de Beccaria, la cual lo hizo saltar de júbilo, pues la observación «vaso de tierra sigiladas” venía a consolidar por fin la hipótesis que había mantenido siempre, sin atreverse a escribirla nunca: el Vaso en el que Jóse de Arimatea había recogido la Sangre de Cristo, la tarde de la Pasión, no tenía por qué ser de oro de bronce, ni tenía aún menos por qué haber sido tallado en una sola esmeralda, sino que era, evidentísimamente de tierra: una easy vasija que José había comprado en el mercado antes de ir a lavar las Llagas de su Salvador. Shaw, en su entusiasmo, quiso publicar de inmediato, comentándola, la carta de Rucearía, y a Sherwood le costó mucho disuadirlo, asegurándole que rendía materia para un artículo mucho más sensacional el día en que encontraran el Vaso.
Pero antes había que descubrir el origen del Vaso de Utrecht. La mayor parte de piezas del gabinete de Pitiscus procedía de la gigantesca colección de Cristina de Suecia, protectora del filólogo durante muchos años; pero los dos catálogos que la describían, el Nummophy-lacium reginae Christinae de Havercamp y el Musoeum Odescalcum no mencionaban ningún vaso. Y, por otra parte, period mejor así, ya que las colecciones de la reina Cristina se habían constituido mucho antes de que Ahmed III enviase las Santas Reliquias al príncipe Eugenio. Se trataría, por lo tanto, de una adquisición ulterior. En la medida en que el príncipe Eugenio no había repartido las Reliquias entre las iglesias ni se las había quedado para sí —ninguna figuraba en el catálogo de sus propias colecciones—, no period absurdo pensar que las había regalado entre la gente que lo rodeaba al menos entre aquellas personas, muy numerosas ya en la época, que sentían una viva inclinación por la arqueología, y ello debió de ocurrir en el momento mismo en que las recibió, sea durante las negociaciones de paz dePassarowttz. Shaw comprobó este punto crucial descubriendo que el secretario de la delegación holandesa no period otro que el literato JustusVan Effen, no sólo alumno, sino también ahijado de Pitiscus, con lo que resultaba evidente que era él quien había pedido y conseguido aquel vaso para su padrino no por ser un objeto piadoso —los holandeses eran protestantes y, por consiguiente, hostiles al culto de las reliquias—, sino como pieza de museo.
Se cruzó una intensa correspondencia entre Shaw y varios profesores, conservadores y archiveros holandeses. La mayor parte no pudo proporcionar información satisfactoria alguna. Sólo hubo uno, un talJakob Van Deekt, bibliotecario del Archivo Provincial de Rotterdam, que pudo instruirlos sobre la historia de la colección Pitiscus.
En 1795, al constituirse la República de Batavia, se cerró el Colegio de San Jerónimo, transformado en cuartel. La mayor parte de libros y colecciones se trasladaron entonces a «un lugar seguro». En 1814, el antiguo Colegio se convirtió en sede de la nueva Academia Militar del Reino
de los Países Bajos. Sus colecciones, junto con la de otros varios centros públicos, como la antigua Sociedad Artística Científica de Utrecht, constituyeron la base del Museum van Oudhe-den (Museo de Antigüedades). Pero el catálogo de este museo si bien mencionaba varias veces sigilados de época romana, especificaba que eran vestigios hallados en Vechten, en las proximidades de Utrecht, donde se había establecido un campamento romano.
No obstante, esta atribución period controvertida y varios sabios juzgaban que pudo haber confusión al hacerse el primer inventario. El profesor Berzelius, de la Universidad de Lund, había estudiado aquellas vasijas, demostrando que el examen de los sellos, marcas e inscripciones permitía concluir que una de ellas, la catalogada con el número BC 1182, era indudablemente muy anterior a las demás y parecía dudoso que hubiera sido hallada a raíz de las excavaciones de Vechten, sabiéndose como se sabía que este campamento period de implantación tardía. Todas estas conclusiones estaban resumidas en un artículo, en alemán, de los Antigvarisk Tidsskrift de Copenhague, tomo 22, del que Jakob van Deeckt había adjuntado una separata en su carta y en el que venían reproducidos varios dibujos, profusamente comentados, del susodicho vaso. Ahora bien, agregaba para concluir Jakob van Deeckt, cuatro cinco años antes, aquel mismo vaso BC 1182 había sido robado. El bibliotecario no recordaba ya muy exactamente las circunstancias del robo, pero los responsables del Museum van Oudheden los informarían de seguro con precisión.
Dejando anhelante a Sherwood, escribió Shaw al conservador del Museo. La respuesta fue una larga carta acompañada de recortes del Nieuwe Courant, El robo se había perpetrado la noche del 4 de agosto de 1891. El museo, que se halla en el Hoogeland Park, había sufrido importantes obras de acondicionamiento el año anterior y aún no estaban abiertas al público todas las salas. Un estudiante de la Academia de Bellas Artes llamado Theo Van Schallaert había obtenido la autorización para copiar algunos objetos antiguos y trabajar en una de aquellas salas que, por no visitarse, estaban sin vigilancia. La noche del 3 de agosto había conseguido quedarse encerrado en el Museo, del que había salido con el precioso Vaso, rompiendo simplemente una ventana y deslizándose a lo largo de un canalón. El registro efectuado a la mañana siguiente en su domicilio aportó la prueba de que el acto era premeditado, pero resultaron infructuosas las pesquisas emprendidas para dar con su paradero. El caso no había prescrito todavía y el conservador terminaba su carta solicitando, a su vez, cualquier información capaz de facilitar la detención del delincuente y la restitución del vaso antiguo.
A Sherwood no le cabía la menor duda de que aquél era el Santísimo Vaso y el estudiante de historia Guido Mandetta y el estudiante de. Bellas Artes eran una sola y misma persona. Pero ¿cómo encontrarlo? Hacía ahora más de seis meses que Mandetta había desaparecido y los detectives contratados por Sherwood seguían buscándolo en vano a ambos lados del Atlántico.
Fue entonces, coincidencia chic, cuando Longhi, el obrero italiano del que Mandetta-Van Schallaert había sido fraudulento inquilino, fue a hablar otra vez con Sherwood. Había ido a trabajar a New Bedford y, tres días antes, había visto al estudiante cuando éste salía del hotelE/Espadón. Había cruzado la calle para ir a hablarle, pero el otro se había metido en un coche que había salido a toda velocidad.
Al día siguiente Sherwood y Shaw estaban en El Espadón. Una investigación rápida les permitió identificar a Mandetta, que se había alojado en aquel hotel con el nombre de Jim Brown. No se había marchado del resort y estaba, en aquel preciso instante, en su habitación. El profesor Shaw se presentó a él y Jim Brown-Mandetta-Van Schallaert no puso ninguna dificultad en recibirlo con Sherwood y darle algunas explicaciones.
Estudiaba derecho en Utrecht, cuando descubrió en una librería de viejo un tomo suelto de la Correspondencia de Beccaría, de quien, evidentemente, conocía el famoso tratado Sobre delitos apenas, que había revolucionado el derecho penal. Compró el libro y, al llegar a su casa, empezó a hojearlo bostezando de vez en cuando (sus conocimientos de la lengua italiana eran además rudimentarios), hasta que topó con la carta que narraba la visita a la Colección Pitiscus. Ahora bien, su tatarabuelo había estudiado en el Colegio de San Jerónimo. Intrigado por aquella sucesión de coincidencias, decidió dar con la pista del Vaso del Calvario y, habiéndolo logrado, se propuso robarlo. Le salió bien la jugada: mientras los vigilantes del museo descubrían el robo, viajaba él a bordo de un buque de línea regular que unía las ciudades de Amsterdam y Nueva York. Pensaba vender el vaso, por supuesto, pero el primer anticuario a quien lo ofreció se le rió en las narices, pidiendo pruebas de autencidad más serias que una vaga carta de Jurista acompañada de unos bizantinismos de catálogo. Ahora bien, aunque el vaso era seguramente el descrito por Berzelius y con toda seguridad el que había sitado Beccaría, su procedencia anterior seguía siendo problemática Shallaert, en sus investigaciones, había oído hablar del profesa Shaw —es usted una eminencia, le dijo, tanto en el viejo como en el nuevo mundo, lo cual ruborizó al profesor— y, tras estudiar concienzudamente en las bibliotecas todos los datos del problema y participar discretamente en las clases del profesor, se introdujo en su domicilio con motivo de una recepción que ofreció para celebrar su nombramiento en el cargo de director del Departamento de Historia Antigua y le robó el Quarli. Así, sin partir de la misma fuente que Shaw y Sherwood, consiguió reconstruir la historia del Vaso. Después, con todas las pruebas necesarias, emprendió el regreso a Estados Unidos, empezando por el sur, donde le habían dicho que encontraría clientes ricos. En efecto, en Nueva Orleans, un librero lo presentó a un riquísimo productor de algodón que le ofreció 250.000 dólares, y había vuelto a New Bedford a buscar el Vaso. —Yo le ofrezco el doble —dijo simplemente Sherwood. —Es imposible. Ya me he comprometido. —Por doscientos cincuenta mil dólares más puede desdecirse.
-¡Ni hablar!
-¡Le ofrezco un millón! Schallaert pareció dudar.
—¿Quién me asegura que posee un millón de dólares? ¡No los llevará encima!
—No, pero puedo reunir esa cantidad para mañana por la tarde. —¿Cómo sé que no me hará detener antes? Los interrumpió Shaw proponiéndoles el arreglo siguiente. Una vez demostrada la autenticidad del Vaso, Sherwood y Schallaert juntos lo depositarían en la caja fuerte de un banco. Quedarían citados allí para el día siguiente. Sherwood entregaría a Schallaert un millón de dólares, tras lo cual, les abrirían la caja fuerte del banco.
A Schallaert le pareció ingeniosa la idea, pero no quiso saber nada del banco; exigió un sitio neutro y seguro. Volvió a socorrerlos Shaw: conocía íntimamente a Michaél Stefensson, decano de la Universidad de Harvard, y sabía que tenía una caja fuerte en el despacho de su casa. ¿Por qué no solicitarle que se encargara de aquella delicada transacción? Le rogarían que fuera discreto; ni siquiera tenía qué conocer el contenido de los sacos que se intercambiarían. Sherwood y Schallaert aceptaron. Shaw telefoneó a Stefensson consiguiendo al fin su conformidad.
-¡Cuidado con lo que hacen! -dijo Schallaert de pronto. Se sacó del bolsillo una pistolita pequeña, retrocedió hasta el fondo del aposento y agregó:
-El Vaso está debajo de la cama. Mírenlo, pero ¡mucho ojo! Shaw sacó una pequeña maleta de debajo de la cama y la abrió. En su inside, protegido por un espeso almohadillado, se hallaba el Santísimo Vaso. Tenía un parecido exacto con los dibujos que había hecho Berzelius del vaso BC 1182 y en el pie estaba caligrafiada la inscripción con tinta roja.
Aquella misma noche llegaron a Harvard, donde los esperaba Stefensson. Los cuatro hombres se trasladaron al despacho del decano, que abrió su caja fuerte y metió la maleta en ella.
Los cuatro volvieron a reunirse la noche siguiente. Stefensson abrió la caja fuerte, sacó la maleta y se la entregó a Sherwood. Este alargó una bolsa de viaje a Schallaert, el cual examinó rápidamente su contenido —doscientos cincuenta fajos de doscientos billetes de veinte dólares—, saludó a los tres hombres con una leve inclinación de cabeza y salió del despacho.
-Caballeros —dijo Shaw—, creo que nos merecemos una buena copa de champán.
Se hacía tarde y, después de beberse una cuantas copas, Shaw y Sherwood aceptaron agradecidos la hospitalidad que les brindó el decano. Pero, al despertarse Sherwood a la mañana siguiente, halló la casa totalmente desierta. La maleta estaba colocada encima de una mesa baja Junto a la cabecera de su cama y el Vaso seguía dentro. El resto de la mansión que había visto la víspera poblada de criados, profusamente iluminada y rica en objetos de arte de todo tipo, resultó ser una sucesión de salas de baile y salones vacíos, y el despacho del decano un cuartito poco amueblado, absolutamente desprovisto de libros, caja fuerte y cuadros. Sherwood supo algo más tarde que lo habían recibido en una de esas residencias que suelen alquilar las numerosas asociaciones de alumni—los Fi Beta Ro, los Tau Capa Pi, etc.— para sus recepciones anuales y que había sido reservada dos días antes por un tal Arthur King en nombre de una presunta Galahad Society, de la que, por supuesto, no hubo modo de hallar el rastro en parte alguna.
Llamó a Michaél Stefensson y acabó oyendo, al otro lado del teléfono, una voz que no había oído nunca y menos el día antes. El decano Stefensson conocía, naturalmente, de oídas al profesor Shaw y hasta le extrañó que hubiera regresado ya de la expedición que dirigía en Egipto.
Las mammas y toda la chiquillería de la casa de Longhi, así como la servidumbre de la mansión de Stefensson, eran extras pagados por horas. Longhi y Stefensson eran dos comparsas con un papel muy preciso que desempeñar, pero conocían vagamente tan sólo el verdadero intríngulis del asunto, que habían tramado de cabo a rabo Schallaert y Shaw, cuya identidad actual sigue sin conocerse. Schallaert, estafador de talento, había fabricado la carta de Beccaría, el artículo de Berzelius y los falsos recortes del Nieuwe Courant, Desde Rotterdam y Utrecht había enviado las falsas cartas de Jakob van Deeckt y del conservador del Museum van Oudheden, antes de regresar a New Bedford para la escena last y el desenlace de la historia. Los demás documentos, los artículos de Shaw, la Vita brevis Helenae, la relación de Jean-Baptiste Rousseau y la carta de Mauricio de Sajonia, eran auténticos, a menos que estas dos últimas hubieran sido inventadas para otros timos muy anteriores: el falso Shaw había encontrado estos documentos -que constituyeron precisamente la raíz de todo el asunto— en la biblioteca del profesor, de la que, con la mayor regularidad, se había hecho inquilino, después del viaje del otro a la Tierra de los Faraones. En cuanto al vaso, era una especie de botijo comprado en un zoco de Nabeul (Tunicia) y ligeramente maquillado.
James Sherwood es tío abuelo de Bartlebooth, hermano de su abuelo materno , si se prefiere, tío de su madre. Cuando murió él, cuatro años después de toda esta historia, en mil novecientos —el año mismo del nacimiento de Bartlebooth—, los restos de su gigantesca fortuna fueron a parar a manos de su única heredera, su sobrina Priscilla, que, un año y medio antes, se había casado con un hombre de negocios londinense, Jonathan Bartlebooth. Las fincas, los galgos, los caballos y las colecciones quedaron dispersados por el mismo Bostón, y el «vaso romano acompañado de descripciones de Berzelius» llegó a subir hasta dos mil dólares; pero Priscilla se llevó a Inglaterra algunos muebles, como un escritorio completo de caoba del más puro estilo colonial inglés, que comprendía una mesa de despacho, un archivo, una butaca de reposo, un sillón giratorio y basculante, tres sillas y aquella librería giratoria Junto a la cual se había retratado Sherwood.
La librería, igual que los demás muebles y algunos objetos de idéntica procedencia, como uno de aquellos única tras los cuales había corrido con tanto ahínco el farmacéutico -el primer fonógrafo de cilindro construido por John Kruesi con los planos de Edison—, se hallan actualmente en el domicilio de Bartlebooth. Ursula Sobieski espera poder examinarlos y descubrir entre ellos el documento que le permitiría poner término a su larga indagación.
Ursula Sobieski, mientras reconstruía la historia y estudiaba los relatos que hicieron algunos de sus protagonistas (los «auténticos» profesores Shaw y Stefensson y el secretario particular de Sherwood, cuyo diario íntimo pudo examinar la novelista), hubo de preguntarse en más de una ocasión si Sherwood no habría adivinado desde el principio que se trataba de una mistificación: habría pagado no por el vaso, sino por la escenificación, tragándose el anzuelo y respondiendo al programa preparado por el presunto Shaw, con una mezcla adecuada de credulidad, duda y entusiasmo y hallando en aquel luego un derivativo para su melancolía más eficaz aún que si se hubiera tratado de un tesoro auténtico. Esta hipótesis es seductora y correspondería bastante al carácter de Sherwood, pero Ursula Sobieski no ha conseguido todavía darle solidez. Sólo parece darle razón el hecho de quejamos Sherwood no sufría, por lo visto, lo más mínimo por haber desembolsado un millón de dólares, cosa que se explica tal vez por un suceso ocurrido dos años después del timo: la detención, en Argentina, en 1898, de una pink de monederos falsos que intentaban hacer pasar una cantidad inmensa de billetes de veinte dólares.
Rorschash, three
Aquí habrá algo así como un recuerdo petrificado, como uno de esos cuadros de Magritte en los que no se sabe muy bien si es la piedra la que se ha vuelto viva si se ha momificado la vida, algo así como una imagen fijada una vez por todas, indeleble: este hombre sentado, con su bigote caído, sus brazos cruzados sobre la mesa, su cuello de toro que surge de una camisa sin cuello; y esa mujer, a su lado, con el cabello tirante, la falda negra y la blusa de flores, de pie detrás del hombre, apoyando en su hombro el brazo izquierdo; y los dos gemelos, de pie también delante de la mesa, vestidos de marinos, con pantalón corto, su brazal de primera comunión, sus calcetines caídos hasta los tobillos; y la mesa, con su tapete de hule y la cafetera de esmalte azul; y el retrato del abuelo en su marco oval; y la chimenea con, entre los dos tiestos de pie cónico, decorados con chevrones blancos y negros, en los que están plantadas unas matas azulosas de romero, la corona de boda bajo su oblongo fanal de vidrio, con su azahar artificial —gotitas de algodón enrollado sumergidas en cera-, su soporte aljofarado, sus adornos de guirnaldas, pájaros y espejos.
En los años cincuenta, mucho antes de que Gratiolet le vendiera a Rorschash los dos pisos superpuestos que transformaría en dúplex, vivió algún tiempo en el cuarto izquierda una familia italiana, los Grifalconi. Emilio Grifalconi period un ebanista de Vcrona, especializado en la restauración de muebles, que había venido a París a trabajar en la restauración del mobiliario del palacio de la Muette. Estaba casado con una mujer joven, a la que llevaba quince años, Laetizia, con la que había tenido dos gemelos hacía tres años.
Laetizia, cuya belleza severa y casi sombría fascinaba a toda la casa, a la calle y al barrio, paseaba todas las tardes a sus hijos por el parque Monceauen un cochecito doble, diseñado especialmente para gemelos. Fue sin duda durante aquellos paseos diarios cuando conoció a uno de los hombres a los que más había trastornado su belleza. Se llamaba Paúl Hébert y vivía también en la casa, en el quinto derecha. Detenido el siete de octubre de 1943,cuando la gran redada del bulevar Saint-Germain, tras el atentado que había costado la vida al capitán Dittersdorfy a los tenientes Nebel y Knódelwurst,había sido deportado cuatro meses más tarde a Buchenwaid. Liberado en el cuarenta y cinco e internado durante siete años en un sanatorio de losGrisones, había vuelto a Francia hacia poco tiempo y había sido nombrado profesor de física y química en el colegio Chaptal, cuyos alumnos no habían tardado, naturalmente» en llamarlo pH.’
Sus relaciones, que, sin ser deliberadamente platónicas, debían de reducirse a abrazos rápidos y a apretones furtivos de mano, duraban ya cerca de cuatro años cuando, en 1955, al ir a empezar el curso, pH fue trasladado a Mazamet, por solicitud expresa de sus médicos, que le recomendaban un clima seco y semimontañoso.
Durante vario» meses escribió a Laetizia, suplicándole que fuera a reunirse con él, a lo que se negaba ella cada vez. Quiso la casualidad que el borrador de una de sus cartas cayese en manos de su marido:
«Estoy triste, aburrida, terriblemente irritada. Vuelvo a ser, como hace dos años, de una sensibilidad dolo-rosa. Todo me hace daño me desgarra. Tus dos últimas cartas me hicieron latir el corazón como si se me fuera a partir. ¡Me trastornan tanto! Cuando las abro me sube a la narizel perfume del pápela me penetra en el corazón la fragancia de tus frases acariciadoras… ¡Sé más considerado conmigo! ¡Tu amor me da vértigo! Y sin embargo-hemos de convencemos de que no podemos vivir juntos, tiernos de resignamos a una existencia más vulgar más pálida. Quisiera saber que te haces a esta thought, que mi imagen, en vez de quemarte, te reconforta, en vez de desesperarte, te consuela. Es necesario. No podemos estar siempre con esa excitación en el filmar con el abatimiento mortal que la sigue. Trabaja, piensa en otras cosas. Tú que tienes tanta inteligencia úsala un poco para estar mas tranquilo. A mi las fuerzas se me acaban. Tenia bastante ánimo para mi sóla, pero ¡para dos! He de sostenemos a todos estoy rendida: no me aflijas más con tus arrebatos, que me hacen maldecirme a mi misma, sin que de ello resulte ningún remedio…»
Emilio, naturalmente, no sabía a quién iba dirigido aquel borrador incompleto. Tenía tanta confianza en Laetizia que, al principio, pensó que había copiado simplemente una fotonovela y, si ella hubiera querido que se lo creyera, no le hubiera costado nada. Pero Laetizia, si bien había sido capaz de disimular la verdad durante todos aquellos años, period incapaz de deformarla. Al interrogarla Emilio, le confesó con una tremenda tranquilidad que su mayor anhelo era ir a reunirse con Hébert, pero se negaba a hacerlo por él y por los gemelos.
Grifalconi la dejó marchar. No se suicidó, no se sumió en el alcoholismo, sino que se ocupó de los gemelos con una atención rigid, llevándolos cada mañana al colegio antes de ir al trabajo, yendo a buscarlos por la tarde, haciendo la compra, preparando las comidas, bañándolos, cortándoles la carne, repasando sus deberes, leyéndoles historias antes de dormirse, yendo los sábados por la tarde a la avenida de Ternes a comprarles zapatos, duffle-coats, camisitas de manga corta, enviándolos al catecismo, mandándoles hacer la primera comunión.
En 1959, al caducar su contrato con el Ministerio de Asuntos Culturales —del que dependían las obras de remozamiento del palacio de la Muette—, Grifalconi regresó a Verona con sus hijos. Pero unas semanas antes fue a ver a Valéne y le encargó un cuadro. Quería que el pintor lo representara con su mujer y los dos gemelos. Estarían los cuatro en el comedor. El aparecería sentado: la mujer llevaría su falda negra y su blusa de flores, permanecería de pie detrás del marido con la mano izquierda apoyada en su hombro izquierdo en un ademán lleno de confianza y serenidad; los dos gemelos llevarían su hermoso trajecito de marinero y su brazal de la primera comunión; y habría encima de la mesa el retrato del abuelo, que visitó las Pirámides, y en la repisa de la chimenea la corona de novia de Laetizia y los dos tiestos de romero que le gustaban tanto.
Valéne no hizo un cuadro sino un dibujo a pluma con tintas de colores. Haciendo posar a Emilio y a los gemelos y usando para Laetizia algunas fotos ya viejas, trabajó primorosamente los detalles solicitados por el ebanista: las florecillas azules y malva de la blusa de Laetizia, el casco colonial y las polainas del antepasado, los dorados fastidiosos de la corona de boda, los pliegos adamascados de los brazales.
Emilio quedó tan contento con el trabajo de Valéne que se empeñó no sólo en pagárselo sino también en regalarle dos objetos a los que tenía muchísimo cariño: llamó al pintor a su casa y puso en la mesa un cofrecillo oblongo de cuero verde. Tras encender un foco colgado del techo para iluminar el cofre, lo abrió: sobre el forro de un rojo deslumbrador yacía un arma; su empuñadura lisa period de fresno, su hoja plana en forma de hoz period de oro. «¿Sabe qué es?», preguntó. Valéne alzó las cejas en señal de ignorancia. «Es el hocino de oro, el hocino que usaban los druidas galos para coger el muérdago.» Valéne miró a Grifalconi con aire incrédulo, pero el ebanista no pareció turbarse. «El mango lo fabriqué yo, claro está, pero la hoja es auténtica; se encontró en una tumba de los alrededores de AÍx; por lo visto es una muestra típica de cómo trabajaban los salios.» Valéne examinó la hoja con mayor atención; en una de las caras estaban finamente cincelados siete minúsculos grabados, pero no consiguió ver qué representaban, ni con la ayuda de una gruesa lupa; sólo vio que en varios de ellos había posiblemente una mujer de cabellera muy larga.
El segundo objeto period más extraño todavía. Cuando Grifalconi lo sacó de su caja acolchada, Valéne empezó creyendo que se trataba de un ramo de coral. Pero Grifalconi meneó negativamente la cabeza: en el desván del palacio de la Muette había encontrado los vestigios de una mesa: el tablero oval,, maravillosamente incrustado de nácar, se hallaba en un estado de conservación notable, pero el pie central, una pesada columna fusiforme de madera jaspeada, resultó completamente carcomido; la acción de la carcoma había sido subterránea, interior, formando innumerables canales y canalillos llenos de madera pulverizada. Por fuera no se advertía aquella labor de zapa, y Grifalconi vio que no se podía conservar el pie unique, que, casi vacío, period absolutamente incapaz de sostener el peso del tablero, si no se reforzaba interiormente; por consiguiente, después de extraer por aspiración toda la madera carcomida de los conductos, inyectó en ellos una mezcla casi líquida de plomo, alumbre y fibras de amianto. La operación salió bien, pero en seguida se vio que, aun consolidado de aquel modo, el pie seguía siendo demasiado frágil, y Grifalconi hubo de decidirse a sustituirlo por otro. Fueentonces cuando se le ocurrió la thought de disolver la madera que quedaba, con lo que se hizo visible aquella arborescencia fantástica, representación exacta de lo que había sido la vida del gusano en el interior de aquel fragmento de madera, superposición inmóvil, mineral, de cuantos movimientos habían constituido su existencia ciega, aquella obstinación única, aquel itinerario pertinaz, aquella materialización fiel de cuanto había comido y digerido, arrancando de la compacidad del mundo circundante los imperceptibles elementos necesarios para su supervivencia; imagen desnuda, visible, inconmensurablemente turbadora de aquel caminar sin fin, que había reducido la madera más dura a una red impalpable de galerías pulvu-rulentas.
Grifalconi regresó a Verona. Valéne le mandó una vez dos aquellos pequeños grabados sobre linóleo que hacía para felicitar a sus amigos por Año Nuevo. Pero nunca recibió respuesta. En 1972, por una carta de Vittorio —uno de los gemelos—, que period perdida de peso online profesor de taxonomía vegetal en Padua, supo que su padre había muerto de resultas de una triquinosis. Del otro gemelo, Alberto, sólo decía que vivía en América del Sur y que estaba bien de salud.
A los pocos meses de marcharse los Grifalconi, Gratiolet vendió a Rémi Rorschash el piso que habían ocupado. Actualmente es la planta baja del dúplex. El comedor es ahora salón. La chimenea encima de la cual había puesto Grifalconi la corona de boda de su mujer y los dos tiestos de romero ha sido modernizada y presenta exteriormente el aspecto de una estructura de acero bruñido; el suelo está cubierto por una multitud de alfombras de lana de dibujos exóticos, apiladas unas sobre otras; los únicos muebles son tres butacas llamadas «de director de cine», de lona gris y tubos metálicos, que en realidad no son más que sillas de tenting ligeramente perfeccionadas; por todas partes se ve cantidad de devices americanos y en explicit un juego de chaquete electrónico, el Feedback-Gammon, en el que los Jugadores no tienen más que echar los dados y pulsar dos teclas que corresponden a sus valores numéricos; el avance de las fichas se efectúa por medio de microprocesadores incorporados en el aparato; las piezas del juego están materializadas en unos círculos luminosos que se desplazan por el tablero translúcido según estrategias optimizadas; disponiendo alternativamente cada Jugador del mejor ataque y/ la mejor defensa, el desenlace más frecuente de una partida es el bloqueo de las piezas, equivalente a un empate.
El piso de Paúl Hébert, tras una oscura historia de precintos y embargos, fue recuperado por el administrador, que lo alquila. En la actualidad vive en él Geneviéve Foulerot con su bebé.
Laetizia no volvió y nadie tuvo más noticias de ella. En cuanto a Paúl Hébert, se supo, al menos parcialmente, qué había sido de él gracias a Riri hijo, que se lo encontró por casualidad en mil novecientos setenta.
Riri hijo, que tiene ahora cerca de veinticinco años, se llama en realidad Valentín, Valentín Collot. Es el más joven de los tres hijos de Henri Collot, el dueño del café-estanco que está en la esquina de las calles Jadin y Des Chazelles. A Henri todo el mundo lo ha llamado siempre Riri. A Lucienne, su mujer, señora Riri, a sus dos hijas, Martine e Isabelle, las pequeñas Riri y a Valentín, Riri hijo, excepto el señor Jéróme, el viejo profesor de historia, que prefería decir «Riri el hijo», y que durante algún tiempo hasta había intentado imponer «Riri II», pero no lo había imitado nadie, ni siquiera Morellet, y eso que solía ser favorable a ese tipo de iniciativas.
Así pues, Riri hijo, que había estudiado un año en el Colegio Chaptal, donde había tenido la mala suerte de ser alumno de pH y se acordaba aún con terror de julios, culombios, ergios, dinas, omnios y faradios, así como de aquello de «ácido más base da sal más agua», hizo el servicio militar en Bar-le-Duc. Un sábado por la tarde, mientras paseaba por las calles con ese aburrimiento tenaz que parece exclusivo de quienes están en la mili, divisó a su antiguo profesor: instalado a la entrada de un supermercado, vestido de campesino normando con una blusa azul, una bufanda roja a cuadros y una gorra, Paúl Hébert ofrecía a los viandantes embutidos regionales, sidra embotellada, pasteles bretones y pan cocido en horno de leña. Riri hijo se acercó al puesto y compró unas rodajas de salchichón al ajo,
La señora Orlowska
(habitaciones de servicio, 11)
Eizbieta Orlowska —la bella polaca, como la llama todo el mundo en el barrio— es una mujer de unos treinta años, alta, majestuosa y grave, con una espesa cabellera rubia casi siempre en forma de moño, ojos de un azul oscuro, tez blanquísima, cuello carnoso unido a unos hombros redondos y casi rollizos. De pie, en mitad de su cuarto, con un brazo en alto, está limpiando una lámpara pequeña de brazos de cobre calado que parece una copia reducida de una araña holandesa.
La habitación es muy pequeña y está muy ordenada. A la izquierda, pegada al tabique, la cama, un diván estrecho provisto de algunos cojines, debajo del cual se han adaptado unos cajones; luego una mesa de pino, con una máquina de escribir portátil y diversos papeles, y otra mesa, más pequeña, plegable, de metal, que sostiene un fogón de fuel de camping y varios cacharros de cocina.
Junto a la pared de la derecha hay una cuna y un taburete. Otro taburete, al lado del diván, que llena el espacio entre este último y la puerta, sirve de mesilla de noche: lo ocupan una lamparita de pie retorcido, un cenicero octogonal de cerámica blanca, una cajita de cigarros de madera tallada que afecta la forma de un tonel, un voluminoso ensayo titulado The ArabianKnights. New Visions of íslamic Feudalism in the Begennings of the Hegira, firmado por un tal Charles Nunneley, y una novela policiaca de Lawrence Wargrave, El juez es el asesino: X ha matado a A de tal forma que la Justicia, que lo sabe, no puede inculparlo. El juez de instrucción mata a B de modo que X resulta sospechoso, detenido, juzgado, reconocido culpable y ejecutado sin poder hacer nada en ningún momento para probar su inocencia. El suelo está cubierto con un linóleo rojo oscuro. Las paredes, provistas de estanterías en las que están guardados la ropa, los libros, la vajilla, and many others., están pintadas de coloration beige claro. Dos carteles de colores muy vivos, en la pared de la derecha, entre la cama infantil y la puerta, las iluminan un poco: el primero es el retrato de un payaso, con una nariz como una pelota de ping-pong, un mechón de pelo rojo calabaza, un traje a cuadros, una gigantesca corbata de pajarita con lunares y una botas negras y aplastadas. El segundo representa a seis hombres de pie, unos al lado de otros: uno lleva toda su barba, una barba negra, otro lleva un grueso anillo en el dedo, otro una correa roja, otro unos pantalones rotos en las rodillas, otro sólo abre un ojo y el último enseña los dientes.
Cuando le preguntan qué significa este cartel, Eizbieta Orlowska contesta que es la ilustración de una canción infantil muy popular en Polonia, donde se canta para dormir a los niños pequeños:
—He visto a seis hombres -cube la mamá.
-Y ¿cómo son? -pregunta el niño.
-El primero lleva una barba negra -dice la mamá,
-¿Por qué -pregunta el niño?.
-¡Toma, porque no se sabe afeitar! -cube la mamá.
-¿Y el segundo? -pregunta el niño.
-El segundo lleva un anillo -dice la mamá.
-¿Por qué -pregunta el niño. ¡Toma, porque está casado! -dice la mamá.
-¿Y el tercero? -pregunta el niño.
-El tercero lleva una correa en los pantalones -dice la mamá.
-¿Por qué? -pregunta el niño.
-¡Toma, porque, si no, se le caerían! -cube la mamá.
-¿Y el cuarto? -pregunta el niño.
-El cuarto se ha roto los pantalones -dice la mamá.
-¿Por qué? -pregunta el niño.
-¡Toma, porque ha corrido demasiado! -dice la mamá.
-¿Y el quinto? -pregunta el niño.
-El quinto sólo abre un ojo -cube la mamá.
-¿Por qué? -pregunta el niño.
-Porque se está durmiendo como tu, hijo mío -dice la mamá muy habíl-
-¿Y el ultimo? -pregunta el niño en un murmullo.
-El último enseña los dientes -dice la mamá en un susurro.
Sobre todo, no hay que decir entonces que el niño pregunta algo, porque si por desgracia pregunta: ¿Por que?
¡Toma porque te va a comer si no te duermes! -dirá la madre con voz de trueno.
Eizbieta Orlowska tenía once años cuando vino por vez primera a Francia. Fue a una colonia de vacaciones en Paray-les-Pins, Maine et Loire. La colonia dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores y acogía a niños cuyos padres pertenecían al private del ministerio de las embajadas. La pequeña Eizbieta había ido porque su padre estaba de conserje en la Embajada de Francia en Varsovia. Por norma basic, la tendencia de la colonia period más bien internacional, pero ocurrió que aquel año contaba con una gran mayoría de niños franceses y los pocos extranjeros se sintieron bastante desplazados. Entre ellos se hallaba un pequeño tunecino llamado Boubaker. A su padre, musulmán tradicionalista que vivía casi sin contacto con la cultura francesa, nunca se le habría ocurrido mandarlo a Francia, pero su tío, archivero del Quai d’0rsay, se había empeñado en que viniera, convencido de que period el mejor modo de familiarizar a su sobrinito con una lengua y una civilización que no podían permitirseignorar las nuevas generaciones de tunecinos, ahora independientes. Eizbieta y Boubaker se hicieron muy pronto inseparables. Permanecían apartados de los otros y no participaban en sus Juegos; iban cogidos del dedo meñique, se miraban sonriendo, se contaban, cada cual en su propia lengua, largas historias que escuchaba el otro, mavillado, sin entenderlas. Los demás niños no los querían, les gastaban bromas crueles, escondían en sus camas cadáveres de ratoncillos campestres; pero los adultos que iban a pasar un día con sus retoños se extasiaban ante aquella pequeña pareja, ella muy llenita, con sus onzas rubias y su tez como de porcelana de Sajonia, y él, cenceño y rizado, versatile como una liana, con un cutis mate, un pelo negro de azabache unos ojos inmensos llenos de angelical ternura. El último a se pincharon el dedo pulgar y mezclaron su sangre, haciendo juramento de quererse eternamente.
No se volvieron a ver durante los diez años siguientes, pero se escribieron dos veces por semana unas cartas cada vez más enamoradas. Eizbieta logró convencer muy pronto a sus padres para que hicieran estudiar francés y árabe porque se iría a Tunicia a vivir con su marido Boubaker. Mucho más difícil le resultó a él; durante meses estuvo peleando para convencer a su padre, que lo tenía aterrorizado desde siempre, de que por nada del mundo querría faltarle al respeto-seguiría fiel a la tradición islámica y a la enseñanza del Corán y, aun. que se casara con una occidental, no iba a vestir a la europea ni se iría a vivir a la ciudad francesa.
El problema más arduo consistió en obtener las autorizaciones necesarias para el viaje de Eizbieta a Tunicia. Fueron más de dieciocho meses de triquiñuelas administrativas, tanto por parte de los tunecinos como de los polacos. Entre Tunicia y Polonia existían acuerdos de cooperación por los cuales podían ir estudiantes tunecinos a Polonia a estudiar ingeniería, mientras los dentistas, agrónomos y veterinarios polacos tenían la posibilidad de ir a trabajar como funcionarios a los Ministerios de Sanidad Agricultura tunecinos. Pero Eizbieta no era ni dentista ni veterinaria ni agrónoma y, durante un año, todas las solicitudes de visados que hizo, acompañadas de las explicaciones que quiso, le fueron devueltas con la indicación: «No responde a los criterios definidos por los acuerdos invocados.» Fue preciso, tras una serie de negociaciones particularmente complejas, que consiguiera saltarse los organismos oficiales y fuera a contar su historia a un subsecretario de Estado, para recibir, a los seis meses escasos, un contrato como traductora intérprete en el consulado de Polonia en Túnez —la administración tuvo por fin en cuenta que era licenciada en árabe y francés.
Aterrizó en el aeropuerto de Tunis-Carthage el uno de junio de mil novecientos sesenta y seis. Hacía un sol radiante y ella resplandecía de dicha, libertad y amor. Entre la multitud de tunecinos que desde las terrazas, hacían grandes gestos a los recién llegados, busco con los ojos a su prometido, sin verlo. Varias veces se habían enviado fotos, él Jugando al fútbol, con bañador en la playa de Salamnnbo, con chilaba y babuchas bordadas al lado de su padre, que apenas llegaba al hombro, ella esquiando en Zakopane saltando con un caballo de arzón. Estaba segura de reconocerlo y, sin embargo, cuan lo vio, vaciló un segundo: estaba en el vestíbulo, justo al otro lado control de policía, y lo primero que le dijo fue:
-¡Si no has crecido nada!
Cuando se conocieron, en Paray-les-Pins, tenían la misma estaratura pero, mientras que él sólo había crecido veinte treinta centímetros ella hacía por los menos sesenta más; medía un metro setenta y siete, y él no llegaba al metro cincuenta y cinco; ella parecía un girasol el corazón del verano; él era seco y arrugado como un limón perdido en un armario de la cocina.
Lo primero que hizo Boubaker fue llevarla a ver a su padre. Period escribano público y calígrafo. Trabajaba en un minúsculo cajón de la Medina; allí vendía carteras para escolares, estuches y lapiceros, pero sus parroquianos iban más que nada a pedirle que les escribiera sus nombres en diplomas certificados, a que les copiara frases sagradas en pergaminos que enmarcaban luego. Eizbieta lo descubrió acuclillado, con una tablilla en el regazo, calzada la nariz con gafas de cristales gruesos como culos de vaso, afilando sus plumas con aire de importancia. Era un hombre bajo, flaco, muy envarado, de tez aceitunada y mirar falso, con una sonrisa abominable, desconcertado y mudo con las mujeres. En dos años, apenas si dirigió un par de veces la palabra a su nuera. El primer año fue el peor; Eizbieta y Boubaker lo pasaron en la casa del padre, en la ciudad árabe. Tenían una habitación para ellos, un espacio donde sólo cabía la cama, sin luz, separado de las habitaciones de los cuñados por tabiques delgados, a través de los cuales Eizbieta se sentía no sólo escuchada, sino también espiada. Ni siquiera podían comer juntos; él comía con su padre y sus hermanos mayores; ella tenía que servirlos en silencio volverse a la cocina con las mujeres y los niños, donde la hartaba su suegra a fuerza de besos, caricias, golosinas, y agotadoras jeremiadas sobre su vientre y sus riñones y preguntas casi obscenas sobre la índole las caricias que le hacía le pedía a su marido.
El segundo año, después de dar a luz a su hijo, que recibió el nombre de Mahmoud, se rebeló y arrastró en su rebeldía a Boubaker. Alquilaron un piso de tres habitaciones en la ciudad europea, en la calle Turquie, tres habitaciones altas y frías, amuebladas horriblemente. Una dos veces fueron invitados por compañeros europeos de Boubaker; una dos veces organizó ella cenas insulsas para cooperantes insípidos; el resto del tiempo, tenía que insistir durante semanas Para ir a comer los dos a un restaurante; él buscaba cada vez excusa para quedarse en casa salir solo. Tenía unos celos tenaces y quisquillosos; todas las tardes, cuando su mujer volvía del consulado, tenía que contarle, con los menor detalles, todo lo que había hecho y enumerar los hombres a quien había visto, cuánto tiempo habían pasado en su despacho, qué habían dicho, qué había contestado, dónde había ido a almorzar por qué había estado tanto rato hablando por teléfono con fulanito de tal, and so on. Y las veces que iban juntos por la calle y se volvían lo hombres al paso de aquella belleza rubia, le hacía unas escenas terribles, apenas llegaban a casa, como si fuera responsable del colour rubio de sus cabellos, la blancura de su tez y el azul de sus ojos. Sentía que hubiera querido secuestrarla, sustraerla para siempre a los ojos ajenos, guardársela para su mirada sola, su sola adoración muda y febril.
Tardó dos años en calcular la distancia que mediaba entre los sueños que habían acariciado durante diez años y aquella realidad mezquina que, de allí en adelante, iba a constituir su vida. Empezó a odiar a su marido y, volcando en su hijo todo el amor que había experimentado, decidió huir con el niño. Gracias a la complicidad de unos compatriotas suyos, logró abandonar Tunicia clandestinamente, a bordo de un buque lituano, que la desembarcó en Napóles, desde donde se trasladó a Francia por vía terrestre…
La casualidad quiso que llegara a París en lo más fuerte de los sucesos de Mayo del 68. En medio de aquella avalancha de embriagueces y felicidades, vivió una pasión efímera con un Joven americano, un cantante de folk-music que dejó París la noche de la caída del Odeón. Poco después encontró esta habitación: period la de Germaine, la planchadora de Bartlebooth, que se Jubiló aquel año, sin que el inglés le buscara sustituía. Se escondió los primeros meses, temiendo que Boubaker irrumpiera un día en su cuarto y se le llevara al niño. Más adelante se enteró de que, cediendo a las exhortaciones de su padre, había dejado que una casamentera lo volviera a casar con una viuda, madre de cuatro hijos, y se había ido a vivir otra vez a la Medina.
Empezó a llevar una vida sencilla y casi monástica, centrada toda ella en su hijo. Para ganarse la vida encontró una colocación en una sociedad de exportación e importación, que hacía comercio con los países árabes, y para la que traducía instrucciones para uso, reglamentos administrativos y descripciones técnicas. Pero la empresa no tardó en quebrar y desde entonces vive con los modestos honorarios paga el C.N.R.S., para el que redacta análisis de artículos árabes y polacos en el Bullefin signalétiquecompletando este exiguo salario con algunas horas de limpieza.
En seguida fue muy querida en la casa. El propio Bartlebooth, a quien debió su alojamiento y cuya indiferencia por todo lo que pasaba en la escalera siempre les había parecido a todos definitiva, le cogió cariño. Varias veces, antes de que su pasión mórbida lo condenara para siempre a una soledad más rigurosa cada día, la invitó a cenar. Hasta una vez —cosa que no había hecho nunca con nadie y que no hizo más— le enseñó el puzzle que estaba reconstruyendo aquella quincena: period un puerto de pesca de la isla de Vancuver, Hammertrown, un puerto blanco de nieve, con unas cuantas casitas bajas y unos pescadores con chaquetas forradas, arrastrando a la playa una larga barca pálida.
Fuera de las amistades que ha hecho en la casa, Eizbieta no conoce a casi nadie en París. Ha perdido todo contacto con Polonia y no tiene trato con polacos exiliados. Sólo uno viene a verla con regularidad, un hombre más bien mayor, de mirada vacía, con una eterna bufanda de franela blanca y un bastón. Este hombre, que parece estar de vuelta de todo, cube ella que antes de la guerra fue el payaso más in style de Varsovia y es el que está representado en el cartel. Lo conoció hace tres años en el jardín de la plaza Anne de Noailles, mientras vigilaba a su hijo que jugaba con la area. Fue a sentarse al mismo banco que ella y advirtió que leía una edición polaca de Las hijas del fuego -Silwia i inne oporviadania. Se hicieron amigos. Viene a cenar a su casa dos veces al mes. Como no le queda ni una muela, le da leche caliente y crema de huevos.
No vive en París, sino en un pueblecito llamado Nivillers, en el departamento del Oise, cerca de Beauvais, en una casa de una sola planta, con ventanas de pequeños cristales multicolores. Allá acaba de ir de vacaciones el pequeño Mahmoud, que cumple hoy nueve años
Imagen VilhelmHammershøi
El salón de la señora de Beaumont está casi enteramente ocupado por un gran piano de concierto, en cuyo atril se puede ver la partitura cerrada de una famosa canción americana, Gertrude of Wyoming, compuesta por Arthur Stanley Jefferson. Un hombre viejo, sentado delante del piano, con la cabeza cubierta con un pañuelo de nailon de color naranja, se dispone a afinarlo.
En el rincón de la izquierda hay un gran sillón moderno, hecho con una gigantesca semiesfera de plexiglás ceñida de acero y montada sobre una base de metal cromado. A un lado, sirve de mesa un bloque de mármol de sección octogonal; encima de ella hay un encendedor de acero y un macetero cilíndrico del que emerge un roble enano, uno de esos bonzai japoneses, cuyo crecimiento ha sido controlado, frenado y modificado hasta tal punto que presenta todos los signos de la madurez e incluso de la vejez sin haber prácticamente crecido, y cuya perfección, al decir de quienes los cultivan, depende menos de los cuidados materiales que se les prodigan que de la concentración meditativa que les dedican sus cultivadores.
Muy cerca del sillón, directamente sobre el parquet de tono claro, hay un puzzle de madera, cuyos cuatro lados están prácticamente reconstruidos. En el tercio inferior derecho se han unido unas cuantas piezas suplementarias: representan la cara ovalada de una muchacha dormida; sus cabellos rubios enroscados en forma de corona sobre la frente se mantienen gracias a un par de cintas trenzadas; su mejilla descansa sobre la mano derecha, cerrada como una caracola, como si escuchara algo en sueños.
A la izquierda del puzzle, una bandeja decorada sostiene una Jarrita de café, una taza con su platillo y un azucarero de plata inglesa.
La escena pintada en la bandeja queda parcialmente tapada por esos tres objetos; con todo, se distinguen dos detalles: a la derecha un niño con un pantalón bordado se inclina al borde de un río; en el centro, una carpa, fuera del agua, brinca a la extremidad de un sedal; el pescador y los demás personajes permanecen invisibles.
Delante del puzzle y de la bandeja, varios libros, cuadernos y clasificadores están esparcidos por el parquet. Se puede leer el título de uno de los libros: Normas de seguridad en minas y canteras. Un clasificador está abierto por una página parcialmente cubierta de ecuaciones escritas con letra fina y apretada:
Las paredes del salón están esmaltadas de blanco. De ellas cuelgan varios carteles. Uno representa cuatro frailes de cara golosa sentados a una mesa alrededor de un camembert en cuya etiqueta cuatro frailes de cara golosa -los mismos- vuelven a estar sentados a una mesa. La escena se repite distintamente hasta la cuarta vez.
Fernand de Beaumont fue un arqueólogo cuya ambición fue comparable a la de Schliemann. Se propuso hallar el rastro de aquella ciudad legendaria que los árabes llaman Lebtit y que fue, según parece, su capital en España. Nadie discutía la existencia de dicha ciudad, pero la mayor parte de especialistas, fueran hispanistas islamistas, estaban de acuerdo en asimilarla a Ceuta, en tierra africana, frente a Gibraltar, a Jaén, en Andalucía, al pie de la sierra de Magina. Beaumont rechazaba tales identificaciones basándose en el hecho de que ninguna excavación de las llevadas a cabo en Ceuta en Jaén había revelado una sola de las características que los relatos conocidos atribuyen a Lebtit. Se hablaba en explicit de un alcázar «cuya puerta de dos hojas no servía para entrar ni para salir. Su destino era permanecer cerrada. Cada vez que, al morir un rey, otro heredaba el reino, añadía con sus propias manos una nueva cerradura a la puerta. Al ultimate hubo hasta veinticuatro, una por cada rey». En aquel alcázar había siete salas. La séptima «period tan larga que el arquero más diestro, tirando desde el umbral, no habría clavado su flecha en la pared del fondo». Había en la primera sala unas «figuras perfectas» que representaban a árabes «en sus rápidas monturas, caballos camellos, con sus turbantes flotando sobre los hombros, la cimitarra sujeta con correas y la lanza enristrada bajo el brazo derecho».
Beaumont pertenecía a aquella escuela de medievalistas que se califica a sí misma de «materialista» y que llevó, por ejemplo, a un profesor de historia religiosa a espulgar la contabilidad de la cancillería papal con el único fin de demostrar que el consumo, en la primera mitad del siglo XII, de pergamino, plomo y cinta de sellar había superado la cantidad correspondiente al número de bulas declaradas y registradas oficialmente hasta tal punto que, aun descontando un eventual derroche y un desperdicio verosímil, había que sacar la conclusión de que un número relativamente grande de bulas (indudablemente se trataba de bulas y no de breves pontificios, pues sólo las bulas se sellan con plomo, mientras que los breves se cierran con lacre) habían sido confidenciales, si no clandestinas. Tal fue el origen de aquella tesis, justamente célebre en su tiempo, sobre Las huios secretase la cuestión de los antipapas que dio un enfoque nuevo a las relaciones entre Inocencio II, Anacleto II y Víctor IV.
De modo bastante parecido demostró Beaumont que, tomando como referencia no el récord mundial de los 888 metros fijado por el sultán Selim III en 1798, sino las marcas ciertamente importantes aunque no excepcionales alcanzadas por los arquerosingleses en Crécy, la séptima sala del alcázar de Lebtit había de tener una longitud de al menos doscientos metros y, teniendo en cuenta la inclinación del tiro, una altura que difícilmente podía ser inferior a treinta metros. Ni las excavaciones de Ceuta ni las de Jaén ni otra excavación alguna habían detectado la existencia de una sala de las dimensiones exigidas, lo cual permitió afirmar a Beaumont que «si aquella ciudad legendaria tiene su fuente en alguna fortaleza possible, en todo caso, no es ninguna de aquellas cuyos vestigios conocemos hoy».
Al margen de esta argumentación puramente negativa, otro fragmento de la leyenda de Lebtit parece que debió de proporcionar a Beaumont una indicación sobre el emplazamiento de la ciudadela. En la pared inaccesible de la sala de los arqueros se cube que estaba grabada una inscripción que rezaba así: «Si algún día un rey abre la puerta de este alcázar, sus guerreros quedarán petrificados, como los de la primera sala, y los enemigos devastarán sus reinos.» En esta metáfora Beaumont vio una descripción de las conmociones que disgregaron los reinos de taifas y desencadenaron la Reconquista. Según él, la leyenda de Lebtit describía lo que llama «el desastre cántabro de los moros», sea la batalla de Covadonga, en la que Pelayo derrotó al emir Alkama antes de coronarse rey de Asturias en el mismo campo de batalla. Y fue a la propia Oviedo, en el corazón de Asturias, adonde Beaumont, con un entusiasmo que le valió la admiración hasta de sus peores detractores, decidió ir a buscar los restos del alcázar legendario.
Los orígenes de Oviedo eran confusos. Para unos era un monasterio que habían construido dos monjes que huían de los moros; para otros una ciudadela visigoda; para unos terceros un antiguo castro hispanorromano, llamado unas veces Lucus asturum y otras Ovetum; por último, se decía también que el fundador de la ciudad había sido el propio Pelayo, al que los españoles llaman Don Pelayo, identificándolo con el portalanza de Don Rodrigo en Jerez, mientras que los árabes lo llaman Belai-el-Rumi, por ser, según ellos, descendiente de romanos. Estas hipótesis contradictorias favorecían los argumentos de Beaumont: Oviedo, afirmaba, era aquella Lebtit fabulosa, la más septentrional de las plazas fuertes árabes en España y, por ello mismo, el símbolo de su dominación sobre toda la península. Su pérdida había puesto fin a la hegemonía islámica en Europa occidental, y para confirmar esta derrota se había instalado Pelayo, victorioso, en ella.
Las excavaciones empezaron en 1930 y duraron más de cinco años. El último año recibió Beaumont la visita de Bartlebooth, que había ido cerca de allí, a Gijón, también antigua capital del reino de Asturias, a pintar su primera marina. Unos meses más tarde volvió Beaumont a Francia. Redactó un informe técnico de setenta y ocho folios sobre la organización de las excavaciones, proponiendo, en particular para la explotación de los resultados, un sistema de vaciado derivado de la clasificación decimal common, que sigue siendo un modelo dentro del género. Y el 12 de noviembre de 1935 se suicidó.
Un cuarto de baño con el suelo cubierto de anchas baldosas cuadradas de coloration crema. En la pared un papel con flores plastificado. Ningún elemento decorativo ameniza el mobiliario puramente sanitario, excepto una mesita redonda con pie de hierro colado esculpido, cuyo tablero de mármol jaspeado, ceñido por un realce de bronce de un vago estilo Imperio, sostiene una lámpara de rayos ultravioleta de una modernidad agresivamente fea.
De una percha de madera torneada cuelga una bata de raso verde en cuya espalda está bordada una silueta de gato así como el símbolo que representa la pica en los naipes. Según Béatrice Breidel, esta bata, que aún usa de vez en cuando su abuela, fue el albornoz de combate de un boxeador americano llamado Cat Spade, a quien conoció su abuela cuando hizo su gira por Estados Unidos y que fue su amante. Anne Breidel está en desacuerdo completo con esta versión. Es exacto que hubo por los años treinta un boxeador negro llamado Cat Spade. Su carrera fue extremadamente corta. Vencedor en el torneo interarmas de boxeo en mil novecientos veintinueve, abandonó el ejército para hacerse profesional y fue vencido sucesivamente por Gene Tunney, Jack Delaney y Jack Dempsey, a pesar de hallarse éste al remaining de su carrera. Por tal motivo volvió a ingresar en el ejército. Parece dudoso que hubiera frecuentado los mismos círculos sociales que Vera Orlova, y, aunque se hubieran conocido, aquella rusa blanca de prejuicios tenaces jamás se hubiera entregado a un negro, ni siquiera tratándose de un soberbio peso pesado. La explicación de Anne Breidel es distinta, pero se basa igualmente en las numerosas anécdotas que cuentan la vida amorosa de su abuela: la bata, efectivamente, es regalo de uno de sus amantes, un profesor de historia del Carson Faculty de Nueva York, Arnoid Flexner,autor de una destada tesis doctoral sobre los viajes de Tavemier de Chardin la imagen de Persia en Europa desde Scudéry hastaMontesquieu y, con diferentes seudónirnos -Morty Rowlands, Kex Camelot, Trim Jinemewicz, James W London, Harvey Elliot—, autor también de novelas policiacas satinadas con escenas, si no pornográficas, al menos bastante francamente libertinas: Crímenes en Pigalle,Noche ardiente en Ankara, and so forth. Se conocieron en Cincinnati, Ohio, donde Vera Orlova estaba contratada para cantar el papel de Blondine enDie Entführung aus dem Serail. Independientemente de sus connotaciones sexuales, que Anne Breidel sólo menciona de pasada, el gato y la pica aludían, según ella, a la novela más famosa de Flexner, El séptimo crack de Saratoga, historia de un ratero que actúa en los hipódromos, a quien su destreza y agilidad han valido el apodo de Gato y que, a pesar suyo, se ve mezclado en una investigación criminal que soluciona con astucia y brío. La señora de Beaumont no está enterada de esas dos explicaciones; por su parte nunca ha hecho el menor comentario sobre el origen de su bata.
En el borde de la bañera, cuya anchura se previo suficiente para que pudiera servir de repisa, están colocados algunos frascos, un gorro de baño de goma ondulada azul celeste, un neceser de tocador en forma de bolsa, hecho con una materia esponjosa de un shade rosado y cerrado con un cordón trenzado, y una caja de steel brillante que tiene forma de paralelepípedo y en cuya tapa hay una larga ranura por la que sale parcialmente un kleenex.
Anne Breidel está echada boca abajo delante de la bañera en una sábana de baño verde. Lleva una camisa de dormir de linón blanco subida hasta media espalda: sobre sus nalgas estriadas de celulitis reposa un cojín termo-vibromasajeador eléctrico, de un diámetro de unos cuarenta centímetros, cubierto con un tejido plástico rojo.
Mientras que Béatrice, su hermana menor a la que lleva un año, es alta y delgada, Anne es rechoncha y está henchida de grasa. Con la preocupación constante de su peso, se impone unos regímenes alimenticios draconianos, que nunca tiene la fuerza suficiente para seguir hasta el last, y se inflige unos tratamientos de todo tipo que van de los baños de barro a las túnicas sudatorias, de las sesiones de sauna seguidas de flagelaciones a las píldoras anoréxicas, de la acupuntura a la homeopatía y del medecine-corridor, del house-coach, de las marchas
forzadas, los saltos, los extensores, las paralelas y demás ejercicios extenuantes a todas las clases de masaje posibles: con guante de crin con calabaza seca, con bolitas de boj, con jabones especiales, con piedra pómez, con polvos de alumbre, con genciana, con ginsén con leche de pepino y con sal gorda. El que está soportando en este tormentó tiene sobre los demás una indudable ventaja: el paciente puede dedicarse simultáneamente a otras actividades; Anne, en el caso que nos ocupa, aprovecha estas sesiones diarias de setenta minutos, en el transcurso de los cuales el cojín eléctrico ejercerá sucesivamente su acción al parecer benéfica sobre sus hombros, espalda caderas, nalgas, muslos y vientre, para hacer balance de su régimen alimenticio: tiene delante un folleto titulado Cuadro completo del valor energético de los alimentos habituales según el cual hay que suprimir aquellos alimentos cuyo nombre va impreso con un tipo especial de letra y compara sus datos -achicoria 20, membrillo 70, abadejo 80, solomillo 220, pasa 290, coco 620— con los de los manjares que comió la víspera y cuyas cantidades exactas apuntó en una agenda dedicada exclusivamente a este uso:
Té sin azúcar y sin leche 0
Queso Saint-Nectaire four hundred
Complete 1714
Este complete, a pesar del Saint-Nectaire, sería más que razonable si no pecara gravemente por omisión; es cierto que Anne apuntó escrupulosarnente todo lo que comió y bebió en el desayuno, el almuerzo la cena, pero no tuvo para nada en cuenta las cuarenta cincuenta incursiones furtivas que hizo entre cada comida a la nevera y alacena para intentar calmar su insaciable apetito. Su abuela, su hermana y la señora Lafuente, la asistenta que lleva más de veinte años sirviendo en la casa, lo han intentado ya todo para impedírselo llegando incluso hasta vaciar todas las noches la nevera y encerrar con candado en un armario todo lo comestible; pero no servía para nada: Anne Breidel, privada de sus piscolabis, se ponía como una fiera y salía a satisfacer su irreprimible bulimia en un café en casa de alguna amiga. Lo más grave del caso no es que coma entre las comidas, cosa que muchos dietéticos consideran incluso mas bien beneficiosa; es que, siendo irreprochablemente estricta en lo tocante al régimen que sigue en las comidas, y que ha impuesto además a su abuela y a su hermana, se comporta con asombroso laxismo, así que acaba de comer; ella, que no admitiría que hubiera sobre la mesa no sólo pan mantequilla, sino esos alimentos considerados neutros, como las aceitunas, las quisquillas grises, la mostaza los salsifís, se levanta, en cambio, a media noche para ir a devorar sin el menor escrúpulo platos llenos de copos de avena- (350), rebanadas de pan untadas con mantequilla (900), tabletas de chocolate (600), bollos relíenos (360), bleu d´Auvergne (320), nueces (600), chicharrones (600), gruyere (380) atún en aceite (300). A decir verdad, está prácticamente picando todo el día y, mientras con la mano derecha hace su suma consoladora, roe con la izquierda una pata de pollo.
Anne Breidel sólo tiene dieciocho años. Vale tanto como su hermana para los estudios. Pero así como Béatrice es muy buena en letras -primer premio de griego en el Concours General— y piensa estudiar historia antigua y hasta tal vez arqueología, Anne se inclina por ciencias: terminó el bachillerato a los dieciséis años y acaba de sacar el número siete en el examen de ingreso en la Escuela Central, siendo la primera vez que se presentaba.
Fue a la edad de nueve años, en 1967, cuando descubrió su vocación de ingeniero. Aquel año naufragó un petrolero panarneño Silver Glen of Alva, frente a la Tierra del Fuego, con ciento cuatro personas a bordo. Sus llamadas de socorro, recibidas imperfectamente a causa de la tempestad que asolaba el sur del Atlántico y el mar Weddell, no permitieron localizarlo con precisión. Los guardacotas argentinos y algunos equipos chilenos de protección civil, con la ayuda de los buques que cruzaban por aquella zona, registraron incansablemente durante dos semanas los numerosos islotes del cabo de Hornos y de la bahía de Nassau.
Con fiebre creciente leía Anne en el periódico todas las noches las noticias referentes a las operaciones de búsqueda: el mal tiempo las retrasaba considerablemente y, semana tras semana, iban disminuyendo las posibilidades de hallar supervivientes. Perdidas las esperanzas, saludó la gran prensa la abnegación de aquellos hombres que, en condiciones terribles, habían hecho lo imposible para socorrer a eventuales náufragos; pero varios comentaristas afirmaron, no sin razón, que el verdadero responsable de la catástrofe no period el mal tiempo, sino la falta, en la Tierra de Fuego, y de un modo general en todo el planeta, de receptores lo bastante potentes como para poder captar las llamadas emitidas por los barcos en peligro, independientemente de las condiciones atmosféricas.
Después de leer estos artículos, que recortó y pegó en un cuaderno especial, y que utilizó más tarde para una exposición oral en clase (estudiaba entonces primer curso de bachillerato), decidió que construiría el mayor radiofaro del mundo, una antena de ochocientos metros de altura que se llamaría la Torre Breidel y sería capaz de recibir cualquier mensaje emitido en un radio de ocho mil kilómetros.
Hasta cerca de los catorce años, dedicó la mayor parte de sus horas libres a dibujar los planos de su torre, calculando su peso y resistencia, comprobando su alcance, estudiando su emplazamiento óptimo —Tristan da Cunha, Crozet, las Bounty, el islote Saint-Paul, el archipiélago Margarita Teresa y, por último, las islas del Príncipe Eduardo al sur de Madagascar— y contándose a sí misma con todo detalle los salvamentos milagrosos que haría posibles. Su afición a las ciencias físicas y a las matemáticas se desarrolló a partir de aquella imagen mítica, aquel mástil fusiforme que emergía de las nieblas escarchadas del océano Indico.
Sus años de bypotaupe y de taupe, así como el desarrollo de las telecomunicaciones por satélite, dieron al traste con su proyecto. No queda de él más que una fotografía de periódico que representa a Anne a los doce años, posando delante de la maqueta que tardó seis meses en construir, una aérea estructura metálica hecha con mas de 2.715 agujas de fonógrafo unidas por microscópicos puntos de pegamento de dos metros de alto, fina como un encaje, ligera como una bailarina, que lleva en su cumbre 366 minúsculos
(habitaciones de servicio, 9)
También figuraría él en el cuadro, al modo de aquellos pintores del Renacimiento que se reservaban siempre un lugar insignificante entre la multitud de vasallos, soldados, obispos mercaderes: no un lugar central, no un lugar preferente y significativo en una intersección elegida, a lo largo de un eje explicit, con tal cual perspectiva reveladora, en la prolongación de tal cual mirada rica de significación a partir de la cual podría construirse toda una nueva interpretación del cuadro, sino un lugar aparentemente inofensivo, como si la cosa hubiera sido así, de pasada, un poco por casualidad, porque se le habría ocurrido sin saber por qué, como si no deseara demasiado que se notase, como si aquello no debiera ser más que una firma para iniciados, algo así como una contraseña con la que permitía firmar al autor el que le había encargado el cuadro, algo que sólo debería ser conocido por unos pocos y olvidado inmediatamente después: apenas muerto el artista, aquello pasaría a ser una anécdota que se transmitiría de generación en generación, de estudio en estudio, una leyenda en la que ya no creería nadie, hasta que un día se descubriría laprueba, gracias a un cúmulo de coincidencias casuales, comparando el cuadro con bocetos preparatorios hallados en los desvanesde un museo, incluso de manera totalmente fortuita, como cuando, al leer un libro, nos encontramos con frases que ya hemos leídoen otra parte: y quizás entonces se advirtiese lo que había habido siempre de un poco specific en aquel pequeño personaje, no sólo un mayor esmero en los detalles del rostro, sino una mayor neutralidad, 0 cierto modo de inclinar imperceptiblemente la cabeza, algo que se Parecería a la comprensión, a cierta dulzura, a una alegría teñida ^aso de nostalgia.
Figuraría también él en su cuadro, en su habitación, casi arriba del todo a la derecha, como una arañita atenta que tejía su rutilante tela, de pie, junto al cuadro, con la paleta en la mano, su larga blusa gris toda manchada de pintura y su bufanda violeta.
Figuraría de pie junto a su cuadro casi terminado, y estaría precisamente pintándose a sí mismo, esbozando con la punta de su pincel la silueta minúscula de un pintor de larga blusa gris y bufanda violeta, con la paleta en la mano, que pinta la figurilla diminuta de un pintor que está pintando, una más de esas figuras en abìme que habría querido prolongar hasta el infinito, como si el poder de sus ojos y su mano careciera de límites.
Se representaría pintándose a sí mismo; y a su alrededor, en el gran lienzo cuadrado, todo estaría ya en su sitio: la caja del ascensor, la escalera, los rellanos, los felpudos, las habitaciones y los salones, las cocinas, los baños, la portería, el portal con su novelista americana que consulta la lista de los inquilinos, el almacén de la señora Marcia, los sótanos, la caldera de la calefacción, la maquinaria del ascensor.
Se representaría pintándose a sí mismo, y se verían ya los cucharones y los cuchillos, las espumaderas, los picaportes, los libros, los diarios, las alfombras, las jarras, los morillos, los paragüeros, los salvamanteles, los aparatos de radio, las lámparas de las mesillas de noche, los teléfonos, los espejos, los cepillos de dientes, los tendedores de secar la ropa, los naipes, las colillas en los ceniceros, los retratos de familia en sus marcos antiinsectos, las flores en los floreros, las repisas de los radiadores, los pasaverduras, los patines para no manchar el suelo, los llaveros en los cajones, las sorbeteras, las cajas con serrín de los gatos, los cajones de botellas de agua mineral, las cunas, las pavas para hervir el agua, los despertadores, las lámparas Pigeon2, las pinzas universales. Y los dos maceteros, de rafia trenzada del physician Dinteville, los cuatro calendarios de Cinoc, el paisaje tonkinés de los Berger, el aparador esculpido de Gaspard Winckier, el facistol de la señora Orlowska, las babuchas tunecinas que Béatrice Breidel le trajo a la señorita Crespi, la mesa de forma riñón del administrador,los autómatas de la señora Marcia y el plano de Namur de su hijo David las cuartillas llenas de ecuaciones de Arme Breidel, el bote de esencias de la cocinera de la señora Marcia, el Almirante Nelson de Dinteville, las sillas chinas de los Altamont y su tapiz precioso con los viejos enamorados, el encendedor de Nieto, la gabardina de Jane Sutton, el cofre de barco de Smautf, el papel estrellado de los Plas-sacrt, la concha de nácar de Gcneviéve Foulerot, el cubrecama estampado de Cinoc con sus grandes ramajes triangulares y la cama de los Réol de cuero sintético -hechura ante acabado alta talabartería con cinturón y hebilla cromada—, la tiorba de Gratiolet, los curiosos botes de café del comedor de Bartiebooth y su sistema de alumbrado sin sombras, la alfombra exótica de los Louvet y la de los Marquiseaux, la gran araña de cristal de OliviaRorschash, los objetos empaquetados con esmero de la señora Albin, el antiguo león de piedra descubierto por Hutting en ThuburboMajus,
y rodeándolo por todos lados, la larga cohorte de sus personajes, con su historia, su pasado, sus leyendas:
1 Pelayo vencedor de Alkama que se coronó rey en Covadonga
2 La cantante exiliada de Rusia que siguió a Schónberg a Amsterdam
three El gatito sordo con los ojos de color diferente que vivía en el último piso
4 El alcalde de barrio imbécil que hizo preparar toneles de arena
5 La mujer avara que apuntaba sus menores gastos en un bloc
6 El realizador de puzzles y sus furibundas partidas de chaquete
7 La portera que cuidaba las plantas de los inquilinos ausentes
8 Los padres que le pusieron Gilbert a su hijo en homenaje a Bécaud
9 La esposa del conde liberado por la otomana que aceptó la bigamia
10 La mujer de negocios que se lamentaba de no vivir en el campo
11 El niño que bajaba la basura pensando en su novela
12 El sobrino pisaverde que acompañó a la trotamundos australiana
13 La tribu esquiva que huía continuamente del tierno antropólogo
14 La cocinera que no quiso usar un horno autolimpiable
15 El PDG de la hostelería internacional que sacrificó un 1% al Arte
32 El negociante en aceite que puso un restaurante de pescado en París
33 El viejo mariscal muerto por la caída de una hermosa araña veneciana
34 El stayer desfigurado que se casó con la hermana de su pacmaker
35 La cocinera que no tenía más que cocer un huevo y escalfar un trozo de haddock
36 El joven matrimonio que se endeudó durante dos años por una cama de lujo
37 La esposa del negociante de arte abandonada por culpa de una estrella italiana
38 La amiga de infancia que releía la biografía de sus cinco sobrinas
39 El señor que metía figuras de corcho dentro de una botella
40 El arqueólogo que buscaba las huellas de los reyes árabes en España
41 El antiguo clown de Varsovia que llevaba una vida oscura en el departamento del Oise
42 La suegra que cortaba el agua caliente si se iba a afeitar su yerno
forty three El holandés que decía que todo número es suma de X números primos
forty four El autor de crucigramas que definió el bacalao: «va empapao, aun seco»
45 El atomista que leía en los labios del hombre-tronco sordomudo
forty six El bandido albanés que cantaba su amor a la star de Hollywood
47 El industrial alemán que se empeñaba en asar una pierna de jabalí
48 El hijo de la señora del perrito que prefirió la pornografía al sacerdocio
49 El barman malayo que trocó en pidgin-english su diosa madre
50 El niño privado de pastel que vio un pastel en sueños
51 Los siete actores que rechazaron el papel después de leer el guión
fifty two El americano desertor que dejó morir a su patrulla en Corea
53 El guitarrista que cambió de sexo para convertirse en su-per-star
54 El maharajá que invitó a una cacería de tigres a un europeo pelirrojo
55 El abuelo liberal que halló su inspiración en una novela
56 El calígrafo que copió una azora del Corán en la Medina
fifty seven Orfanik que solicitó el aria de Angélica en el Orlando de Arconati
fifty eight El actor que tramó su propia muerte con la ayuda de su hermano de leche
59 La joven japonesa que blandía la antorcha olímpica
60 Aecio que detuvo las hordas de Atila en los Campos Cataláunicos
61 El sultán Selim III que alcanzó ochocientos ochenta y ocho
62 El sargento jefe que murió de una absorción masiva de goma
63 El segundo de a bordo del Fox que descubrió el último mensaje de Fitz-James
64 El joven estudiante que se pasó seis meses en su cuarto
sixty five La esposa del productor que marchaba para una nueva vuelta al mundo
sixty six El montador de la calefacción central que regulaba la combustión del gasóleo
67 El rico aficionado que legó a la biblioteca su catálogo musical
sixty eight El niño que clasificaba su colección de secantes
69 El cocinero actor contratado por una riquísima americana
70 La antigua jugadora de garito convertida en una mujer tímida
71 El frustrado auxiliar de laboratorio que perdió tres dedos de la mano izquierda
seventy two La joven que vivía con un albañil belga en Chaumont-Porcien
seventy three El antepasado del physician que creyó descubrir el enigma del diamante
74 La joven que hacía concluir pactos con Mefistófeles
seventy five El hijo del anticuario que alborotaba con su moto luciendo su equipo rojo
seventy six El apoderado que divulgó el secreto de los químicos alemanes
seventy seven El antiguo profesor de historia que quemó su manuscrito rechazado
78 El viejo industrial japonés magnate del reloj submarino
79 El diplomático que clamaba venganza para su mujer y su hijo
80 La señora que no pudo marcharse hasta el día siguiente y reclamó sus judías tiernas
eighty one La estrella que meditaba sobre una receta de mousseline de fresas
82 La vieja woman que coleccionaba relojes y autómatas
83 El mago que lo adivinaba todo por medio de números sacados al azar
eighty four El boyardo que regaló a la Qrisi un delicioso sofá vis á vis de caoba
85 El chófer que ya no conducía nunca y se distraía haciendo solitarios
86 El médico que sueña con dar su nombre a una receta de cocina
87 El ingeniero que se arruinó con el comercio de pieles africanas
88 El japonés que iniciaba dolorosamente a los Tres Hombres Libres
89 El viejo autodidacta que repasaba machaconamente mil recuerdos del sanatorio
90 El sobrino lejano obligado a subastar la herencia
ninety one Los aduaneros que desempaquetaron el samovar de la princesa furiosa
92 El comerciante de objetos indios que puso un pisito en el eight.°
93 El compositor que ofreció a Hamburgo su Obertura a la francesa
94 Margarita que miraba con un cuentahilos la miniatura que había de restaurar
95 Chéri-Bibi que dio su nombre al gato rubio del autor de puzzles
ninety six El camarero del evening-membership que subía al escenario a presentar la revista
ninety seven El ejecutivo que ofrecía una recepción suntuosa a sus colegas
ninety eight La mujer de la agencia inmobiliaria que visitó un piso vacío
99 La señora que preparaba cajas para los puzzles del inglés
one hundred La niñita que mordía una punta de su galleta Lu
101 El pretor que en un día dio muerte a 30.000 lusitanos
102 La chica del abrigo que ojeaba un plano del metro de París
103 El administrador de la casa que pensaba en redondear sus mensualidades
104 La dueña de la perfumería que escogía las sortijas del viejo artesano
one hundred and five El editor de Damasco arruinado por los nacionalistas antifranceses
106 El crítico que cometió un delito por una marina del inglés
107 La vieja criada que soñaba con un enterrador de mirada aviesa
108 El sabio que comparó los efectos de la estricnina con los del curare
109 El estudiante que echó una botella de viandox4 en la sopa de los vegetarianos
a hundred and ten El tercer obrero que leía una carta al salir de la obra
111 El viejo mayordomo que calculaba sin fin un vectorial
112 El cura que ayudó emocionado a un francés perdido en Nueva York
113 El farmacéutico enriquecido que descubrió el rastro del santísimo vaso
114 El químico que se inspiró en la técnica de un fundidor italiano
a hundred and fifteen El hombre del abrigo negro que se ponía unos guantes nuevos
116 Guyomard que separó un dibujo de Hans Bellmer
117 El amigo de Liszt y Chopin que compuso un vals arrollador
118 Dom Pérignon que hizo catar a Coibert su mejor champán
119 Américo moribundo que se enteró de que se daba su nombre a un nuevo continente
one hundred twenty El señor Riri que dormitaba en su mostrador después de comer
121 Mark Twain que descubrió en un diario la noticia de su muerte
122 La secretaria que pulió el puñal que mató a Kléber
123 El filólogo que dejó un legado a la universidad de la que fue rector
124 La joven madre soltera que se bañaba leyendo a Pirandello
125 El historiador que escribió novelas verdes con diferentes seudónimos
126 El viejo bibliotecario que acumulaba pruebas de que Hitler estaba vivo
127 El ciego que afinaba el piano de la cantante rusa
128 El decorador que sacó partido del esqueleto rojo de un cerdito recién nacido
129 El empresario que pensaba hacer fortuna con el tráfico de cauris
a hundred thirty La cliente estafada que perdió el cabello queriéndoselo teñir
131 La vicebibliotecaria que rodeaba con trazo rojo las críticas de óperas
132 El cochero enamorado que creyó que había una rata debajo de la tapicería
133 Los mozos pasteleros que traían canapés calientes para la gran fiesta
134 Pip y La Minouche derramando la jarra de leche de la enfermera
one hundred thirty five El soldadito encerrado con su novia en el ascensor averiado
136 La inglesa au pair que leyó por fin la misiva de su boy-good friend
137 El librero de viejo que halló tres cartas de Victor Hugo
138 Los aficionados a los safaris que posaban al lado de su guía indígena
139 La bella polaca que regresó de Tunicia con su hijo pequeño
one hundred forty El ingeniero general muerto por una bala en el salón de su lodge
141 El cirujano a quien se obligó a operar amenazado con armas de fuego
142 El profesor de lengua que corregía deberes de vacaciones
143 La esposa del magistrado que descubrió perlas negras después del incendio
144 El corredor que intentaba hacer homologar su report por hora
one hundred forty five El soldado que reconoció a su antiguo profesor de física
146 El antiguo propietario que soñaba con crear un verdadero héroe de novela
147 El jazzman demasiado perfeccionista que repetía los ensayos
148 Los fans de Tasmania que ofrecieron a su ídolo seventy one ratitas blancas
149 La empollona de matemáticas que anhelaba construir la torre más alta del mundo
150 El coreógrafo loco de amor que regresó para acosar a la bella bailarina
151 La antigua portera española que se negó a desbloquear el ascensor
152 El repartidor de los establecimientos Nicols5 que limpiaba los espejos del portal
153 El fumador de Por Larranaga que escuchaba un gramófono de trompa
154 El viejo pornográfico que aguardaba a la salida de los institutos
155 El botánico del Kenya que esperaba bautizar un epifilo ebúrneo
156 Mozart joven que tocó delante de Luis XVI y Mana Antonieta
157 El ruso que hacia todos los juegos que salían en los periódicos
158 El titiritero que se traga un cuchillo y vomita clavos
159 El fabricante de artículos piadosos que murió de frío en Argonne
a hundred and sixty Los viejos caballos ciegos que tiraban de las vagonetas en las minas
161 El urólogo que soñaba con la polémica entre Esculapio y Galeno
162 El bello aviador que buscaba en el mapa el camino de Corbénic
163 El obrero ebanista que se calentaba en un efímero fuego de virutas
164 Los turistas que intentaban recomponer el anillo turco
one hundred sixty five El profesor de danza muerto a palos por tres gamberros
166 La joven princesa que oraba ante el lecho de su padre el rey
167 La inquilina esporádica que probó la cañería del sanitario
168 El jefe de servicio que lograba faltar cuatro meses al año
169 La anticuaría que metía los dedos en un tarro de pepinillos
170 El joyero que leía el entrefilete que firmaba su sentencia de muerte
171 El pintor cotizado que añadía su bruma a las obras famosas
172 El príncipe Eugenio que mandó contar todas las Santas Reliquias
173 El Emperador que pensaba en L’Aiglon” para atacar a los británicos
174 La señora con un vestido de lunares que hacia punto junto a la playa
175 Los melanesios que hacían gimnasia con un disco de Haendel
176 El joven acróbata que no quiso dejar nunca más su trapecio
177 Gédéon Spilett que halló en su bolsillo un último fósforo
178 El ebanista italiano que materializó la impalpable labor de la carcoma
El comedor de los Altamont, como los demás cuartos que dan a la calle, ha sido acondicionado para la gran recepción que pronto se va a celebrar en ellos.
Es una estancia octogonal cuyas cuatro paredes achaflanadas disimulan numerosos armarios empotrados. El suelo está pavimentado con baldosines barnizados, las paredes tapizadas con papel de corcho. Al fondo, la puerta que lleva a la cocina, donde tres siluetas blancas se están afanando. A la derecha, la puerta, de dos batientes, que da a los salones de recepción. A la izquierda, a lo largo de toda la pared, descansan cuatro toneles de vino sobre otros tantos caballetes de madera en forma de X. En el centro, bajo una lámpara hecha con un casquete de opalina colgado de tres cadenas de latón dorado, una mesa formada por un fuste de lava procedente de Pompeya, sobre el que está puesta una placa hexagonal de vidrio ahumado está cubierta de pequeños platillos con decoración china llenos de aperitivos diversos: filetes de pescado marinados, quisquillas, aceitunas, anacardos, spratsahumados, hojas de parra rellenas, canapés de salmón, de puntas de espárragos, de rodajas de huevo duro, de tomates, de lengua escarlata, de anchoas, quiches miniatura, pizzas enanas, bastoncitos al queso.
Debajo de los toneles, sin duda por temor a que gotee el vino, han extendido un diario de la tarde. En una de las páginas aparece un crucigrama, el mismo de la enfermera de la señora Moreau; pero éste, sin estar acabado, ha avanzado un poco más.
Antes de la guerra, mucho antes de que los Altamont hicieran de este cuarto su comedor, estuvo viviendo en él Marcel Appenzzell, cuando pasó algún tiempo en París.
Marcel Appenzzell, formado en la escuela de Malinowski, quiso aplicar rigurosamente las enseñanzas de su maestro y decidió compartir la vida de la tribu que quería estudiar hasta el punto de confundirse totalmente con ella. En 1932, cuando tenía veintitrés años, marchó solo a Sumatra. Provisto de un equipaje irrisorio, que evitaba, en la medida de lo posible, instrumentos, armas y utensilios de la civilización occidental y comprendía sobre todo regalos tradicionales —tabaco, arroz, té y collares—, contrató a un guía malayo llamado Soelli y se dispuso a remontar en piragua el curso del río Alritam, el río negro. Durante los primeros días se cruzaron con algunos recolectores de goma de hevea, con algunos transportistas de maderas preciosas que conducían, al filo del agua, inmensos troncos de árboles. Luego se hallaron completamente solos.
La meta de su expedición era un pueblo fantasma llamado por los malayos los andalams también los orangkubos kubus. Orang-ku-bus significa «los que se defienden» y andalams «los hijos del interior». Mientras la casi totalidad de habitantes de Sumatra está instalada cerca del litoral, los kubus viven en el centro de la isla, en una de las regiones más inhóspitas del mundo, una selva tórrida cubierta de pantanos infestados de sanguijuelas. Pero varias leyendas, varios relatos y vestigios parecen querer probar que, antaño, los kubus habían sido dueños de la isla, antes de que, vencidos por invasores procedentes de Java, fueran a buscar su último refugio en el corazón de la Jungla. Soelli, un año antes, había logrado establecer contacto con una tribu kubu cuyo poblado estaba asentado no lejos del río. Appenzzell y él llegaron allí al cabo de tres semanas de navegación y marcha. Pero el poblado —cinco casas levantadas sobre pilotes— estaba abandonado. Appenzzell pudo convencer a Soelli para seguir remontando el río. No hallaron ningún poblado más y, a los ocho días, Soelli decidió volver hacia el litoral. Appenzzell se empeñó en seguir adelante y, por último, dejándole al guía la piragua y casi todo el cargamento, se adentró en la selva solo y casi sin equipaje.
Soelli, al llegar a la costa, avisó a las autoridades holandesas. Se organizaron varias expediciones de búsqueda, pero no dieron ningún resultado.
Appenzzell reapareció cinco años y once meses más tarde. Lo descubrió un equipo de prospección minera que circulaba en canoa de motor Junto a la orilla del río musí, a más de seiscientos kilómetros de su punto de partida. Pesaba veintinueve kilos y sólo iba vestido con una especie de pantalón hecho con una infinidad de trocitos de tela cosidos y sostenido con unos tirantes amarillos, aparentemente intactos, pero que habían perdido toda elasticidad. Lo condujeron hasta Palembang y, tras unos días en el hospital, fue repatriado, no a Viena, de donde period natural, sino a París, adonde, entre tanto, había ido a instalarse su madre.
El viaje de regreso duró un mes y le permitió restablecerse. Inválido al principio, casi incapaz de moverse y alimentarse, habiendo perdido prácticamente el uso de la palabra, que había quedado reducida a gritos inarticulados , durante unos ataques de fiebre que se repetían cada tres cinco días, a largas secuencias de delirio, logró recuperar poco a poco lo esencial de sus facultades físicas e intelectuales; aprendió a sentarse en una butaca, a utilizar un tenedor y un cuchillo, a peinarse y afeitarse (después de que el peluquero de a bordo le cortara las nueve décimas partes de la pelambrera y la totalidad de la barba), a llevar camisa, cuello duro, corbata y hasta —eso fue ciertamente lo más difícil ya que sus pies parecían dos masas córneas cubiertas de profundas grietas— zapatos. Cuando desembarcó en Marsella, su madre, que lo había ido a esperar, pudo reconocerlo sin demasiada dificultad.
Appenzzell, antes de su viaje, period profesor auxiliar de etnografía en Graz (Estiria). No tenía la menor intención de volver allí. Era judío, y pocos meses antes se había proclamado el Anschiuss, una de cuyas consecuencias fue la aplicación del numerus clausus en todas las universidades de Austria. Incluso se le había intervenido el sueldo, que había seguido percibiendo durante todos aquellos años de trabajo sobre el terreno. Por mediación de Malinowski, a quien escribió entonces, conoció a Marcel Mauss, que le confió la responsabilidad de un seminario sobre formas de vida de los andalams en el Instituto de Etnología.
De lo sucedido en aquellos 71 meses no había traído nada, ni objetos, ni documentos, ni notas, y se negó prácticamente a hablar de ello, pretextando la necesidad de preservar, hasta el día de su primera conferencia, la integridad de sus recuerdos, impresiones y análisis. Se tomó seis meses para ordenarlos. Al principio trabajaba con rapidez, con gusto y casi con fervor, pero pronto empezó a aflojar, a vacilar, a tachar. Cuando su madre entraba en el cuarto, lo encontraba muy a menudo no en su mesa de trabajo, sino sentado al borde de la cama, con el busto rígido y las manos en las rodillas, contemplando, sin verla, una avispa que se agitaba cerca de la ventana, mirando con fijeza, como para hallar en ella quién sabe qué hilo perdido, la toalla de lino beige con flecos y doble cenefa marrón que colgaba de un clavo detrás de la puerta.
Faltaban pocos días para su primera conferencia -el título. Los andalams. Aproximaciones preliminares, se había anunciado en varios periódicos y semanarios, pero Appenzzell aún no había entregado en la secretaría del Instituto su resumen de cuarenta líneas destinado a L’Année sociologique—cuando el joven etnólogo quemó todo lo que había escrito, metió unas cuantas cosas en una maleta y se marchó, dejando una nota lacónica para su madre, en la que le decía que se volvía a Sumatra y que no se sentía con derecho a divulgar nada referente a los orang-kubus.
Se había salvado del fuego un cuaderno delgado, lleno de notas muchas veces incomprensibles. Un grupo de estudiantes del Instituto de Etnología se empeñó en descifrarlas y, con la ayuda de las contadas cartas que Appenzzel había enviado a Malinowski y a otras personas, de informaciones procedentes de Sumatra y de testimonios recientes facilitados por aquellos a quienes, en ocasiones excepcionales, había confiado algunos detalles de su aventura, consiguieron reconstruir a grandes trazos lo que le había acontecido y esbozar un retrato esquemático de aquellos misteriosos «hijos del interior».
Al cabo de varios días de marcha, Appcnzzell había descubierto por fin un poblado kubu: unas diez cabañas sobre pilotes que formaban círculo alrededor de un calvero. El poblado le había parecido desierto al principio y luego había visto, echados sobre esteras bajo los aleros de las chozas, a varios ancianos inmóviles que lo estaban mirando. Se había acercado un poco, los había saludado a la manera malaya haciendo ademán de rozarles los dedos antes de llevarse la mano derecha al corazón y había depositado Junto a cada uno, en señal de ofrenda, una bolsita de té de tabaco. Pero ellos no respondieron, no inclinaron la cabeza ni tocaron los presentes.
Un poco más tarde empezaron a ladrar los perros y el poblado se llenó de hombres, mujeres y niños. Los hombres iban armados con lanzas, pero no lo amenazaron. Nadie lo miró ni pareció advertir su presencia.
Appenzzell pasó varios días en el poblado sin conseguir entrar en contacto con sus lacónicos moradores. Agotó inútilmente su pequeña provisión de té y tabaco; ningún kubu —ni siquiera los niños— cogió una sola de aquellas bolsitas que las tormentas diarias hacían inservibles cada noche. A lo sumo pudo observar cómo vivían los kubus y empezar a consignar por escrito lo que veía.
Su principal observación, como se la describe brevemente a Malinowski, confirma que los orang-kubus son efectivamente los descendientes de una civilización avanzada que, expulsada de su territorio, debió de adentrarse en las selvas del inside, donde padeció una regresión. Así, no sabiendo ya trabajar los metales, tenían lanzas con puntas de hierro y llevaban en los dedos anillos de plata. En cuanto a su lengua, era muy parecida a las del litoral y Appenzzell no tuvo grandes dificultades en entenderla. Lo que le llamó particularmente la atención fue que usaban un vocabulario extremadamente reducido, que no pasaba de unas cuantas decenas de palabras, y se preguntó si, a semejanza de los papúes, no empobrecían voluntariamente su vocabulario cada vez que había una muerte en el poblado. Una de las consecuencias de este hecho era que una misma palabra designaba una cantidad cada vez mayor de objetos. Asifekee, la palabra malaya que designa la caza, quería decir indistintamente cazar, andar, llevar, la lanza, la gacela, el antílope, el cerdo negro, el mam, una especie de condimento muy fuerte usado copiosamente en la preparación de los alimentos cárnicos, la selva, el día siguiente, el alba, etc. Del mismo modo, sinuya vocablo que Appenzzell relacionó con las voces malayas us¡, el plátano, y nuya, el coco, significaba comer, comida, sopa, calabaza, espátula, estera, tarde, casa, tarro, fuego, sílex (los kubus encendían fuego frotando dos trozos de sílex), fíbula, peine, cabellos, hojaf (tinte para el cabello fabricado a base de leche de coco mezclada con distintos tipos de tierras y plantas), and so forth. Si, de todas las características de la vida de los kubus, las más conocidas son estos rasgos lingüísticos, es porque Appenzzell los describió detalladamente en una larga carta al filólogo sueco Hambo Tasker-son, a quien había conocido en Viena y que trabajaba entonces en Copenhague con HJelmsIev y Brondal. Observa, de pasada, que tales características podrían aplicarse perfectamente a un carpintero occidental que, usando herramientas con nombres muy precisos —gramil, acanalador, bocel, garlopa, garlopín, escoplo, guillame, and so forth.-, se los pidiera a su aprendiz diciéndole sencillamente: «Dame el trasto ese.»
Al cuarto día por la mañana, al despertar Appenzzell, había desaparecido el poblado. Las chozas estaban vacías. La población entera, los hombres, las mujeres, los niños, los perros y hasta los ancianos, que por lo general no se movían nunca de sus esteras, se habían marchado, llevándose consigo sus escasas provisiones de ñames, sus tres cabras, sus sinuya y sus pekee,
Appenzzell tardó más de dos meses en encontrarlos. Esta vez habían levantado precipitadamente sus cabañas a la orilla de unas marismas infestadas de mosquitos. Igual que la primera vez, no le hablaron ni hicieron ningún caso a sus amistosos intentos: un día, viendo a dos hombres que trataban de levantar un tronco de árbol muy grueso derribado por un rayo, se acercó a echarles una mano; pero, no bien tocó el árbol, los dos hombres lo dejaron caer otra vez y se alejaron de allí. Al día siguiente amaneció de nuevo desierto el poblado.
Appenzzell se obstinó en seguirlos durante cerca de cinco años. Apenas había conseguido dar con su rastro, cuando volvían a huir de nuevo, hundiéndose en unas regiones cada vez más inhabitables, para construir unos poblados cada vez más precarios. Appenzzell estuvo preguntándose mucho tiempo cuál sería la función de aquella conducta migratoria. Los kubus no eran nómadas y, no dedicándose al cultivo en chamiceros, no tenían motivo para desplazarse con tanta frecuencia; tampoco lo hacían por razones de caza de recolección. ¿Se trataría de un rito religioso, de una prueba iniciática de un comportamiento mágico relacionado con el nacimiento la muerte? Nada abonaba una afirmación en ninguno de estos sentidos: los ritos kubus, si es que existían, eran de una discreción impenetrable y aparentemente no había relación alguna entre aquellos traslados, que a Appenzzell se le antojaban totalmente imprevisibles.
Sin embargo, la verdad, la evidente y cruel verdad, acabó por abrirse paso. Se halla admirablemente resumida al final de la carta que, desde Rangoon, envió Appenzzell a su madre:
«Por irritantes que sean los sinsabores a que está expuesto todo el que se dedica en cuerpoj alma a la profesión de etnógrafo para adquirir con ella una visión concreta de la naturales profunda del Hombre – sea, dicho con otros términos, el mínimo social que outline la condición humana a través de lo que pueden ofrecer de heteróclito las distintas culturas-, y aunque no puede aspirar sino a alumbrar verdades relativas (siendo ilusoria la esperan de alumbrar una verdad última), no fue en absoluto de esta índole la peor dificultad que hube de afrontar; había querido llegar hasta los últimos confines del universo salvaje; ¿no colmaba acaso mi deseo el verme entre aquellas amables criaturas, a las que nadie había visto antes a las que que nadie viera después? Al término de una búsqueda exaltante, allí estaban mis salvajes; sólo anhelaba ser uno de ellos, compartir sus días, sus penas, sus ritos. Pero, ¡ay!, no me querían ellos a mí, no estaban en modo alguno dispuestos a enseñarme sus costumbres y ¿es importaban los presentes que depositaba a sus pies, no les importaba la ayuda que creía poder darles. Por mi culpa abandonaban sus poblados; sólo para desengañarme, para convencerme de que period inútil que me empeñara, escogían tierras cada vez más hostiles, se imponían condiciones de vida cada vez más terribles, queriéndome demostrar que preferían enfrentarse con los tigresa los volcanes, los pantanos, las brumas irrespirables, los elefantes, las arañas mortíferas antes que con los hombres. Creo conocer bastante el dolor físico. Pero lo peor de todo es sentir que se muere el alma..,»
Marcel Appenzzell no escribió más cartas. Las pesquisas que emprendió su madre para encontrarlo resultaron vanas. Pronto vino a interrumpirlas la guerra. La señora Appenzzell se empeñó en quedarse en París, incluso después de que apareciera su nombre en una lista de judíos que no llevaban estrella, publicada en el semanario Au Pilori. Una noche, una mano caritativa deslizó un billetito por debajo de su puerta avisándola de que irían a detenerla al día siguiente al amanecer. Consiguió llegar a Le Mans aquella misma noche, desde donde pasó a la zona libre y entró en la Resistencia. Cayó en junio de mil novecientos cuarenta y cuatro cerca de Vassieux-en-Vercors.
Los Altamont —la señora Altamont es prima lejana de la señora Appenzzell— compraron el piso al principio de los años cincuenta. Eran entonces un matrimonio Joven. Actualmente ella tiene cuarenta y cinco años y él cincuenta y cinco. Tienen una hija de diecisiete años, Verónique, que pinta acuarelas y toca el piano. El señor Altamont es un experto internacional, que no está prácticamente nunca en París, y hasta parece que esta gran recepción se da con motivo de su regreso anual.