Acto Psicoanalítico. Teoría Y Clínica - ✠ Parafarmacia y Farmacia Online | Bienestar Tic Tac Bank
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sábado, 7 de novembro de 2009
Marcar la unidad de los diversos textos que componen este volu-males es reducir en parte el sentido que esos mismos textos provoca-rían aisladamente. Sin embargo estamos obligados; en su reunión ellos son el resultado de nuestra postura en el campo desgarrado (de aquí, quizás, su goce) del psicoanálisis. Ellos hablan desde la radicalidad del ser psicoanalista: la práctica analítica es el escena-rio exclusivo de los efectos significantes que condicionan y consti-tuyen el sujeto del inconsciente.
D. Nasio (compil.): Acto psicoanalítico. Teoría y clínica
Colección Psicología Contemporánea Dirigida por Jorge Rodríguez
Juan D. Nasio (compilador), Serge Leclaire, François Perrier, Man Rosolato, Michéle Montrelay, Claude Conté y Xavier Audouard
Acto psicoanalítico
ISBN: 950-602-049-3
© 1984 por Ediciones Nueva Visión S.A.I.C.
Tucumán 3748, Buenos Aires, Rep. Argentina
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina/Printed Ln Argentina.
PRESENTACIÓN
Marcar la unidad de los diversos textos que componen este volu-men es reducir en parte el sentido que esos mismos textos provoca-rían aisladamente. Sin embargo estamos obligados; en su reunión ellos son el resultado de nuestra postura en el campo desgarrado (de aquí, quizás, su goce) del psicoanálisis. Ellos hablan desde la radicalidad del ser psicoanalista: la práctica analítica es el escena-rio exclusivo de los efectos significantes que condicionan y consti-tuyen el sujeto del inconsciente.
Ser analista significa estar confrontado a esa presencia de bordes y contornos que impone el inconsciente. El psicoanalista confrontado es en definitiva una posición, el lugar de la práctica. No se trata de aquel que ocupa el sitio de analista, sino del sitio mismo. No hay analistas, sólo hay posición de analista. Sitio po-sición, de todos modos se trata del único lugar en psicoanálisis cuyo privilegio es su pérdida: por una parte es él quien suscita, en una
función catalizadora, la producción inconsciente; por otra, es el residuo, el remanente de la acción de esa sola palabra amo de la relación analítica, la del paciente.
Un concepto da cuenta de esta confrontación y demuestra la vocación de ciencia del psicoanálisis, a saber, el de acto. Acto es el
nudo que liga la posición de analista y la producción inconsciente. Y es justamente de este acto psicoanalítico que será preciso partir para hacer del psicoanálisis la posibilidad de una ciencia en acto. Esta es nuestra preocupación y la razón de sacar a luz en castellano estos trabajos de autores franceses. Con este volumen, el primero
de una serie de publicaciones, pretendemos a través de los dife-
rentes ensayos clínicos, un estudio sobre la feminidad y un análisis del concepto de angustia, trazar un acceso más en la dirección de unir la teoría a la práctica psicoanalítica.
J. D. Nasio
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EN BUSCA DE LOS PRINCIPIOS DE UNA PSICOTERAPIA DE LAS PSICOSIS
Serge Leclaire
“Acerca de la génesis de las formaciones delirantes, ciertos análisis nos enseñaron que el delirio se revela en ellas como una pieza aplicada sobre una desgarradura que se produjo primitivamente en la trama de las relaciones entre el yo y el mundo exterior”.
Sigmund Freud, Neurosis y psicosis, C. W., xiii, p. 389.
Nos proponemos formular aquí algunos principios capaces de professional- porcionar un fundamento racional para una psicoterapia de las perturbaciones psicóticas de evolución prolongada.
Dentro del limitado marco de este trabajo, sin embargo, no emprenderemos —como, no obstante, sería conveniente hacerlo— un “estudio histórico” seguido por un “estado precise” del proble- ma de la psicoterapia de las psicosis. H. Ellenberger1 y P. C. Raca-mier2 para la esquizofrenia, H. Ey y R. Pujol3 para los delirios crónicos, nos han brindado excelentes y recientes actualizaciones, y nada podríamos agregar a ellas. Pero tales trabajos, unidos a nues- tra joven experiencia, nos condujeron a las reflexiones que hoy nos servirán como introducción.
Nos ha parecido, en efecto, que después de la época histórica en que el contenido de las manifestaciones psicóticas fascinaba a los pioneros de la ciencia psicoanalítica, después de los esfuerzos de Federn por explicar su acción terapéutica, la tendencia contem-poránea es totalmente pragmática. De modo que cada uno se arre-manga como Rosen y se comporta a su manera con el psicótico. r Pacientes, a menudo audaces tentativas, coronadas a veces por el éxito, nos son actualmente referidas en sus detalles por las publi-caciones recientes; son numerosas allí las precisiones técnicas —ac-ritud, distancia, ritmo y protocolo de las sesiones, ambiente tera-
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1 “Psychothérapie de la schizophrénie”, E. M. C. Psych., t. I, 37.295, C 10.
2 “Psychothérapie psychanalytique des psychoses”, La psychanalyse d’au-
jourd’hui, t II pag. 575.
three Groupe des ‘delires chroniques'”, E. M. C. Psych., t. I, 37.299, A ten
péutico—, pero inútilmente se buscará en tales trabajos algún intento por conceptualizar verdaderamente la experiencia de una acción eficaz. A lo sumo algunas expresiones como “principio de realidad”, “fuerza del Yo” ( cualquier otra cualidad del mismo Yo enigmático), “regresión”, tomadas de la teoría psicoanalítica de las neurosis, son “pegadas” al azar sobre ciertas etapas de la ex-periencia; pero es preciso reconocer por cierto que semejante pró-tesis es incapaz de resistir la prueba de la reflexión.
De esta manera, pues, nos sigue pareciendo precise y pertinen-te la siguiente observación con que L.Kugie concluye después de 250 páginas de trabajos4 sobre la psicoterapia de las esquizofrenias: “No hemos esclarecido lo que es para nosotros la esencia del professional-ceso esquizofrénico, y tampoco hemos planteado ninguna formu-lación teórica que pueda servir como base de trabajo.” P. C. Raca-mier —que cita esta frase— agrega: “Por cierto, es preciso reconocer que no se equivoca.”
Baste, pues, con recordar en pocas palabras las implicancias esenciales de los dos términos que aquí importan: “psicoterapia” y “psicosis”.
Quien dice “psicoterapia” presupone la necesidad fundamen-tal de poder explicar racionalmente la experiencia que se desarro-lla entre el paciente y su terapeuta. Pero parece justo decir que la utilización de un método surgido del estudio explicit de las neurosis no podría ser simplemente transpuesta y someramente adaptada al campo de la psicosis. Pues bien, pensamos que el fe-nómeno psicótico constituye una estructura profundamente unique, irreductible a las formas neuróticas conocidas. Desde este punto de vista (por otra parte concordante con las concepciones freudianas acerca de las psicosis, que algunos impugnan tan apasionadamente), la psicosis corresponde a un modo de psicoterapia explicit cuyos principios tienen que desprenderse de un estudio de la naturaleza peculiar de la perturbación psicótica.
En cuanto al concepto de psicosis, recordemos que, si se de-jan de lado las perturbaciones agudas y dementes, abarca esencial-mente dos grandes grupos de enfermedades mentales: las es-quizofrenias y los delirios crónicos. Pues bien, el grupo de las esquizofrenias ha sido objeto de la mayoría de los trabajos dedica-
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four Ptychotherapy with Schizophrenics, simposio editado por Brody y F. Redlich, Intern. ünivers. Press, Nueva York, 1952.
dos hasta ahora a la psicoterapia de las psicosis; y sigue siendo para éstos la mejor indicación del punto de vista del pronóstico. Pero, si se acepta renunciar provisionalmente a la satisfacción in-mediata del éxito terapéutico, es preciso reconocer que el enfoque de los delirios crónicos permite un estudio más completo de la naturaleza peculiar de la perturbación psicótica, al proponer a nuestra observación una estructura estable más fácilmente accesible y más seguramente “analizable”. Este es, pues, el camino que hemos escogido para tratar de despejar los fundamentos de una psicoterapia racional de las psicosis.
¿Acaso hace falta recordar hasta qué punto la oposición entre la “sana” clínica y la teoría “abstracta” nos parece actualmente obsoleta y digna de atención sólo para aquellos que ignoran tanto la una como la otra?
Dos observaciones —lamentamos tenerlas que resumir aquí extremadamente— fueron la ocasión para que desarrolláramos nuestra reflexión acerca de la naturaleza propia de la psicosis.
La primera corresponde a Pedro, un conductor de taxi de 33 años, que padece de ideas obsesivas de celos con respecto a su mujer y a quien invade el deseo de interpretar en función de sus preocupaciones hasta el más mínimo de los acontecimientos a que asiste. Sin querer entrar aquí en el detalle de su historia y de su observación5, notemos que su caso está situado en los confines de la neurosis y de la psicosis y que plantea el problema de la inter-pretación del síntoma mayor, la duda, que puede ser denominado “obsesión de la confianza” “delirio de celos”. De hecho, el análisis de los caracteres propios de nuestra experiencia clínica nos permitió decidir a favor de la naturaleza psicótica de la perturba-ción, poniendo en evidencia la equivalencia significativa de todos los puntos de su discurso. Por otra parte, este es el único hecho que subrayarán los pocos ejemplos extraídos de esta observación, que serán citados en el presente trabajo.
La segunda observación, en la que nos basaremos ampliamen-te, es la de Bernardo —que, a través de múltiples rasgos, no deja de recordar a la del presidente Schreber—. Se trata de un maestro de forty two años que presenta un delirio de interpretación de gran riqueza, cuya génesis, progresos, desvíos y afloramiento, por último, fueron
eleven
5 La observación es relatada en su totalidad en mi tesis: Contribution a l’étude des principes d’une psychothérapie des psychoses, París, 1957.
anotados por él en una interesante auto-observación (diario, notas, ensayos). Es notable que en esos escritos hallemos el relato en versión doble de un episodio agudo, denominado “delirio místico”, que duró alrededor de una semana: por una parte, veinte fojas escritas día a día; por la otra, una versión retrospectiva en la que se esfuerza en explicar a posteriori su experiencia “fabulosa”. Para situar mejor los problemas que Bernardo, como tantos otros delirantes, nos ha planteado —aunque quizá lo haya hecho mejor que cualquier otro—, nos referiremos principalmente al texto escrito por el enfermo.6
Pero con seguridad la experiencia clínica sólo puede asumir su verdadera significación en la medida en que seamos capaces de ordenarla racionalmente. Como una materia bruta, a menudo abundante y excesivamente generosa, la observación clínica del delirante nos propone interminablemente los mismos problemas y a menudo nos cansa por la uniformidad de las mismas cuestiones/ Es natural, entonces, el esfuerzo por “reducir” a algunos mecanismos elementales la profusa expresión del delirio y tratar, en última instancia, de condensarla en una “fórmula” cuyo valor es impugnable la mayoría de las veces. En la posición opuesta a un “clinicismo” impenitente e invasor —si acaso podemos admitir la introducción de ese neologismo— encontramos, pues, al teórico que pretende reducir todo a su fórmula abstracta: y nada se presta mejor que la experiencia clínica a este ejercicio de reducción explicativa a toda costa, cuyos excesos entusiastas conocen igualmente los organicistas y los psicogenetistas. Sin pretender tampoco adoptar una posición ecléctica, intentaremos evitar en la medida de lo po-sible los escollos que se presentan espontáneamente en el camino del teórico. Es decir que nos esforzaremos por evitar la tentación de elaborar una teoría acabada que en la actualidad sólo podría ser prematura, y sólo propondremos a la atención del clínico algunos conceptos7 tan racionalmente transmisibles como naturalmente utilizables en el nivel de la experiencia cotidiana.
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6 El texto completo de esta observación muy extensa se encuentra en L’encéphale, 1955, t. XLIV, nº 6, pp. 532 a 577, con el título de “Journal intime d’un délirant”, por J. Delay, T. Lemperiére, Ph. Benoit y S. Le-claire..
7 A diferencia del Sr. Male, que ‘.’desconfía de los conceptos” (Bonneval, thirteen de abril de 1957), no tememos encontrarnos con ellos, aunque estuviesen sueltos, porque —como él— somos esta vez “valerosos” terapeutas.
Momento necesario de una investigación clínica, la conceptualización de la experiencia sólo podrá ser en sí misma un fin en la medida en que permanezca abierta al movimiento dialéctico que por su parte promueve.
Centraremos nuestra reflexión sucesivamente alrededor de otros temas fundamentales, los mismos que corrientemente son utilizados por todos aquellos que se ocupan de psicoterapia de las psicosis.
En una primera parte, basándonos en la opinión común que considera el psicótico como un sujeto que en cierto modo ha perdido contacto con lo real, nos interrogaremos acerca de la naturaleza de la experiencia de la realidad.
En un segundo momento, partiremos de la fórmula que dice que para tener acceso al mundo psicótico es preciso saber hablar su propio lenguaje, e intentaremos comprender en qué consiste lo propio del lenguaje, a la luz del estudio sumario del signo lingüístico.
En una tercera parte, deteniéndonos en el estudio de laco-municación” tan difícil con el psicótico, nos dedicaremos prefe- rentemente a situar mejor su “Yo”, acerca del cual se está corrien- temente de acuerdo en afirmar que se encuentra profundamente perturbado, incluso dislocado.
En una última parte, por fin, procuraremos abordar los professional-blemas dinámicos específicos de la psicosis, y la razón por la cual las nociones de conflicto y de represión que se encuentran en el centro de la génesis de una neurosis no bastan de ninguna manera para elucidar el fenómeno psicótico en su irreductible originalidad.
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La experiencia de la realidad
Este problema nos lo plantea claramente Bernardo ya en las primeras páginas de su diario (19 de enero de 1951):8 “El martes pasado, el profesor de dibujo B… me mostró una flechita con la
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eight Loc. Citp.539.
punta acerada. Ese objeto había sido arrojado por un alumno en presencia suya. Esa mañana, en el comedor, un alumno me mostró una aguja que había recogido del suelo. Para cualquier espíritu cartesiano —prosigue Bernardo— no existe evidentemente nin-guna correlación entre esos dos objetos que me fueron mostrados y el incidente nocturno relatado.9
Sólo nos detendremos aquí en un aspecto particular de los problemas que puede plantearnos este pasaje del diario. Si bien la realidad de los objetos implicados —flechita, aguja— no parece despertar en este caso ninguna duda —no se trata de una percep-ción alucinatoria—, ¿cuáles son los caracteres particulares de la experiencia que Bernardo tiene de ellos?
Puesto que tal es el interrogante que legítimamente podemos plantearnos, apartémonos por un instante de él a fin de iluminarlo mejor y volver en seguida a él. De paso notemos bien que el inte-rrogante planteado así evita el problema puramente filosófico (aun-que no menos interesante) de la realidad y del objeto, y sólo aborda el de la experiencia de la realidad, que es el que se da en nuestra práctica.
Es evidente, por ejemplo —para tomar un caso más risueño, aunque quizá demasiado conocido—, que el paraguas en su reali-dad objetiva de instrumento destinado a protegernos de la intem-perie sólo halla en esa función su realidad más prosaica. Cualquiera a quien se le haya ocurrido olvidar su paraguas en lo del psicoana-lista sabe en qué es capaz de transformárselo ese mago. Entonces ya no es posible —puesto que esta historia se difundió con tanta rapidez— que alguien pierda su paraguas que por lo menos sueñe que lo hace, sin que inmediatamente se pregunte en mayor menor medida por lo que de esa manera le acaba de suceder “en realidad”.
Pero sin recurrir a tales artificios psicoanalíticos, gratuitamente perturbadores, tomemos como ejemplo la experiencia que podemos tener de la realidad de un objeto. Sobre mi escritorio tengo un cenicero de cobre con forma de mortero y su mano. ¿Qué sucede con este objeto real y con la experiencia que podemos tener de él?
Un técnico en metales lo verá como un objeto pesado de cobre macizo, lo distinguirá así del bronce de alguna fundición dorada y —si viene a mi casa para comprar metales viejos— le atribuirá más
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9 “Despertar sobresaltado con la sensación de un violento pinchazo detrás de la nuca.”
menos valor. E1 aficionado al arte podrá considerarlo como un bibelot rústico, de factura grosera y, según su criterio, poco elegante. Pero si además es anticuario podrá reconocerlo como el objeto an-tiguo cuyo valor está dado por la edad, y lo distinguirá con el primer golpe de vista de un objeto análogo de fabricación moderna. El niño encuentra en él un juguete que tañe. Por último, el hombre práctico sólo lo ve como un cenicero que le parece incómodo.
Constituidas así, las experiencias de la realidad de este objeto
son, pues, muy diversas en su valor y formulación: cobre, bibelot,
antigüedad, juguete y cenicero pueden igualmente expresar su
realidad. Para no complicar este análisis, no indicaré cuál es la
procedencia de ese objeto —efectivamente antiguo—, que es lo que
para mí lo hace valioso y lo carga con la realidad suplementaria
del testimonio.
Al parecer sigue planteado el interrogante por aquello que cons-
tituye los caracteres de realidad de la experiencia que podemos tener de ese objeto. No podría tratarse del testimonio de nuestros sentidos, porque el objeto que estoy evocando adquiere un carácter de realidad para el lector —al menos lo adquiere en la medida en que da crédito a mi palabra—. Actualmente tampoco nadie tomará
su “materialidad” como criterio de su realidad en nuestra expe- riencia.
Es importante, pues, hacer notar que ningún nombre por sí
solo podría evocar la realidad del objeto en cuestión: ni “cobre”,
ni “bibelot”, ni “antigüedad”, ni “juguete”, ni tampoco “cenicero”
porque “cenicero” puede evocar un platito de porcelana pintada,
una baldosa de vidrio, el artefacto que se coloca debajo de un hogar
incluso puede evocar a alguien que negocia con cenizas. Sólo en
la medida en que asocio con ese nombre una descripción formal,
en la medida en que describo su forma de cono invertido, cerrado
en un extremo, muy abierto en el otro y exteriormente inflado en
el centro, como cierto tipo de mortero de farmacéutico, sólo en esa
medida puedo pretender que he expresado claramente mi experien-
cia de la realidad de ese objeto. Porque si, a la inversa, sólo pudiese
describir su forma, entonces la realidad del objeto se nos esca-
paría: sería para nosotros como un fragmento irreal de una foto- grafía sin nombre.
Para que tengamos la experiencia de la realidad de ese objeto,
parece, pues, que es preciso que seamos capaces de distinguir en él
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una forma específica, un contorno, un peso y un colour, de forjar-nos una imagen de él, y que simultáneamente podamos darle un nombre, es decir que podamos situarlo en un mundo convencional simbolizándolo. En efecto, cualquiera que sea el nombre que esco-jamos para simbolizarlo —bibelot cenicero—, por el solo hecho de nombrarlo lo hacemos entrar en un universo de lenguaje que más adelante veremos cómo está específicamente constituido.
Propondremos entonces la afirmación de que la experiencia de la realidad de un objeto hace necesarias dos operaciones simul-táneas pero diferentes: el objeto tiene que ser al mismo tiempo imaginado y simbolizado.
En ningún caso la extrema simplicidad de esta ilustración podría autorizarnos a tomarla como una formulación ejemplar. Es muy cierto, por ejemplo, que la “forma” es ya de por sí simbólica en sumo grado, que un “tronco de cono” no puede ser concebido sin referirse a un sistema simbólico muy elaborado. Escogimos —siguiendo a Lacan— este término tradicional para oponerlo al símbolo, más bien en el sentido en que la forma evoca la ausencia de vida, como la imagen evoca la falta de volumen. Sólo, pues, en esta acepción —lo subrayamos—, en el nivel de este valor sugestivo, escogimos la palabra imaginario para designar aquello que se situaría más bien del lado de la sombra y de la imagen in-distinta que del lado del poder de discriminación, de nominación y de designación, propiamente “simbólico”.. y humano.
Estas indicaciones nos parecen necesarias porque, a juzgar por las apariencias, nos topamos aquí con lo que los vocablos “ima-gen” y “símbolo” evocan ya en cada uno: ideas preconcebidas adquiridas acerca de lo imaginario y lo simbólico. Si lo imaginario evoca la irrealidad del sueño, comúnmente se opone a lo real; lo simbólico, cargado de implicancias poéticas, religiosas, místicas, a menudo desconocido y mal definido, tiende a abarcar el uso de la metáfora, incluso de la alegoría. Por el contrario, proponemos que esas dos categorías —lo imaginario y lo simbólico— sean conside-radas como constitutivas de la experiencia de la realidad. Sin pre-tender zanjar aquí un problema filosófico, es necesario pues que precisemos en pocas palabras el uso que hacemos habitualmente —siguiendo a J. Lacan— de esos dos términos, antes de volver a ocuparnos de nuestra proposición:
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“La experiencia de lo real presupone el uso simultáneo de dos funciones correlativas, la función imaginaria y la función sim-bólica.”
Es “imaginario” todo lo que no tiene, como la sombra, existencia propia alguna pero cuya ausencia no sería posible concebir desde las luces de la vida; todo lo que ahoga, sin poder de distinción, la singularidad y escapa así a cualquier aprehensión verdaderamente racional; es imaginario lo que se opone irremediablemente se confunde indistintamente sin ningún movimiento dialéctico; es imaginario el sueño.. mientras no es interpretado.
Es “simbólico” todo aquello que de por sí no tiene más valor que el de indicar la articulación, el vínculo (de acuerdo con el valor etimológico de la palabra) y el “sitio”; es el signo más el signo menos, la cifra, el guión, la coma, la palabra —incluso sin que sea un nombre—. La fórmula algebraica ilustra perfectamente el nivel simbólico de que se trata: lo que de por sí no tiene ningún sentido, sino que da sentido a todo lo demás.
Sin embargo, sería incorrecto creer que lo imaginario lo sim-bólico pueden evolucionar por cuenta propia, que existe algún plano imaginario simbólico en estado puro, salvo que se dé quizá precisamente en la psicosis.
Toda forma y todo objeto puede ser cargado en grado variable con un valor simbólico, como lo atestigua el objeto considerado como ejemplo; correlativamente, ningún símbolo puede prescindir de un soporte imaginario.
Por ejemplo, el objeto actual que hemos considerado —el cenicero— sólo tiene precisamente ese carácter de realidad en la medida en que para nosotros se inscribe al mismo tiempo dentro del plano imaginario —tronco de cono que tiene la forma de un mortero hecho de cobre pulido, forma sin nombre a la cual puede parecerse otro objeto sin nombre de la cual puede diferir por algún detalle— y a la vez en la medida en que se inscribe en el plano simbólico—gracias al cual, cualquiera que sea el sistema convencional que tomemos como referencia, podemos nombrarlo: cobre, juguete cenicero—.
Porque nuestra experiencia de semejante objeto puede inscri-
birse, y se inscribe de hecho, al mismo tiempo dentro de esos dos planos, podemos de derecho decir que lo hemos experimentado como real y pretender en consecuencia comunicar esa experiencia.
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Es muy difícil hallar un ejemplo de experiencia que escape a esta regla constitutiva y que sea posible expresar —salvo quizá, y esto es precisamente lo que nos importa, en el mundo del psicóti-co—. El objeto no simbolizable, el que no entra dentro de ningún sistema simbólico, es precisamente el monstruo extraño del sueño indistinto y de la fantasmagoría parafrénica. En cuanto a aquel que no es posible imaginar, aquel que sólo tiene valor simbólico, que articula todo, que significa todo y nada, que planea sobre un mun-do sin forma, en él podemos reconocer el objeto-símbolo, el neolo-gismo del mundo esquizofrénico.
Sin referirnos incluso al mundo de la psicosis, la distinción que proponemos siguiendo a Lacan ya nos ha brindado apreciables servicios en el nivel de la práctica cotidiana de la psicoterapia de las neurosis. Incluso nos ha parecido que muchas de las dificulta-des técnicas y teóricas encontradas en psicoanálisis derivan de una confusión corriente entre lo imaginario y lo simbólico en la aprehen-sión de lo real; a este problema specific nos hemos dedicado en nuestro anterior ensayo crítico.
Si fuese necesario que resumiésemos en pocas palabras lo que esta distinción nos permitió vislumbrar en el nivel de la estructura de las neurosis y de las psicosis, diríamos que:
a) La neurosis indica en cierto sentido una perturbación del “metabolismo interno” entre los tres polos: imaginario, simbólico y actual. Por ejemplo, el obsesivo imagina obstinadamente a lo sim bólico como para defenderse de ello; el histérico, en cambio, sim boliza a lo imaginario para rehusar toda forma y cambiar de forma del mismo modo en que su discurso cambia. Pero en el nivel de la neurosis sólo se trata de un desequilibrio interno que favorece de terminado uso de la función simbólica imaginaria a expensas de lo real constituido así en tales pacientes.
b) Pero en el nivel del fenómeno psicótico la perturbación es de otro orden: lo que parece faltar radicalmente es el uso parcial complete de una de tales funciones. No, como en la neurosis, en la for- ma de una inhibición funcional más menos localizada, sino por el contrario en la forma de una falta de otro orden, que evoca la supresión orgánica sin que sea posible sin embargo hallar en esta última su explicación básica. La carencia radical del uso de una de esas funciones —imaginaria simbólica— explica el carácter muy
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specific de la realidad para el psicótico, aquello que se tiende a llamar su pérdida de la realidad.
El esquizofrénico, por ejemplo—como lo hemos indicado— parece vivir dentro de un mundo simbólico que constituye su rea- lidad desprovisto de todo vínculo imaginario, sin forma, sin límite y sin peso. A la inversa, el delirante paranoico experimenta la realidad de una manera puramente imaginaría, lógica y sólo formal, sin apertura propiamente simbólica, porque nada de lo que está vinculado imaginariamente puede ser articulado.
De esta manera, después de un extenso desvío, volvemos a la pregunta de la que habíamos partido: ¿cuáles son los caracteres particulares de la experiencia que tiene Bernardo de la realidad de la flechita del alfiler? Ahora nuestra respuesta podrá ser breve.
Bernardo “escotomiza” el valor simbólico de la flechita como “juguete” infantil y sólo retiene su forma —”punta acerada”—, que como tal se asemeja al alfiler y se relaciona con la sensación de pinchazo agudo. De esta manera, el vínculo lógico se establece a partir del carácter puramente formal, “imaginario” —tal como lo hemos definido— del objeto actual, para constituir una especie de sintaxis imaginaria”. Podemos decir, pues, que para Bernardo la experiencia de la realidad del objeto está constituida por el dominio exclusivo del issue imaginario y el rechazo casi completo, en el campo en cuestión, de todo punto de apoyo simbólico. ¿Por qué? A esto trataremos de aproximarnos por otros caminos.
Sabemos cuán incompletas y parciales pueden ser estas formu-
laciones. No ignoramos los riesgos que se corren cuando se intenta simplificar para entenderse mejor. Porque es cosa cierta que si, como es natural, nos dejáramos deslizar hacia una utilización de esas referencias —imaginario y simbólico— como un sistema apto para toda tarea, entonces rápidamente estaríamos tentados de reducir a ellas toda experiencia, en una fórmula que sólo podría oscurecerse cada vez más.
Recordamos, pues, que aquí se quiere introducir una distinción necesaria en la confusión de la irrealidad —aquella irrealidad que se suele oponer a la realidad tan mentada en el “contacto con el psicótico”—. Esta distinción en el campo de la irrealidad consiste en discriminar entre lo imaginario y lo simbólico, aunque se los siga considerando como constitutivos y correlativos de la realidad.
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Reubicados en sus relativas dimensiones, nuestros ejemplos pueden ilustrar que es necesario contar con una teoría que exprese la experiencia de la realidad en el psicótico e indicar un estilo de investigaciones que nos parece vulnerable de fundamentar un enfoque terapéutico racional de tales enfermos. Con este mismo espíritu abordaremos ahora los problemas de la lengua.
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El uso del lenguaje
“27 trabajó muy duro el año pasado; 59 trabaja siempre vincu-lado con sixty six… forty six es siempre un ángel… 102 está muy pálido, pobre 102, si pudiera hacer algo por él.”10
Semejante discurso nada tiene de delirante e incluso sólo nos sorprende un poco: ¡se ha convertido en algo tan común numerar a los individuos! Sin embargo, nos encontramos aquí ante algo dife-rente de un mero sistema de localización numérica que reemplazase a la identificación nominal: el número 66 —nos lo dice Bernardo— está cargado con una potencia explicit y no sería equivalente designar al sujeto en cuestión por su nombre por el número 66, así como no es indiferente llamar a alguien por su apellido por su nombre.
Si quisiéramos “hablar el mismo lenguaje” que nuestro pa-ciente, no nos bastaría pues con poseer el código por medio del cual numera a sus alumnos: haría falta además, y muy especialmente, que compartiésemos y conociésemos todo el simbolismo de los números y la interpretación explicit que el enfermo le da. Pero sin duda eso todavía sería insuficiente porque en otro sector de su lenguaje la palabra “árbol” evoca ante todo “personaje”;11 mientras que para nosotros esa vinculación se establece por lo común de una manera metafórica, de modo que árbol remite corrientemente a bosque, selva avenida, por ejemplo.
Ya se nos revela con la mayor evidencia que la lengua está com-puesta por signos que se evocan entre sí y cuyos vínculos soportan la significación. Se tiende a creer que la palabra constituye un signo
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eleven Loe. cit., pp. 560 y 566.
específico —el árbol es un árbol y el personaje un personaje-pero es fácil comprobar que incluso fuera de cualquier lenguaje delirante las cosas no suceden así: nada es más contingente y relativo que la palabra; el mismo signo cambia continuamente de valor y de significación según el contexto que lo soporta; por ejemplo, la palabra observación cambia de sentido según digamos que nos encontramos a la “observación” de Bernardo hagamos alusión a laobservación” que un día su director le hizo a Bernardo.
Mejor aun: todo parece indicar que si bien es fácil reem-
plazar una palabra, un nombre incluso, por otro signo, por ejem-
plo una cifra: “46 es siempre un ángel”, no menos fácil resulta
reempfazarla sencillamente por otra palabra. Nada más adecuado
que introducirnos de esta manera en los problemas específicos de
la lengua, que la obra del lamentado profesor Froeppel, algunos
de cuyos preciosos fragmentos fueron recogidos por Jean Tardieu.
Una palabra por otra12 por ejemplo, es una “comedia en un
acto” introducida por el siguiente Preámbulo:
“Hada el año 1900 —época extraña entre todas— una cu-
riosa epidemia se abatió sobre la población de las ciudades, prin-
cipalmente sobre las clases afortunadas. Los miserables a quienes
este mal afectaba tomaban repentinamente unas palabras por otras,
como si hubiesen sacado las palabras al azar de una bolsa.
“Lo más curioso es que los enfermos no se daban cuenta
de su enfermedad; que por lo demás su espíritu estaba sano, por
más que se expresasen en apariencia de una manera incoherente;
que incluso en la etapa más intensa del flagelo las conversaciones
mundanas marchaban viento en popa; que el único órgano afec-
tado por la enfermedad period: el ‘vocabulario’.
“Ese hecho histórico —lamentablemente negado por algunos
científicos requiere los siguientes comentarios:
“que a menudo hablamos para no decir nada,
“que si por casualidad tenemos algo que decir, podemos decirlo de mil maneras diferentes…”
Pero vayamos a la comedia: En su salón, la Señora se presta a recibir a la Sra. de Perleminouze a quien la mucama acaba de anunciar:
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12 Gallimard, París, 1951.
Señora (cerrando el piano y adelantándose hacia su amiga): ¡Querida, queridísima felpa! ¡Cuántos agujeros, cuántos guijarros que no tenía el panadero de azucararla!
Sra. de Perleminouze (muy afectada): ¡Ay querida! ¡yo misma estaba muy, muy vidriosa! Mis tres tortas más jóvenes tuvieron la limonada, una después de la otra. Durante todo el comienzo del corsario no hice más que anidar molinos, correr a lo del ludión a lo del banquito. He tenido que pasar pozos vigilando su carburo, dándoles pinzas y monzones. En pocas palabras: no tuve ni una gatita para mí.
Señora: ¡Pobrecita! ¡Y yo que no me rascaba de nada!
Sra. de Perleminouze: ¡Tanto mejor! ¡Me vuelvo a cocinar por eso! ¡Se merece mucho esas tartas luego de haber quemado las gomas! Empuje pues: ¡desde el bofe de Sapo hasta la mitad de Brioche no se la vio ni en el “Water-proof” ni bajo las alpacas del bosque de Jaqueca! ¡Tenía que estar usted realmente gargarizada!
Señora (suspirando): ¡Ay! ¡Es verdad! ¡Qué cerusa! ¡No puedo mojarme en ella sin escalar!
Sin querer referir aquí el conjunto de esta comedia, recor-demos que el conde de Perleminouze se deja sorprender por su esposa, cuya presencia ignoraba, cuando viene galantemente a vi-sitar a la “Señora”. El conde está terriblemente incómodo, se siente caído en la trampa de una verdadera “transpiración” y se retira con dignidad:
El Conde (abriendo la puerta a sus espaldas y caminando hacia atrás dando la cara al público): ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Me corrompo! Les presento mis guarniciones. ¡No quisiera estibarlas! ¡Me destapo! ¡Me bebo! (Inclinándose hacia la Señora) ¡Señora y querida chimenea!… (Y luego hacia su mujer) Mi dulce perchero, adiós y hasta esta noche. (Se retira.)
Sra. de Perleminouze (después de un silencio): ¿Vendemos tripas?
Señora (señalando la mesa del té): ¡Pero querida amiga, íbamos a contonearnos! ¡Mire, precisamente aquí está Irma! (Entra Irma y pone la bandeja sobre la mesa. Ambas mujeres se instalan una de cada lado.)
Señora (sirviendo el té): ¿Un poco de footing?
Sra. de Perleminouze (sonriendo y amable, como si nada hubiese sucedido) : ¡Hojaldre!
Señora: ¿Dos dedos de horca?
Sra. de Perleminouze: ¡Le sueno a usted las narices!
Señora (ofreciendo el azúcar): ¿Uno dos martillos?
Sra. de Perleminouze: ¡Uno solo, por favor!
Nada indica mejor que esta fantasía poética hasta qué punto el signo lingüístico, la palabra, carece de especificidad rigurosa en su valor significativo, porque cualquiera comprenderá que “transpiración” es en determinado contexto” equivalente a “cons-
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piración”. Pero este juego sólo es posible —y esto es lo que importa señalar— en la medida en que todo el resto del discurso ofrece una sintaxis correcta y clara. Agreguemos por último que sólo es posible cuando el que lo juega es un poeta que no escoge palabras sustitutivas al azar, sino todo lo contrario. Así por ejemplo, es innegable el rico valor evocativo de “contonearse”, escogido para poetizar la expresión “tomar el té”.
Para llevar más adelante nuestro estudio de la lengua y del signo debemos referirnos ahora al Curso de lingüística common de Ferdinand de Saussure, quien nos propone que consideremos a la lingüística como una rama de la semiología ciencia de los signos. Nos hace notar (p. one hundred and one): “La lengua es el más complejo y el más difundido de los sistemas de expresión, y también es el más característico de todos; de este sentido, la lingüística puede convertirse en él modelo basic de toda semiología, si bien la
llengua es sólo un sistema specific.
Resulta difícil desconocer el hecho de que la mayor parte de la semiología psiquiátrica, es decir de los signos que localizamos en nuestra práctica psiquiátrica, está situada en el nivel del habla, aspecto singular de la lengua; y en el nivel de esta semiología nos encontramos ubicados clínicamente.
¿Qué es, pues, el signo, elemento de toda semiología? Esto nos lo puede enseñar la semiología lingüística mejor que cualquier otra. Sin embargo, no pretendemos identificar pura y simplemente los signos de la vida psíquica con los signos lingüísticos. A pesar de que nada está tan emparentado como lo están la vida psíquica y la vida de la lengua, en el sentido saussureano del término. Esto precisamente se nos pondrá de manifiesto en el breve estudio del signo que vamos a realizar.
El signo no es una etiqueta pegada en un objeto de una manera específica y definitiva. Para convencernos de esto báste-nos con considerar el hecho de que la palabra “siége” podría estar fijada a un objeto sólo de un modo accesorio, porque si bien puede ser pegada en determinada “silla” (“chaise”), reco-nozcamos que en lugar de ella bien podríamos preferir sencilla- mente la etiqueta “chaise”. Pero ese mismo signo “chaise”, como etiqueta, puede pegarse en el soporte de palier que en mecánica se llama de esa forma; y además indica, en la técnica de los nudos el nudo que no se corre. Y a la inversa: la palabra “siége”,
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de la que habíamos partido, podría, como etiqueta, servir para designar un sillón, una mesa, un alféizar de ventana, un tronco
de árbol enmohecido, inversamente la parte de nosotros que apoyamos en ella, sin llegar incluso a evocar el asedio prolongado
a una ciudad.
¿Qué es pues el signo lingüístico, si como señala Saussure no es aquello que vincula un nombre con una cosa, signo-índice signo-etiqueta?
Saussure nos lo dice considerando ante todo el aspecto más elemental y menos controvertible del signo en la lengua hablada: el de un fragmento de cadena sonora. Tomemos por ejemplo el fragmento de cadena sonora que articulo como “palan”: es un significante.
Tomado así aisladamente, fonéticamente, este fragmento de cadena sonora significante no quiere decir absolutamente nada; porque, entre otras cosas, no sabemos exactamente si hay una cesura entre “pa” y “lan”.
Ese significante fragmento de cadena sonora sólo adquiere
un sentido, es decir adquiere valor de signo, a partir del momento en que el contexto evoca la lentitud de una marcha —con “pasos lentos” (á “pas lents”)—, un problema geográfico —”no Laon” (“pas Laon”) en el Departamento del Aisne, sino Caen en el Departamento de Calvados—, el “palo en” (“pal en”) la tierra y no en el cuerpo del torturado, incluso la “palanca” (“palan”) de un vehículo de auxilio.
Las ideas conceptos así evocados —marcha, ciudad, tortura, sistema de elevación— son llamados por Saussure “significados”, por oposición a la cadena sonora “significante” cuyas posibili-dades son múltiples.
Según Saussure, el signo es pues aquello que articula el sig-nificante con el significado, el fragmento de cadena sonora “paso” (“pas”) con el concepto de un “momento de la marcha”, el significante Laon con el concepto de la ciudad, por ejemplo.
Tal es la naturaleza propia del signo: articular él significante con el significado.
Entonces inmediatamente se advierte que el signo sólo puede adquirir su pleno valor de signo, que articula un significante con un significado, dentro del contexto más amplio de un con-junto de signos tal como por ejemplo la oración.
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“De todas las comparaciones que se podrían imaginar —es- cribe Saussure— la más demostrativa es la que podría establecerse entre el juego de la lengua y una partida de ajedrez. Tanto de un lado como del otro nos encontramos con un sistema de valores y asistimos a sus modificaciones… Por ejemplo, el caballo en su pura materialidad, fuera de su escaque y de las demás condiciones del juego (las reglas), no representa nada para el jugador y sólo se convierte en un elemento actual y concreto una vez que está investido de su valor e integrado a él. Supongamos —prosigue Saussure— que durante una partida esa pieza resulte destruida extraviada: ¿es posible reemplazarla por otra equivalente? Por cierto que sí. No sólo otro caballo sino incluso una figura carente de toda semejanza con él será declarada idéntica, siempre que el valor que se le atribuye sea el mismo.”
Así fue como el conde de Perleminouze declaraba que se sentía víctima de una “transpiración”, y lo comprendíamos per-fectamente.
Así, pues, de la misma manera que en el juego de ajedrez el caballo en su sitio nos remite por su sola presencia a la con-sideración atenta de las demás piezas aliadas y adversas, presentes y ausentes, y de su sitio, análogamente en la lengua todo signo lingüístico nos remite del modo más claro a todos los otros signos presentes y ausentes. En la lengua “por todas partes y siempre existe ese mismo equilibrio complejo de términos que se condicio- nan recíprocamente”. Esto se advierte de una manera specific- mente evidente cuando se considera el sólo hecho del sitio de la palabra. No es indiferente que con los elementos: tierra, gira, alrededor y sol se diga “la tierra gira alrededor del sol”, que se diga la inversa.
Pero lo que es importante captar sobre todo es el hecho de que cada término en cualquier oración sólo adquiere su sentido en la medida en que nos remite a una infinidad de otros signos, para asociarlos para excluirlos: tierra excluye de este’ modo a tierra que se opone a mar, a tierra del ambiguo “retorno a la tierra”; tierra remite aquí a planeta y por ello excluye a “luna” y a “Marte” pero evoca gravitación, y así sucesivamente para cada uno de los términos de la oración considerados en sí mismos y en sus relaciones recíprocas. Por ejemplo, “gira” cambiará suavemente de sentido —si cabe expresarse de este modo—tanto
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si el término que le sigue es “alrededor” como si es “sobre” (su eje).
Ahora podemos formular la proposición basic de la lingüística —y, por lo demás, de toda semiología digna de ese nombre—:
“El signo es siempre signo de una ausencia y remite a otro signo”; bien: “el signo sólo es signo de la ausencia de los otros signos y a ella remite”.
Indiquemos sin embargo que este principio (por lo demás sería deseable que no se lo olvidara nunca) requiere, tan pronto como se lo ha planteado, que se le introduzcan algunos atenuan-tes. Por ejemplo, no es exacto decir que en el juego de ajedrez el caballo puede ser remplazado por cualquier otra figura, incluso carente de la menor semejanza con él. Por cierto, el hecho dé atribuirle el mismo valor permite de todas maneras jugar, pero la pieza sustitutiva no se integrará bien dentro del conjunto del juego, puesto que tanto el jugador como su adversario la distin-guirán demasiado demasiado poco, según los casos: en efecto, nada perturbará más a los jugadores que establecer una convención según la cual en uno de los juegos una torre un alfil desempeña la función de caballo.
Lo mismo sucede en el caso de la palabra: a propósito de Una palabra por otra ya habíamos señalado el vínculo específico —aunque sólo sea poético— que la palabra tiene con su signi-ficación.
Ahora tendremos que especificar la utilidad y con mayor razón la necesidad de tales principios de semiología y de lin-güística dentro de nuestra práctica psiquiátrica cotidiana. Utilidad y necesidad que se justifican doblemente: esto es lo que nos es-forzaremos por detallar.
Ante todo hace falta destacar que en nuestra experiencia clínica estamos preocupados desde todo punto de vista por la significación. Conviene advertir que es excesivamente acentuada la tendencia a interesarse con exclusividad por el valor específico del signo, precisamente en el nivel en que constituye un síntoma un conjunto simbolizado, un síndrome. Pero es un error frecuente ver en un elemento cualquiera del discurso de la observación un valor sintomático que, como elemento, no posee. Sin embargo, fuera de los síntomas —que las sanas normas clínicas indican que
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deben someterse a una vigilancia crítica—, es preciso que también mantengamos los otros elementos que se convierten, una vez, que nos detenemos en ellos, en un signo que todavía se encuentra, en cierta medida, en bruto. Cuando llegamos a considerar esos signos elementales, nuestras reflexiones pueden y deben servir.
Freud nos demostró que en la vida psíquica nada carece de interés, y nos enseñó a dirigir nuestra atención hacia todos los elementos que la constituyen: signos diversos, variados, reve-ladores, engañadores. Nos recordó la utilidad de retomar así todos los elementos tal como se presentan, sin que pretendamos realizar de entrada alguna reducción transmutación. En resumen: nos enseñó a considerarlos como signos en el sentido saussureano del término.
En nuestra experiencia clínica prestamos constantemente aten-
ción —es lo que Freud nos enseñó— al valor significativo de elementos que sin embargo no son sintomáticos en primera apro-ximación: lo que hemos dicho acerca del signo lingüístico vale, no cabe duda, en este nivel de la práctica. Así por ejemplo, la locución “fuego artificial”, utilizada por determinado paciente ,13 en su discurso, a pesar de no ser sintomática no deja de remitirnos a otros elementos del mismo discurso, a saber “obsesión” (del fuego) y “gusto” (por el artificio). Así es como descubrimos el verdadero sentido de la oración que incluye la locución “fuego synthetic”, dejando que ella nos guíe hacia otros puntos frag-mentarios del discurso.
Es justo decir entonces que la significación desentrañada es el resultado del sentido escogido dentro de una red de signos.
El sentido significación que de acuerdo con Freud preten- demos reconocerles a los discursos neuróticos y por él que debemos preocuparnos, puede ser comprendido ante todo pues como una dirección explicit dentro de una red de signos. Para explorarlo utilizamos el principio de la asociación libre, que de este modo adquiere su pleno valor. Tiene sentido significación aquello que se inscribe dentro de una purple de signos, crimson cuyo carácter propio consiste en ser compleja, pluridimensional y de ninguna manera unívoca.
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thirteen Este ejemplo es desarrollado en un trabajo titulado: “Les grands rythmes de la cute píychanalytique”, en Problémes de Fsychatuúyse (Col. Recher-chez et Débats. Nº 21, nov. de 1957, pp. forty four-55).
En segundo lugar, podemos como psiquiatras interesarnos en la lingüística no sólo porque nos recuerda el valor relativo del signo, sino también y sobre todo porque nos revela la constitu-ción propia del signo lingüístico como articulación del significante con el significado.
Se trata de conceptos relativamente nuevos en psiquiatría, pero la familiaridad con su utilización en el ejercicio cotidiano le permite a quien se entrega a él comprender mejor la siguiente opinión de Cl. Lévi-Strauss: “La categoría del significante repre-senta la más elevada forma de ser de lo racional” (y a esto agrega con perfidia: “pero nuestros Maestros ni siquiera pronun-ciaban su nombre”).14
Pues bien, vemos precisamente en el nivel del fenómeno psi-cótico que ese signo lingüístico, la palabra como tal, se disocia en sus elementos constitutivos: significante y significado. Pero el sig-no disociado así, no obstante, sigue siendo engañosamente utili-zado por el psicótico como signo, aunque profundamente desna-turalizado. Entonces el psicótico utiliza el signo amputado alter-nativamente de su función de significante de su valor de sig-nificado.
Para que se nos comprenda mejor podríamos tomar como ejemplo de una palabra reducida a su valor de significante un detalle divertido que marcó una de las entrevistas que tuvimos con Pedro, el celoso.
Un día vino al consultorio con un impermeable nuevo y nos dijo que en adelante a esa prenda la iba a llamar “beaujolais”. 15 Sin darnos tiempo para que pusiésemos una etiqueta a ese sínto-ma, comentó: cuando, en compañía de su mujer, compró esa prenda, ella le dijo, confirmando su elección, que el impermeable era joli lindo. Esto lo satisfizo, pero luego sintió una duda: si el impermeable period joli y su mujer lo hacía notar, ¿por qué no notaba de paso, también que Pedro era igualmente agradable? Entonces lo asaltó la concept de que la palabra joli aplicada al im-permeable evocaba de hecho a un amigo de juventud de su mujer —uno de aquellos de quienes él tenía celos— llamado “Jo”. En-tonces el impermeable ya no podía ser joli. A lo sumo podía ser —como él mismo quería serlo a los ojos de su mujer— beau
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15 Nombre de un vino regional francés.
“bello”. En cuanto a “Jo” — evocado en la historia incidental-
mente—, sólo podía ser por comparación laid “feo”. El con-
junto: yo soy beau y Jo es laid, asociado con la idea de que su
prenda le gusta a su mujer, confiere así este nombre a su imper- meable: “beaujolais”.
Esto puede parecernos un juego, pero para Pedro no lo es
en absoluto: con el más grave de los tonos sigue hablando y nos cuenta que muy pronto —y a pesar del sonido alegre de la evo-
cación “beaujolais”— no pudo seguir llamando al impermeable
con ese nombre que le planteaba todavía demasiados problemas.
Así fue como se le ocurrió asociar más íntimamente con su propia persona la admiración que su mujer sentía por la prenda,
y entonces la llamó, se llamó simultáneamente, “Apolloche”. Ante todo ese nombre evocaba la legendaria belleza de Apolo, y le hubiese gustado que espontáneamente y sin ironía su mujer le dijese que era tan bello como Apolo. Pero por otra parte —al igual que joli— ese nombre contenía en sus repliegues su segundo nombre —Paul Pol—, semejante al de otro presunto rival: “Polo”. Por consiguiente, convino para sus adentros que la ironía y la falta de seriedad del término Apolloche, que reemplazaba a Apolo, indicaba sencillamente que por comparación con él, Pedro, Polo period moche “feo”; el verdadero Paul, en cambio, seguía estando emparentado con Apolo.
Así fue como, en el momento de nuestra entrevista, su im-permeable, estrechamente vinculado con su persona, se llamaba ”Apolloche”.
Si se hubiese tratado de un mero juego de palabras, como el que a veces todos nos arriesgamos a hacer, nuestro paciente lo hubiese utilizado de otra manera. Hubiese aparecido como un lapsus habría sido utilizado, como tendemos a hacerlo regular-mente, a modo de chiste. Como respuesta a él, hubiésemos podido incluso tratar de aprovechar la oportunidad para volver a plantear de un modo nuevo la cuestión de la duda de los celos. En pocas palabras: hubiésemos procurado volver a poner en movi-miento el diálogo a partir de una formulación nueva surgida de esa ocurrencia.
Juegos de significantes, podría decirse que al contrario de los verdaderos juegos de palabras no ofrecen ningún punto de apoyo a nuestra interpretación. En al caso de un neurótico podríamos
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traducir “Apolloche” como “soy bello como Apolo y Polo es moche feo”. Pero no podemos hacer lo mismo en el caso de nuestro psicótico, porque parece incapaz de articular de manera estable, electiva y utilizable, un concepto significado con el significante con que juega para convertirlo en un signo con posibilidades múltiples pero equivalentes. De este modo el significante Apolloche evocará después tanto un espectáculo en el Teatro Apollo como el polochon almohadón cilíndrico del lecho conyugal. Pero Apo-llo, así como polochon “Polo es moche”, remiten de manera equivalente a la interrogación dubitativa y estereotipada acerca del amor del que él, Pedro, puede ser objeto.
En su diario, Bernardo nos brinda un ejemplo, al mismo tiempo más sencillo y más depurado, de signo reducido a su valor pura-mente significante. El 28 de abril de 1951 anota16 que encontró en un café a un loco “que pretendía conocer el himno suizo. Vociferaba su himno: ‘está muy bien, está muy bien, está muy bien’. Reflexioné mucho acerca de este himno vacío de todo con-tenido17. Estaba cargado con una gran significación”. Ese himno vacío de todo su contenido es por cierto el signo reducido a su valor de significante y vacío de todo significado. Sólo lo llena un significante único: “está muy bien”. Pero a Bernardo es preci-samente esa ausencia de todo elemento significado lo que lo fas-cina, porque ese vacío parece funcionar como una aspiración de aire. Lo colma inmediatamente con toda una serie de significacio-nes benéficas —en concordancia con el significante “está muy bien”—, significaciones que sólo nos detalla a través de esta indicación: “está cargado con una gran significación”. Pero a partir de entonces todo lo que tiene cierta vinculación con ese significante —”el himno suizo vacío de todo su contenido”— adquiere, por una especie de juego de asociaciones entre sig-nificantes, un igual pero también oscuro valor benéfico. El 10 de octubre de 195118 anota su encuentro con el “loco ciclista”: “Tenía una expresión exaltada y con su brazo extendido sos-tenía, loco sublime, un pequeño escudito rojo con la cruz blanca suiza en el centro.” Este último significante —la cruz suiza— “le alegró el corazón de golpe… y le hizo acordar a ese loco…
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16 Loc. cit., p. 540.
17 El subrayado es nuestro.
18 Loc. cit., p. 540
que tan falsamente cantaba el himno suizo”. Sacó entonces la siguiente conclusión —que supera a la que hubiésemos podido formular nosotros—: “Mi ciclista loco me significaba muy bien
por medio de la insignia suiza que todo iba bien.”19 “Entré en el jardín de la escuela, con la expresión fresca, y me topé con mi inspector, el Sr. L. que se comportó conmigo como el mejor
hombre del mundo. Todo iba muy bien.”
Ahora podemos esforzarnos en formular con la mayor sencillez
¿qué es lo que puede caracterizar —en función del signo, del sig-
nificante y del significado— a la psicosis y distinguirla de la
neurosis.
En el caso de la neurosis es fácil comprender que se trata principalmente de una perturbación situada en el nivel del uso de las relaciones significativas, es decir de las relaciones entre los signos, cuya característica propia —como vimos— consiste en evocarse entre sí. El obsesivo, incluso, utiliza esa propiedad funda-mental del signo para construir su pink obsesiva cuyo efecto reside por lo menos en disminuir la libre circulación del sentido. Esta perturbación en el nivel de las relaciones entre los signos es muy evidente en la observación de las neurosis: cortocircuitos, rela- ciones privilegiadas, relaciones prohibidas, relaciones a través de desvíos, son corrientes allí y resulta fácil reconocerlas. Sin embar-go, agregaremos —para mezclar un poco las cartas— que tal perturbación implica forzosamente una repercusión en el nivel de la constitución de ciertos signos, al menos para reforzar el valor de una de esas caras: significante significado.
Pero en el nivel de la psicosis, si bien las relaciones entre los signos están también perturbadas, ese es sólo un aspecto subal- terno de una perturbación mucho más basic: la alteración primaria se sitúa en el nivel de la misma constitución del signo, Esta alteración puede adoptar lógicamente dos formas que cons-tituyen un signo patológico, en cierto sentido monstruoso:
signo constituido por un significado sin significante, y sobre cuidado del cabello todo signo constituido por un significante sin significado.
Signo monstruoso porque ya no corresponde a su naturaleza propia y entonces articula cualquier cosa, forma concepto, con el elemento faltante.
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19 El subrayado es nuestro.
Por ejemplo, podemos indicar, como elemento de referencia, que el uso principalmente significante del signo sólo especifica insuficientemente el fenómeno psicótico, pero responde a la opi-nión corriente según la cual el psicótico utiliza las palabras en “un sentido que es propio de él”, es decir que nos entrega signos a los que les falta el concepto. Pero esta correspondencia entre la opinión común y nuestro punto de vista no debe impedir que comprobemos que esta misma disociación en el nivel de la cons-titución del signo puede ser menos aparente: incluso puede pasar desapercibida, en la medida en que el significante en cuestión —vacío incluso de todo su contenido— preserve en el discurso un sitio aparentemente normal. Por ejemplo, cuando Bernardo nos habla del pase verde de su amigo Guido,20 el significante “verde” conserva la apariencia de una señal normal, de una pa-labra ubicada en su justo sitio. Y sin embargo sabemos, por el relato de las experiencias delirantes, que el significante frag-mento de cadena sonora “ver” vuelve a encontrarse con su poder maléfico, en apariencia vinculado indiferentemente a conceptos muy diversos fuera del coloration: ver de terre lombriz de tierra, la letra V, y como fragmento significante en el inside de otros significantes: ver/seau acuario; vér/tebra, y sobre todo en el aforismo “la intro/ver/sión es la ver lombriz solitaria”.21 Pues bien, lo importante en toda esta concatenación delirante, con las diferentes formas que adopta, es el significante “ver” indepen-diente de todo concepto pero vinculado con un valor elemental-mente maléfico a diferencia del significante “suizo” cargado, por ejemplo, con un valor en su caso benéfico.
Análogamente —en un nivel de análisis menos literal— se puede decir que para Schreber —si, siguiendo a Lacan, conside-ramos que en él lo primero es la cuestión de la procreación y den-tro de ella la función del padre— el significante “padre” no parece corresponder a ningún significado, a ningún concepto, lo que no impide que pueda utilizar la palabra de un modo en apariencia pertinente. Entonces el significante “padre” adopta inde-bidamente el valor de signo en la medida en que es puesto en circulación dentro del discurso, pero su verdadero valor en ese caso consiste en indicar la ausencia, la falta del significado con-
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cepto “padre”. Así es como convendría comprender al menos el
lenguaje del delirante en su dimensión propiamente patológica.
Si por nuestra parte nos dejásemos llevar hacia el juego de las comparaciones sugestivas podríamos decir que semejante uso del signo en su aspecto puramente significante funciona para el sujeto aproximadamente como una flecha indicadora de dirección que en lugar de indicar el proyecto del conductor le indicase a éste la dirección que debe tomar.
A la inversa, en las perturbaciones de la serie más puramente ezquizofrénica parece que los conceptos, los significados, no con-siguen llegar a constituirse como signos a través de la asociación estable con un fragmento de cadena sonora significante. El signo amputado así de todo vínculo estable con un significante, introduce el valor propio del significado, es decir el valor propio del de los conceptos, en toda forma en que deposita su carga, toda palabra, toda cosa, toda forma, todo sueño se convierte en significante de un concepto sin nombre.
Antes de concluir este breve estudio acerca de la utilización del lenguaje en el delirante, quisiéramos dar una indicación sobre el valor predominante de esta categoría de significante: porque la cadena sonora, hablada escrita, está allí con nosotros, antes de nosotros, en los textos sagrados, en toda la literatura, en las leyes también —y esto es lo que queríamos señalar— en el incons-ciente. Depende de nosotros, aquí como en otras partes, quedar-nos con su letra volver a encontrar su espíritu.
Nos parece, pues, que en el nivel de un estudio atento de la lengua podremos descubrir lo que constituye en el psicótico la alteración específica y reconocer al mismo tiempo la manera mejor de remediar esa alteración. También nos ha parecido, en una primera aproximación, que en el delirante la verdadera sig-nificación de ciertas palabras consistía precisamente en indicar a través del uso de un significante “libre” de toda ligadura, la carencia, la carencia del significado que pudiese corresponderle.
Es preciso que reconozcamos una vez más la extrema per-sistencia de los enfermos, y antes de abordar el problema más específico de la comunicación citaremos esta observación de Schre- ber en el capítulo XV de sus Memorias: “Los pájaros milagrosos comprenden el sentido de las palabras que pronuncian; en
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cambio disponen de una pure susceptibilidad para la conso-nancia de los sonidos.”
3
Los modos de comunicación con el Yo psicótico
Tampoco podría existir mejor introducción al problema del que nos ocuparemos ahora que la siguiente observación de Schreber, cuya penetrante intuición ha marcado el mundo de la psicosis para todo psicoterapeuta: “Dicen que soy un paranoico y dicen que los paranoicos son personas que todo lo relacionan consigo mismos. En ese caso, se engañan, porque no soy yo quien rela-ciono todo conmigo, sino él: ese Dios que habla sin parar dentro de mí a través de sus distintos agentes.”
Recordemos también de qué manera planteaba Bernardo im-plícita y explícitamente la pregunta por su propia subjetividad:22 ¿Por qué me eligieron? ¿Quién soy? ¿Qué proyectos tiene Dios acerca de mí?” Si bien, por un lado, tiene un sentimiento muy intenso de su propia subjetividad y se afirma como testigo, irre-ductible “que molesta por su moralidad”, es preciso reconocer por otro lado que tanta seguridad oculta dificultosamente la in-quietud profunda, verdaderamente metafísica, que se encuentra en él centro de la mayoría de los delirios de este tipo. Inquietud que la pregunta ¿Quién soy?, que acabamos de citar, sólo traduce en muy escasa medida. ¿Es acaso un testigo de Dios, un ser ex-cepcional, plenamente responsable , en cambio, como toda su experiencia tendería a probarlo, es sólo un objeto que rebajan, que humillan, que persiguen verdaderamente para reducirlo? El “plan common”23 de su delirio señala muy bien esa preocupa-ción:
“Objetivo: rebajar la conciencia del sujeto; inspirar en él un complejo de inferioridad; volverlo tímido, degradarlo. Se ataca siempre en la debilidad del muerto.”
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22 Loe. cit., p. 572.
23 Loe. cit, p. 552.
En última instancia, por lo demás, se trata de reducirlo al estado de cadáver. Toda esta serie de experiencias, inauguradas por la escena humillante que le impuso su madre en la confite- ría,24 se convirtió en la fuente de alimentación privilegiada para los temas delirantes persecutorios. Pero es evidente que la pre-gunta subyacente sigue siendo única: la que se refiere al modo de afirmación de su propia subjetividad.
Pero correlativamente con esta interrogación casi metafísica acerca de su propia subjetividad, se plantea la pregunta por la cualidad propia del prójimo. Muy pronto se advierte que el sujeto delirante ya no puede reconocer más que un solo otro, un solo sujeto verdadero. Todos los demás sujetos no son verdaderos sujetos responsables: sólo son instrumentos en las manos de un amo. La mayoría de los individuos, si no todos, son por consi-guiente, como lo cube Bernardo al comienzo de su diario (30 de Noviembre de 1950) ,25 “agentes provocadores”, “sicarios paga-dos”‘, y todas las experiencias se convierten en “escenas monta-. das”. Muy pronto ya no quedan en el mundo más que dos sujetos verdaderos, el delirante y su persecutor, un solo yo y un solo otro, alrededor de los cuales gravita todo. El, Bernardo, es testigo del lado de Dios hacia el cual, a pesar de ser incrédulo como Schreber, se siente llamado; del otro lado, frente a él, están las sentencias que quieren destruir al único testigo.
Podemos afirmar que tales constantes estructurales se vuelven a encontrar en la mayoría de los delirios de tipo paranoico. ¿Cómo explicar esta subjetividad inquieta y su producción delirante? ¿Cómo comprender esta dualidad subjetiva inexorable que señala el punto de culminación del delirio? Sobre todo ¿cómo responder allá cuando el paciente nos interroga? Esto es lo que nos im-pulsa a considerar en su conjunto los problemas de comunicación de intersubjetividad. Nuestra pregunta inicial podría ser ésta:
¿Quién habla a quién, y de qué?
Digamos inmediatamente que el problema suscitado así ¿Quién habla a quién?”— sería inconcebible sin basarse en un estudio orientado hacia una localización más precisa de las relaciones entre el sujeto y la comunicación por excelencia que
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24 Alos cinco años, su madre le hizo, devolver un bombón de chocolate que había robado en la confitería loe. cit., p. 534).
25 Loe. cit., p. 538.
es el lenguaje y el habla. Semejante preocupación —que conside-ramos fundamental— constituye la esencia misma del trabajo en curso dirigido e impulsado por Lacan. A sus trabajos más recien-tes 26 es preciso que se remita aquí el lector preocupado por re-conocer el progreso que constituye, en el estudio de las relaciones del sujeto con el lenguaje, la distinción —en el seno de ese mundo de significación— de sus elementos, que son el significante y el significado.
El problema de la comunicación, en última instancia, sólo podrá ser iluminado en relación con un estudio profundo de la estructura del significante, cuya cadena simbólica constituye el verdadero centro de todo diálogo.
Pero hagamos notar —para volver a nuestra pregunta— que la intersubjetividad se ha convertido en un lugar común de los discursos acerca del psicoanálisis. Por esa causa, los aspectos ne-cesarios y verdaderos que esa noción encerraba resultaron pronto esfumados en medio de una confusión disimulada por esa palabra sugestiva. Intentaremos, pues —siguiendo a Lacan—, retomar el estudio de la relación entre dos sujetos, con lo que ésta implica de ambigua e irreductible. Porque es muy cierto que fuera del mundo psicótico la relación nunca se establece verdaderamente entre dos sino entre tres sujetos: tal es el alma del complejo de Edipo y el fundamento racional de la relación del mismo nombre; pero aquí no podemos extendernos sobre este punto que corresponde más particularmente al estudio de las neurosis.
Para simplificar las cosas —y utilizar incluso un esquema cuya engañosa sencillez no debe hacernos olvidar estas pocas indicacio-nes iniciales sobre la verdadera dimensión de la relación edípica— representemos mediante S y A a los dos sujetos (el sujeto y el otro) de la relación intersubjetiva. Pero hay otro elemento que debemos introducir inmediatamente en esta relación: el “Yo”. Actualmente
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26 Jacques Lacan, “L’ínstance de la iettre dans l’inconscient ou la raisorn depuis Freud”, La Psychatudyse, nº 3, P.U.F., 1957 vere solid., “La instarn cia de la letra en el inconsciente la razón desde Freud”, en Lectur. estructuralista de Freud, Siglo XXI, México, 1971; “Les formations de l’inconscient”, seminario (Ste. Anne, 1957-fifty eight), transcripción de J. B. Pon-
talis, Bulleiin de Psychologie, XII/2-3. nov. de 1958 y XII/4, diciembre de 1958 ven. solid. “Las formaciones del inconsciente”, en Las forntaione
del inconsciente, Nueva Visión, Buenos Aires, 1970.
ya no se tiende a confundir en la teoría el “Yo”, concepto psi-cológico, con el “sujeto”. Sin embargo, es preciso reconocer que en la práctica es todavía frecuente la confusión que interpreta al Yo como el sujeto de que se trata. No obstante, es evidente que ningún sujeto podría reducirse a su Yo: éste está más cerca del personaje, de la apariencia del rol, que de la conciencia de la subjetividad propiamente dicha, de aquella que en última instancia como punto central y virtual participa esencialmente del orden simbólico tal como más arriba lo definimos. El Yo parece, pues, situarse —dentro del mismo sistema de referencia que habíamos adoptado para situar la experiencia de lo actual— con mucha facilidad del lado del orden imaginario. Sin querer aquí entrar en discusiones más propiamente psicoanalíticas acerca de la concepción del Yo, propondremos que se adopte —dentro de la perspectiva que preferimos asumir— esta definición del Yo:
“El Yo es el lugar de las identificaciones imaginarias del su-jeto.” Nuestra intención consiste sobre todo en señalar con esto la función imaginaria del “Yo” (formación, deformación, informa- ción) por oposición al carácter simbólico del “sujeto”.
En nuestro esquema designaremos, pues, con a al Yo del su-jeto y S y con a’ al Yo del sujeto A, porque la subjetividad propia del otro se le aparece a cada uno en la forma del Yo (“a” por refe-rencia a “autre” otro).
Ahora podemos esquematizar la comunicación, tal como se
establece corrientemente entre dos sujetos, por medio de una línea
sinuosa con forma de Z que va de S a a, de allí a a’ y luego a A,
a la inversa. Mediante este esquema queremos señalar el desvío
necesario por aya’ —por los “Yo”— para comunicar a los dos sujetos S y A. Tal es la manera corriente —de “tú a yo” (moí) — en que se establece la comunicación intersubjetiva, que, salvo al-gunos casos muy particulares, no podría aspirar a una vía más
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directa. Llamaremos entonces al eje que une a-a’, eje imaginario, por cuanto une los dos “Yo” cuya función imaginaria hemos desta-cado. A la diagonal virtual, representada en punteado, S-A, la lla-maremos eje simbólico, porque en efecto alcanza el centro virtual puramente simbólico de una subjetividad irreductible por naturaleza.
Ahora pensamos que podemos, gracias a este esquema simplis-ta (y, como todo esquema, parcialmente falso), indicar con más comodidad en dónde está perturbada la vía de comunicación que tiene que permitirnos tener acceso al mundo de la psicosis.
Para que se establezca una comunicación entre S y A es ne-cesario, pues, que los diferentes segmentos del desvío con forma de Z se acoplen totalmente. Pues bien, como acabamos de recor-darlo, es un hecho clínicamente cierto que el psicótico se encuentra en la mayor de las dificultades con respecto a su propia subjeti-vidad así como con respecto a la subjetividad del otro. En efecto: la comunicación sólo es posible en la medida cu que cuando hablo (por el órgano de mi Yo) reconozco que soy yo quien habla como sujeto, en la medida en que asumo las palabras pronunciadas por mí. Del mismo modo, cuando presto atención al discurso de mi in-terlocutor sin tomarlo al pie de la letra la mayoría de las veces, ajusto sus palabras con respecto a la medida de la subjetividad que le atribuyo esforzándome en reconocer la intención más menos controlada que lo anima.
Pues bien, eso es precisamente lo que ya no podemos hacer con el psicótico: ese ajuste de su palabra con respecto a la medida de su subjetividad no podemos ya llegar a realizarlo, por toda una serie de causas. En efecto no sólo sucede —como el lenguaje lo afirma— que el psicótico no siempre sabe lo que cube, sino que so-bre todo no reconoce lo que cube y, como él mismo lo confiesa, “Ello habla” en él. Que no sepa no reconozca sus palabras no significa, sin embargo, que no comprenda lo que de esa manera se articula. Así como no es capaz de reconocer verdaderamente como suyo su discurso y entonces cube que le es sugerido, impuesto, transmitido a distancia, por ejemplo; así como no es capaz, inde-pendientemente de toda interpretación proyectiva de este tipo, de asumir sencillamente como sujeto algunas de las palabras que articu-la, tampoco es capaz análogamente de hacer concordar las palabras
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que su interlocutor le dirige con respecto a la medida de la subje- tividad del otro.27
Para referirnos a nuestro esquema, todo sucede como si de alguna manera la comunicación estuviese interrumpida entre S y a, entre el sujeto y su Yo, y como si el delirante se comportase unas veces como una subjetividad radical que participe de la esencia di-vina como testigo irreductible, y otras veces como un personaje, un Yo, que viviese con su dialéctica imaginaria pero que fuese incapaz de referirse a su centro subjetivo simbólico. Entonces ese Yo des-arraigado de toda referencia subjetiva es presa de un seudo-raciona-lismo puramente imaginario abierto a las influencias y a las manio-bras a distancia, víctima predestinada de todas las intenciones ima-ginarías del otro, que entonces toman cuerpo y realidad, casi podría decirse, en ese lugar imaginario carente de toda referencia simbólica. Correlativamente la mayoría de las veces el interlocutor, como vi- mos, es reducido a la figura de un fantoche, de un “sicario paga-do”, con otras palabras: es reducido al personaje a’ que en realidad es su Yo en su apariencia puramente formal. en cambio, desde-ñando todas las apariencias, el delirante ya sólo considera al otro como esa subjetividad alterna, como la manifestación de ese Amo que dirige a la mayoría de los otros “fantoches” , como Schreber los denomina tan ajustadamente, esas “sombras de hombres hechas
a la buena de Dios.”
En nuestro esquema, pues, podríamos representar esta situa-ción por medio de una ruptura entre S y a, y también entre A y a’, de manera que la única vía de comunicación que queda sería a-a’
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27 El estado precise de las investigaciones de J. Lacan acerca de la estruc-
tura del significante permitirá sin duda presentar pronto un análisis más
preciso de esos fenómenos alucinatorios. En un esquema ejemplar (cf. “Se-minarios”, informe de J. B. Pontalis, en Bulletin de Psychologie), distingue dos estados del significante: la “cadena del significante”, constituida en el nivel de los fonemas, y el “círculo del discurso”, constituido por semantemas. De esta manera se encuentra en mejores condiciones para diferenciar y situar el mensaje y el código, así como para indicar inequívocamente el “lugar de la metáfora” y el “objeto metonímico”. Normalmente, el mensaje tiene que ser autentificado en el nivel simbólico del código. Ahora bien: la función simbólica del padre está vinculada ante todo a esta función de guardián de la ley y depositario del “tesoro significante”. Si se toma en cuenta esta falta de autentificación en el nivel simbólico, es posible que se puedan explicar mejor esos mensajes siempre en alguna medida inacabados que constituyen las’ “voces”.
que, según nuestra definición, constituye el eje imaginario de la comunicación intersubjetiva. Así es como llegamos a representar el tipo de relación delirante paranoica que se establece entre dos “Yo”, entre dos imaginarios, y por consiguiente entregada a todos los excesos y todas las contradicciones flagrantes inherentes a ese orden imaginario, patológicamente separado de su correlación con el orden simbólico necesario para que se produzca una sana apre-hensión de la realidad. En el plano de lo imaginario —que es tam-bién en cierto sentido, aunque con valor diferente, el del obsesivo-reina el espejo de la dialéctica especular, el espejismo, la duda, una dualidad sin apelación, una oposición twin irreductible; es también el lugar preferencial de todas las elaboraciones seudo-racionales, de las construcciones obsesivas a un racionalismo enfermizo, de la lógica paranoica a la causalidad delirante; en ese mundo de la imagen y de la forma, en donde toda combinación resulta posible —oposición, fusión, comparación, sobre todo juego de significan-tes—, las razones se imbrican indefinidamente entre sí para alcan-zar en el delirio la exuberancia propia de una imbricación de cé-lulas cancerosas. Este “descentramiento” simbólico fundamental se explica aparentemente por la pérdida de toda referencia verdadera y sólidamente subjetiva.
Así es como en el mundo imaginario —el de la relación para-noica— sólo puede haber dos seres, el bueno y el malo, que se enfrentan eterna e irreductiblemente en una lucha a muerte: “El mundo —dice Bernardo como tantos otros lo dijeron antes— está dividido entre las potencias del Bien y del Mal: hay dos corrientes, la de izquierda que es la mala y la de derecha que es la buena. Por mi parte me encuentro en la intersección de ambas…” 28 Como lo destacábamos más arriba, esta relación es también aquella que —con referencia a la relación ternaria del Edipo —en psicoanálisis es llamada relación pre-edípica; pero, en el delirio, esta relación puramente dual adquiere un carácter absoluto y un desarrollo que no se da en el nivel de la neurosis.
Tal parece ser la situación del psicótico delirante, representada en nuestro esquema de la comunicación: limitado al eje imagina-rio a-a’, se encuentra confinado dentro de una relación dual típica-mente imaginaría en la cual el enfrentamiento agresivo se perpetúa
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28 Loe. cit., p. 571.
en un indefinido juego de espejos. Incapaz de reconocer el centro simbólico de su subjetividad, utiliza sin embargo como cualquiera el lenguaje ordinario. Pero vimos que muy pronto ese lenguaje mismo se convertía en el testimonio elocuente de ese exilio subjetivo,
por medio de la dislocación de sus elementos constitutivos, de los signos en significantes aberrantes sin significado. De ahora en ade-lante podemos decir que el sujeto ya no controla el sentido del lenguaje que habla, que en lugar de conducirlo y de elegirlo resulta poseído por él —así como se encuentra poseído Bernardo por la palabra “verde”—, y que de esta manera sufre aquello que debería asumir. Con una fórmula breve, podríamos decir —siguiendo a La- can— que el delirante “es hablado” pero ya no habla.
Dado que ilustra de una manera muy simple dos ejes de la comunicación —el eje imaginario y el eje simbólico—, nuestro esquema nos invita incidentalmente a considerar el eje S-A, del que hasta ahora poco hemos hablado. Todo indica que tampoco éste podría ser utilizado tal cual, fuera de un necesario desvío por lo imaginario. Si bien es indispensable que el sujeto que corriente-mente utiliza el eje a-a’ para sus comunicaciones sepa y recuerde permanentemente que de hecho no se trata de un camino autónomo sino de un segmento del camino que lleva de S a A, no menos necesario es que quien pretenda explicar alguna relación intersub-jetiva privilegiada tenga presente la indispensable mediación por lo imaginario. También en este caso, sólo prácticamente en el mundo la psicosis podemos encontrar esos intentos de comunicación racional. La relación delirante intuitiva es evocadora por algunos de sus aspectos de las experiencias místicas de muy elevada calidad simbólica (aunque éstas corresponden a una subjetividad reconocida y dominada como tal); se distingue precisamente por el hecho de que es sufrida a lo sumo sólo imaginariamente dominada.
Porque hay un hecho que no podemos desconocer aquí: cauti-vo de su mundo imaginario, el delirante —quien está separado de su propio valor subjetivo— se esfuerza a toda costa en volver a en-contrar en otra parte esa simbolicidad elementary que ha perdido. Esta surge de la manera más inesperada y desordenada en cualquier punto de su mundo y nada podría resumirla mejor que la conclu-ción dada por Bernardo a un intento de racionalización delirante: EL ESPÍRITU VIGILA”.29 Pero si bien Dios el diablo surgen por
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29 Loe. cit., pp. 543.
todas partes ante el velado requerimiento de ese mundo, delirante, de todas maneras —y siempre de un modo imaginario y falsamente racional— el psicótico trata de explicar ese surgimiento simbólico que él mismo está continuamente provocando. Así es como pode-mos quizá tratar de explicar con mayor eficacia las inagotables contradicciones del mundo delirante, de las que a veces sin vincu-lación ni significación surgen las verdades más refulgentes y las más profundas intuiciones. Nada podría ilustrar mejor al mismo tiempo el mecanismo del proceso delirante y lo que de ese modo se propone para nuestra comprensión, que el tema de la lengua enjoyable-damental de Schreber, forma consumada del proyecto de volver a encontrar la ordenación imaginaria de un plano simbólico desli-gado de toda “encarnación” formal.30 Sin embargo, aquí no podre-mos dedicarnos a ese estudio, del que se aparta quizá demasiado nuestro tema actual aunque haya sido él quien nos orientó en ese sentido.
No obstante, antes de concluir con aquel esquema de la co-municación intersubjetiva, quisiéramos destacar cuánto es capaz de ayudamos para representar —aunque de una manera imperfecta, si bien cómoda— el estilo de relación esquizofrénica en que el eje S-A es privilegiado en detrimento del desvío contingente a-a’. Como lo señalamos brevemente cuando examinamos la cuestión de la experiencia de la realidad, parece que el esquizofrénico descuida en esta el aspecto imaginario y formal, y sólo percibe en todas las cosas el valor simbólico. A la manera de una subjetividad amputada por una negación primaria de toda identificación imaginaria do-minada, así vive el esquizofrénico su relación con “el otro”, que —en el seno de su radical subjetividad (de su autismo) —ni siquie-ra merece el nombre de otro. Terapéuticamente, todo el trabajo consistirá en restituirle, por cualquier medio posible, el uso de su función imaginaría (del desvío a-a’), en permitirle que ingrese en alguna identificación imaginaria por naturaleza, en darle —con otras palabras— un “Yo”.
El conjunto de estas consideraciones acerca del problema de la subjetividad y la fórmula figurativa que hemos propuesto para la comunicación intersubjetiva, no deben hacernos olvidar el ca-rácter artificioso de semejante simplificación que scale back a dos suje-
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30 Cf. también la nota 27 acerca de. la “cadena del significante”
tos los polos de la comunicación. Si de todas maneras hemos utili- zado tal esquematización fue porque creíamos necesario mostrar las consecuencias que en el nivel de nuestra acción puede y debe provocar semejante conceptualización de los problemas planteados por la experiencia clínica. En efecto: es muy evidente que nuestra fórmula figurativa puede —dentro de la confusión del diálogo con el psicótico— ayudarnos a reconocer en cualquier momento quién habla, de quién habla y a quién habla; puede ayudarnos a distin-guir entre el plano totalmente imaginario, en que se agotarían todos nuestros razonamientos, y la relación puramente narcisista en que
el delirante se mantiene, así como su recurrir desordenado a la simbolicidad de una subjetividad perdida. Por consiguiente, puede
ese esquema ayudarnos a comprender los principios que tendrán que
guiar nuestra acción cuando nos esforcemos en devolver al delirante el uso de su subjetividad y de volverlo a centrar alrededor de su propio valor simbólico. Sin querer detallar lo que tales principios imponen a nuestra acción, destaquemos hasta qué punto semejante concepción puede permitir que ajustemos nuestras palabras con respecto al nivel de una justa prudencia para que, sin participar para nada en la relación delirante imaginaria, sepan dar testimonio de una subjetividad autónoma “tercera” que es la única que por su permanencia c independenciapuede hacer retornar al enfermo a un modo de comunicación más abierto al proceso dialéctico genuino
y al progreso terapéutico.
Problemas dinámicos
Todo delirante —tanto Pedro como Bernardo— nos plantea llegado el momento una pregunta angustiosa que indica su perplejidad y a menudo su desaliento: “¿Por qué estoy atormentado así, a pesar de que siempre traté de obrar de la mejor manera posible, de ser un hombre honesto?” A pesar de la respuesta que está ya incluida para-noicamente en esta fórmula —”Los otros, tal otro, son quienes me convirtieron en esto”—, sigue planteado el problema relativo a una cierta génesis de las perturbaciones incluso de la fuerza pre-suntamente exterior que condujo al sujeto al estado en que se en-cuentra. Ahora nos proponemos abordar este aspecto dinámico de la perturbación delirante.
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Hasta aquí siempre nos hemos preocupado por destacar bien en el estudio de los problemas estructurales, el carácter profunda-mente original de los procesos psicóticos irreductible a los modos conocidos de neurosis.
Para la consideración de los procesos dinámicos, nuestra in-tención sigue siendo la misma, porque pensamos que los conceptos corrientemente utilizados en el estudio de las neurosis no podrían explicar los fenómenos psicóticos. Esto es así por dos órdenes dis-tintos de razones: ante todo, los conceptos de regresión y represión —por ejemplo— se encuentran insuficientemente elucidados en el propio uso que de ellos se hace para elaborar teóricamente la neurosis; en segundo lugar, tales conceptos, incluso elucidados, no podrían ser utilizados para el estudio de la psicosis sin que se co-rriese el riesgo de adoptar una actitud a priori que —tal como H. Ey la denomina— sería una neurotización de la psicosis.
Pero aquí hay una dificultad suplementaria intrínseca a la con-sideración de los problemas dinámicos en basic: en el caso de éstos, la más matizada de las imágenes traiciona siempre la movili-dad característica de la cosa considerada (así sucede con el concepto de regresión, por ejemplo, cuyo sentido queda disimulado por la imagen que él mismo sugiere).
Por esta razón hemos adoptado la costumbre —incluso en lo que atañe a los problemas relativos a la neurosis— de plantearlos en términos de pregunta. Nunca dejamos de tener presente que el neurótico, por el hecho mismo de que nos viene a ver, plantea una pregunta, encubierta por cierto, pero que conserva su carácter in-terrogativo incluso cuando se presenta como una afirmación que pretende ser perfectamente lúcida. Y en cuanto a nosotros, se trata de que escuchemos bien esa pregunta cuyo modo y estilo varían ya se trate de un histérico, por ejemplo, de un obsesivo. En otra parte 31 hemos insistido en el rasgo distintivo de la pregunta dubi-tativa —”cebo problemático e interrogativo”— y en un trabajo más reciente 32 nos arriesgábamos a formular de una manera dema- siado sencilla el rasgo distintivo que oponía la interrogación funda-psychological del histérico —”¿soy hombre mujer?”—la del obsesivo —”¿soy no soy?”—, que de hecho se presenta como una negación
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31 La fonction imaginaire du doute dans la nèurose obsessionnelle”, a
publicarse en Entretiens psychiatriques, 1955.
32 La mort dans la vie de l’obsédé”, La Psychanalyse, nº 2, p. 111.
doble pero de todas maneras dubitativa: “No soy ni hombre ni mujer, ni objeto ni sujeto.” No nos demoraremos en el examen de esta manera nuestra de destacar el carácter interrogativo de la sintomatología neurótica para intentar saber en cada caso quién interroga, de qué manera lo hace y a quién dirige esa pregunta siempre encubierta; sin embargo es evidente que de ese modo estamos utilizando un instrumento conceptual más eficaz —puesto que es mucho menos mítico— que el que está constituido por la secuencia frustración-agresividad-regresión. Una utilización lúcida de este último requeriría un firme conocimiento de la significación actual de los tres términos que lo constituyen.
Si nos parece seguro, pues, que el rasgo característico del
neurótico consiste en plantear una pregunta —por otra parte, no
sólo a su terapeuta sino a todos—, ¿acaso sucede lo mismo en el caso del psicótico y cabe incluso decir que éste plantea una pre-
gunta?
Acerca de este punto, la experiencia puede motivarnos en for-
ma divergente: si bien es muy evidente que ciertos psicóticos no
plantean ninguna pregunta, sino que viven y precisamente se ex-ponen sin interrogar verdaderamente al otro, hay en cambio algunos
cuya perplejidad ansiosa, cuya estereotipada repetición de ciertas
fórmulas y cuyo parloteo insistente tienen toda la apariencia del
planteo de una pregunta. Ahora bien: todos sabemos que no basta
con responder a ella misma del mismo modo en que se responde al neurótico, comprometiéndolo incluso de lleno en un prolongado diálogo psicoterapéutico. La mayoría de las veces nuestra respues- ta no basta para que eso se produzca y justamente tal circunstancia
es el motivo práctico de nuestra interrogación acerca de la natura-
leza de la pregunta psicótica: ¿cómo escucharla y cómo responder
a ella?
Pues bien: nuestra impresión —basada en nuestra experiencia clínica— es que el psicótico ya no plantea ninguna verdadera pre-gunta. El rasgo distintivo del psicótico consiste en haber respon-dido ya —por supuesto que sin saberlo— por medio de su entrada en la psicosis a la muy peculiar pregunta que se le planteaba, y que otrora ( quizá nunca) él hubiese podido plantearnos. Por medio de su vida delirante nos propone su propia respuesta a la inte-rrogación que él sufre y que consiste en una carencia vivida. Nos expone esa vida delirante y ya no vuelve a cuestionarla, sino que
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por el contrario la utiliza como si se tratase del fruto de una valiosa experiencia. Como dice Lacan: “La pregunta psicótica no está abier-ta a ninguna composición propiamente dialéctica.” también, para retomar una formulación de F. Perrier:33 “La pregunta se plantea por nuestra propia acción, por nuestra propia perplejidad frente a la respuesta que nos propone el psicótico.”
Entonces el problema de saber cómo responder a la pregunta psicótica cambia de sentido y se convierte en esto: ¿Cómo es posible volver a traducir como pregunta la respuesta psicótica? ¿Cómo es posible hacer entrar de nuevo en un movimiento dialéctico aquello que justamente se presenta como algo exterior a toda dialéctica?
Esta es de —ello estamos persuadidos— la verdad más mani-fiesta, y si sabemos utilizarla tiene que permitirnos arrojar una sensata claridad sobre el mundo de la psicosis y guiar verdadera-mente nuestra acción terapéutica.
Es un hecho difícilmente refutable que la experiencia psicótica se presenta como exclusiva de cualquier composición dialéctica y como si viviese vuelta sobre sí misma —del mismo modo que la experiencia obsesiva, aunque en un grado más intenso— con una especie de dialéctica interna, autónoma, imaginaria. Pero el hecho mismo de comprobar una experiencia de existencia amputada del movimiento dialéctico propiamente humano, nos plantea un pro-blema de orden específicamente dinámico: el problema de la génesis del origen de semejante estado. No desconocemos la paradoja inherente a tal pregunta que cuestiona en cierto sentido la génesis y la estructura temporal de un modo de existencia que con todo de-recho cabe declarar excluido del tiempo de nuestra experiencia común. Se trata con esto de un problema basic que nos proponemos retomar desde el punto de vista de la “psicogénesis” y de la temporalidad en un estudio que en el presente contexto esta-ría fuera de lugar.
Dejando en suspenso de esta manera el problema más específi-camente metafísico de la temporalidad, que acabamos de encontrar, nos parece necesario de todas maneras— para no volver a caer en la confusión— ilustrar cuál puede ser la experiencia psicótica ex-cluida fundamentalmente de toda dialéctica, recurriendo a un con-
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33 Simposio acerca del problema de la psicosis, Socièté Francaise de Psy-chanalvse. 24 de febrero de 1957.
cepto freudiano ignorado corrientemente, pero del que sin embargo
se encuentra una indicación importantísima en el estudio do la aluci-nación del dedo cortado del hombre de los lobos: el concepto de Verwerfung”, rechazo, forclusion preclusión tal como lo tradu-
ce Lacan (y que debe distinguirse del concepto de represión neu- rótica “Vérdrängung”).
¿Cómo hay que entender esta preclusión que —a diferencia de la represión que genera la neurosis— contendría en sí misma el germen de la evolución psicótica: alucinaciones y delirios?
Si la represión es fácil de concebir como la puesta entre parén-tesis la ocultación astuta de una experiencia ya virtualmente fracturada, si incluso es fácil comprender que lo que de esa ma- nera fue encubierto puede ser revelado y re-integrado en la corriente dialéctica de la experiencia cuando se dan circunstancias favorables, la preclusión por el contrario marca un acontecimiento que es más difícil de describir tanto en su producción como en sus consecuen- cias, porque es difícil describir fundamentos de toda estructura en el nivel del significante misino.
Si imaginamos la experiencia como un tejido, es decir —al pie de la letra— como una pieza de género constituida por hilos entre-cruzados, podríamos decir que la represión estaría representada en ella por un enganche desgarradura, que incluso podría ser im-portante, vulnerable siempre de ser retomada zurcida, mientras que la preclusión estaría representada en ella por una hiancia professional-ducida por el propio proceso del tejido. La preclusión sería una especie de “agujero authentic” incapaz para siempre de volver a en-contrar su substancia propia porque ésta nunca habría sido más que substancia del agujero. Ese agujero sólo podría ser colmado, siempre de un modo imperfecto, mediante una “pieza” para retomar el término freudiano que citamos como exergo.
Sin embargo, nos parece necesario —antes de formular provi-sionalmente la originalidad del concepto de preclusión— precisar en pocas palabras el nivel específico en que surge, a saber, el plano del significante. Este fenómeno puede ser concebido literalmente en el nivel del significante considerado en su doble aspecto (véase la nota 27). También en esto difiere de la represión, porque ésta se
produce en el nivel más plenamente estructurado (y más complejo)
de las significaciones integradas en la corriente dialéctica.
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La preclusión (Verwerfung) designaría de este modo una ex-periencia marcada por el sello indeleble de una falta radical, de un “AGUJERO EN EL SIGNIFICANTE” anterior a toda posibilidad de negación y por consiguiente de represión.
A pesar de la casi segura imposibilidad de cumplir cabalmen-te con semejante empresa, procuraremos proporcionar una ilustra-ción de ese proceso. Ilustración que desearíamos que fuese sobre todo más sugerente que demostrativa. Por consiguiente, se trata de un artificio en este caso, y de antemano hay que perdonarle al mismo tiempo un carácter fantasioso —cercano al delirio— y el tono divertido que constituye su segunda justificación.
He aquí, pues, en carácter de comentario figurativo del con-cepto de preclusión que siguiendo a Lacan procuramos introducir en la comprensión del fenómeno psicótico, la renovada historia de un norteamericano en París quien, gracias a una noche de fiesta, evitó los peligros de la carne (mortal prudencia) sólo para contraer el germen de una enfermedad del espíritu.
“El hombre conocía nuestra lengua pero ignoraba su uso ca-racterístico en nuestro país y para él fue una experiencia ni bien desembarcó en Orly visitar al caer la noche en compañía de un viejo amigo francés el ‘París alegre’. Luego de las tradicionales ‘Folies Bergere’ y una cena en ‘Lipp’, la fiesta terminó en un cabaret de Montparnasse a una hora muy avanzada de la noche.
“¿Qué hora podía ser cuando nuestros dos amigos, alegres y enardecidos, volvieron a encontrarse —si caben estos términos— en el boulevard Raspail cerca del ‘Lutetia’? Eso nadie lo sabrá nunca. ¿Acaso se necesita agregar que a juzgar por las apariencias estaban así perdidos por efecto de una intoxicación etílica aguda, en un esta-do que para mayor comodidad llamaremos de ‘disolución parcial de la conciencia’?
“Entonces fue cuando apareció un par de ‘golondrinas’ (las ‘go-londrinas’ son los agentes de policía en bicicleta que surcan la noche de París), cuya silueta es muy conocida por los parisienses. Las go-londrinas fueron llamadas con el término y alegremente interpeladas por el viejo parisiense, mientras su amigo imitaba el grito agudo de esos pájaros. Estos se vieron obligados a reparar con algún vigor los efectos de la dislución pasajera de la noble conciencia de aqué-llos para que consiguiesen volver a dar con el lodge Lutetia.
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“Ese encuentro, que puso un límite a su alegre excursión, hubie-
se sido un mal recuerdo, si hubiese habido algún recuerdo, pero no
hubo ningún recuerdo en absoluto. La historia la conocemos por que nos la contó el portero del resort. Por su parte, nuestros alegres compañeros, creyéndose todavía en el cabaret, volvieron a encon-
trarse —esta vez de verdad— hacia el mediodía, un poco contusos, en su habitación. ¿Cómo habían llegado desde el cabaret hasta allí?
Su dignidad se negó a aclarar ese misterio.
“Sólo ocho meses más tarde, ya de vuelta desde hacía mucho
tiempo en Chicago, cuando nuestro norteamericano estaba sumergido
en sus dificultades familiares —mujer, suegra, director—, estalló el
drama. Todos atribuyeron al miedo y al ruido agudo que, durante
un competition aeronáutico, produjo un avión en picada antes de que
otro cruzase la barrera del sonido, la brusca aparición de un curioso
delirio ornitológico: nuestro hombre se creyó un águila, construyó
una pajarera en su jardín, crió especies raras, hizo grabar música
de Messiaen y periódicamente partió para prolongadas migraciones.
¡Estaba loco.”
El propósito de esta fantasía consiste en ilustrar cuál puede ser el objeto de preclusión, esa “experiencia no dialectizada” cuyo papel patógeno en la historia de los delirios estamos suponiendo. En este caso, la escena del encuentro con los agentes de policía en bicicleta (las golondrinas) es lo que constituye esa experiencia brutal pero de ningún modo integrada en la trama de los recuerdos, experiencia vivida pero no temporalizada, no memorizada. De ella sólo quedan luellas enigmáticas, por lo demás, para los sujetos: algunas contu-siones y el hecho de encontrarse en el lodge. Pues bien: lo que apa-rece nuevamente en la realidad fantasiosa del delirio es precisa-mente el pájaro, es decir en cierto sentido la “golondrina” que había constituido el centro de la experiencia no integrada, el significante escamoteado, el símbolo reprimido independientemente de sus co-rrelatos imaginarios. De acuerdo con una fórmula de Lacan, pode-mos decir que aquello que había sido expulsado del orden simbólico — a saber, el significante “golondrina”, conocido sin embargo— es lo que vuelve a aparecer, durante el delirio, en lo actual , al menos, en uno de los modos de la experiencia de la realidad tal como la habíamos definido en nuestro primer parágrafo, a saber, en unarealidad marcada con el sello de lo imaginario y privada de toda dimensión verdaderamente simbólica.
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De esta manera, al contrario de la represión que concernía a un elemento “asociativo”, podemos decir en una primera aproxima-ción que la preclusión se refiere a un dato simbólico primitivo —di-cho con otras palabras: a un significante como tal— mientras que la represión actúa en cambio sobre un elemento del discurso cons-tituido.
Queríamos indicar así, basándonos en este ejemplo fantasioso, que el concepto de preclusión tiene que poder permitirnos una apro-ximación mejor y más adecuada a la dinámica propia del fenómeno psicótico, porque destaca mejor que cualquier otro los caracteres específicos de esa “falta” cuyo llamado escucha todo clínico al entrar en contacto con el psicótico. Clínicamente ese elemento precluído no es susceptible de ser descubierto de un modo tan evidente como en el ejemplo fantasioso que escogimos aquí; porque lo propio de esa experiencia no dialectizada reside precisamente en la imposibi-lidad de volverla a encontrar en su totalidad. A diferencia del ele-mento reprimido que se halla en el nudo de la neurosis y que siempre es reconocible a través de algún signo sustituto y acosa-ble, antes de descubrirlo, a través de sus deformaciones y disfra-ces, el elemento precluido es por naturaleza inaccesible como tal. En cambio ese elemento se delata por medio de la falta que lo cons-tituye; se manifiesta en la forma de una profunda depresión, de una especie de aspiración de aire que centra y organiza del modo menos esperado el conjunto de lo que se encuentra alrededor. El signo clínico de la preclusión es una especie de convergencia irre-sistible, desordenada pero imperiosa, hacia un centro que parece estar solamente vacío. A diferencia del nudo de una neurosis cuya convergencia de síntomas puede ser descifrada racionalmente des-pués de un trabajo de restitución inverso al realizado por la cen-sura, el desplazamiento la proyección, la convergencia de sínto-mas en la preclusión es desordenada, total, como un reflejo vacío del símbolo expulsado, del significante que quedó como clavo, constituye una especie de estructura propia, original, en cuyo inte-rior se organiza un nuevo microcosmo de preguntas falaciosas incluso de neurosis enquístadas. En este sentido, nada puede re-sultar más demostrativo que el primer caso que hemos referido, el caso de Pedro: la equivalencia significativa de todos los puntos de su discurso, su convergencia hacia un tema único pero inaccesi-ble a toda apertura dialéctica, ilustra de una manera menos fanta-
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siosa pero más concreta los caracteres distintivos, explicitados así, de la experiencia psicótica.34
¿Cabe ir más lejos e intentar siquiera imaginar qué es lo que
en tal cual caso, constituye la naturaleza del elemento precluido? Es preciso reconocer, por cierto, que para ello no existe ninguna vía de acceso racional. A lo sumo, a través del análisis mismo de la modalidad de la convergencia que comprobamos, podemos tratar de situar de un modo aproximativo el campo de significación en que se produjo le preclusión. Por ejemplo, en el caso de Bernardo parece que el objeto de la preclusión, a juzgar por las apariencias, se sitúa alrededor de un significante que evoca el problema del sujeto de la identidad, del yo y quizás se sitúa con más precisión en la relación con el padre que pudiese entrañar ese significante. Pero es evidente que esto nunca podríamos afirmarlo plenamente ni demostrarlo con certeza.
Sin embargo, hay un caso privilegiado que nos permitiría llevar nuestra investigación más adelante: se trata de la observa-ción del Hombre de los Lobos realizada por Freud. Recordemos que está constituida por el estudio de una neurosis infantil a tra-vés del análisis de un adulto neurótico. Ahora bien: a esta observa-ción se agrega el análisis, realizado por la señora Ruth Mac Brunswick, de un episodio psicótico que adoptó la forma de un delirio de estructura paranoica, presentado por el mismo paciente, Todo indica que ese episodio psicótico surgió del hecho de que el análisis emprendido por Freud no quedara acabado, a lo que se sumó una actitud de “contra-transferencia” asumida por Freud después de la guerra que arruinó y exilió a su ex paciente. En el caso del Suplemento a la historia de una neurosis infantil nos en-contramos, pues, frente al estudio y al análisis de una verdadera ^psicosis experimental”.
Parece que el estudio de este caso —emprendida por nosotros en otra parte 35— podría no sólo ilustrar de una manera más deta-llada el mecanismo de la preclusión sino también revelarnos con más precisión la naturaleza del elemento precluido en ese caso específico. En efecto: a través del análisis de la “escena primiti-
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34 Recordemos también aquí las perspectivas indicadas en la nota 27 acerca de la estructura del significante.
35 Cf. S. Leclaire, “A propos de l’épisodc psychoüque que présenta l ‘hom-bre aux loups'”, en La Psychanalyse, vol. 4, P.U.F., 1958.
va”, en ocasión del estudio que hizo Freud de la neurosis infantil, podemos reconocer con un máximo de probabilidad en el mismo contexto la naturaleza del elemento precluido. También por el estudio de los efectos del “forzamiento” que creó Freud al fijar un límite a la cura, podemos apreciar las consecuencias de una per-turbación impuesta al tiempo propio de cada sujeto en psicoterapia.
Por último, sigue planteada la cuestión acerca del motivo por el cual determinada experiencia de la preclusión puede convertirse y se convierte en patógena (porque es seguro que todo individuo puede haber sufrido en sus primeros años experiencias de este tipo). En este caso la respuesta sería análoga indudablemente a la que señala la causa de que una represión neurótica sea un elemento patógeno: la experiencia ulterior, renovada a menudo pero rela-cionada de alguna manera con el elemento precluido, es la que reactiva a posteriori los problemas conexos que permanecen sin resolver. Por ejemplo, en el caso de Bernardo es evidente que los dos robos de alimentos36 tienen que estar de alguna manera rela-cionados con el elemento de problemática narcisista que fue pre-cluido, y de ese modo tienen que haber reactivado la potencia de atracción de éste.
A pesar de todos los problemas que dejamos sin resolver, cree-mos que el enfoque propuesto por nosotros para los problemas estructurales y dinámicos propios de la psicosis tiene que permitir- nos comprender mejor y guiar de una manera más eficaz nuestra acción terapéutica.
En efecto: al pasar señalamos, a propósito de cada una de las cuestiones teóricas abordadas, algunos sencillos principios de tra-bajo terapéutico, cuyos elementos nos contentaremos con recordar aquí. Ante todo, identificar el modo propio que tiene el enfermo de aprehender la realidad según su dominante imaginaria sim-bólica, a fin de poder responder a él de una manera oportuna evi-tando reforzar por ignorancia la deformación patológica. Ajustar también nuestro lenguaje al estilo mismo del lenguaje psicótico; y
36 Loe. cit., pp. 534 y 536. Los dos robos son: 1º) a los cinco años, el de
un bombón de chocolate en la confitería, sorprendido por la madre y 2°) en 1946, la “recuperación” de una lata de conserva en la cantina de la escucla
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distinguiendo el tipo de alteración de su estructura en beneficio del significante del significado, esforzarse por restituir a los signos intercambiados su pleno valor significativo en vez de utilizar al azar las palabras que se presentan. Saber siempre en cualquier mo-mento quién habla, de quién habla y a quién habla: esta nos parece una regla esencial para un enfoque psicoterapéutico racional. Se-mejante práctica entraña una distinción clara entre el sujeto y su yo, así como una justa apreciación de sus relaciones recíprocas. Por último, saber reconocer en su nivel preciso la pregunta psi-cótica en su ambigüedad significa enfrentarse con el problema di-námico basic de la preclusión que indica la actitud tera-péutica: esforzarse por simbolizar —en el sentido definido por nosotros— a toda costa, pero de la manera más precisa posible, la falta” que resulta de esa preclusión.
Tales nos parecen ser, en resumen, las pocas reglas prácticas y sencillas que con toda seguridad sólo pueden asumir plena sig-nificación y total eficacia en la medida en que sean testimonio de la elaboración racional de los principios que nos hemos esforzado por explicitar.
Discusión
Dr. Koechlin: La conferencia de Serge Leclaire pertenece precisa-mente a esa clase de conferencias en que se manejan conceptos demasiado abstractos como para que sea posible participar en su discusión sin haber hecho una relectura in extenso del texto. Esto no quita que de entrada el camino que adoptó para abordar los problemas de la psicosis y de la esquizofrenia parezca original y muy rico en posibilidades. Leclaire abordó los problemas plan-teados por el psicótico, a través de un estudio de lo imaginario, del símbolo y del vínculo dinámico entre el significante y el significa- do, utilizando estos términos en un sentido un poco diferente del que otros asumen. El estudio que ha hecho de la ruptura del
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vínculo entre el significante y el significado nos proporciona nue-vos elementos mesiológicos, particularmente útiles.
Sin embargo, me pregunto si con ello hizo algo más que des-cribir en otros términos la Spaltung del esquizofrénico, el automa-tismo psychological un cierto grado de disolución de la conciencia propio del delirante; todo esto reunido en una unidad que consti-tuiría el problema fundamental de tales psicosis. Estoy seguro de que al hacer eso ha captado uno de los enfoques privilegiados para abordar la psicopatología. Sin embargo, ¿no se ha limitado Leclai-re quizá demasiado al plano descriptivo? ¿No es su obra, quizá, excesivamente fenomenológica? La noción de preclusión, a la que ha vuelto, parece corresponder a una realidad objetiva. El trayecto entre el sujeto y el yo se encuentra indiscutiblemente cortado más bien detenido. Pero aún queda por realizar un estudio dialéctico de tales hechos.
Creemos que no es posible afirmar exactamente que en el psicótico no existen vínculos entre el significante y el significado, que no hay signos. Esto quizás es más verdadero para el caso del esquizofrénico, que para el del delirante. En mi conferencia “A Propos du Symbolisme Schizophrénique” (Entretiens Psychiatri-ques, 1953), procuré estudiar brevemente, aunque con una ter-minología un poco distinta, la función del signo en la esquizofre-nia. El rasgo dominante de la afectividad del esquizofrénico sería aparentemente una angustia de tipo specific, una “inseguridad abismal”, según el término que utiliza Sullivan. Nos parece que ésta determina la modalidad de acuerdo con la cual se establece el vínculo entre el significante y el significado: lo que hemos deno-minado “el simbolismo esquizofrénico”. El símbolo se convierte en la realidad y en la expresión misma del esquizofrénico. Permite un aislamiento (corte) de la realidad angustiante. Pero lo carac-terístico del símbolo esquizofrénico es el hecho de que permite la expresión de la realidad en la forma de una imagen no ansiógena. descargada de culpa y purificada de resonancia afectiva. Con otras palabras: los símbolos permiten trasponer, colocar la angustia en otro plano y transformarla en un sentimiento de índole un poco más manejable. Podría decirse que el proceso de los neologismos creados por Pedro para designar su impermeable lleva la marca de la disociación y es al mismo tiempo una expresión progresiva-
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mente depurada de las resonancias afectivas dolorosas de una realidad angustiante.
Por cierto, los símbolos esquizofrénicos sólo raramente tienen una significación unívoca y en esto también se asemejan a la mayo-ría de los símbolos estéticos.
De todas maneras, parece que gracias a su comprensión (que por supuesto no se realiza en absoluto según pautas cartesianas)
el psiquiatra entrará en contacto con el esquizofrénico y estará
en condiciones de guiar su psicoterapia.
Dr. Inexperienced: El ensayo que Leclaire acaba de intentar es de esos que, en oportunidad de encuentros debates, ofrecen la posibi-lidad de formular, si no un manifiesto, al menos una profesión de fe. La amplitud de su mira tiende a abarcar lo más perfectamente posible la totalidad del campo ofrecido para la discusión. La in-quietud que motivó su exposición se refiere a la ausencia de una concepción teórica de la psicoterapia de las psicosis. Por cierto que esta inquietud aparece fundada. Leclaire se declara insatis-fecho por las referencias que se hacen al principio de realidad, a la regresión, a la represión (conceptos que, sin embargo, son de Freud), y le parece que tales nociones son “pegadas” al estudio de las psicosis para tratar de salvar la situación. Por consiguiente, es de esperar una formulación específica, en los términos que la cues-tión planteada exige. Y la respuesta proporcionada parece en prin-cipio ajustarse a tal expectativa. Sin embargo, cuando se la exami- na con cuidado se descubre más la aplicación de un sistema teórico normal al problema de las psicosis que una solución específica para ese problema.
Lo primero que cabe replicar es que tal edificio teórico existe ya en la teoría psicoanalítica. No podría afirmarse que el autor lo ignora, dado que cita como exergo el texto en el que el propio Freud establece sus principios fundamentales. Los escritos acerca de este tema no son numerosos pero existen y son muy conocidos: conflicto con el Yo y el Ello en la neurosis, conflicto entre el Yo y la realidad en la psicosis, represión de los instintos en la neu-rosis, represión de la realidad en la psicosis, posibilidad de trans- ferencia en la neurosis, imposibilidad en la psicosis por causa de su estructura narcisista. Puede ser que todavía haya que realizar
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el desarrollo de tales conceptos, pero —como la mayoría de las veces— Freud ha dicho ya lo esencial y ha proporcionado los pun- tos nodales alrededor de los cuales tiene que llevarse a cabo la profundización. Por lo tanto, no corresponde en absoluto hablar de conceptos pegados, puesto que las distinciones ya están presen- tes. Si se quiere ir hasta el fondo del problema, lo que Leclaire propone es en realidad una reformulación y no una refundición de la teoría freudiana. Porque lo que efectivamente distingue esta posición con respecto al punto de vista clásico es la negativa a aceptar que aquellos puntos nodales en su significación corriente sean el centro del debate.
Es posible considerar que esta revisión desgarradora es nece-saria. Pero en ese caso es preciso hacerse responsable por ella. Todo sucede como si, deseando de antemano neutralizar la crítica que la denunciase como una herejía con respecto a Freud, se trata- ría de desarmar al adversario proclamandoa gritos que los traidores son los demás. Freud señaló siempre el carácter provisional de sus concepciones teóricas; negó siempre que estuviese edificando una sistematización a priori de la experiencia analítica. Pues bien, ni clara ni abiertamente se asume con esto ese deseo de adecuar el psicoanálisis a los gustos del momento. Si bien, como acabamos de decirlo, Freud insistió mucho en el carácter convencional de su concepción del “aparato psíquico”, nunca dejó lugar para inter- pretaciones de ese tipo. Por más que se argumente sobre la base. del escrito sobre el Witz sobre la Trawndeutung, la distancia sigue siendo muy grande. Freud no period nada avaro en cuanto a escribir. Como necesitaba multiplicar las formulaciones de su obra por los diferentes objetivos y sobre todo por la diferente informa-ción acerca del psicoanálisis que encontraba en su público, pode- mos estudiar su pensamiento en diferentes niveles de complejidad. Ese sondeo nos revela la notable estabilidad de los pilares doctri-narios sobre los cuales se apoya la construcción teórica del psico-análisis. Allí se vuelve a encontrar la importancia appreciable que Freud confería a su última elaboración del aparato psíquico afir- mada a partir de El Yo y el Ello, retomada en las Nuevas Confe-rencias, Psicoanálisis y Medicina, Esquema del Psicoanálisis, obra que escogemos adrede para destacar bien la diversidad de los obje- tivos a que apuntan. Si existen en la obra de Freud ambigüedades contradicciones, no es allí donde más se manifiestan.
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Algunas posiciones pudieron dar la impresión de una esque-matización exagerada por sus referencias excesivamente verbales a las funciones integradoras del Yo a sus capacidades sintéticas. Pero es preciso recordar que el propio Freud tenía serias dificul- tades en lo relativo a las actividades del Yo: las incluía totalmente dentro del sistema percepción-conciencia, puesto que esta manera de articularlas period la única posible dado los parámetros científicos de su época, que el descubrimiento del inconsciente no había con-seguido superar.
El problema que se plantea, pues, es el de saber si esta nueva formulación es tan fiel a la obra del fundador del psicoanálisis. Lo único que Freud exigía para reemplazar los datos elaborados por él period que las nuevas teorías fuesen más fácilmente manejables, que tuviesen una economía más ventajosa y sobre todo que correspon-diesen más a los datos de la observación, lo cual puede parecer un argumento ultrajantemente cientificista, pero no por ello deja de obedecer a una exigencia radical. Pues bien, es preciso por cierto decirlo: ninguna de las construcciones propuestas responde a tales condiciones. Puede ser incluso que tales condiciones sean perniciosas de por sí, pero entonces se debe renunciar abiertamente
ellas.
Donde la renovación no parece aportar nada sustancial, es precisamente en lo relativo al problema de lo actual. Leclaire —si-guiendo en esto la obra de Lacan— “arrincona” verdaderamente lo actual entre lo imaginario y lo simbólico. Ante todo, es posible llamar la atención sobre la circunstancia de que el fundamento último al que esta nueva presentación se refiere no va tanto más allá de la hipótesis freudiana inicial. Si, como afirma el autor, lo imaginario se relaciona con todo aquello que atañe a la forma, mientras que lo simbólico se refiere a lo conectado con el vínculo a la comunicación, podemos sostener por nuestra parte que volve-mos a encontrar allí la dualidad del sistema percepción-conciencia: la correspondencia que se establece entre el mundo percibido y el mundo de las formas no puede ser discutida; y es fácil advertir como Freud lo sostiene expresamente— que los contenidos lle- gan a la conciencia por intermedio de las huellas verbales, con lo cual volvemos a encontrarnos con lo simbólico. Por consiguiente, no hay novedad radical ni ninguna ventaja notable en el movi-miento que impulsa a utilizar esta nueva terminología. Esto es
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algo digno de lamentar, puesto que la experiencia de la realidad merece algo mejor que semejante reducción. Pero en Lacan siem-pre hubo cierta desconfianza en cuanto al tratamiento de lo real Ya en 1936 intentaba saltar ese problema espinoso titulando al trabajo dedicado a él: Más allá del principio de realidad. En aquella época el autor asumía más que ahora su voluntad de sepa-rarse de la arquitectura metapsicológica de Freud. ¿Pero por qué esta obstinación, igualada sólo por la que se despliega en negar la importancia de las actividades del Yo? Porque el conjunto de las nociones cuyo centro es la experiencia de la realidad en la obra freudiana y en sus prolongaciones resulta molesto por su arraigc corporal. En efecto: es imposible extenderse con un poco de am-plitud sobre este eje de pensamiento sin verse obligado a referirse a la adquisición del dominio ejercido sobre el mundo de los objetos, a la puesta en juego de una adecuación de la respuesta con res-pecto a la situación, sin establecer el privilegio de ciertas conduc-tas en relación con otras, sin hacer alusión a una valorización pro-gresiva de modalidades preferidas en lugar de otras, y por último sin hacer intervenir la noción de una evolución sin la cual la his-toria sigue siendo una serie de contenidos carentes de forma. Pero incluso los adversarios más empedernidos de esta manera de ver no pueden impedir un compromiso implícito con ella cuando alu-den a la noción de una realidad constituida. Este es, en efecto, el término pertinente cuando se accede a tener en cuenta que la conquista del sentido es algo estrechamente vinculado con ella, y que un permanente trabajo tiene que sostenerla. Hasta tal punto que cuando falta esta operación parece que toda la significación del sujeto se encuentra por ello suspendida en el doble sentido de la palabra. Y entonces Leclaire se ve obligado a hablar de una falta “que evoca la supresión orgánica sin que no obstante pueda encontrar en ésta su explicación última”, tímido avance seguido pronto por una retirada. En efecto: si se trata de desencarnar la experiencia de la realidad separándola de sus determinaciones mo-trices —en el sentido del movimiento que anima a esta experien-cia—, si se pierde de vista que la experiencia de la realidad es tri-butaria de la oscilación entre las exigencias exteriores y la vida fantasiosa, y que esta oscilación es un “trabajo”, es decir una empresa nunca acabada, entonces toda ruptura adquiere la impor-tancia de una supresión capital frente a la cual sólo cabe invocar
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la intervención de factores que corresponden a un orden de cau-
salidad diferente.
Es fácil advertir que la cuestión de las funciones del Yo se vincula con la cuestión precedente. También en este caso una for-mula nueva pretende reemplazar las enseñanzas corrientes: el Yo es lugar de las identificaciones imaginarias del sujeto. La thought de lugar corresponde al origen tópico del concepto y alude al mis- mo tiempo a un virtual punto de foco. Pero sabemos que cada una de las tres instancias sólo se define por referencia a las otras dos que limitan su alcance, señalan sus vínculos y confieren equi- librio al conjunto. Creemos que aquella definición se desentiende del énfasis que Freud marcaba en Inhibición, síntoma y angustia (p.sixteen) sobre el hecho de que “el Yo es una organización, se apoya en el libre comercio y en la reciprocidad de influencia entre sus diferentes elementos”. Por cierto que Leclaire habla en algunos pasajes de la libre circulación del sentido, pero no alude nunca al aspecto arquitectónico, instancia de gobierno y —para decirlo —todo de respuesta elaboradora; aspecto este que constituye su originalidad. ¿Acaso teme caer entonces en una abusiva simplifi-caci6n de las líneas de fuerza de la conducta? Garantía contra esto es el estudio de los mecanismos de defensa en cuanto forma twin de relación por la cual el sujeto se busca a la vez que se niega, se enceguece se transmuta.
En efecto: la experiencia de lo actual se revela como solicita-ción, compromiso, requerimiento. Lo que reclama es una serie de tomas de posición que se imponen con una fuerza tanto más insis- tente por cuanto se ejerce sobre un individuo a quien la circuns- tancia de ser prematuro expone de un modo specific. El meca- nismo de defensa nos muestra que una situación nunca está cerrada, ya que siempre es posible una salida, pero que el individuo se com- promete también en esa evitación que él considera definitiva. El precio de esto puede ser tan elevado que se ha dicho —lo cual cons- tituye una prueba suplementaria de la voluntad de los autores de distinguir bien los planos— que las defensas eran en este caso37 derrotas. El concepto de preclusión no expresa más que esto. Todo parece suceder como si se tuviese nostalgia del período romántico del psicoanálisis, anterior a la elaboración de las instancias: todo
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37 En las psicosis.
esto sin atreverse a confesarlo. Si por nuestra parte pensamos que es preciso contribuir al edificio teórico freudiano, creemos que se lo debe hacer en el estudio de las sucesivas formas de 1a evolución. En la clínica de las psicosis no nos parece que hay un camino más fecundo que el estudio de los comportamientos patológicos de la infancia, que ofrecen toda la gama de las osci- laciones de lo actual en su componente físico, su valor defensivo, su nivel de relación objetal. Por mi parte no veo camino más fecundo que el estudio comparado de sus diversos movimientos de cons- trucción y destrucción, temporarios duraderos, lábiles profun- dos, de la experiencia de la realidad tal como la ofrece el conoci- miento de esos diversos momentos en las diferentes edades de la vida. Ese estudio permite estudiar de qué manera en etapas dife- rentes, con medios diferentes, una situación se endurece, se petrifica se desata, de qué manera una relación se reagrupa en una forma rígida salvadora se despliega disolviéndose.
Esta es, según creo, la única manera de responder con algo que no sea una negación a la pregunta de Leclaire acerca de la naturaleza del elemento precluido, donde volvemos a encontrar como un eco de la incomprensibilidad del proceso psicótico en cuanto forma ajena a toda humanidad.
Dr. Henri Ey: Todavía me parece que resuenan los ecos de las discusiones que aquí mismo tuvimos acerca de la psicogénesis de las psicosis y de las neurosis en 1947. Por mi parte creo que este hecho no puede ser sino ventajoso. En efecto: más vale sentir el vértigo, el pequeño estremecimiento metafísico que nos avisa que tocamos fondo, que temblar con sólo aproximarse al proble- ma, como hace la mayoría. Que hayamos vuelto en estos instantes a los tiempos de Platón y Aristóteles en lo relativo a la conexión entre lenguaje y pensamiento, que la sombra de Pitágoras y de los sofistas, que algo de la querella de los universales venga a di- vidirnos todavía, eso está bien porque prueba que tocamos el fondo común de esos problemas tremendos. No para perdernos en él, sino para vivificarnos y asegurar nuestras posiciones propias.
El señor Leclaire nos ha hablado de la realidad con coraje y penetración. Y agrego también que lo ha hecho con una claridad poco común: porque no basta con que un texto sea difícil para
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que se lo tilde de confuso, esto último sólo sirve para que el oyente se ahorre la tarea de agregar al trabajo del autor ese com-plemento que resulta indispensable para comprender el texto.
¡Qué lejano está el tiempo del sensacionismo, que conside-raba a la realidad como un pólipo do imágenes pasivamente acu-muladas en nuestra experiencia! Sucede que, para nosotros, la realidad es obra de prestidigitación de magia por cuanto es una construcción. que nos remite a la propia estructura del sujeto. En este sentido, creo que el problema de la realidad y el problema de la inteligencia se identifican: y pienso que los informes clínicos que unen la “Demencia Precoz” de Kraepelin con la “Esquizofre-nia” de Bleuler son garantía firme en este caso de que no se trata de una confluencia puramente verbal. En mil ulteriores “Estudios” espero poder desarrollar esta patología de la razón y de la persona, que unifica dentro de una misma perspectiva el problema de las neurosis y el de las psicosis.
El señor Leclaire nos dice que la psicosis es el efecto de una patología que altera destruye al signo. De esta manera vincula el problema de la realidad con el problema del lenguaje y con el de a lógica. Esta “logística”, esta intervención de un modelo, que cabe llamar”estructural””formal’, en la constitución del signo y en su dialéctica, tendría que llevar naturalmente a nuestro bri- llante orador hacia una especie de psicoanálisis cibernético hacia una psicopatología cibernética —hacia el punto en que el sentido de las operaciones que lo enuncian llegan a identificarse—. Me doy perfecta cuenta de que esta verbalización del pensamiento puede suscitar el reproche trivial de “verbalismo”.
Pero por mi parte creo que esta misma posibilidad de ver- balismo es una especie de indicador de que estamos tocando el problema de la forma y del contenido del pensamiento. Quizá con esto escandalice al señor Leclaire, pero me parece que él vuelve a introducir (y lo considero algo muy oportuno) la necesidad de una psicopatología de la estructura formal de la organización psí- quica. Cuando nos habla de la caída en la función imaginaria por oposición al uso simbólico del pensamiento, y considera esta circunstancia como el signo mismo de esa patología del signo que constituye la psicosis, entonces por cierto me siento muy cerca de él…, incluso si me alegro por este encuentro sólo en virtud de algún contrasentido, aun en tal caso impugnar su validez es algo
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que me parece totalmente impugnable. En la medida en que —como Leclaire lo afirmaba en la discusión de mi conferencia que inau-guró estas Jornadas— el pensamiento simbólico representa la obediencia a la ley del logos, el pensamiento imaginario representa necesariamente el desorden que escapa al management del orden. A través de una especie de desvío, pues, me parece que somos aquí muchos los que admitimos que la esquizofrenia sólo es concebible por medio de un análisis que separe por un lado la razón y su realidad, por el otro la sinrazón y su irrealidad. Indudablemente parece cosa decepcionante que al fin y al cabo los psiquiatras se limiten a decir que grandes alienados como los esquizofrénicos son seres desprovistos de razón. Pero no estoy muy seguro de que aque-llo que sólo puede parecer un truismo ridículo no pueda ser en realidad la conclusión de un estudio muy profundo de la razón que se ha perdido en la locura, estudio que nunca todavía se ha llevado a cabo. En efecto, no se trata sólo de palabras sino del contenido empírico de los conceptos fundamentales de la ciencia psiquiátrica.
Doctor Leclaire: El señor Ey tuvo a bien dar testimonio del eco que las intenciones de mi trabajo despiertan en él: a nada po-día ser yo más sensible que a eso.
¿Cabe hablar con rigor de “símbolo” en el caso del esquizo-frénico? Con esta pregunta intentaría proseguir la conversación con Koechlin.
Por último, mi agradecimiento para con Green no es de mera forma: estoy satisfecho de tu presencia y de tu respuesta. Escuchas este discurso como un manifiesto (es un sincero ensayo de investigación): por lo tanto así es como resuena en ti (¿por qué?). Pero si algún día, más allá de nuestras preocupaciones “políticas” y superando nuestras declaraciones de fidelidad a Freud, quieres discutir libremente (sin público y sin publicidad), entonces te pediría amigablemente que ajustases una de tus fór-mulas a la verdad de mi proyecto: aquella en la que sostienes que lo que cuestiono es la significación corriente (¿cómo la expresarías por tu parte?) de los “puntos nodales” (que reconozco como tales) sobre los cuales convergen nuestros intereses clínicos.
(Traducido por Ricardo Pochtar.)
François Perríer
La concept de este trabajo surgió de la experiencia terapéutica con dos psicóticos confirmados hasta entonces en su estructura y es-tado por el fracaso de una primera relación psicoanalizante. En uno de los casos se trataba de una. psicosis cíclica con predominio
maníaco; en el otro, de una esquizofrenia con fases hebefrénicas
y paranoides.
La coyuntura clínica y terapéutica que anunciamos con esto no carece de importancia. Sitúa nuestra acción en un segundo momento. La aprehensión del núcleo psicótico se apoya sobre un volver a cuestionar el estilo y la estrategia de una primera psico-terapia. En cuanto etapa de la historia del paciente y en cuanto experiencia previa a nuestra intervención, ésta no debe ser redu-cida a sus aporías, a sus errores a su fracaso. Más abajo será esquematizada como ejemplo de un cierto proyecto de acción sobre psicosis; y no por el hecho de funcionar aquí como “contrastan-te”dejará de ser el trampolín reconocido para una estrategia distinta.
Se trata de un tema de actualidad, puesto que las psicotera-pias de psicosis se han multiplicado desde hace algunas décadas, de manera que ahora resulta posible tomar cierta distancia. Ilus-traremos nuestra experiencia en ese campo mediante la descripción sumaria de una nueva categoría clínica: la del psicótico que con-sulta en cuanto ya “psicoanalizado”, ya instalado en una ideología
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1 Conferencia pronunciada en L’Evolution Psychiatrique el 23 de noviem-bre de 1965
psicogenetista y que atestigua su condición de psicótico amaestra-do por la razón psiquiátrica.
En general se trata de un personaje serio, educado, aburrido y bien adiestrado. Se presenta como el producto de un triple con-dicionamiento. Tuvo un “analista” para su inconsciente, un qui-mioterapeuta para sus nervios y un monitor para su adaptación social. Estas tres referencias le sirven para ser fiel a su título de psicótico que se asume como tal. Trabajo (ergoterapia), Familia (la psiquiátrica), Patria (la freudiana): tal es su divisa.
De todas maneras, frente a este orden está la meteorología de las estaciones libidinales. Por un momento la psicosis vuelve a la guerrilla y… de nuevo al hospital. Entonces se repite la conocida secuencia: el químico y el monitor asocian sus esfuer-zos para estrangular el desorden y preservar la benevolente neutra-lidad del analista volviendo a enunciar activamente el catecismo de la adaptación. Después de lo cual el paciente está listo para un reanálisis freudiano. Ya no será la primera comunión sino la confirmación —también enteramente oralizante—, luego de con-fesar las desviaciones de conducta al gran sacerdote, supuesto saber. Este, el psicoterapeuta, actúa según principios que no siem-pre resulta fácil conocer, puesto que parece estar tratando de atraer a la psicosis hacia el campo de su práctica. Sin duda, nunca confesó que estaba haciendo psicoanálisis con el delirante. Sin embargo, con sus consignas, tics, método de escucha e ideologías aparece identificado con la imago del psicoanalista en funciones.
De esta manera se va esbozando —sin duda porque un psicó-tico es quien nos habla— el aspecto científicamente synthetic y ar-tificioso de la convención analítica. Esta, que primero marcó el campo de la metodología freudiana para la histeria, ya sólo es una caricatura legal de sí misma cuando un fenómeno distinto de la neurosis llega a hablar en su propia lengua al oído del clínico.
Esta caricatura, que la confidencia del psicótico acerca de su “analista” nos dibuja (una vez que volvemos a interrogar junto con él la experiencia que a menudo ha vivido durante muchos años), no es una pura proyección. Creemos que revela en filigra-na algo que el psicótico descubre mejor que cualquier otro: que el terapeuta de la psicosis que quiere partir de ciertos datos freu-dianos permanece ante todo prisionero, en su preocupación por ser eficaz, de una creencia en la necesidad de la transferencia para
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que la cura evolucione. Es este, nos parece, un contrasentido que pesa sobre la mayoría de las terapias emprendidas y las hace in-terminables las bloquea tarde temprano.
Lo que decíamos acerca de la manera habitual de separar los roles y los poderes en una trinidad socio-fármaco-psicológica prue-ba que el terapeuta trata de instalar al alienado por cierto dentro del campo de su práctica analítica de las neurosis. Todo sucede como si necesitase (prueba de ello es la tópica triangular) reservar su posición, su “neutralidad”, su “en otra parte”, para el día en que sobrevenga la transferencia en cuanto analizable —es decir en cuanto actualización que como tal debe ser situada— de una ar-queología pulsional, tardíamente estructuradora del Yo, gracias a la imago presente del curador. Cualesquiera sean los presupues-tos del analista acerca de la génesis y la estructura de la psicosis, sus propias categorías de pensamiento y de método se apoderan de él en el curso de su práctica. Incluso si no system la regla fundamental, de todos modos escucha el inconsciente, busca un sujeto en las configuraciones significantes de su historia; psico-genetiza, confronta el hic et nunc con el pasado.
Ya considere a su paciente como un antiguo niño traumati-zado, un defectuoso del Edipo, un precluido (forclos) de la identi-ficación, un narcisista en demasía no lo suficiente, se outline a sí mismo a pesar suyo como sustituto tenant-lieu) y simultánea-mente como situado en otra parte que en ese sustituto (tenant-lieu), de madre, de padre, de saber, de instancia estructuradora, de realidad, de Yo, and so on., se reserva al mismo tiempo a sí mismo como algo que no puede ser comprometido porque desea no desear, no seducir, no amar, no “suturar”, no adherirse. Y tam-bién porque desea no perder su tiempo ni su libertad: no quedar identificado, por la antropometría psicótica, como si estuviese reducido personalmente a su relación con la psicosis.
Desde el sitio en que se encuentra el psicótico —en el cara a cara, en el lado a lado, el noreste-sudoeste, el casi horizontal el semi-sentado—, el terapeuta ofrece a su mirada la máscara de un personaje muy curioso —”una jeta de puta de la transferencia”, según decía un hipomaniaco—. Pero la manía, que es una de las aberraciones maliciosas del genio humano, dura sólo un momento, al día siguiente del largactyl, el fuego de artificio verbal ya sólo es un gusto a cenizas, a muerte, a “¡Come…!”. La máscara del te-
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rapeuta vuelve entonces a ser el soporte del mito y de las magias del saber. El loco desengañado, padre humillado de su delirio pide perdón. Situado frente a ese otro terapéutico, malhumorado y sin sentido del humor, ese otro serio como un papa como un neurótico que sería el Inhibido con respecto a su “deseo de la de-manda del otro”, así situado el psicótico hace hablar al saber de su falta dado que no está en condiciones de gritar la verdad. Y todo esto puede darse porque, como lo definió Freud sin desdecirse jamás, el psicótico no hace transferencia. Por nuestra parte diría- mos más bien que se trata de la ausencia de capacidad de un sujeto para expresar su pregunta en el registro de la transferencia, y esto es lo que motiva el diagnóstico de psicosis. ¿Qué sucede entonces para el analista, que por su parte no puede prescindir de ese concepto operativo en la definición de su práctica y de su posición?
No se interprete lo que aquí proponemos como una afirma ción de que el alienado es incapaz de relacionarse afectivamente de tener sentimientos, emociones, and so on.; a su manera, lo es por excelencia. Pero para nosotros esto poco tiene que ver con el rasgo específico de la transferencia en cuanto Freud la toma como modelo privilegiado de la estructura misma del deseo inconscien- te. Sólo hay deseo sobre el fondo de un proceso de transferencia. Y creemos que la psicosis nos interroga en cuanto ser y acto del sujeto perdido en la medida en que no es sujeto del deseo.
Trataremos de destacar lo que sugerimos aquí en primer término a través del concepto de realidad. Nuestro discurso nos llevará luego a una nueva interrogación del concepto de sujeto, confrontando lo que heredamos de Freud —sobre todo por el lado del mito de Narciso— con lo que actualmente se desprende del trabajo teórico de Lacan —por el lado de la “lógica del significan-te”—. De aquí deriva un subtítulo posible: “Narcisismo y subjeti-vidad.”
La utilización del término realidad por parte de los psicoanalistas representa desde hace suficiente tiempo un problema para los exegetas de Freud, para los filósofos y para los clínicos, como para que al abordarlo nuestra preocupación pueda ser otra que la de condensar una recapitulación imprescindible.
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Ajenos a toda pretensión de hacerle decir a Freud más de lo
que ha escrito; ajenos al deseo de referir todo lo que se sigue debatiendo en ese campo de reflexión, aquí lo único que necesi-tamos es colocar las balizas que constituyen puntos de referencia dentro del campo de la psicosis. A propósito de esto es pertinente
una sencilla indicación: los ejemplos clínicos de Freud acerca de la renegación de la realidad se refieren a la castración a la muerte, a la del padre en particular. De esta manera la distinción entre la Verdrangung, la Verleugnung y la Verwerfung lleva a una interrogación acerca de lo simbolizable y lo actual. ¿Pero de qué realidad se trata en este caso? Freud vuelve a afirmar en los últimos textos del Esquema que esa realidad es incognoscible. Quizá sea preciso en ese momento situar al viejo escritor en su soledad sin dejar de tener en cuenta el cáncer diagnosticado que anida en él desde hace dieciséis años, y también su desilusión con respecto al Hombre: entonces quizá pueda apreciarse en qué medida la
muerte, el sinsentido y la nada se conjugan en una intuición del significante último que lo presenta faltando en tanto que verdadero, última etapa ésta de una ética no moralizante.
Ya antes Freud nos había expuesto la paradoja del neurótico:
sucede que éste es más capaz que el loco para negar la realidad. ”No quiere saber nada de ella”; para su deseo está la fantasía.
El psicótico, por el contrario, a partir del fin de su tierra primi- tiva, está necesitado. Autodidacta del mundo, reconstruye a su
manera la realidad pieza por pieza. Está interesado verdaderamen-
te por ella. Hay un acceso al “xenopático” que convierte para él el principio de realidad en algo distinto que en un cómplice del
principio de placer” con vistas a una política oportunista de la libido. La alteridad de las lenguas, de los perseguidores y de las maquinaciones lo cuestiona incansablemente. Se hace pellizcar por lo actual para que le duela y entonces pueda saber que no
sueña su vida y su ser dentro de la misma experiencia de la sinrazón.
Por lo demás, si se lo interroga en el transcurso de su delirio y de esa especie de vocación prometeica que se anunciaba en él, entonces se descubre otra paradoja: una “nueva hendidura” secreta. La que deja a ciertos locos, nachträglich, como testigos de las tra-gedias de su alienación. Los viejos dementes precoces de la noso-logía revelaron siempre a los psiquiatras, en el amanecer mismo
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de su muerte actual, hasta qué punto los moribundos en que remaining-mente se estaban convirtiendo (más allá de la incapacidad de los psicóticos para una cierta psicosomática) podían en su última hora dar testimonio de una lucidez implacable. ¿Acaso esta hendi-dura secreta y descubrible al last coincide, como Ichspaltung freudiana, con la del fetichismo implicado por la realidad del sexo, se distingue de ella? Esto constituye un problema para los analistas. bien el splitting del ego representa la tara del perverso, rajado en su Yo; bien ése corte en el seno mismo de las diversas estructuras clínicas donde se lo descubre es la prueba de la per-manencia de la pregunta del sujeto en las vicisitudes que corre el hombre que adviene a sí mismo…, ya escoja los itinerarios de la neurosis, los protocolos de la perversión los desafíos últimos de la psicosis.
La oración con que Freud inicia su artículo de 1939 expresa muy bien esta cuestión: “Me encuentro —escribe— en la situación interesante de no saber si lo que tengo que decir será considerado como algo familiar y claro desde hace mucho tiempo como algo totalmente nuevo y perturbador..” Se trata de la íchspaltung, y más allá del estudio de los mecanismos de la perversión parece por cierto que la interrogación freudiana revela aquí un último acceso del Maestro a la problemática del sujeto, del sujeto a quien concierne, de una u otra manera lo actual del sexo en cuanto lugar de la diferencia.
En pocas palabras: en Freud, lo que sucede con respecto a la realidad y a las posibles estrategias del sujeto frente a ella nos remite en primer lugar y ante todo al inventario de los mecanismos de negación con relación a una cierta muerte y a una cierta di-ferencia.
Habiendo recordado estas concepciones de Freud, volvamos al psiquiatra contemporáneo y a la seducción que sobre él ejerce el concepto de realidad como parámetro de su teoría y de su práctica ¿Acaso no cabe decir que como clínico éste se siente, al principio y después, doblemente en falta? ¿La clínica interroga en él al hombre de ciencia al médico? Tironeado por las distintas antro-pologías que le definen históricamente la enfermedad psíquica y por la exigencia de una disciplina lógica, ya no sabe elegirse nar-
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cisistamente entre el prestigio de las matemáticas y el dogmatismo nosológico de la clínica. La ciencia con sus axiomas, la locura con sus representantes, lo agreden en un desafío doble. Para el clínico “el corte epistemológico es una llaga.”, nos decía un humorista de la clínica. Si la pregunta del psiquiatra la constituye el sujeto perdido, ¿acaso se trata de saber todavía qué sujeto conocido irreconocible resulta ser él mismo una vez que cumple con el oficio de serlo frente a un alienado?
Característico del quehacer científico es excluir al máximo aquello que viene a proyectarse en el campo de la investigación como ideología subjetiva del investigador. Pero si bien es exigible en toda ciencia que un axioma no tome en préstamo nada en los términos de su enunciado que corresponda a conceptos previos a aquello que quiere articular, nada condensado en el dominio de la intuición, nada que se someta a las seducciones de la verdad dada, todo esto no impide que exista un término clásicamente irreducti-ble a esta perspectiva axiomática: una ontología del ser que piensa la lógica. ¿Acaso actualmente el psiquiatra dispone de esta lógica de los orígenes de la lógica? Como hombre de ciencia está preocupado por excluir todos los factores de error que pervertirán un campo de investigación por la tendenciosa incitación del sujeto que se aboca a éste. Pero sucede que ese campo de investigación es precisamente el sujeto en cuanto alienado, el sujeto perdido, el sujeto del deseo. ¿Y entonces? Excluir al sujeto psicológico en nombre de la lógica hallar al sujeto de la locura en una praxis de la intersubjetividad: tal es el dilema del psiquiatra. Existe una buena manera de escapar a él: consiste en definir la psicosis en relación con la realidad. ¿Acaso no es este el término en el que habrá de confluir la intención de una ciencia y el deseo de curar? He aquí, pues, un concepto-trampa… Y tratar de salir de él mediante la receta que consiste en reemplazar la Realität freudia-na por el término “verdad” cada vez que la metapsicología presenta problemas para los usuarios de la relación interpersonal, no es algo que permita dar ningún paso decisivo en la cuestión. Hagamos notar simplemente que la experiencia que tiene el psiquiatra de los diálogos con el delirante lo lleva a cuidarse en dos frentes: las palabras y las cosas (para retomar un título conocido).
Por el lado de las palabras hay, por ejemplo, un cierto manejo esquizofrénico del lenguaje. Todo se convierte en puro significan-
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te en cuanto tal, en un material verbal que circula. Y esto sucede cuando la interlocución se define exclusivamente como canal de comunicación para un pacto de sentido entre el terapeuta y su psicótico. Soy “basic”, cube el esquizofrénico que no se conside-ra militar sino “particular” de la palabra1 De esta manera deja de solidarizarse con el comprender del Otro, significándose a éste para sí mismo como sometido al lenguaje. A partir de esto el psiquiatra percibe que ya no es posible conversar con el esquizo-frénico… La palabra en cuanto pura materia significante es por cierto la lección de “realidad” que el alienado le da a quien está acostumbrado al sentido común de los términos. Este ya no puede hablar sin tener que alarmarse por lo que el paciente vaya a entender, por lo que quizá él no haya querido significar al hablar.
Por el lado de las cosas, algunas hay que, sorpresivamente, ha-brán de ser asumidas por el psicótico como el nudo de una pink inesperada de significaciones, en medio de otras que no lo serán. En determinado momento dé una psicoterapia, un objeto sobre una mesa se convertirá en el soporte de una interpretación deli-rante. El jarrón se abrirá, como intención lateral de insulto, por la condición de hembra que el paranoico recusa. El lápiz rojo será denunciado como provocación obscena para la escabrosa violación de una estéril inveterada.
Puesto que las palabras y las cosas empiezan así a hablar (causer) de otra manera porque están cargadas como soportes de la causa psicótica, el reflejo psiquiátrico entonces será un recu-rrir a la realidad. ¿Pero a qué realidad? “Un gato es un gato, y un jarrón vale lo que otro”, nos inclinaremos a afirmar ante todo. En verdad, lo que entonces extravía al psiquiatra es ese recurrir a la tautología. Porque el concepto-gato asignado al significante gato no sofoca el maullido subjetivo entre el nombre y el número uno de la cosa, una vez que el movimiento de repetición enuncia-tiva señala la presencia de un sujeto como tal para la irreductibili-dad de una operación lógica.
Sucede, en efecto, que el loco aparentemente subvertido por el poder de las palabras y de las cosas podrá perfectamente, al salir de la sesión de psicoterapia, comprar un jarrón como mero
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de 1966-67 de la psicosis.
recipiente y anotar la dirección con un lápiz rojo para enviar a su domicilio de soltero las flores que pondrá en él. También podrá leer una novela policial acariciar al pasar el gato de su portero como cualquier inquilino, en el momento en que ya no se sienta afectado, en su pregunta de psicótico, por la presencia de un Otro privilegiado.
De este modo, con el psicótico existen dos pesos y dos me-didas para lo concerniente a la “realidad”. Lo más desconcertan-te es que el loco las utilice con tanta despreocupación y de un modo tan inofensivo a veces, mientras que de un segundo a otro, en el momento mismo en que uno no está allí para “reconciliarlo con la vida”, las utilice de un modo tan terrorista.
Por consiguiente, la noción de rechazo de la realidad por obra de un proceso psicótico no podría remitir a una constante desor-ganización de las conductas de adaptación, a una desinserción world, a una incapacidad para localizar las balizas de un campo de relaciones. Todo terapeuta que durante cierto tiempo se convierte en interlocutor de un delirante y se informa de los momentos aberrantes de su comportamiento, puede comprobar que las estra-tegias de la psicosis sólo sobrevienen y sólo se revelan en momen-tos privilegiados. Esos momentos corresponden, en nuestra expe-riencia, a las situaciones (la relación terapéutica es una de ellas) que solicitan amenazan al alienado en lo más radical de su con-dición subjetiva; es decir, que lo enfrentan con la alteridad del registro del deseo en el Otro. Lo que entonces resulta sistemá-ticamente negado es el otro del Otro. Una breve anotación clínica ilustrará aquí esta afirmación.
Rene, secretario fascinado por su director, se ve grati-ficado con una misión de confianza: durante una reunión, deberá introducir, cuando su patrón le haga una seña, deter-minado argumento tácito en una discusión comercial con un grupo de la competencia. Consigue ver esa seña: el director ha apuntado con su índice hacia su dirección. Comprende que ha llegado el momento de hablar, e interviene fuera de lugar. Sólo más tarde se da cuenta (“réalise”) que el patrón únicamente había apuntado a una caja de fósforos que estaba fuera del alcance de su mano.
Esta momentánea incapacidad para darse cuenta (“réaliser”),
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esa mala aprehensión de la situación no forzosamente es psicótica. Sin embargo, este ejemplo tiene el mérito de revelar que el acceso a la realidad está condicionado por una capacidad para no compren-der de entrada el deseo del otro, para no incluir el gesto que lo expresa dentro de una red significante cerrada, es decir cargada narcisistamente (ser querido por el patrón como buen colabora-dor). Para no sentirse afectado totalmente por aquella parte perceptible de una relación del otro con sus propios objetos, se necesita una independencia estructuralmente adquirida con res-pecto al deseo del otro y con respecto al objeto de ese deseo en cuanto significante. También se necesita una disposición para el deseo de los objetos del otro como tal, partiendo de la localización de un campo extraterritorial con respecto a los valores narcisistas del sujeto. El psicótico se nos aparece como aquel que se rehúsa a despertar tal aptitud, y por esto ya no puede hacer que su pregunta alcance el registro de la transferencia.
En efecto: para que una transferencia se establezca a partir de una relación animada de un lado por el deseo del analizado y del otro por el deseo del analista, es preciso que cada uno de los protagonistas posea la siguiente definición del objeto parcial: sus-tituto de un objeto primitivo perdido para la falta que funda el deseo. Puesto que no cuestiona su permanencia como sujeto de-seante, el neurótico puede dedicarse a los engaños de lo imaginario del deseo para hacer que circule por él la significancia de sus arqueologías pulsionales. La transferencia que éste realiza se esboza como campo de desciframiento del inconsciente sobre el fondo de silencio narcisista de demanda de amor. En el mismo centro de esta sordera que sólo le permite escuchar la voz de su analista y no el sentido de sus palabras, no por ello deja de distinguir que el objeto que le falta a uno no es el que se encuentra oculto en el otro. Esta proposición es la que resulta inadmisible para el psicótico: ni bien se entrega a una relación privilegiada es preciso que cualquier objeto situado dentro del campo propio del otro sólo tenga la función de sustituir a un “significante del ser”.
En las psicoterapias de psicosis, el contrasentido que se esta-blece entre las categorías de pensamiento de la neurosis (represen-tada aquí por el terapeuta) y la pregunta del alienado puede loca-lizarse así del lado del objeto parcial. Es falso decir que este objeto
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puede ser gratificante para la reparación de un traumatismo ini- cial. El psicótico pretende utilizarlo como signo de reconocimiento de su pregunta.
La comparación que puede expresar esto es la de la novela de espionaje. A partir de un proyecto de encuentro que implica la compartimentación de la red, dos personajes deben reconocerse por intermedio de un signo. La localización de la identidad se scale back así a aquello que resulta útil saber acerca de ella dentro de una organización dada. Más allá de esta convención, no se conocen; incluso tienen el deber de no tratar de conocerse en el plano de la verdad subjetiva. La relación psicoterapéutica puede re-sumirse a veces sin que el clínico lo sepa en este objetivo de localización para una misión parcial. Dentro de una relación así establecida, el psicótico se sentirá identificable, mantenido y sos-tenido en su condición. De esta manera podrá anudarse, a menudo durante mucho tiempo, un pacto de interdependencia implícita para un equilibrio precario pero suficiente.
Pero si busca la transferencia de deseo para refundir por ejemplo un Yo fragmentado, en el fuego de la libido, entonces el psiquiatra se convierte activamente en un psicogenetista: en un instante el pacto será denunciado por el enfermo. Las pantallas del delirio, el autismo esquizofrénico, volverán a encontrar su opacidad. “Si me muestran un biberón será porque por convención tengo que hacerme el niño. Si me ofrecen un pescado una pelota será sin duda porque quieren que sea una foca sabia.” Mientras tales juegos permanezcan inscriptos entre las comillas de la ironía psicótica (puesto que se supone que el terapeuta sólo proporciona un primer código), las cosas se mantendrán constantes.
Más allá de esto, si el paciente llegase a descubrir que el médico se adhiere a la fantasía que tiene de la estructura psicótica y desea incluir al otro en esa fantasía, entonces el alienado se declarará incompetente frente a aquel que “cree en eso”. Entonces sólo volverá a encontrarse en su self borrando a ese otro agrediéndolo en la irrupción del movimiento de la pulsión de muerte, que funciona iterativamente para volver a fundar siem-pre lo subjetivo como ruptura. En cierto modo, el psicótico se presenta como perdido en la verdad del deseo y no en su lenguaje. Si otro se instaura como posesor del saber de ese deseo para buscarle al loco un sitio en el orden significante para un exhaus-
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tivo determinismo del sujeto, entonces el psicótico no soportará que el sistema de otro presente venga a funcionar como ciencia de su delirio y que de ese modo le gown su patente de invención de sí mismo.
Hemos introducido aquí la noción de self. No se piense que este término anglosajón puede superponerse a aquello a lo cual tra-tamos de apuntar: la emergencia del sujeto en una intuición de lo verdadero en estado naciente en cuanto falta del ser, falta de comprender, frente a cualquier producción suturante de sentido por parte del otro. Lo que con esto indicamos es un anticipo de lo que debería desarrollarse más adelante, a partir de anotaciones clínicas, a propósito del objetivo posible de una terapia de psicosis. No sería factible volver a formular la dialéctica lacaniana acerca de verdad y saber, sin recaer en la paráfrasis.3 Pero el uso que queremos hacer, para la psicosis, de la fórmula: “la verdad como causa”, al suponer conocidos los textos de referencia, nos incita a especificar con una proposición qué es lo que de ella tomamos: El grito de la verdad todavía no está en el grito del recién nacido; lo verdadero de la vida en estado naciente y de su llamado al significante todavía es únicamente saber del partero. El “yo grito'” del individuo hablante funda indudablemente la verdad: “.de aquello de lo cual ésta habla”,four pero sólo sitúa al sujeto de la enunciación.
Una cierta intuición del registro de lo verdadero —en cuanto causa perdida del alienado— puede deducirse de la situación del sordo que gritase “yo grito”… sin oírse a sí mismo.
Luego de esta avanzada por el lado más difícil de localizar, es preciso ahora que volvamos a apoyarnos sobre ciertos datos de la obra freudiana y los articulemos con esa “lógica del significante” que inspira tantos trabajos actuales. Para hacer esto volveremos a pasar por el concepto de self puesto que está de moda en los ensayos acerca de la psicosis y puesto que tiene relaciones bastante confusas con “el sentimiento de sí mismo” de la Introducción al
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three J. Lacan, “La science et la vérité”, Cahiers pour l’Analyse, nº 1.
four P. C. Racamier, “Le moi, le soi, la personne et la psychose”, Evol. Psych., t. IV, 1966.
narcisismo. Por más interesantes que sean, los diversos intentos realizados en este campo no dejan de mostrar lo siguiente: a partir del aparato conceptual de Freud, toda creación de un concepto suplementario pierde relieve si busca su sitio dentro de aquello que ya fue elaborado por Freud. Que el “sí mismo”, el self, sea al mismo tiempo “una experiencia vivida y una función del Yo”5 nada nos dice acerca de la manera en que puede articularse un desarrollo teórico que parte de dos registros tan poco congruentes como el de los modelos tópicos y el de la psicología de la con-ciencia.
Destaquemos aquí una constatación: si bien toda la obra de Freud se construye alrededor de una interrogación del sujeto y de su deseo, nada en esa obra llega a fundar una teoría de la subjeti-vidad. Henri Ey resumía esto muy claramente en su trabajo acerca de las teorías psiquiátricas, en 1961: “Lo que le falta al psicoanálisis es una teoría de la ontología, es decir de la organi-zación del ser psíquico.” En su último libro, Paul Ricoeur plantea también esta cuestión, antes de llegar al intento de probar esa te-leología implícita del freudismo que constituye su problema y su esperanza de filósofo cristiano. Al estudiar “la arqueología” del sujeto, comprueba la ausencia en el freudismo de toda interrogación radical acerca del sujeto del pensamiento y de la existencia. “El cogito es precisamente aquello que escapa a la conceptualización analítica.” De hecho, allí reside la originalidad de la empresa freu-diana y de su “método de reflexión”: se trata de no volver nunca a una psicología de la conciencia. Esta es sólo una instancia situa-da en la primera tópica, así como el Yo sólo será otra instancia que se ubicará entre el Ello y el Superyó.
Si se quiere fijar al sujeto en una localización específicamente suya en el seno del aparato psíquico, entonces será imposible encontrarlo allí alguna vez. No se trata en este caso de una caren-cia conceptual, sino de una consecuencia de un método antifenome-nológico destinado a no recaer en la práctica suturadora de la filosofía. Por esta razón, introducir como una pieza separada su-plementaria el concepto de self para encontrarle un sitio en el centro de las estructuras freudianas, significa en cierta medida volver a colocar en el centro del aparato aquello que el aparato en su conjunto está destinado a representar y reemplazar.
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5 Ibidem.
La noción de sentimiento de sí mismo tiene que volvernos a llevar a la teoría del narcisismo. Hito de la obra que anuncia la segunda tópica, un nuevo mito logra encontrar su función dentro del aparato freudiano. Subrayamos aquí el término “mito” para recordar otros dos mitos fundamentales: el de Edipo, piedra an-gular de la dialéctica freudiana, tragedia de la verdad del deseo de saber y de su castigo; el de Tótem y Tabú, en cierto modo inven-tado por Freud para el estructuralismo de su descubrimiento.
El mito de Narciso se opone en su trama al Edipo. Ahora bien: se lo utiliza a partir del momento en que Freud se enfrenta con la psicosis y descubre los peligros que ésta representa para la teoría de la libido; más allá esto de las controversias con Jung. Digamos que según nuestro criterio hasta el presidente Schreber, Freud, sujeto de su descubrimiento, se encuentra sólo frente al sujeto deseante —es decir, el neurótico— que habla con sus sín-tomas. El estudio acerca de Schreber aparece, entonces, en el mo-mento en que el Maestro escribe que ya no está inventando solo el psicoanálisis: a partir de entonces únicamente hablará de su “contribución” al descubrimiento. Así podemos leerlo en MÍ vida y el psicoanálisis. Por consiguiente, a partir de Schreber todo ten-derá en la obra a proponer como suplemento para la primera tópica un segundo modelo que se superpone al primero y brinda, en cierto modo, una utilización autónoma del aparato psíquico a personas diferentes de Freud…: que Ello hable, como en los histéricos del comienzo que ya no hable en la transferencia como en el caso de los psicóticos.
Parece interesante destacar que tal relativización de la posi-ción de Freud es contemporánea de la introducción del mito de Narciso en la teoría. Nuestra hipótesis sostiene que todo sucede como si al proponer el marco, el modelo de las instancias de la segunda tópica, en cuanto nueva estructura para el irrecusable lenguaje del inconsciente, Freud estuviese al mismo tiempo dando la pauta de un registro todavía más impenetrable que el que “había sabido descifrar como hablante a pesar de no saberlo: registro de esta insularidad del ser; registro del silencio fascinado de Narciso resguardado de ese lenguaje del cual sólo escucha el eco, resguar-dado de la castración edípica; registro de aquello que viene a vin-cular todo y a volver a cerrar en la ipseidad al rechazar la diferencia de los sexos. De esta manera el mito de Narciso, capacidad del
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hombre para fascinarse por lo formal, viene a corresponderse con el registro de lenguaje y de verdad del Edipo. Desarrollemos al- gunas reflexiones acerca de este tema.
Dado que todo ser humano por su proceso de maduración depende totalmente del amor que le brinda su madre, diremos que nace como objeto dentro de un campo de narcisización prima-ria. Optamos por este término en lugar del de narcisismo primario teniendo en cuenta las confusiones a que lleva este último concepto cuando se lo utiliza para explicar la cura.
E1 hecho de que esta narcisización sea condición exigible para la estructuración del desarrollo, no agota el siguiente problema: que esta narcisización primaria, que ese narcisismo secundario en el cual el sujeto se carga en su imagen —haciéndose cargo en cierto sentido del amor del cual nació y vivió primordialmente— sean modelos suficientes para explicar la identificación consigo mismo.
Si bien lo que sabemos acerca de los procesos de subjetivación revela que éstos necesitan un campo de narcisización, explicar el carácter específico de ese proceso requiere otros conceptos distin-tos de los de la economía narcisista. En este punto es donde ya no podemos dejar de abordar la teoría del significante. Para ilustrar rápidamente esto, tomaremos un ejemplo clínico.
Cecilia —psicótica en tratamiento— cuenta el siguiente recuerdo: Tiene 5 años. Sus hermanos y hermanas juegan a la pelota con el padre. Ella quiere jugar y para introducirse en el juego se anuncia así: “¿Y yo?, ¡yo soy alguien.. ¡” Y el padre le responde tirándole la pelota: “Agárrala, alguien.” Cecilia no recoge la pelota y se marcha..
No sólo por esto se convirtió en psicótica, pero la anécdota nos pareció ejemplar. Utilicémosla.
Al fijarse a sí misma mediante el significante alguien, que aquí podemos escribir (alguien pero no cualquiera) Cecilia quiere hacerle reconocer su deseo a su padre. Por ejemplo: rivalidad con la hermana en las competencias identificadoras, llamado al signo de reconocimiento deseado por parte del portador del falo y del nombre, etc… Si el padre responde: “Agarra, tú” “Agarra, hija” “Agarra, conejito mío”, ¿acaso entonces resulta Cecilia “prendida” a ese “tú”, a ese “hija” a ese “conejito”? De hecho,
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en cuanto sujeto, ninguno de tales conceptos subsume a Cecilia en su identidad.
En una escritura vertical —que corresponde a la de la metá-
s’ fora—, Cecilia sólo podrá situarse en el nivel de la barra de
s
fracción. Su identidad estará fundada en la medida en que lo idén-ticamente idéntico de ella será la “barra unaria”, el “sin-sentido” ∗ entre los dos significantes que la representan, aquel por medio del cual ella llega a cuestionar al otro en su deseo y aquel que le será devuelto como signo de reconocimiento de sí misma, como sujeto deseante. Pues bien: el padre responde haciendo eco, la toma al pie de la letra, la identifica no consigo misma sino con el significante a través del cual ella se hace presente. El único recurso que Cecilia tiene para evitar este modo de alienación que le provee la inconsecuencia del padre es la negación. Ella no toma la pelota.
El hecho de que semejante mecanismo vuelva a encontrarse constantemente en el esquizofrénico en las iteraciones del negativis-mo en su manera paranoide de jugar con las palabras —vale decir, de significárselas al otro sólo como si no tuvieran éstas que ser significantes sin dejarse jamás atrapar por un significante privilegiado incluso el del nombre propio—, este hecho nos permite comprender la esquizofrenia como un intento de subjetivación y al mismo tiempo como su fracaso, mientras no haya sido instituida la relación como lugar de acceso a la diferencia. Esto es así porque el esquizofrénico parece ser alguien a quien narcisista y al mismo tiempo perversamente se lo ha identificado con la pura realidad sexual de su ser de carne (siendo esta sólo una notación parcial).
Si el anoréxico rechaza el alimento para no comer nada, Odette empezó a comer —en cambio— porque el curandero dijo germen de trigo. A partir de ese momento tuvo apetito por la metáfora asi creada.
Estos ejemplos permiten introducir ese mecanismo de la pre-clusión, tal como fuera propuesto por Lacan. Aquí corresponde denunciar una confusión.
Si se considera que la Verwerfung remite a la noción del sig-nificante que falta —es decir, que le falta al psicótico—, se está
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∗ Pas-de-sens, en francés significa también “paso-de-sentido”, ambigüedad propia de la metonimia. (N. del Comp.)
cayendo precisamente en el mismo error que comete el psicótíco cuando quiere volver a encontrar su identidad, convirtiendo el proceso de restauración en un ejercicio de saber acerca del ser y todas las cosas.
La falta que le falta al psicótico es aquella que está incluida en la proposición: “Significante de la falta de significante”.
El significante de la falta de significante es, en cierto sentido, homólogo al cero como número —dado que éste queda subsumido por el concepto “no idéntico a sí mismo”, y por lo tanto se encuen-tra excluido del campo de la verdad—6
En el inconsciente, también se trata del falo —en la medida en que el sujeto sólo nace a la subjetividad por el hecho de no ser ya narcisistamente el sustituto tenant-lieu de aquél—. La circuns-tancia de que el falo venga a ocupar el sitio del objeto primordial-mente perdido, como el signo mismo de ese algo que no se es y que no se tiene, revela el nivel de superposición entre ser y tener para la fundación de la falta como objeto parcial primordialmente perdido, pero también para la fundación de esa falta como lugar de la subjetivación frente a las parejas de significantes.
Si ahora el término “identificación” vuelve inmediatamente como nexo entre campo narcisista y registro significante, entonces nuestra tarea consistirá precisamente en no confundir en ese con- cepto lo distintivo con lo unitivo7. En el campo del narcisismo todo nos habla de lo unificante. El sujeto, cube Freud, reúne sus pulsio- nes, las desexualiza y catectiza su Yo.
No hablamos aquí de esta identificación narcisista refiriéndo-nos al modelo económico ni tampoco al imaginario, a un puro fenó-meno especular, tipo etología del estadio del espejo. La referencia freudiana al ultimate del Yo y al Yo very best puede explicar esto sin nece-sidad de extenderse mucho: en la medida en que un sujeto se hace cargo de la condición narcisista de su ser en el mundo para sus progenitores asume con ello en esa condición las ideologías del deseo cuyo campo antes de ser introyectado es el de la proyección imaginaría. Con otras palabras: la condición narcisista de cual-quiera está vinculada a su vez con los juegos del significante. Pero más particularmente se trata de la carga de una copia adecuada a
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6 J. A. Miller, “La suture”, Cahiers pour l’Analyse, n° 1.
7 Ibidem
las ideologías parentales para que sea posible el “reconocerse como ser amado, al abrigo de la muerte y de la castración”. En este sen-tido, la mirada narcisista se captura en las seducciones del Yo, siem-pre con cierta complacencia del ojo materno para con su hijo; y de este modo se aclara algo de la clínica: nada aparece mientras la condición narcisista sigue siendo compatible con las exigencias de la ley, del destino del deseo del otro. Pero si se da el caso, inelu-dible, de un llamado de la vida que no está inscripto en el progra-ma narcisista se da el caso de un acceso a lo simbólico insufi-cientemente integrado, entonces surgirá la angustia, ya sea para la neurosis para la perversión; , con la angustia, surgirá el trauma narcisista para el momento fecundo de la psicosis: esto permitirá encontrar retrospectivamente las condiciones de la psicosis en la historia prepsicótica.
Entonces, sin embargo, es cuando por el lado del significante vuelve —para diferenciar entre neurosis y psicosis— la cuestión de la identificación en cuanto proceso no unificante sino distinti-vante. Sólo en la medida en que el sujeto haya podido, no, pasar por la prueba de su permanencia en la no identidad con algún significante parental cualquiera que sea éste, y haya podido ase-gurar así su independencia de sujeto en la identidad con el único trazo unario de cualquier metáfora que a él se refiera, sólo en la medida —con otras palabras— en que se haya subjetivado en cuan- to modo de eclipse, de desaparición entre los significantes que lo representan mediante los cuales él se representa en el campo del Otro, sólo en esa medida habrá de constituirse como irreductible a la condición narcisista, que por lo demás necesita tener y recons-tituir constantemente para sí.
Para volver a la preclusión, diremos entonces que ésta no se refiere a la “carencia” de un padre no lo suficientemente castra-dor en un edipo psicodramatizado con la Ley y el Deseo encasque-tados con mayúsculas. Por medio de la expresión “preclusión del nombre del padre” se traduce una referencia a la lógica del signi-ficante. Si simbólicamente, en cuanto tercero, el padre es aquel que tiene que situarse con respecto al deseo suyo de hombre, pero también con respecto a su rol de depositario de la ley en cuanto se encuentra sometido a ella; si todo deseo es transgresión, enton-ces el padre será localizable si él mismo no se identifica con su función. Como padre, es el lugar ternario donde se marca el signi-
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ficante de la transgresión en cuanto es tan necesario para la ins-tauración del significante-ley como para la instauración del signi-ficante-deseo para un sujeto.
Hay preclusión, diremos, cuando en el estadio del desarrollo del aparato psíquico del niño la presencia de ese niño viene a sutu-rar un deseo y por consiguiente viene a extinguirlo, “suturando” de ese modo la combinatoria significante de lo sexual y del amor entre los progenitores. Es el niño quien, viniendo a colmar, a cerrar, a obturar las estructuras abiertas del “deseo de algo distinto” en el Otro, resulta confrontado ya sea con lo real reencontrado del objeto parcial del inconsciente de la madre —y en tal caso la ezqui-zofrenia se defiende de esto hasta el extremo de no reconocerse ya en el espejo—, ya sea con el significante del “nombre del pa-dre” para el padre —y en tal caso se trata del delirio de grandeza en el cual el psicótico se adueña del sistema significante en su
conjunto…reemplazando al padre en la medida en que éste no
haya asumido su propia castración y por consiguiente no sea ni haya sido “aquel en quien y por quién adviene la diferencia” (Man Rosolato) —.
Saber morir.. puede decirnos el paranoico el día mismo en que sus certidumbres delirantes son conmovidas. Y en un apó-brand nos entrega la confesión de que confunde la verdad como causa perdida con el saber como alienación del sujeto: la Gestapo lo somete a tortura. La única manera de probar que el no es ese pianista espía con quien lo confunden consiste en que le crean que, como afirma, nunca en su vida tocó un piano, lo cual es exacto. ¿Pero cómo demostrar una falta sin que quien está allí para no creer en su palabra lo acuse de estar fingiendo? En tal circunstan-cia, nada puede probarse. Lo único que cabe es hacer una falsa confesión morir, pero no ejecutar esa música para la cual se ca-rece tanto de oído como de movimiento, don registro del sin-sentido. En este ejemplo se ve de qué manera para el psicótico se evoca en filigrana la imposibilidad de lo verdadero en cuanto no saber.
La referencia a la música no deja de tener cierta utilidad para nuestro discurso. De la melodía y de la escansión se puede pasar al canto de la melancolía (hecho clínico en esta otra estructura). El melancólico no realiza el duelo patológico del objeto, “sino de lo que él es” —nos dice Freud—. En la economía narcisista del
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ciclotímico, el paciente depende de la precariedad de la referencia a un primer splendid del Yo; referencia nunca adquirida ni superada pero siempre identificada con una relación arcaizante necesaria-mente actualizable. Entre la melopea del Sahara y el rapto suicida, entre la modulación de la desesperación y la simbolización del ser en la autólisis. el melancólico vive —en cuanto “más uno” sobran-te— en el umbral del desgarramiento de una verdad imposible y en el duelo de un goce inaccesible. En el otro extremo del callejón sin salida narcisista está aquella puesta fuera de sí de la manía en un fuego de artificio verbal que habla por sí solo.
Germaine —que no renuncia a recurrir a tales accesos a pe-sar de una prolongada terapia analítica— encuentra en ellos sin duda el único escape a su falta de deseo. Sin embargo, ha sido metódicamente analizada y adaptada a la realidad. Es perfecta-mente consciente del determinismo descifrado de su historia, está perfectamente narcisizada por el terapeuta y sus auxiliares. Pero de este modo no ha hecho más que trocar el campo cerrado, sutu- rado de la novela familiar por el campo cerrado, suturado de la psicología psicoanalítica. Convertida con plena lucidez en el ana-lista de su padre, de su madre y de su hermana, de todas maneras se plantea la pregunta por ese deseo que se esperó en ella para no escucharla nunca. Lo único que le queda es recurrir a aquellas re-caídas. Si entonces saludamos a un episodio maníaco —inaugural en nuestra relación— como la victoria del sujeto sobre toda ideo-logía y sobre todo análisis, lo hacemos por las siguientes razones:
Germaine fue “esperada” en el análisis tal como se lo inte-rroga a un sujeto deseante, mientras que en la estructura acquainted nació precisamente en ese sitio que venía a obliterar el deseo de su madre (no importa de qué madre se trate) y a fijar las atrac-ciones del deseo incestuoso para los apetitos del padre. Lo que no fue analizable es el hecho de que Germaine, desde su nacimiento, resultó ser el pilar del edificio edípico, la cariátide de un orden fa-miliar cerrado sobre sí mismo. Su peso de carne demasiado alimen-tada con confidencias sexuales carentes de misterio y con alimentos carentes de poesía, llegó a obtener el sitio mismo que la cartografía del deseo de sus progenitores le asignaba. De esta manera, Ger-maine es para los suyos y para sí misma el propio tapón de su hian-cia de sujeto en el deseo. Si ella se escapa, el pilar central de la iglesia de los otros desaparece y provoca un derrumbamiento del
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mundo narcisista, una ruina que se traduce en la autoacusación melancólica que es momentáneamente desafiada por la aliena-ción maníaca. Luego de lo cual el orden vuelve a instaurarse y a cerrarse.
Estas distintas anotaciones, que sólo esbozan algunos rasgos —puntos de referencia en las estructuras complejas de la esquizo-frenia, la paranoia y la psicosis maníaco-depresiva—, pretenden únicamente volver a lanzar la pregunta del terapeuta de la psicosis.
¿Qué sujeto es éste qué sujeto puede ser cuando hace las veces del Otro para el psicótico? ¿Hasta qué etapa de “Ichspaltung”, de hendidura subjetiva tiene que asumirse frente al sujeto perdido en su causa? ¿Hasta dónde debe ser parte comprometida en la alienación más allá de los protocolos metodológicos del análisis, y sin caer en las seducciones del activismo? Que cada uno responda a estas preguntas desde el sitio al que ha llegado, por propia liber-tad, dentro de un itinerario freudiano nunca acabado.
Si las etapas de la vida, los “minutos de verdad”, ofrecen a todo hombre la oportunidad para conocer, para reencontrar y para superar la angustia de castración, para poder confirmarse como su-jeto en las pruebas de la desnarcisización y del no Ego, esto es así en la medida- en que —en cuanto sujeto del deseo inconsciente— cada uno encuentra su permanencia en la independencia con res-pecto a toda identificación, a toda nominación, a todo otro.
Puede soportarse, castrado y reviviscente, como desconocido para sí mismo y como trascendente a todos los determinismos de su historia y de su destino. Sabemos que el psicótico no puede hacer esto. Dado que no está inscripta en una primera edición edípica, la angustia de castración se convierte en su caso en una experiencia del ultimate de un mundo primitivo, y no en una reedición del origi-nal. Cuando lo vemos en uno de esos procesos de restauración que edifica según tal cual modalidad clínica, lo más importante no es hallar la manera de anudar una relación con él sino definir qué es lo que en esa relación habrá de jugarse y cuál será su objetivo.
Por consiguiente, que nadie exagere el valor de las mejoras clínicas que provoca toda psicoterapia en sus inicios. El código que se instaura con sus signos de reconocimiento entre el psicótico y su terapeuta sólo testimonia aún los beneficios de una superposi-ción de una red significante con otra.
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Cualquiera que sea la manera en que se metaforice interprete el testimonio de la locura, es decir su obra, se reconstituye una dimensión soportable de la alteridad para aquel que creyó que podía prescindir de ella por la unificación de un proyecto narcisista. Las verdaderas preguntas sólo surgen luego, anunciando hasta la recaída, bien se escamotean en la adhesión y la fidelidad del psi-cótico al sistema que se le propone y, por ejemplo, en la adapta-ción a una realidad cuyo amable representante sería el terapeuta.
El sistema de narcisización secundaria por las ideologías ana-líticas y sus interpretaciones que vienen a proponerse como nueva versión de la historia, puede bastar para una curación sintomática. Pero más allá de esto se encuentra la pregunta digital que el psi-cótico nos plantea al dedicarnos aquello que la enmascara.
Si bien se sostiene en su sitio por nuestro deseo y en la me-dida en que nuestro oficio consiste en ser sujeto para él, sin embar-go no por ello se trata del lugar de su propio deseo; porque toda su vocación de psicótico consiste en confundir la identidad con la identificación unificante, y en engañarnos a este respecto. En la medida en que lo buscamos como desconocido para sí mismo y para los otros, irreductible a su determinismo, no idéntico a cual-quier significante, sólo en esa medida puede —en los casos favora-bles—, en la fe que tiene en la honestidad tan permanente como es posible de nuestro sostén, atravesar el cabo de la angustia de sub-jetivación, liberarse de la seducción de una receta narcisista que puede ser cualquier ideología cientificista, incluso cualquier versión coherente y bien cerrada de la teoría freudiana.
Para que llegue a este nacimiento es preciso que sienta que el que lo espera lo escucha y le habla está por su propia parte tan libre como sea posible de todo proyecto de amor narcisista, más allá de la llamada oblatividad y de sus consecuencias obsesivizantes: que únicamente la exigencia de una mayor verdad con los riesgos que ésta entraña para el narcisismo de todo hombre, y para el loco, anima y sostiene la presencia del terapeuta. En el caso del psicó-tico, al denunciar siempre la transferencia como engaño y al inter-venir sólo en otra parte, es posible fundar la perspectiva de un progreso en una psicoterapia freudiana que no es un análisis.
Que el terapeuta sea capaz de apuntar sólo con su deseo al sin-sentido del trazo unario, es decir que él mismo esté libre de
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toda ideología psicogenetista, libre de todo psicoanálisis en cuanto sistema cerrado en cuanto trampolín de una teleología: tal el proyecto que al menos debemos preocuparnos por formular, aunque no estemos nunca seguros de ser capaces de sostenerlo.
Título del original: “La psyehanalyse entre le psychotique et son théra-peute”. L’Evolution Psvclüatrique, t. xxxm, enero-marzo 1968.
(Traducido por Ricardo Pochtar.)
UN NIÑO EXPUESTO A LOS SÍMBOLOS X. Audouard
Considero que lo que aquí he de comunicar es sólo la experiencia vacilante, y en su mayor parte oscura, de un novicio en materia de psicoterapia de niños.1 ¿Pero acaso se deja de serlo alguna vez en esta práctica, donde más que en cualquier otra el proceso de la distancia imaginaria que el sujeto adopta con respecto a sí mismo presenta siempre inesperadas novedades? A decir verdad, casi to-dos los interrogantes —tanto teóricos cerno prácticos— que enton-ces se plantearon para mi joven experiencia subsisten sin mengua actualmente, por poco que trate de decirme a mí mismo con hones-tidad las razones, los mecanismos, los momentos, incluso, de las transformaciones que observaba en mi joven paciente. Sin embargo, esto es lo que trataré de realizar ante ustedes: reemplazar una aglo-meración de asociaciones por conceptos capaces de organizarlas, —¿capaces acaso de explicarlas, diré atendiendo a mi propia satis-facción?—. En todo caso, este trabajo resulta inevitable para que la presente exposición sea posible. Como el niño el adulto a quien trata, el analista tampoco está en condiciones de hallar con tanta facilidad el sentido de la cura considerada en su conjunto. En su práctica se expone más bien a los símbolos futuros — ya presen-tes, pero que deben ser descifrados— exactamente de la misma manera en que lo hace el sujeto a quien desea ayudar. ¿Acaso el
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1 Este trabajo, redactado en 1958, se refiere a la cura de un neurótico. Nos ha parecido que el procedimiento clínico que subyace a esta expo-sición era importante y se enmarcaba dentro de las preocupaciones del Congreso (M.M., G.R.).
psicoanálisis no es el momento privilegiado do un riesgo más amplio que corremos a lo largo de toda nuestra existencia por el hecho de tener que tomar la medida de la distancia que todavía nos separa de nuestra vida simbólica —es decir, del más verdadero posible de nuestros discursos—, y por tratar de acortar al máximo los desvíos que nos la harían evitar? ¿Acaso en esto se encuentra el analista en una posición más cómoda que sus pacientes? En verdad, ahora tanto como durante el noviciado de mi práctica —período al cual pertenece este texto—, considero que no lo está. Y si sucede que piense lo contrario, es porque cedo a la necesidad de protegerme contra los interrogantes que emanan de la experiencia de mis pacientes.
Sólo de esta humilde base, sobre la cual me siento “expuesto a los símbolos”, me permite partir mi experiencia actual. El título de esta comunicación está tomado tanto de la situación de Emma-nuel —el primer niño en mi práctica analítica —como de aquello que como analista sentí en mí mismo al estar en contacto con él. Verdaderamente traté a Emmanuel como a un interrogante que se me planteó; y muchos elementos de la respuesta a ese interrogante me fueron proporcionados preciosamente a medida que eran requeridos por Françoise Dolto, quien —según la expresión consagrada en aquella época— me “controlaba”. ¿Qué mejor manera, pues, de tratar este interrogante que intentar distinguir aquello que ese niño junto conmigo hizo con mi interrogante; en otras palabras: intentar distinguir la manera en que junto conmigo se expuso a los símbolos? Por todas partes nos encontramos expuestos a los símbolos. Y si tenemos alguna ventaja sobre nuestros pacientes, ¿acaso ésta no deriva del hecho de que creemos que podemos soportar esa situación con mayor disponibilidad, de que —en vez de considerarla como la innombrable persecución del Otro— sabemos que es obra de la castración en el centro de nuestra imposible posición de analistas; de que tratamos de abandonar las falsas salidas que nos la harían evitar?
No sé si mi ventaja sobre Emmanuel period grande cuando su madre me lo trajo en diciembre de 1956 por consejo de un amigo cura.
Emmanuel escucha una “vocecita” que lo obsesiona y lo exaspera. Esta le dice que es malo y que tiene que demostrarlo cometiendo, quiéralo no, tal cual falta. A pesar de que esta expe-
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riencia es cotidiana, Emmanuel la mantiene en secreto, salvo cuando su angustia llega al paroxismo. Muchos otros signos nos inclinan a pensar en un cuadro de estado obsesivo grave en vías de consti-tución: en la escuela, frecuentes “lagunas en la memoria”; en la relación con los extraños, una inhibición sentida dolorosamente. Cuando se entrevistó por primera vez con el director de la escuela en la que entró, se “aterrorizó” tanto que se orinó en los pantalo-nes; sólo después de muchos meses se atrevió a mirar a esa per-sona “en los ojos”. Cuando rindió su examen de ingreso a segundo grado, pasó —al decir de su madre —ocho días “atroces”. Por otra parte, ésta lo describe como un niño “interiormente minado”. Se revelan en él una “voluntad de perfección” y una orientación mís-tica sospechosas: le gusta la soledad, y cada tanto traza sobre sí mismo signos de la cruz; se absorbe en la plegaria en la lectura; su voz enronquece al hablar, bien sacude la cabeza de un modo ritualista. Cuando era más joven, tenía la costumbre de tocarse los brazos, las piernas, y una vez le dijo a su madre con una especie de apasionada ternura: “Tócame durante cinco minutos.” Hace poco hizo la promesa de recitar quinientos “Te saludo María” en dos tres días antes de dormirse. Ni bien su madre se dio cuenta de esto y asumió ella la responsabilidad por la promesa, él se sintió ali-viado. Por la noche acostumbra a “retorcer” su pañuelo: enrollán-dolo y apretándolo alrededor de su mano; “retuerce” una de sus puntas mientras se duerme. Cuando uno de sus hermanos se le acerca y lo toca, se sobresalta y manifiesta una especie de exasperación. Hace un año que cube que lo molesta la sensación de “bola en el esófago”: “Tengo mi bola”, declara. A los diez años —edad en que lo recibo— está firmemente decidido a permanecer soltero: las niñas le parecen “coquetas” e “idiotas”; por otra parte, ¿qué haría con una mujer si tuviese que “partir” (su padre es militar y se encuentra permanentemente ausente) ? Fue precoz en controlar sus esfínteres por la noche, pero hace poco empezó a orinarse de nuevo en la cama.
Emmanuel manifiesta prematuros gustos intelectuales: le inte-resa la Historia Antigua y la Arqueología; empezó a coleccionar “piedras prehistóricas” y ya recogió doscientos trescientos ejem-plares. Le gusta visitar los museos de Historia Pure, pero sólo su hermano mayor es capaz de comentar las piezas que allí se en-cuentran, apoyándose para ello en las informaciones que Emmanuel
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le proporciona. Lee con pasión libros científicos. Moraliza mucho y continuamente da lecciones a sus hermanos, que lo consideran “agotador”; a veces reprocha a su madre porque ha salido muy seguido. Por lo demás, es incapaz de tolerar que su madre se vaya.
El cuadro que presenta Emmanuel es, pues, el de un niño ex-tremadamente ansioso y que lucha contra su angustia fóbica me-diante un intento de sistematización obsesiva en plena expansión y de tono religioso.
Me formé esta opinión acerca de Emmanuel luego de la pri-mera entrevista que tuve con su madre. La segunda entrevista me permitió situar mejor esos síntomas dentro de la lógica acquainted de la cual surgió.
El padre de Emmanuel, séptimo hijo de una familia de diez, adopta la carrera de oficial a instancias de su propio padre, mien-tras él hubiese preferido la agricultura. Pero el clima familiar, en el que se mezclaban la energía y las tradiciones militares con el refinado aristocratismo de los salones, no toleraba ningún capricho a los niños. Como consecuencia de esto, el padre de Emmanuel conservó sentimientos de timidez y de fracaso —que, por lodemás, se combinaban con la franqueza, la honestidad, el sentido del deber y de la justicia, y esto perjudicó más de una vez su progreso—. Su carrera lo obligaba a ausencias numerosas y muy prolongadas, que aparentemente su mujer soportaba demasiado bien, con el coraje de una mujer de oficial.
Sin embargo cuando vino a verme ésta me pareció muy tensa y ansiosa, aunque esos rasgos estuviesen ocultos, gracias a un seve-ro autocontrol, detrás de una gran calma aparente. La menor de un grupo de cinco hermanos y hermanas, separada de su hermana mayor por una distancia de dieciséis años, recuerda su infancia como una tarea inexorablemente exigente que la hacía “infeliz como las piedras”. Period preciso que fuese siempre la primera de la clase, y esto nunca dejaba de producirse a pesar de su ansiedad y de su desaliento. En los pensionados religiosos donde se educó, práctica-mente de lo único que se trataba period de aprender a “ejercitar su voluntad”. Allí estaba prohibido siempre hablar de la propia familia.
Esa familia estaba compuesta principalmente por un padre superiormente inteligente que aterrorizaba —a pesar de hacerlo sin verdadera maldad— a todos sus hijos y se divertía con ello:
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hombre que por lo demás period exquisito en sus relaciones. Y por una madre continuamente enferma, afectada por depresiones cíclicas que trataba de remediar mediante “ejercicios” psicológicos varia-dos. Demasiado preocupada por sí misma, carecía de ternura. Los cinco hijos fueron víctimas, en diferentes grados, de la situación creada por los padres. Sobre todo tres hijas: la mayor, la única que tuvo el coraje de enfrentarse con su padre, se casó con un marido que la basureaba, y poco a poco se retiró de la vida con-virtiéndose en una “pobrecita inútil” que oscilaba entre una pos-tración benigna y estados de sobreexcitación. La segunda, muy advert-mirada por la madre de Emmanuel por causa de su refinamiento y de su saber, sufre disaster depresivas que considera un deber superar por sí sola, esperando estoicamente que éstas pasen, sin confiar para nada en la ayuda de alguien. La tercera hermana sufrió disaster más agudas que la llevaron hasta el borde del suicidio en ocasión de una temporaria separación de su novio y luego de su marido. Mientras pasa una temporada en una clínica, se entera de que su marido se mató al caerse de un caballo: durante veinticuatro horas parece haber vuelto a una plena normalidad, luego se repliega en sí misma en una especie de indiferencia a todo y declara que está cansada de sufrir.
Por su parte, la madre de Emmanuel retuvo de su infancia una necesidad de perfección que la empuja a la angustia y al escrúpulo; se siente culpable por todo tipo de omisiones. Se acusa de tener cierta responsabilidad en la enfermedad de su hermana, quien por otra parte la ha acusado de ello. Se reprocha no resultar suficien-temente útil, no cumplir nunca plenamente con su deber. Sólo se concede alguna distensión para acosarse con tales reproches. En las situaciones que exigen mucho de ella, su energía se moviliza: tuvo que arrostrar y soportar tres cesáreas cuando nacieron sus tres hijos. Le parece que la vida se outline como un programa que debe ser cumplido, al término del cual se encuentra un examen que san-ciona. Los padres de Emmanuel son católicos muy convencidos y sostienen que toman de la religión el coraje para vivir hallando en ella un sentido que la vida no parece tener para ellos.
Emmanuel tiene dos hermanos: uno tiene dos años más que él; el otro, uno menos. Aparentemente el mayor sostiene y ayuda a Emmanuel con la mayor paciencia, por lo que cube la madre. En cuanto al menor, éste se muestra vivaz, jovial, triunfante de opti-
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mismo, positivo en sus afirmaciones y realista en su manera de actuar.
Emmanuel nació en 1946. El embarazo de su madre fue muy fácil, pero nació por cesárea, como sus dos hermanos. Desde su más tierna edad se alimentó con dificultad: su madre no tenía leche y le costaba tolerar la leche artificial. Luego de sus biberones, al comenzar la digestión, devolvía buena parte de lo que había toma-do. Su peso se normalizó cuando comenzó a alimentarse con copos de avena. Lloraba mucho por la noche., a diferencia de sus dos hermanos. La madre se esforzaba mucho para que estuviese lim-pio: se acostumbró a la limpieza precozmente. Cuando sus pañales estaban sucios, lo retaban. A partir de los tres meses compartió el cuarto con su hermano. Parece no haberlo afectado la muerte de una mucama, que sin embargo se ocupaba de él. cuando tenía tres años. Pero detestó cordialmente a la joven que la reemplazó luego juntó a él. Le pegaba para que obedeciese: para molestarla, dos veces defecó en la bañadera. Entonces tenía cuatro años; la san-ción por el delito fue una zurra. Le costaba mucho aguantar el jardín de infantes: allí se angustiaba. Cuando llegó a los cinco años su madre reemplazó para él a las mucamas y a las institutrices. Muy pronto se higienizó por sí solo. A los cinco años tuvo que ser operado de las amígdalas: de ese acontecimiento conservaba el recuerdo de que “un señor había venido a llevárselo en sus brazos”.
Casi no pude obtener otros elementos de anamnesis, sea por el hecho de mi exigencia insuficiente en las entrevistas con la madre, sea porque no había ningún otro verdaderamente notable.
En la primera sesión, Emmanuel hace el balance de los signos de amenaza que lo rodean. Y a tales signos sólo los designa por medio de otros signos. Así Cl será la buena conciencia, C2 la mala: “C2 dice que estoy lleno de pecados, que nadie debe ocuparse de mí, que nadie debe quererme.” Con aire misterioso e iniciático. dibuja un trébol de tres hojas que es el símbolo de la Trinidad, pero que también es el signo que anuncia las pesadillas. “La primera vez que C2 me habló, yo estaba mirando unas tortas sobre las cua-les un trébol significaba la Trinidad.” La única manera en que Emmanuel puede escapar a la voz de C2, es utilizando a SM, el submarino; , si no, utilizando una plataforma voladora. Todo esto lo declara formalmente mi joven paciente durante su primera sesión
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Por consiguiente, la particularidad que ofrece Emmanuel con-siste en que se presenta de entrada como si estuviera expuesto: es decir, inquieto, atormentado, incluso levemente perseguido, más exactamente: cuestionado, dado que lo juzga una conciencia que de ningún modo, según dice, es la suya. Que ese perseguidor per-tenece al mundo del símbolo es evidente: esa conciencia alienada y alienante habla, e incluso esa es toda su función. Mejor aun: habla a partir de un símbolo, el trébol, símbolo de la Trinidad. Si la presentación de Emmanuel se limitó a estos pocos rasgos, cabe preguntarse —como yo mismo no dejé de hacerlo-— si acaso no se trataba de un sistema simbólico constituido de manera tal que eliminaba toda mediación a través de la imagen, lo cual podía indu-cirme a pensar que se trataba de una experiencia de naturaleza psicótica. Luego reconocí con facilidad que este no period para nada el caso: Emmanuel escapa a la voz de C2 gracias a una técnica imaginaria —gracias al submarino al avión— que asoma en esta primera sesión y que se desarrolló favorecida por la totalidad del desarrollo de la cura. Del mismo modo, durante la segunda sesión, un trébol cubre —como una hoja de parra— el lugar del sexo en uno de los hombrecitos modelados por Emmanuel. Esto expresa con elocuencia, aparentemente, la función que cumple: cubre los pensamientos sexuales e impide que el cuerpo propio se muestre sexuado. Un hombrecito negro representa “los pensamientos tris-tes”; uno blanco, “los pensamientos alegres”. El hombrecito negro es el que lleva el taparrabos trifoliado; también él es quien tiene —revela Emmanuel— “el color de los que están muertos”. Emma-nuel afirma que no tiene miedo a la muerte y para probarlo enuncia el siguiente silogismo: “Si tuviese miedo a la muerte, ¿acaso tendría miedo de los pecados? Si tengo pecados iré al infierno.” Por consiguiente, Emmanuel considera que es capaz de afrontar a ese hombre negro y a la muerte que éste representa; pero al mismo tiempo afirma que no puede afrontar la pesadilla del sexo y del pecado. Afronta a una para no tener que afrontar a la otra; el trébol designa la pesadilla de la muerte que cubre con su cortina las evidencias del pecado y de la condenación; por esto, esa pan-talla las afirma en cuanto las niega y de ese modo cumple la enjoyable-ción confiada a todo símbolo: mantener la presencia en la ausencia.
Por debajo de la forma trifoliada se oculta, quizás, la concilia-ción de dos pensamientos opuestos que Emmanuel me comunica
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durante esta misma sesión: uno es “Si papá no volviese”; el otro, “Si yo muriese”. Estos dos pensamientos se conciliarán en la situa-ción obsesiva de muerte a la sexualidad, que —también en este caso— evita el pensamiento de un conflicto de rivalidad con el padre en el momento mismo en que la situación trina se presenta con el signo del trébol.
Por otra parte, este conflicto se expresa durante la sesión siguiente en la forma de una guerra entre romanos y galos: “Los galos atacan a los romanos porque éstos atacan su territorio. Los romanos son usted. Pensé en esta historia de galos desde que lo vi el jueves pasado.”
Sin embargo, experimentar el tratamiento como una lucha sólo disimula una vez más la huida de Emmanuel frente a su pa-dre: “La primera vez que lo vi, creí que usted me quería secues-trar.” Conviene comprender esto último —como me lo explicó Françoise Dolto— teniendo en cuenta la evicción del padre en el establecimiento de la psicoterapia del. hijo: por lo que dijo la ma-dre, ni siquiera period necesario avisarle del tratamiento de su hijo. Por lo tanto, toda la partida tenía que jugarse entre Emmanuel, su madre y yo. Al hacer esto, Emmanuel era “secuestrado” a su padre por mí. Al mismo tiempo, yo atraía a Emmanuel hacia el terreno de la defensa y de la lucha, mientras que sus relaciones con su padre habían sido tan tranquilas. Si no hubiese rectificado inme-diatamente la situación explicándole a Emmanuel que le había es-crito a su madre pidiéndole que le avisase a su padre y luego —du-rante una de las sesiones siguientes, que he de referir— escribiendo yo mismo una carta a su padre, carta cuyos términos eran elegidos de común acuerdo por Emmanuel y por mí, si no hubiese adop-tado esa actitud me hubiese aventurado por un peligroso callejón sin salida: dejar que Emmanuel escapase a su problema actual —el vínculo con su padre— y contentarme con una fácil victoria dejan-do que se estableciese una presunta “transferencia negativa”, cuya sola razón justificativa sería entonces mi propio performing-out de “se-cuestrador”. Françoise Dolto me dio entonces una de esas leccio-nes que jamás se olvidan demostrándome con la fuerza de la evi-dencia cómo podía yo inventar una interpretación en lugar de per-cibir la situación que creaba la resistencia: mi propia situación.
De cualquier modo, a partir de ese momento Emmanuel co-menzó a plantearme el problema de saber quién era yo. Esa pre-
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gunta sólo podía planteársele si de antemano no contase con la respuesta: “un secuestrador”, “uno que reemplaza a mi padre”, pero únicamente si permanecía vigente !a incertidumbre en cuanto a mi rol. Entonces corría el riesgo de empezar el diálogo con C2. ese Otro sin rostro, a propósito del cual se planteaba la misma pregunta. Entonces mi presencia concreta corría el riesgo de ins-talarse en la parte más profunda de una ausencia: ya no la pre-sencia del señor Audouard sobre el fondo de la ausencia del padre. sino por cierto la presencia del señor Audouard sobre el fondo de la ausencia del señor Audouard, oposición ésta inmejorable para situar a Emmanuel como hijo frente a su padre.
Por otra parte, no tardo en recibir algún fruto de la tensión así creada: Emmanuel se niega a hablar; se refugia detrás de un cartel que ha dibujado y que lleva escrita la palabra cease; cartel alrededor del cual proliferan las expresiones de su negativa: cease of ask, I don’t converse, finish, “cretino”, “indiscreción”, “idiota”; y también la expresión de los peligros que él corre: “muerte e infier-no”. Lo más significativo es que todo esto refleja las costumbres de C2. Emmanuel se niega a hablar de las mismas cosas que nor-malmente se niega a escuchar. Por consiguiente, se siente neutra-lizado —al no hablar ni escuchar—, muerto para el símbolo en cierto sentido, como lo expresa la cabeza de muerto en el centro de sus dibujos. Pero al mismo tiempo protesta contra esta neutra-lización: “Estoy harto de ser un alfeñique”, cube, e inmediatamente saluda al buen entendedor, como si le importase atribuirme el lugar y el puesto en que se lo entiende, y constituirme como tercero y árbitro entre Emmanuel que se niega a hablar y Emmanuel que se niega a escuchar: “Usted adivinó todo”, me declara. Sigue inme-diatamente una violenta disaster de lágrimas acompañada por todos los signos de una exasperación impotente: patea, gesticula, roza la disaster de nervios. Entonces le propongo escribir a su padre. De golpe la atmósfera cambia. Salta sobre esta propuesta con una especie de entusiasmo y me deja declarando que se quedará todavía una hora y que entonces tendré que llamarlo: “mi viejo”.
¿Qué hice pues? Sin duda, le señalé otra referencia simbólica, distinta de la que lo condena a ser solamente “un alfeñique”, y más exactamente a conducirse como un muerto: la referencia a su padre En el horizonte de mi presencia de hombre “que adivina todo” hay alguien cuya presencia se siente como una intrusión per-
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seguidora. En el horizonte de mi ausencia de hombre que adivina todo hay alguien que ha desaparecido y hay el vacío infinito de la palabra que se ha hecho inútil. En el horizonte de mi presencia y de mi ausencia conjugadas está aquel que bien lo deja a Em-manuel en una mortal pasividad bien le pide permanentemente su palabra pero al mismo tiempo sostiene su deseo de obtener una respuesta. Mejor que una interpretación, esta intervención operó la transferencia de la situación simbólica de las relaciones de Emma-nuel conmigo hacia las relaciones de Emmanuel con su padre.
La sesión siguiente parece expresar la respuesta que Emmanuel cree dar a este conflicto entre dos padres: uno ausente —ese mili-tar que está de campaña en Argelia—; el otro presente —aquel cu-yas respuestas valederas tienen que llegar hic et nunc, y cuya voz incluso escucha Emmanuel (tanto la necesita)—.
Ante todo Emmanuel me declara que no tiene nada que de-cirme. E inmediatamente rodea una pata de la mesa con un piolín y toma como un deber la tarea de hacer un nudo complicado. Luego cube: “Si le digo algo, usted se molestará. Sí, eso le va a molestar. Tengo sed; quisiera que me diese de beber.” Siguen consideracio-nes acerca del costo elevado del tratamiento. Entonces adopta en mi sillón la posición replegada del feto. La interpretación es fácil: a ese padre presente y ausente al mismo tiempo lo mejor es con-vertirlo en una madre con la cual, mejor que una palabra, un cor-dón umbilical: el piolín, y una dependencia oral: “déme de beber”, “cúreme gratuitamente”, lo vincularán excluyendo toda libertad, exactamente como lo impone la coyuntura real en la cual se en-cuentra Emmanuel. Quiere saber si lo quiero como una madre y si por ello puede satisfacerse en su vida únicamente con el vínculo que lo une a ella. Inmediatamente después me pregunta si me llamo Gilíes. Como me lo hizo notar la señora Dolto, el “Gilíes” es un per-sonaje muy conocido en las poblaciones del Norte: su inmensa figura es paseada en Carnavales. En un primer momento no había pensado para nada en esto, pero según esa interpretación hipoté-tica quizás eso quiera decir que queda por saberse si mi existencia no se scale back acaso al rol de un padre privado de toda verdadera importancia, que sólo conserva una apariencia grandilocuente y de títere, manejada desde adentro para hacer creer que es actual.
Un sueño que Emmanuel comunica entonces parcialmente no pudo ser descifrado en principio: “Dos amigos hacían acrobacias
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en una iglesia ucraniana. Yo estaba impresionado.” Pero la signifi-cación de esta secuencia se capta mejor cuando ocho días más tarde la completa: “¡Qué orgulloso estoy del sueño de los cazadores de lobos que hacían de payasos en la iglesia! No quise decirle cómo seguía: yo era novicio, en una especie de establo. Al lado mío esta-ba una jefa de niños exploradores que me ayudaba a mirar en mi libro de misa. Esta jefa de niños exploradores me hizo representar hoy a un mimo.”
“Yo estaba aturdido frente a mi libro de misa”, agrega. “Nome gusta que me traten como un bebito.”
Es cierto que, por su parte, los dos payasos-cazadores de lobos parecen escapar al control de la jefa de niños exploradores. Por su parte, éstos no se dejan tratar como bebitos. Pero en contrapar- tida es verdad que no se exponen tampoco a descifrar los símbolos del libro de misa. Si, no obstante, alguien se expone a ello entonces se corre el riesgo de convertirse en un “Gilles” entre las manos de las mujeres. El dilema planteado vuelve, pues, a aparecer de una manera un poco más elaborada: si se escapa al management de las mu- jeres, entonces se ignoran los grandes símbolos sobre los cuales se funda la vida, y uno hace de imbécil; si uno se somete a su con- trol, entonces aliena en sus manos la independencia viril tan nece- saria para dejar de ser un novicio en el desciframiento de los sím- bolos. En el fondo, descifrar los símbolos bajo la dirección de mamá significa representar a un “mimo” de la conducta viril, representar al “Gilles” a quien todos ven sin que él vea a nadie.
Todo esto es subrayado mediante una gran abundancia de aso-ciaciones. En primer lugar declara: “Pienso en algo que no puede interesarle, dado que es un consejo.” Un ex piloto de la R.A.F. fue a casa de su abuela y lo ayudó a hacer sus deberes de vacaciones. Era muy amable y le daba libros. Ahora Emmanuel tiende a reco -nocerlo en todos los hombres con que se encuentra: “¡En todo caso no con usted!”, agrega de repente. Emmanuel observa que se siente culpable por no haberle escrito nunca para agradecerle. En segundo lugar, Emmanuel declara, luego de evidentes reticencias, que piensa mucho en Roberto Benzi —ese muchacho que logró triunfar en la música—: “A mí —dice— no me gusta la música. me gusta una música especial que los demás no comprenden.” Esta última afirmación ilustra muy bien cuál es la situación de Emmanuel: dado que frente a los símbolos sólo puede estar “atur-
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dido”, al menos puede crearse un tipo de símbolos de los que será el único en gozar y cuya clave le pertenecerá. Inmediatamente de-clara que debo llamarme “Gilles Audouard”: me confesará, en efecto, que se siente como un “Gilles” entre mis manos. Porque ha pasado asociativamente de Roberto al “gran Robert”∗: “Con-sulte los diarios si quiere saber de quién se trata. Su oficio routine se designa con una palabra que termina en ‘.dor’.” E inmedia-tamente escribe las primeras letras de la palabra a que se refiere: H-I-P. El resto es fácil de adivinar. Por consiguiente, soy un hip-notizador a cuyas manos lo han entregado. El hipnotizador posee el secreto de los símbolos: en efecto, en la clase Emmanuel ha pen-sado con frecuencia que “se está allí para ser hipnotizado”. El hip-notizador “es alguien que hace que uno le obedezca”. En resumen: es alguien que comunica su saber como por una especie de osmosis, paralizándonos y forzándonos a adquirirlo a través del vínculo de dependencia en que nos mantiene. Precisamente allí, en esta situa-ción de hipnotizado, es donde se mima la vida simbólica.
Por lo tanto, Emmanuel se encuentra “expuesto” a la vida simbólica exactamente de la misma manera en que se siente expues-to a una dependencia envolvente y productora. Por medio de lo cual no serán verdaderamente los símbolos quienes lo expondrán. Se comprende entonces que al dejarme pueda afirmar: “¡Es un nudo tan complicado que no se le ven las puntas!”
Una vez que Emmanuel expresa así el equívoco del vínculo de dependencia contra el cual comienza a levantarse y comprende mejor que desea restaurarlo en su relación conmigo, aparece el temor de perder ese vínculo. Durante la sesión siguiente se mani-fiestan todo tipo de expresiones de su actitud fóbica.
Luego de haber interpretado una batalla entre dos navíos, durante la cual “uno tira contra el otro”, como una relación con-flictiva entre él y yo, y luego de que me propusiese “jugar al catch” con él, empieza a confesar sus temores que lo mantienen en situa-ción de dependencia: “Sería algo tremendamente formidable si pudiese jugar al catch con una persona mayor y tirarla al suelo, pero las personas mayores son demasiado grandes. Eso es lo inso-moveable: lo que dicen las personas mayores es sacrosanto.” E in-
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∗ Relativo al “Petit Robert”: diccionario francés comúnmente utilizado (N. del Compil.).
mediatamente empieza a hablar de la unidad de su propia persona: en las imágenes que se forja del cuerpo humano, los pies le dan miedo. Pero con la condición de que aparezcan para él como “ob-jeto parcial”: ‘”Cuando está el cuerpo, ya no tengo miedo; pero cuando el cuerpo no está, tengo miedo.” Me habla de su “julepe cuando está oscuro”, “de su miedo de ir al infierno; como se re-cordará, la condenación “pena del condenado” es para los cre-yentes la de la separación eterna de Dios; y luego agrega: “Dentro de no demasiado tiempo ya no tendré necesidad de usted”, y luego retoma: “C2 es un oficial de justicia.” Le hago notar que entonces se siente en deuda. “Le voy a explicar”, me responde, como el acu-sado en la P.J.∗ en trance de convertirse en culpable. “Cuando tenía problemas durante las vacaciones prometía decir decenas de ‘Te saludo María’ si el problema se alejaba. Al llegar la noche estaba cansado. Decía las decenas sin ton ni son. Creí que period el Espíritu Santo, y después Dios (entiéndame: que eran quienes me lo pe-dían) Pero la verdadera identidad es C2.” Mientras habla de los “cosos a lo Picasso” que dibuja, empieza a dibujar también un submarino: “Cuando dibujo cosos a lo Picasso tengo miedo.” Cuan-do la significación se corre hacia el significante, Emmanuel —como todo el mundo— siente un poco de fobia.
En ese momento toma la hoja sobre la que había dibujado el submarino y la rompe. Le digo: “Es como el cuerpo en pedazos de recién.” A lo que contesta: “¡A usted lo llamo Charcot, el inventor de la psiquiatría moderna!” E inmediatamente toma como un deber el reconstituir —como haría con un rompecabezas— el dibujo del submarino cuyos pedazos vuelve a pegar. “El submarino”, comenta, “es algo que defiende. Es un poquito rengo porque le falta un extremo.”
Considerada en su conjunto, esta sesión me pareció que tra-ducía el origen fóbico del movimiento que desembocaba en las exi-gencias de C2. Todo movimiento agresivo es sentido por Emmanuel como una destrucción de las relaciones, una fragmentación de su propia unidad corporal, e inmediatamente nace la compulsión a colmar la distancia así establecida, a extinguir la deuda contraída, por medio del ritual de las decenas de rosario por medio de la
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∗ Policía judicial (N. del Compil.),.
representación del submarino. En ambos casos se trata de una res-tauración del vínculo con la madre.
Pero el submarino que sube y baja, que espía con su periscopio y también puede ser espiado, adoptará —al cabo de una cadena asociativa muy rica— la forma de un tubo cuyo sentido aparece inmediatamente cuando Emmanuel declara: “Es una extraña coin-cidencia: tengo sed, por consiguiente se trata ciertamente de un tubo.” Ese tubo que permite beber también puede extinguir, como una manguera de bomberos, el fuego del infierno. Beber y orinar aparecen aquí como funciones complementarias aptas para asegu-rar a Emmanuel contra la fragmentación de su propio cuerpo y contra el alejamiento de su madre, reflejo especular de su unidad. Durante la misma sesión dibuja hombrecitos separados en dos par-tes, de los que dice: “No es necesario que eso se toque.”
Por cierto, la imagen del tubo constituye un jalón en la evo-lución de la psicoterapia de Emmanuel. Ya se perfila, vinculada con las funciones oral y uretral, la posibilidad de introducir la función fálica. Al comienzo de la siguiente sesión, Emmanuel trae-rá un sueño que reconstituirá su angustia frente a las relaciones sexuales de sus padres.
Sin embargo, quisiera interrumpir por un momento la relación de las sesiones y tratar de puntualizar cuál es la situación conquis-tada por Emmanuel frente al mundo simbólico durante esas as soon as primeras sesiones.
La voz que escuchaba Emmanuel trataba de colmar la dis-tancia a la que se mantiene el Otro esencial, el Otro originario, de todas sus relaciones. Al mismo tiempo, esa voz misteriosa period la manifestación irritante de una especie de más allá. Ni sustituto tangible de ese otro con el que Emmanuel quisiera establecer una relación de participación carnal; ni reemplazante de un otro pura y simplemente desaparecido, sino presencia mantenida en la au-sencia, la “vocecita” tendía a asumir las dos funciones a la vez, es decir la función simbólica. Esto parece sencillo y claro. Ya lo es menos el comprender por qué Emmanuel mantiene esa voz fuera de sí mismo en vez de entrar, tomando plenamente la palabra, en la función simbólica; por qué se aliena y se siente amenazado por ella.
La respuesta a esta pregunta nos será proporcionada en todas las sesiones que voy a referir. Sin duda ya la han adivinado uste-
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des: se tratará de la distancia a la cual es mantenido el padre de Emmanuel y ya no la madre. De aquél, en efecto, emanan todas las posibilidades de expresar lo que está en juego en la relación con la madre; de él también proviene el carácter alienado de los símbolos de que es portador.
Por ahora examinemos la situación que ocupa Emmanuel fren-te a los símbolos. Evidentemente, Emmanuel es un niño que habla y que incluso lo hace con una facilidad y riqueza verbal excepcio-nales. Ha cargado el dominio de la expresión verbal con toda una potencia de desear que sirve enormemente para su evolución inte-lectual. ¿Cómo conciliar esta comprobación con la precedente: a saber, que el mundo simbólico está alienado para él?
Emmanuel se muestra alienado en su vida simbólica. Tomó por el desvío de la vida cultural prematuramente, quiero decir, teniendo en cuenta las experiencias fundamentales. ¿Acaso en esta inmadu-rez específica del hombre que hace su existencia —del hombre que se siente hombre, prendido en la red del significante antes de poder reflexionarse y expresarse como hombre— no está la fuente de todo vacío neurótico, de toda Spaltung y de todo conflicto entre las ins-tancias psíquicas? En el caso de Emmanuel, puede decirse que en buena parte las relaciones que tenía que establecer con su cuerpo propio y con la “imago” de los padres fueron reemplazadas por la vida de las palabras, la diversidad de sus relaciones, la flexibilidad de sus vínculos, la disciplina de sus concordancias, el cosquilleo de sus oposiciones: el vínculo de Emmanuel con sí mismo y con el prójimo se forja parcialmente sobre el modelo de la morfología y de la sintaxis. Sólo que, por una parte, el vínculo básico que Emmanuel mantiene con su madre para encontrar seguridad frente a la incertidumbre a la que prematuramente lo arrastran los símbo-los, ese vínculo es el de una estrecha dependencia corporal. De aquí deriva la exclusión, el rechazo, la Verwerfung, de toda mediación simbólica, que entonces le llega como del exterior y como opuesta
a lo que siente que es; y le llega en la forma de ese sistema sim-
bólico que le habla con su propia voz.
Por lo demás, esta oposición adquiere para él el valor de un conflicto moral: siente que no es lo que expresa, siente que está instalado en una especie de lugar mentiroso. De este sentimiento proceden los cambios de intención, las críticas irónicas, las inci-
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taciones al mal, en fin: todos los ecos negativos que lo remite su “vocecita”.
Esa period la situación cuando Emmanuel comenzó su cura. ¿Qué se modificó en tal posición luego de las once sesiones que he re-ferido?
Emmanuel trató de establecer, por medio de la expresión libre, una relación simbólica con C2, es decir con el mundo de los sím-bolos, con respecto al cual se siente alienado. Para establecer esa relación fue preciso que estableciese una relación conmigo: en la índole de la relación que establecerá conmigo se jugará todo el tratamiento. Hasta ahora, el destino de Emmanuel se jugaba en torno del papel mediador no mediador de su padre en el tipo de relación establecida entre su madre y él. Por consiguiente, el aspecto transferencial del caso reside en el carácter simbólico no simbólico del vínculo conmigo. Me negué a desempeñar el rol materno paterno y en todo caso corporal que Emmanuel me que-ría hacer desempeñar, y en cambio lo remití continuamente de mi presencia a mi ausencia, y por esto mismo, de la ausencia a la pre-sencia de su padre. Las vicisitudes atravesadas durante el estable-cimiento de semejante relación me parecen constituir lo esencial de la evolución siguiente.
No puedo evitar referir el sueño que Emmanuel cuenta en la decimosegunda sesión, sueño que me pareció traducir su pregunta por el sentido del falo. Para evitar la acumulación oscura y fasti-diosa de elementos asociativos tomados en estado naciente, trataré de interpretarlos a medida que se presenten, comprometiéndome por mi parte a proporcionar luego una clara justificación para tales hipótesis.
Cuando me entrega el dibujo que acaba de hacer, le pregunto: “¿Es un sueño?” Me contesta inmediatamente: “Ya no me acuer-do de la noche en que eso pasó. Estaba en un resort con mis dos hermanos. Compartíamos la misma habitación con una niña y con otra gente. La niña partió.”
Comprendo: “Una noche, ya no sé cuando, compartí con mis hermanos el descubrimiento del siguiente secreto: la niña desapa-reció, en cuanto niña, por supuesto.”
“La otra gente vio arañas y dedujo que tenía que irse. Mis dos hermanos y yo nos quedamos solos. Se dijo que había que irse.”
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Traduzco: “El descubrimiento de ese secreto está vinculado con un peligro.”
“Entonces miré mi pierna y me di cuenta de que unos gusanos estaban a punto de roerla.”
En una aproximación totalmente preliminar, pienso que ese peligro tiene alguna relación con la angustia de castración.
“Entonces salimos al corredor. Decidimos tomar el tren con dormitorio. Me desvestí. Miré por la ventana. Al lado estaba esa especie de cosa; detrás del verde no, no lo sé. El tren partió demasiado rápido.”
Descifro: “La escena es imaginaria, no vista realmente en los lugares en que podía suceder. En esta escena, algo misterioso pre-senta un problema: ‘das Ding, la Cosa’.”2
Algunas asociaciones que el niño proporciona me permitirán profundizar mi primera impresión: “La estación es donde llegan los trenes; ¿es un refugio, una especie de puerto, una llegada, un término? También sirve para partir.”
Por consiguiente, la madre-refugio es percibida como aquella a la cual se llega, aunque el otro —aquella de la que se parte— esté representado. Es punto de partida meta, ya se trate del hijo del marido. En todo caso, como la estación, es un lugar de rela-ciones.
“Esa especie de cosa es una máquina para hacer el cambio de vías. Quisiera hablarle de algo. Cerré los ojos e hice una experien-cia: repentinamente vi tubos. La máquina se parece a un tubo. El tren también se parece algo a un tubo.”
El tubo es “la máquina para hacer el cambio de vías”. Hará pasar al otro tubo, en el que se encuentra Emmanuel, por una u otra vía: hacia el mundo de la participación corporal hacia un mundo de relaciones totalmente diferente. Lo que sigue da un es-bozo de esa participación corporal: “El tubo levantado se relacio-na con el galo que arroja su lanza en el traste del romano.”
Recordarán ustedes que en la fantasía referida hace un mo-mento el romano period yo. Se trata aquí de relaciones corporales de tipo homosexual, y el problema planteado parece ser el siguiente: “¿El tubo levantado —el falo— de papá pertenece al mundo de
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2 Cf. Conferencias del Seminario de Jacques Lacan en el Hospital Santa Ana. años 1958-1959.
los sentimientos de participación sexual que experimento con res-pecto a usted, bien -—también aquí— pertenece a algún otro mundo?” Lo que sigue nos enseñará cuál podría ser éste.
“Las arañas pueden pinchar, como la lanza. Tenían muchos ojos alrededor de la cabeza, ojos indiscretos como no sé qué. Mire. pienso en usted. ¡Eso por lo que se refiere a la discreción!..”
La intrusión fálica adquiere aquí el sentido de una violación de la conciencia, del secreto subjetivo. El falo comienza, pues, a tener la significación de un instrumento de relación simbólica. Em-manuel prosigue: “¿A qué se parecen los mástiles de los barcos? Pienso en ‘Charcot’, el barco. Lo relaciono con Charcot, padre e hijo. Los mástiles se bajan bajo los puentes, como árboles aba-tidos.”
Charcot, “el inventor de la psiquiatría moderna”, como decía Emmanuel, es indistintamente padre e hijo Charcot embarcados para correr el mismo riesgo de ver comprometidos sus mástiles. El falo paterno se convierte por cierto aquí en el signo de la seme-janza entre el destino viril del padre y el del hijo.
Por otra parte, lo que sigue definirá este punto.
“Ese barco me hace pensar en un submarino, y luego me hace pensar en piernas y en un cuerpo. ¿Tiene tubos usted? Hay tubos voluminosos. Yo period pequeño en mi sueño. Unos gusanos me achi-caban los pies.”
El falo de papá, signo de participación simbólica, se convierte también en signo del peligro de la impotencia y de la regresión para Emmanuel. Regresión, en la medida en que nuevamente ad-quiere el sentido de un injerto corporal: submarino sumergido en el mar; quizá también tren-falo voluminoso que contiene el germen del viaje biológico de Emmanuel.
“Puedo estar seguro de ello”, prosigue, “esa cosa es una parte del cuerpo. ¿De qué cuerpo hablo? Del cuerpo de usted. Pero las piernas no son las suyas; me dan miedo.” A lo cual respondo: “En resumen: ¿no se sabe de quién son las piernas, de quién es el cuerpo?”
“De ninguno de nosotros dos”, responde.
Traduzcamos teniendo en cuenta esta negación denégation, es decir teniendo en cuenta lo que es afirmado en cuanto se lo nie-ga: un ser compuesto se ha formado, cuyo cuerpo es el mío y cuyas piernas son las de Emmanuel. Sin embargo, ese híbrido repre-
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senta a algún otro: “ninguno de nosotros”. ¿Quién es. pues, el otro, el tercero que aparece como el compuesto, en el sentido en que en química un cuerpo compuesto es cualitativamente distinto de sus constituyentes? Emmanuel previene mi pregunta:
“‘¿Quién hace arder la estación? El propio jefe de la estación. No lo veo. pues, a usted con una gorra.”
Pregunto inmediatamente:
“¿Conoces a alguien que lleva una gorra?”
“Papá”, responde. “Sería un incendio prendido por papá. El jefe de la estación saboteó su estación. Es un loco; irá al infierno; a los asesinos se los juzga.”
Ese alguien, identificado como el otro de la relación de parti-cipación corporal, es pues el padre, el militar con la gorra, cuya imagen se vincula también con el mal y con el diablo, exactamente como C2. Papá, que hace arder a su mujer, es quien destruye la estación, ese lugar de las relaciones y del refugio, y de ese modo compromete la mejor defensa de Emmanuel contra su identificación viril: ser sólo un cuerpo insertado sobre mamá, ser el submarino sumergido en el agua verde del mar.
“Las aguas territoriales son verdes, en normal, verdes como la luz que rodea la estación”, declarará Emmanuel durante otra sesión.
Por este hecho, yo mismo aparezco en mi relación con Emma-nuel de dos maneras: físicamente vinculado con él, destructor por una parte, de todas las dependencias contra-fóbicas que se han construido. Me convertí en la encrucijada de sus deseos y temores, el lugar de la oposición en cuyo seno nace una voz alienada, el sig-no de la insostenible contradicción en la que la unión es al mismo tiempo destrucción, la libido, destrudo; en pocas palabras: me con-vertí en el portador del falo, en cuanto éste adquiere el sentido perfectamente equívoco de ser al mismo tiempo instrumento de juntura y de escisión. La relación de transferencia, presencia y ausencia al mismo tiempo de la participación corporal deseada por Emmanuel, se convierte en su oportunidad para poder mantener vinculados ambos lados en la sola forma en que tal cosa es posible: en su vida simbólica.
Este sueño, que —según creo— evocaba en el sentido estricto de la palabra la “escena primitiva” —es decir la escena de la concepción del propio Emmanuel (la “Ur-szene” que se desarrolla
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en un “Ur-zeit”)—. reunía los términos esenciales del conflicto: todo el desarrollo ulterior de la cura iluminará, alternativamente, diversas interpretaciones de las relaciones humanas, vividas suce-sivamente en el contacto conmigo, que pudieran permitirle no ex-ponerse a la contradicción inmanente del símbolo. Mi intención no podría ser la de relatar aquí en detalle todos esos momentos esenciales, sino sólo la de agrupar ciertos elementos del contenido asociativo alrededor de esta rúbrica: la defensa contra el enfren-tamiento simbólico conmigo, es decir con su padre.
En las veinticinco sesiones que siguieron a esas doce primeras no se presentó nada distinto de eso.
Emmanuel desarrolla una actitud transferencial que conviene denominar “gay”. Los sentimientos que semejante actitud provocan en él obran por debajo de la thought de una “paternidad natural”, no me refiero a una paternidad que, de acuerdo con la expresión de Jacques Lacan, no se apoyaría “sobre la fe la ley” sino directamente, como la maternidad, sobre una filiación corpo-ral inmediata.
Toda una sesión es ocupada por la confesión alusiva de su amor por mí. Procede mediante, adivinanzas: “Está bien seguir siendo un soltero empedernido. Hay una publicidad de Royco: ‘el celibato es la libertad’. Creí que en su escritorio había una carta de alguien. Ser soltero es lo contrario de ser solterón. Es una lás-tima que usted sea una persona mayor, si no podría luchar con usted. ¿Sabe tomas de yudo? Pero seguramente usted es un recién casado. Oí que alguien lo llamaba Gilles. Usted se llama Gilles Audouard. Usted está enamorado de su oficio: en esta frase está la clave del enigma.”
Inmediatamente después Emmanuel desarrolla un tema de nacimiento, en forma de un salto fallado en paracaídas que. hace que se caiga tocando tierra primero con la cabeza, y termina di-ciéndome: “Si fuese budista saldría del gran Todo para volver a él.” Esto se aclara por la significación que el círculo tomó para él durante la misma sesión: un árbol un hombre cortado, es decir, vistos en corte; con el detalle adicional de que a los árboles habrá que atribuirles tantos años como círculos concéntricos se cuenten en sus troncos.
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Por consiguiente, el tiempo aparece aquí como una adjunción de círculos, como una salida de sí mismo que invariablemente des-emboca en una vuelta a sí mismo por medio de una ruptura con respecto a todo origen concreto, como una liberación que todo en-gendramiento carnal, cerrando sobre sí mismo el curso de la exis-tencia y creando la ilusión de la eternidad. ¿Acaso no son éstas expresiones que hablan admirablemente del tipo de amor que Em-mamiel persigue? Si desea mi amor, lo hace para asegurarse contra todo riesgo de paracaidismo en la vida, en la que siempre se cae tocando el suelo primero con la cabeza: sólo en un circulo el abajo y el arriba, el delante y el detrás llegan a unirse y a confundirse. También sólo en una relación de dos puede cerrarse el círculo del amor, según Emmanuel. “Nacer cayendo primero con la cabeza, significa morir”, declara.
Emmanuel se siente engendrado por mí en la medida en que instaura conmigo una especie de relación especular a la que se re-fiere como “un cerebro cortado en dos”. Esta relación le evita la angustia: durante la misma sesión, me dijo que cuando estaba solo en la oscuridad veía al diablo. Esta actitud es subrayada cuando Emmanuel me comunica su posición precise con respecto a su ma-dre. Durante la sesión, me pidió de beber una vez más. Luego de haberme vuelto a negar a satisfacerlo, se planta en mi sillón como un gatillo de fusil —ahora sabe que tal actitud reemplaza la posi-ción fetal— y me habla de la “cosa en” (que, según él, significa tanto la oposición C1-C2 como la división entre los brazos y las piernas de un hombre); y luego me dice:
“En el subte, una publicidad Riel y Camino representaba dos pies con una mujer delante. ¿Qué mujer? Una lavandera: en todo caso, una mujer especializada en el elemento líquido. Otras están todavía más especializadas en el elemento líquido: son las sirenas. Cantaban muy bien, atraían a los marinos y se los comían. Me acuerdo de una caricatura que representaba una mujer llevando a su marido de las narices —¡por supuesto que no por el traste!—. Yo estoy siempre adelante en los submarinos, en el puesto del piloto.”
De esta manera, Emmanuel comienza a considerar el abandono de su virilidad en manos de su madre como un peligro, porque comienza a percibir el aspecto fálico de su madre. Manifiesta la función defensiva del submarino: aunque quizá para comandarlo
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se coloca dentro del mar, por lo menos lo comanda él mismo. La siguiente evocación es elocuente:
“Los murciélagos chupan la sangre por las orejas, y la herida no se cierra. Existe el peligro de que no se cierre, porque la sangre mana. Hay un instrumento de guerra de la Antigüedad que servía mucho para hacer correr sangre: la lanza. Les dan latigazos a sus hijos por atrás, y también les tiran de las orejas. Sin embargo, nun-ca pensé que mamá fuese un murciélago, salvo ahora.”
Por consiguiente, Emmanuel siente que su madre le chupa la sangre como un vampiro, y a esa madre le atribuye las prerro-gativas paternas; prerrogativas de venganza, puesto que fueron con-quistadas contra la ausencia de su marido. El padre ausente se hace presente en la madre: ésta chupa como un vampiro la potencia de su marido ausente para chupar como un vampiro la potencia de su hijo presente. Desde ese momento, todo está dispuesto para que aparezca la fantasía de estallido de la madre, que simboliza la cul-pabilidad de Emmanuel por el hecho de tener que nacer.
“Los bebés salen por atrás. Hay que abrirle el vientre a mamá. Ella no logró que pasase por ahí…”
Interfiriendo con esta thought del nacimiento, surgen toda clase de imágenes de estallido, la más importante de las cuales aparente-mente es la del petróleo: el líquido que arde y hace saltar la sonda (derrick). Como si el contenido fetal corriese el riesgo de hacer estallar la sonda (derrick), el trasero (derriére) materno. El lí-quido que salta durante esta serie de asociaciones es también: el valor que sube en el silbato de las locomotoras, el “pis”, la yema del huevo. “Una señora murió”, cuenta Emmanuel, “porque no hacía suficientemente grueso.” Ese tubo perforador se asocia con el tubo que une al buzo con el aire libre, y por último se asocia con “el tubo que une al bebito con su madre”.
A partir de estos diferentes elementos, se desprende la thought de un nacimiento por estallido en el cual el propio pene-fórceps del padre hace estallar el cuerpo de la madre. El padre aparece así como la única posibilidad que tiene Emmanuel para escapar a la asfixia dentro del cuerpo de la madre: “Cuando se aprieta el tubo”, cube, “¡ñácate! para el buzo. Apretaban el tubo con pinzas.” El padre y el hijo corren un peligro comparable: al pasar por la pinza vulvar, uno es ahogado y el otro es castrado. La dependencia fetal y oral de Emmanuel lo aproxima, pues, a los peligros viriles; pero
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por otro lado espera que su padre lo libere de esta dependencia. Tal ambigüedad se expresa desde un ángulo notable en la decla-ración que me hace Emmanuel al irse:
“Cuando vine a verlo la primera vez, creí que usted me reci-bía pro pecuniam. Los canguros llevan sus hijos en el bolsillo. ¿Qué se mete en la bolsa? El dinero. Usted me entendió muy bien.”
En efecto, creo que comprendí: al meter en mi bolsillo el dinero que Emmanuel me da, en cierto modo lo estoy metiendo a él en mi bolsillo. Pero al hacer esto, no lo hago por él sino pro pecuniam, es decir para ganar dinero. En sus relaciones conmigo, pues, Emmanuel camina por el filo de una montaña: una vertiente es la dependencia umbilical, y otra es el rechazo excrementicio. Si llega a aceptar, no la ambigüedad de estas dos actitudes tomadas al mismo tiempo, sino su negación recíproca, lo hace comenzando a andar por el camino de la vida simbólica.
Por lo demás, escuchemos el relato del sueño que poco des-pués me trae; expresará mejor que yo lo que quiero decir.
“Cerca de V. (nombre de una propiedad de la familia) una vez, con otros muchachos, estábamos en una situación extraña, en el campo. En el centro había un cerquito. A la derecha, algas ver-des; a la izquierda, como una especie de barro. Al comienzo el cer-quito no existía. Sobre él teníamos mucho miedo. Después uno de nuestros amigos me prestó un frasco que pertenecía a su mamá. Lo rompí y me dio mucha pena.”
Me limitaré a citar sólo una de las asociaciones de la cadena admirablemente significativa que siguió luego, una asociación que puede facilitarles el desciframiento del sueño:
“Yo soy el que rompió el frasco. Hubo que abrirle el vientre a mamá para los tres ( para dos, para uno). No creo que todos sus clientes crean que rompieron un frasco, pero no todos tuvieron una operación cesárea (sic).” Después de haber dicho: “A Domin-go (su hermano menor) todos lo tomaban por mellizo mío; nos parecíamos mucho”, dibuja callado una casa con el techo puntia-gudo (lo que Françoise Dolto llama una “Casa de Dios”), apo-yándose con toda su fuerza en el papel: “así, bien impreso, el tipo que venga después que yo podrá verlo sobre la hoja de abajo”.
El estrecho cerquito de la vida simbólica abre, pues, el inter-cambio con un tercero.
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Lamentablemente, me es posible comunicar aquí sólo una parte irrisoriamente pequeña de las asociaciones a través de las cuales Emmanuel elaboró, durante unas diez sesiones, esta posición intermedia entre lo fetal y el vínculo anal. Finalmente llegó a situarse con respecto a mí en la actitud que C2 había adoptado con respecto a él, y a decirme a mí lo que su “vocecita” quería hacerle escuchar. Sólo relato una sesión: la vigésimo séptima. que resume bastante bien la convergencia de los temas que hemos extraído. En primer lugar la Spaltung del Sujeto, en Emmanuel:
“Eso (me muestra un elemento de su dibujo) es una cosa que rompe en dos los bloques de nieve, un anti-avalanchas; es muy eficaz.”
Luego el tema de la concepción y del nacimiento:
“Los aviones a reacción hacen pensar en cosas que salen por atrás. Es un líquido caliente que viene por abajo, por un tubo, y que hace andar a los aviones a reacción. Eso podría dar al mundo a un tipo más. Dos tipos tuvieron que poner los culos uno contra otro. Uno es masculino, el otro es femenino.” ¡En efecto, este de-talle es necesario!
En ese momento, Emmanuel se pone un lápiz en la boca. Le preguntó: “¿Qué representa ese lápiz?”
“Quizás allí esté —contesta— el nudo del problema. Es un cablecarril (me muestra el dibujo); va por el aire; está sostenido por postes y por un piolín. Cuando estaba adentro, estaba atado a mamá. No me pudieron sacar por el culo. Le abrieron el vientre a mamá.”
Inmediatamente aparece la división de Emmanuel y al mismo tiempo la oposición C1-C2, pero esta vez aparece como división entre su padre y su madre:
“La avalancha mata fácilmente a los tipos. No comprendo por qué un hijo es algo tan deseado. Simplemente basta con dividír-selo. Se forma por reacción entre las pequeñas partículas que salen del culo de cada uno El padre no quiere que nazca el hijo, la madre sí lo quiere; el padre no quiere tener bosta en la casa.”
Pregunto: “¿Entonces ese niño no tiene padre?”
Y responde: “¡Espero que usted no vaya a hacer comparacio-nes! Sería imbécil, sería todo lo contrario. Lo único que entonces tendría que hacer sería ahogarme en los retretes y daría con la casa.”
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En hueco y a través de la negación (dénegation) aparece, pues, el padre en su verdadera dimensión: la que le impide a Emmanuel ser una bosta sin importancia. Estar expuesto a seguir la ruta sim-bólica del padre significa correr el riesgo de no ser más que una avalancha fecal, luego de haber sido tragado y dividido en dos tro-zos —uno para la madre y el otro para el padre—. significa cami-nar entre las algas y el barro, no estar de un lado del cerquito ni del otro, no estar sometido a Cl ni a C2, significa ser el propio movimiento de la división, la “negatividad”, que es la estadía del espíritu junto a lo negativo, y que convierte en ser a lo negativo.three
Pero este camino por el filo de la montaña es exiguo. En un sueño ulterior, Emmanuel lo descubre: “Me había escapado de lo de mis padres. Subía por un glaciar. Un policía decía: ‘¡Seguí su-biendo así que te vamos a agarrar!’ ” El tono de esa voz se parece bastante al tono que adaptaba C2 para hablar. De todos modos, por supuesto, esa voz es la mía: Emmanuel no me lo hace decir a mí. Cuando le pregunto quién es ese policía, me contesta: “Usted es muy curioso pero no tan malicioso: ¡ese policía es usted!”
Pero precisamente, ¿quién soy yo?
Presente en mi ausencia, ausente en mi presencia, ¿qué soy sino esta misma pregunta? Emmanuel empieza a discernirme en la pregunta más difícil que me planteo como analista y alrededor de la cual no puede dejar de gravitar el análisis “didáctico”. ¿Estaría fuera de lugar si aquí explicitásemos un poco por qué la posición del analista es un puesto imposible? 4 No pienso que sea así, por-que la interrogación de Emmanuel me obligó a tomar mejor con-ciencia de ello; y si existe aquí “contratransferencia”, ésta es de la misma índole que la “transferencia” que antes ocurrió durante el análisis didáctico.
El “didáctico” no tiene que ser tomado en el sentido envile-cido del proceder de un alumno que le pide a un “maestro” —apro-vechando el análisis que ha emprendido con él —que reconozca que por su parte también puede analizar, dado que están reunidas
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three Cf. Fenomenología del espíritu. Prefacio, traducción francesa, p. 29.
four Las dos páginas siguientes se agregaron al texto inicial.
las mínimas condiciones requeridas para ello. Más allá de este pe- dido —por ejemplo cuando ha sido formulado el reconocimiento al derecho de ejercer el análisis— convendría llamar “didáctico” al pedido que queda: pedido de la castración vinculada con el hecho de ser analista “de verdad”, es decir el hecho de no depen- der ya de ningún reconocimiento oficial exterior a la práctica mis- ma. Diría entonces que durante este análisis didáctico se presenta un momento difícil en el cual ni el analista didacta ni el analista “de título”, que se analiza, están en condiciones —como lo señalé— de apoyarse sobre ningún tipo de referencia a una posición “reco- nocida”: entonces el propio análisis como experiencia en suspenso, situada fuera de toda referencia fija, como experiencia estructuran- te para un “X” presente en el analista como en todo aquel que viene a que éste lo escuche, es —digo— el propio análisis el que llega a no poder constituir ya una referencia homogénea y tran- quila en la forma de alguna “doctrina”, cualquiera que sea ésta. En efecto: un “cuerpo doctrinario” es algo fuera de lo cual cae todo analista formado, así como cae fuera de todo otro medio concilia- dor en el que pudieran disolverse y tranquilizarse sus propias con-tradicciones subjetivas. Entonces se da cuenta de que el análisis está castrado de aquello que al principio él creía que le habría de revelar su sentido propio: la reconciliación de las contradicciones internas de su deseo. El mismo se percibe como castrado del aná- lisis, en la medida en que la falta —cuyo espacio no debe ocupar él— se revela en el centro de lo que sus pacientes le revelan. En esta etapa de su comprensión de las cosas del análisis, sabe que esa ocupación sería indebida; comprende que su analista sólo ocu- pa ese puesto porque él mismo se lo concede indebidamente. De esta manera —ya se coloque del lado del analista del lado del analizado— reconoce que el puesto del analista no constituye nin- guna referencia segura. ¿Será acaso porque este puesto le corres- ponderá al análisis mismo tomado como cuerpo doctrinario? Pero precisamente éste se revela como no necesitándolo a él en cuanto subjetividad, y él mismo descubre que es incapaz de utilizarlo sin traicionar inmediatamente su posición de analista. No le resulta po- sible utilizar de ninguna manera una doctrina analítica: ni en su propio análisis ni en su práctica ni en sus dificultades sintomáticas ni en la posición en la que lo arrinconan sus relaciones, so pena de que bajo sus pasos se abra la huella de aquello que ni quiere
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ni puede ser: el “sujeto supuesto saber”.5 La palabra de aque- llos a quienes escucha le significa permanentemente que como ellos él no es analista, y ellos por cierto tampoco pretenden serlo. Siempre se es analista sólo en cuanto se es escuchado por un analista, y éste a su vez sólo es analista en cuanto se deja con- cernir por lo que escucha. De este modo, la neurosis del analista considerado como tal se le aparece como la ilusión de creer que esa neurosis se sitúa en su propia subjetividad también por cierto en la subjetividad del otro, cuando en realidad con todo esto sólo se trata de vicisitudes que se desarrollan en otra parte: en aquello abandonado por la subjetividad y que es preciso tratar de volver a situar en su sitio propio, que no es ninguna “interioridad”. En cuanto a la puesta en escena subjetiva de tales vicisitudes, se trata de una acción cuyo desenlace carece prácticamente de importancia.
¿Llegar a ser analista no sería acaso avenirse a reconocer que es imposible serlo a menos que se ocupe siempre otro sitio y resig- nándose a hacer siempre otra cosa?
Por consiguiente, Emmanuel me cuestiona en el sentido más genuino. Y por ello, en la medida en que consigue hacerlo, ya no tengo nada que decirle.
“¿Pero el Edipo?”, se me preguntará con todo derecho. ¿Acaso no estoy por dejar clavado ya que no el enfoque al menos sí el desarrollo y la declinación de la situación edípica? ¿Cómo com- prender el acceso a la vida simbólica fuera de ese trayecto edípico?
A decir verdad, el Edipo prolifera durante las sesiones del último período del tratamiento. Al cabo de la sesión citada más arriba, ¿no me cube acaso Emmanuel, por ejemplo, que el hidro- avión que dibujó es “la cosa para hacer pis de papá que puede posarse sobre la madre”? Y prosigue: “Me acuerdo de un viejo sueño: dos imágenes que tuve al partir papá, después del permiso, para la isla de Re. Ambas imágenes se confunden. Yo dirigía un establecimiento agrícola, vendía maíz, me asombraba hacer tan bien las operaciones.”
Le dije: “¿Reemplazarás a papá?”
“Seré padre de familia —reproduction— y podré posarme sobre mi madre. Al partir papá, puedo dirigir una empresa.” (Destaque-
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5 Conferencias de Jacques Lacan en la Escuela Práctica de Altos Estudios, 1964-1965
mos de paso que se trata de la misma empresa que el padre hubiese podido dirigir si su propio padre no lo hubiese obligado a enro-larse en el ejército.)
He aquí el Edipo. Pero Emmanuel se burla bien del Edipo que nos presenta. Lo importante es el sentido que el Edipo reviste pera él. Desde la primera sesión, su “vocecita” no hablaba inde-pendientemente de la situación edípica. Lo importante es la ausen-cia de solución que ha conseguido mantener frente al problema del sentido del Edipo. Caminando por el camino estrecho que ha des-cubierto, escuchémoslo decir una vez más que se encuentra ex-puesto a los símbolos:
“Cuando sea grande, seré anticatólico para hacer que me detesten, sólo para hacer que me detesten. Quiero que me detesten más tarde. En la parroquia de San X están todas las viejas. Es un catecismo bebe. Por eso no me gusta la Cruz. Sólo las viejas van a la iglesia.”
¿Quién no va a la iglesia?
“Se oponen a las que son jóvenes y dinámicas. Tengo la im-presión de que no puedo ser un hombre si practico una religión. C2 ya me creó molestias así. De todas maneras, me gustaría ha-cerme detestar por todos, sólo por placer. Trataré de hacerle mal a todos, largaré bombas atómicas. Quiero ser un villano, me gusta mucho Hitler.”
Así manifiesta Emmanuel que no ser amado (amado en el sentido de una designación de los sentimientos que gravitan alre-dedor del Edipo no resuelto) lleva al conflicto con sus propios valores y a la degradación de su propia persona. En lugar de que el vacío afectivo —la falla mantenida entre su padre y su madre como imposible independencia tanto con respecto a uno como con respecto a la otra— se llene con las palabras de su padre ausente, Emmanuel se convierte en su propio padre, aunque de una ma-nera negativa: para excluirse del sistema simbólico gracias al cual podía hacerse reconocer y amar. Se identifica con un padre a quien desconoce: ¿acaso él mismo no desconocía la voz que ema-naba de ese padre ausente?
¿Para qué esta relación de desconocimiento, salvo una vez más que para tratar de disociar el amor y el reconocimiento de sus pro-pios compromisos simbólicos? “¿Me seguirán amando si adopto el partido de C2?” Esta es una última tentativa para encontrar a su
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padre como padre simbólico, es decir como padre de sus propios símbolos, incluso y especialmente si esos símbolos se oponen al “símbolo de la fe católica” promovido por el padre actual.
¿Convertirse en padre de sus propios símbolos no significa, acaso oponerse siempre al otro? ¿No significa acaso afrontar siempre el riesgo de disociarse del “cuerpo doctrinario” en y por el cual uno quisiera hacerse reconocer? ¿No significa acaso aceptar el desconocimiento y la sanción de la herejía?
Pero lo que Emmanuel piensa va un poco más allá en la lógica de la fobia: en efecto, la muerte aparece en seguida en cuanto símbolo de la independencia conquistada por Emmanuel.
Dibujó indios. Los indios son hombres prehistóricos, es decir que “vivieron antes de que se haya empezado a escribir”; prehistóricos como su madre lo es en su propia historia, como Emmanuel lo reconoce sin dilación. Pero al mismo tiempo dibuja un hilo roto por todas partes y enrollado alrededor de un punto que —según declara— “detiene el embrollo de esa especie de pelota”. La forma normal del dibujo es “la de una cabeza” —según él—, y luego es “aproximadamente la de la parte alta del pecho con dos botones que son cosas sucias”. “En la historieta Tintín”, agrega, “se habla del Imperio del Atlántico (sic). Hay un carro volador con un desintegrador encima. Los Atlantes fueron cubiertos por el mar. Un tipo malo quería convenirse en rey de los Atlantes; para eso se apoya sobre algo que cerraba las compuertas, sobre algo que impedía que el muro se derrumbase. Murió ahogado. Los Atlantes se fueron a otro planeta…”
Emmanuel perdió la madre prehistórica que lo cubría; tam- bién perdió al tipo malo que lo quería enterrar en ella. Se escapó a otro planeta y al mismo tiempo perdió todo vínculo umbilical con la tierra madre y todo vasallaje con respecto a su padre. Ganó en está muerte la vida que llegará a atestiguar, por primera vez, hablándome —como en esa época no imaginaba yo que podía hacerlo un niño tan chico— y diciéndome que a partir de entonces ya no me necesitaba.
Dedica la trigésimo séptima sesión a dibujar, sin hablar, esqueletos: esqueleto-maestro, esqueleto-celador, esqueleto-centro-delantero-derecho, esqueleto-bailarín, esqueleto-arquero, esqueleto-aviador, así como los diversos lugares habitables por esqueletos:
one hundred fifteen
bóveda-departamento, agencia de alojamiento-pompas fúnebres, et-cétera.
Como término en sus antiguas participaciones corporales, sólo queda de Emmanuel un esqueleto que nada tiene que decir. Pero como niño que me escucha hablar, en cambio, tiene mucho que decir. Entonces no se priva de ello. De esa última entrevista con-servo el recuerdo de una puntualización lúcida, tranquila pero llena de un deseo de enfrentamiento contenido y vibrante: “Puedo vivir solo”, me decía. “¿Por qué le va a hacer gastar plata a mi madre todavía? Ya no lo necesito.” Esto es lo más importante que tenía que decirme.
Porque se sentía expuesto a los símbolos, Emmanuel vino a exponerse, por así decirlo, a mí. Para hacer eso se dejó tomar y guiar poco a poco por las leyes de la elaboración simbólica y en última instancia reconoció que esa tarea ya no le exigía que se crease vínculos de dependencia y de participación, sino que acep-tase solamente exponerse a mí que me dejaría exponer por él, como antes él estaba expuesto a C2.
¿Qué es precisamente esa elaboración simbólica, sino el Dur-charbeiten, la elaboración que transgrede las resistencias, cuya ló-gica nos hizo comprender admirablemente Freud? Apoyándome en textos básicos, podría demostrar de qué manera uno se expone a los símbolos cuando se resisten sus exigencias verdaderas y se los mantiene a distancia del “Yo”, a quien amenazan y destruyen por su propia constitución. En efecto: Freud nos dice6 que la agra-vación de los síntomas que se suele observar durante los análisis puede estar expresando la aceptación progresiva por parte de los analizados del sentido de sus resistencias. En el centro de ese Tummelplatz, de ese campo cerrado, de esa arena, el paciente se convence de la existencia y de la fuerza de los deseos que alimen-tan sus resistencias. La designación de la resistencia —-das Benen-nen des Widerstandes— no podría bastar: esa primera designación, ese señalamiento, sólo recibirá su efectividad, su real sentido, en los contenidos asociativos vividos que surgirán como pruebas y co-mo la huella de su marcha. Sólo entonces la designación que el analista había hecho de la resistencia aparecerá en su verdad.
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6 Erinnern, Wiederholen und Durcharbeiten, Obras completas, tomo X, p. one hundred thirty five.
¿Qué hay en todo esto que no sea el movimiento de mediación intrínseca del símbolo? “A veces el médico olvida”, escribe Freud, “que la designación de la resistencia no puede tener como conse-cuencia su inmediata supresión.” 7 En efecto, esa supresión está mediatizada: a partir de una designación al principio abstracta, es preciso que surjan todo tipo de oscuras experiencias a través de las cuales esa designación se confirmará, porque al hacer esto se limita a volver a la proliferación de los deseos subjetivos de los cuales es expresión y salvaguarda. Pero al mismo tiempo las expe-riencias que tenían que confirmar así la pertinencia de la designa-ción de la resistencia se invierten espontáneamente y se corporizan construyéndose en el nivel de la vivencia y de la imagen; en sín-tesis: se aceptan como resistencias subjetivas y por consiguiente como producto de la subjetividad. Será preciso que el “Yo” —tan odiable en psicoanálisis como en cualquier otra parte— se perciba a sí mismo como resistencia. “El médico sólo puede esperar”, pro-sigue Freud, esperar que toda esa subjetividad se venga finalmente abajo reconociendo que “sus” problemas no son de ninguna ma-nera los suyos y que desde el origen de su trayecto ya estaba aco-sado por ellos, porque constituyen las vías de la verdad como tal.
¿Qué es, pues, la resistencia, sino el tiempo mismo necesario para que se desarrollen las experiencias que representan la con-quista de lo verdadero? ¿Qué son, sino las figuras del camino por el que lo subjetivo aprende a desesperar de sí mismo y a renunciar a sí mismo? El “trabajo de lo negativo”, en el cual el sujeto ocupa un lugar tan importante, en la medida en que en todo momento necesita dejarse representar por algo distinto de sí mismo, el sujeto es aquello que todo significante reemplaza por otro significante.eight Ese trabajo de lo negativo se inscribe en el mismo corazón del Benennen, de la designación, que sólo vuelve a sí misma luego de haber dado sus pruebas. ¿Qué otra cosa hay en esta mediación que la negatividad constitutiva del símbolo?
Freud subraya expresamente que también el analista hace y rehace el trayecto: “Es una tarea costosa para el analizado, pero
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7 Erinnern, Wiederholen und Durcharbeiten, Obras completas, tomo X, p. 135.
8 Por referencia a la definición lacaniana del significante.
para el analista es una prueba a su paciencia.” 9 El analista permanece expuesto a los símbolos en la medida en que saber la verdad de su analizado del análisis lo expone a no ser ya analista sino —de acuerdo con la demanda de su paciente— “sujeto supuesto saber”: no puede ser reconocido sin desaparecer inmediatamente , en rigor, ser petrificado. Toda la dinámica de la designación de la resistencia se orienta a abrir la época de la resistencia, sin la cual no habría ninguna elaboración interior a la subjetividad; y cuando finalmente la resistencia se declare vencida, entonces la verdad de su designación nunca podrá ser atribuida al analista, puesto que su fin era sólo el de conducir al paciente hacia la pérdida de su posición de “Yo”, centro de atribución.
Cuando Emmanuel vino a decirme que lo secuestrase, es decir que desempeñase el papel de su padre ausente, y que me convirtiese para él como en la fuente viviente de los símbolos a los que se sentía expuesto, ¡qué tentación para mis primeros pasos de analista! Con una palabra, Françoise Dolto me señaló el peligro. Hubiese tomado el camino de quienes desean desempeñar para sus semejantes el papel de maestros de guías. Pero como analistas sólo conocemos un único maestro y guía, que no deja de exponer a nuestros pacientes exponiéndonos a nosotros mismos: la negatividad que obra en toda certeza que creyésemos adquirida, única potencia de transformación que hunde al sujeto en su deseo y mantiene el deseo como un desgarramiento. Permanecer expuesto a los símbolos es el puesto imposible en el que tratamos de mantenernos haciendo que nuestros pacientes accedan a él.
¿Acaso el mantenimiento de semejante apuesta no fue lo que convirtió a un muchachito de diez años en el lugar de una verdad ardiente?
(Traducido por Ricardo Pochtar.)
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9 Erinnern, Wiederholen und Durcharbeiten, Obras completas, tomo X, p. 135.
EL FETICHISMO CUYO OBJETO SE SUSTRAE Guy Rosolato
Las observaciones clínicas aplicadas al fetichismo no siempre están desprovistas de ambigüedad. No es raro que se diluyan en la des-cripción de otra perversión dominante, que el fetiche sea reducido a una mera condición del acto sexual, a una particularidad del cuerpo femenino , incluso, que se lo limite a designar las exigen-cias mínimas de una elección. Así, en los casos de Krafft-Ebing —donde tal dilución es perceptible—, el objeto raramente es ais-lado, exclusivo y suficiente. En otras partes la observación marcha bien pero subrepticiamente fracasa en su demostración: ¿es pre-ciso, por ejemplo, designar el pene materno a propósito del fetiche que apresuradamente se remite a la autoridad de Freud? El objeto se sustrae en sus implicaciones. ¿Acaso sólo se trata de un desva-necimiento, de una escapatoria, más bien habría que considerarlo como un escape (del mismo modo en que lo diríamos de un me-canismo de relojería, cuyo engranaje central está compuesto por tantos dientes como escotaduras)?
El conocido artículo de Freud (“El fetichismo”, 1927) nos pre-senta —junto con el ejemplo clínico introductorio— particula-ridades muy instructivas.
Recordemos las dos reflexiones que preceden su exposición, y que revelan la distancia establecida por el autor. La primera sitúa el fetiche como el resultado de un “descubrimiento anexo”, es decir que —a pesar de que el interesado lo conoce como anoma-lía— sólo adquiere su sentido durante las entrevistas durante la
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cura. La segunda observación se refiere a la reticencia de Freud con respecto a la publicación de tales casos: así es como percibe la necesidad de preservar un secreto, pero también la de ponerlo en evidencia.
El análisis nos mostrará de manera patente el papel desem-peñado por el objeto en negativo, en hueco, en ausencia, que en cierto modo con el objeto fetiche llega a concretizarse. Veamos ese texto. Sin fragmentarlo, indicaremos —mediante una numeración— los sucesivos nudos de sentido a los que el lector podrá referirse:
(1) El caso más notable (1) era el de un joven que
(2) había erigido como condición (2) de fetiche un cier- to “brillo en la nariz”. La sorprendente explicación de esto residía en el hecho de que, criado en una nursery inglesa, el enfermo había venido luego a Ale-
(3) mania donde había olvidado (3) casi totalmente su
(4) (5) lengua materna (four) Muttersprache (5). El fetiche,
cuyo origen se encontraba en la primera infancia, no
(6) debía ser comprendido (6) en alemán sino en inglés.
(7) El “brillo en la nariz” Glanz auf der Nase (7) era de hecho una “mirada a la nariz” ” glance on the no-
(8) (9) se” (eight). Así la nariz (9) period ese fetiche al cual, por
(10) lo demás, él podía otorgar a su antojo (10) ese brillo
(eleven) que los demás no podían percibir (11). Las infor- maciones proporcionadas por el análisis acerca del sentido y la intención del fetiche eran las mismas en
(12) todos los casos (12). Surgían de una manera tan espontánea y me parecieron tan categóricas que es- toy dispuesto a esperar que todos los casos de feti- chismo tengan una misma solución general. Voy a
(13) provocar seguramente una decepción (13) al decir que el fetiche es un sustituto del pene.
Agreguemos a este fragmento la precisión que viene unas líneas más adelante:
Diré más claramente que el fetiche es el sustituto
(14) del pene de la mujer (de la madre) (14) en el que el pequeño creyó y al cual —sabemos por qué ra- zón— no quiere renunciar.
one hundred twenty
Freud da a este ejemplo un valor excepcional: no sólo lo esco-ge para una presentación introductoria, sino que lo describe tam-bién como “el caso más notable (1)”. Cabe, pues, esperar que en él se puedan ver actuar relaciones fundamentales.
Señalamos de paso que el ‘”brillo en la nariz” no es el fetiche sino su condición (2).
Inmediatamente después, Freud sitúa la explicación en un plano lingüístico, a saber: a) de dos lenguas, una —el inglés— es para el joven primera con respecto a la otra —el alemán—. es su lengua materna (4); b) esa lengua fue casi totalmente olvida-da (5); c) por consiguiente, será necesario traducir para com-prender (6) no sólo la “condición” sino el fetiche mismo, es decir una nariz (9) a la cual se le podrá atribuir la cualidad de ser brillante. Es preciso tener presente tal rasgo —el desvío lin-güístico—, que sin embargo resulta insólito en este campo.
Hasta aquí, de una manera muy condensada, Freud reúne los datos necesarios y suficientes. Lo específicamente psicoanalítico sólo aparece a propósito de un salto: ¿cómo pasar, en efecto, a la noción esencial de pene materno? Freud la plantea como el resul-tado de sus observaciones realizadas sobre casos semejantes. No se entrega a una demostración lógica. No sólo es consciente de tal abre-viación —que adopta con conocimiento de causa— sino que se lo advierte al lector: “Voy a provocar seguramente una decepción al decir que el fetiche es un sustituto del pene (13).” La decepción po-dría surgir aparentemente por dos razones: a partir de la excesiva trivialidad de una explicación según la cual también en el caso de la perversión se trataría del sexo; pero sobre todo por la elipsis que conduce abruptamente a la clave. Por otra parte, el tema es más complejo de lo que parece: no se trata de cualquier pene, sino del de la mujer, y más precisamente del de la madre (14).
Los dos elementos principales, pene + de la madre, son apor-tados así de una manera repentina. ¿Habrá que admitir acaso el argumento de autoridad y confiar entonces en una especie de com-probación estadística, en un empirismo clínico? Incluso si de esto se tratase, estaríamos habilitados para preguntar de qué manera pudo Freud detectar esa correspondencia entre el fetiche y el pene materno, al menos la primera vez, qué concatenación lo condujo a ello una sola vez por todas, y en qué observación princeps, si no
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se trata en definitiva de aquella que Freud nos presenta como ejemplar y como la primera en su discurso.
Sucede precisamente que todos los elementos de compresión están aquí a disposición de nosotros, incluso aquellos que sólo apa-recen en una virtualidad cuyo interés consiste en atraer la atención sobre el objeto de falta.
Observemos ante todo aquello que conduce a la madre. Una sola palabra la invoca, sin vueltas. Se trata de la lengua materna , más bien, en alemán: Muttersprache. Ahora bien: ésta se en-cuentra casi totalmente olvidada, tal como sucede (más adelante lo leeremos en el artículo) con un primer recuerdo, con una pri-mera percepción, relacionados con el sexo femenino, con el sexo de la madre.
Muttersprache: en esta expresión no hay nada que recuerde a la lengua materna que se enuncia a sí misma: mom-tongue; de este modo la “lengua” pierde su doble sentido, lingüístico y también de órgano corporal, contenido en la cavidad bucal, prone de protrusión, órgano de sensibilidad y de reconoci-miento oral, órgano común a ambos sexos. Por consiguiente, sólo en el estallido de una visión furtiva y renegada escucharemos que la lengua ha asegurado un desplazamiento hacia arriba —hacia el secreto que se abre desde la boca— de aquello que permanece abajo, invisible y prohibido. Sólo queda sprache para que sea posible atribuirle a la vertiente materna, a la etapa inglesa, sin que quepa error alguno, todo lo que se vincula con look, con la mirada, punto de partida para el viraje de la traducción.
La vía materna está presente así en la secuencia lingüística. ¿Dónde, en cambio, encontraremos la referencia al pene? Por cierto, no está proporcionada de una manera explícita. Se trata del principal punto de ocultación en la exposición de Freud. De manera tan evidente es esto así, que deberíamos extraer alguna lección de tal circunstancia.
En efecto: no bastaría con remitir a una simbología ya esta-blecida para que asegurásemos la equivalencia entre el pene y la nariz. Es preciso además —incluso más allá de las determinacio-nes históricas (que Freud deja de lado)— reconocer en el discurso concreto de qué manera las palabras sirven como soporte y con-
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ducen —con el glance on the nostril y el Glanz auf der Nase—
hacia el órgano fetiche que es la nariz.
Por consiguiente observaremos ante todo que el paso de una fórmula a la otra provoca un cambio de sentido a partir de una
homonimia que es, en los fonemas comunes: glan(t)s: glans. De
esta manera resulta el paralelismo con la palabra glans (en fran- cés: el glande). Ahora bien, esa palabra latina fue adoptada tanto por el inglés —la lengua materna— como por el alemán —la len-
gua que no es materna, y hacia la cual se vuelve el sujeto secun-
dariamente—. Recordemos que la enseñanza de la anatomía en los países anglosajones —a diferencia de la costumbre usual en Francia— sigue siendo (y lo period por cierto en la época de Freud)
tributaria del latín en lo que se refería a todos los términos téc-
nicos. Como resultado de esto, el lenguaje ordinario heredó algu- nas de esas palabras, salvo por supuesto que el lenguaje de bajo fondo no haya suplido las reticencias y los tabúes sexuales. Si
bien en francés se cube “penis” —, mucho más raramente, con cierta nota de pedantería: “phallus” (por supuesto que en un lenguaje corriente, ni técnico ni psicoanalítico)—, en cambio no se dispone de ningún término latino que sea la contrapartida de
gland. Sobre todo en inglés —y menos en alemán (existe Eichel) —
glans fue adoptado de la misma manera en que el francés adoptó
“penis”. Figura en los respectivos diccionarios de esas lenguas, cuando éstos son suficientemente completos.
No olvidemos —y Freud lo confirma desde el comienzo
(6)— que todo el asunto está nucleado fundamentalmente al- rededor del paso de una lengua a otra, lo cual presupone la tra- ducción: de hecho, aquí al pasar de una fórmula a otra sólo el término “nariz” sufre una traducción, mientras que el desliza-
miento se produce por obra de una homonimia (falsos-amigos).
Tales relaciones de traducción constituyen el fetiche; sería imposible separarlas de éste. Sus distorsiones lo componen y lo ponen en acción.
El hecho de que se trate de una palabra latina no tiene que determinar que se descarte a priori su incidencia en esos efectos: precisamente por las razones que hemos expuesto, es decir su presencia significante en el lenguaje, cualquiera que sea pues para el sujeto en cuestión la época y la edad en que el fetiche se dice. Sin embargo —subrayemos esto — Freud no sólo no professional-
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nuncia la palabra (glans; palabra a la cual cultural y médicamente podía resultar smart). sino que deliberadamente deja en pe-numbras la relación detallada del fetiche con el pene materno. La palabra, ocultada, y sin embargo en su porte sonoro, fonemá-tico, de significante, presente y circulante entre las lenguas, se sustrae, a diferencia del objeto fetiche que por su parte perma-nece fijo con respecto a las palabras que le corresponden y que sufren una traducción patente (nose: nase).
A partir de esta perspectiva se iluminan las vinculaciones sintag-máticas de las fórmulas en inglés y en alemán.
Glance on the nose: la mirada a la nariz. En esta fórmula se encuentra resumida toda la dialéctica referente a la mirada del fetichismo.1 Se conoce la importancia del hecho de que el fetiche sea visto, puesto al alcance de los sentidos, que entre dentro del campo visual. Ahora bien, la mirada que intercambian dos per-_ sonas (la madre y el hijo, en este caso) funda una reciprocidad en un pestañear, un vistazo: la mirada en los ojos puede ser sólo el management de esa reciprocidad; lo intercambiado resulta ser de idéntica naturaleza, como por obra de un efecto de espejo que ambos ojos sostienen, percibidos en una sola mirada. Fuera de las palabras, el acuerdo —incluso cuando meramente se interroga por él— es sostenido de esa manera. Para que la nariz entre dentro del campo de ese intercambio, la mirada tiene que sufrir una leve desviación, un deslizamiento imperceptible hacia ella, sin que no obstante haya necesidad de apartar motrizmente los ojos; así un objeto que por su parte no mira, único, resulta intro-ducido —ya estaba allí— dentro del circuito. Siempre cabe pre-sumir que esa leve separación se produce en el otro. La recipro-cidad persiste, aunque a través de un desvío que pasa por el objeto “introducido”. La nariz es algo cuya visión está autorizada, a diferencia del sexo. Permanece en el intercambio: como objeto, es “arropado” con las miradas.
Es el testigo que, en el mismo instante en que se lo ve, es visto igualmente —recíprocamente— por la mirada del otro, aque-llo que uno mismo no podría ver, en la medida en que la madre
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1 Cf. “Généalogie des perversions”, en nuestros Essais sur le symbolique, Gallimard, París, 1969, p. 273.
(el otro) está preocupada por su objeto fálico. El alcance normal de la fórmula sería éste: se puede ver lo que se ve y lo que permanece invisible. Y por medio de la reciprocidad uno se ase-gura de que eso es visto, desde el mismo ángulo. El desarrollo debería presentarse así: el “ver ser visto” se transforma en “verse viendo”, con anterioridad a lo que enseguida vamos a considerar: “verse viendo aquello que no podría ver”, “aquello que no podría verse”, “que se ve”.
Otra vez hay que subrayar la incidencia de la secuencia in-glesa (look), es decir de la mirada atrapada dentro del aura materna. Esto permite dar un sentido cabal a la reciprocidad: ésta pasa por encima de toda diferencia y también por encima de la diferencia de los sexos; deja entender una oscura comuni-dad, ese pene virtual, al margen, y el cual —para ser verificado visualmente en su existencia— tendría que romper el espejismo narcisista de las miradas. La nariz constituye ese objeto inter-medio, no disimulado, común, que puede permanecer dentro de ese mismo campo por medio de una leve vacilación que no consu-ma la ruptura de la mirada.
Con la etapa ulterior del Glanz auf der Nase, vinculado a las ilusiones de la traducción, el objeto se afirma en su indepen-dencia; es afectado por una cualidad, el brillo en la nariz. Esta cualidad tiene una función precisa. Ese “brillo” anuda con ma-yor fuerza la relación entre la mirada y el pene. En efecto: si bien por parte del objeto no cabe esperar ninguna mirada, si bien ésta parece abolida, como en una especie de liberación del feti-chista, el efecto no deja de evocar al espejo: no obstante, el ob-jeto que brilla no refleja una imagen exacta sino una luz concen-trada, foco que parece irradiar a partir de sí mismo; no está habi-tado por una imagen pero conserva la virtud vicariante en relación con una mirada que ya no es del todo la mirada de los dos pro-tagonistas anteriores, puesto que uno está ausente y el otro (el sujeto mismo) no puede en rigor de la palabra mirarse; ese brillo se convierte en una cualidad autónoma, bruta, “sin pensamiento”, “sin juicio”, resplandor material solitario que, sin embargo, queda a merced —y sigue siendo el vector— de una posible mirada anó-nima, inasible y siempre implicada (digamos, en este caso, el padre fálico).
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Otro rasgo de ese brillo tiene que ser mostrado todavía, en la medida en que aparece claramente en una cantidad de objetos fetiche. El calzado, que es posible hacer brillar, el “en-cerado”, el impermeable el preservativo y. por último, el propio espejo, cuya importancia nunca resulta exagerada con respecto a las exhibiciones solitarias: todos esos objetos conservan —mien-tras siguen siendo velos que disimulan— esa cualidad de ser superficies lisas, que reflejan, que devuelven, y sobre todo la de ser impenetrables. Piénsese en el hecho de que el espejo es un objeto fetiche por excelencia: se oculta a sí mismo, porque cuan-to mejor refleja más se hace olvidar, y si parece ahuecarse con las imágenes que recoge, lo hace en realidad para disimular mejor su superficie de objeto infranqueable, no desflorada; re-chaza sin ceder, por más que produzca la ilusión de recibir una impronta de abrirse; de aquí deriva —junto con otras razones— la fascinación que ejerce.
Por consiguiente, es preciso retomar la indicación de hace un momento, relativa a la palabra ocultada, y encontrar en el glande mismo, en el órgano, el brillo inicial del tegumento, pero precisamente alcanzado en la cima de la erección, al aparecer fuera de toda envoltura. Detengámonos en este punto para se-ñalar de qué manera el fetichista está obligado a encontrar ese espejo —que es testimonio del espejo de su deseo— como el de una potencia que obedeciera estrictamente a los menores impul-sos, a los menores estallidos del deseo, como el de una voluntad sin obstáculos. Los objetos más opacos, los más sucios, tienen siempre la facultad —demostrada de manera más patente por cuanto se impone a contrario— de un brillo que sólo existe y que sólo surge a partir del único atractivo que le confiere su papel de fetiche. Por consiguiente, el brillo del glande sólo sería el signo seen del deseo, en el punto culminante del placer, tanto más extremo por cuanto es sostenido por un objeto, por mera atracción y aparición en el órgano. Y Freud señala bien esta fuerza que tiene carácter de decreto: “podía otorgar a su antojo (10) ese brillo”, y agrega: ese brillo “que los demás no podían percibir” (eleven), como para ponerlo al abrigo de todo examen, de toda influencia, para hacer resaltar su potencia de decreto. Se materializa la confrontación entre el pene y el objeto en el juego de la erección y en la expansión psychological que afecta
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al objeto fetiche entre su máximo de poder sexual y su desaparición mínima, su “menos de objeto” sexual, como una huida en perspectiva. Por consiguiente —destaquémoslo también en este nivel—. para que todo esto pueda realizarse es importante que el objeto llegue a desvanecerse, a sustraerse en su disminución metonímica, no sólo al remaining del guión, sino virtualmente desde su comienzo en posición de “renegación” permanente.
Se habrá advertido que la distancia tomada con respecto a la mirada del otro se refiere principalmente a la madre. Pero también por el brillo queda una huella de una mirada que, en esa distancia misma, suscita la referencia a la autoridad independiente (del padre) y, al mismo tiempo, más bien como consecuencia del placer obtenido, persigue su destitución.2 La mirada anónima, reflejada fijada en el brillo del objeto, recogida, objetivada, sigue el destino del fetiche: el destino que con-siste en tener que volverse opaca cuando pierde su potencia erótica fascinante.
Habiendo llegado a este punto es preciso que examinemos con cuidado el papel peculiar que desempeña la traducción. Esta es posible por el hecho de que lo que separa a las lenguas reside en la circunstancia de que los elementos homófonos tienen diferente significación, y por el hecho de que, inversamente, unidades diferentes tienen el mismo sentido. En el ejemplo que nos interesa, la transposición se realiza (la transposición de glance a glanz) subrayando precisamente la homofonía, a partir de la cual los dos sentidos pueden articularse. Lo que permanecería como fondo más allá de toda traducción es, pues, la patentización de los fonemas comunes: glans. Todo sucede como si una lengua common, un esperanto —en este caso el latín, que precisamente (como vimos) ha penetrado, en lo que se refiere a ese término, como si fuese una especie de contraseña, en esos dos mundos, el inglés y el alemán, para introducir el alejamiento que conviene a las cosas sexuales— hubiese venido a sustituir la diferencia que existe entre las lenguas. Destaquemos, sin embargo, la fragilidad de esa desaparición: en efecto, es preciso que
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2 Cfr. “Etude des perversions sexuelles á partir du fétichisme”, en Le désir et la perversión, du Seuil, París, 1967, p. 36.
la palabra sea pronunciada sin serlo (look glanz), que el comentario no la tenga en cuenta, que su detección pueda ser considerada nula como si no se hubiese producido, como si sólo se tratase del fruto de una fantasía inconsistente. Tendría-mos entonces un ejemplo (que sólo presentamos en calidad de tal), en el plano del lenguaje, de la renegación: la palabra (glans), presente en su secuencia fonemática y al mismo tiempo abolida, no experimentada. El juego de palabras que Freud propone muestra la importancia de las combinaciones de lenguaje para la constitución del fetiche. Lo que debe quedar en litigio es la posición de una palabra, presente y ocultada, que posee toda la carga de la nominación sexual. Sería interesante buscar en toda observación de fetiche una infraestructura de lenguaje e, in-cluso, ese mismo tipo de organización: en el punto en que la mera remisión a un objeto (el calzado) en su relación con el cuerpo (materno), en una referencia histórica, anamnésica traumática, corre el riesgo de enmascarar un dato esencial, neta-mente expuesto en el ejemplo de Freud.
En el caso presente, el objeto (esta vez la nariz) sólo advert-quiere toda su fascinación en la medida en que centra al mismo tiempo la superación de la diferencia de las lenguas y de la dife-rencia de los sexos: es nombrado, se hace evidente por medio de la traducción (nose: nase), en lugar de una palabra ausente, common, excluida (glans), e innombrable, pene imposible, en la mujer, y en la madre —puesto en lugar de una falta también imposible a la que obtura—. Este hacerse cargo por parte del objeto fetiche evoca aquella población que conoció Gulliver y que había encontrado el lenguaje universal utilizando en lugar de las pa-labras las cosas mismas que cada uno se comprometía a trans-portar consigo. El objeto releva a las palabras: con la diferencia de que, en el caso del fetiche, el objeto es uno y concentra todas las potencias sexuales. Si el lenguaje es el asesinato de la cosa, en el caso del fetiche tal orden se invierte y el objeto fija y sus-tituye las secuencias significantes que desembocan en él.
A partir de allí, el objeto fetiche hace resaltar lo que po-dríamos denominar el objeto de perspectiva: a saber, el objeto en negativo que funciona como organizador para toda construc-ción de objetos, sobre el cual se apoyan las cadenas de lenguajes que a él se refieren sin llegar a reducirlo a una definición com-
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pleta, y que se perfila como objeto de falta. Objeto de perspectiva: que atrae la mirada, sin las palabras, y la lleva más allá a través de las apariencias visuales del objeto y que es una pieza necesaria como el punto de fuga en la perspectiva pictórica, como los conjuntos vacíos.
Freud designó con seguridad esta representación del “objeto de perspectiva” por medio del pene materno, especie de concre-ción, de cristalización del objeto, tan indispensable como impo-sible. El “objeto de perspectiva” toma forma con el objeto fe-tiche que, en un solo movimiento, tiene que hacer aparecer la causa del deseo y sustraerse. El entrecruzamiento es tal que cuan-do el fetiche es cargado, el “objeto de perspectiva” pasa a primer plano y por esa razón resulta desnaturalizado, como si la falta se encontrase colmada; y cuando el fetiche es apartado el “ob-jeto de perspectiva” vuelve a encontrar su puesto con respecto al cual se ordenan los otros objetos.
De esta manera se esboza, en función del “objeto de pers-pectiva”, el carácter de pene anal propio del fetiche. Se notará que esta sutil presentificación de la ausencia corresponde a las inversiones de los valores de tipo anal: tanto en el sentido de la anulación, la donación inapreciable ridícula (el oro y el excremento), la potencialidad inconmensurable reducida a nada, tanto en ese sentido como, en el orden espacial, en el de la professional-gresión fecal según tres coordenadas: el ocultar-mostrar; la pro-longación corporal-que se separa; y la relación de continente a contenido, en la que éste aparece por cobertura y retracción de aquél. Y tales secuencias son sobre todo reversibles, están aseguradas por un management y por una economía. Dentro de este marco se ubican tanto el “objeto de perspectiva” como el objeto fetiche que lo sostiene. De manera tan evidente sucede así que tales características llegan a ser aparentes con este último ob-jeto: los rasgos fecales son muy conocidos; es preciso vincularlos con la última relación citada —de continente a contenido—, para que estén netamente representadas las envolturas a través de las cuales el pene (fecal) podrá abrirse paso. De esta manera los diferentes efectos de velo sobre el cuerpo, la gran frecuencia de las vestimentas conservadas como fetiches (calzado, cualquier prenda de vestir ropa inside, cabellos tomados como vesti-
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dura, and many others., bien —en el caso de Masud Khan3— el prepucio que recubre que deja libre al glande) señalan no sólo el juego de escondidas, sino también la exacta envoltura por medio de una vaina en la que se invagina y de la que se evagina el objeto, unas veces arropado (enrobé) para sustraerse (dérober), y otras des-vestido (dé-robé). De esta manera se encuentra representado el complemento que es el continente, vagina que sustrae al pene, que lo viste, lo disimula, y que lo da a luz y lo produce mediante una inversión análoga a la que puede practicarse con un dedo de guante. No hay que descuidar este aspecto potencial del pene materno, enterrado y secreto: el fetiche implica al mismo tiempo el velo (que no es más que el cuerpo, su reducto digestivo, va-ginal, de contenido) y aquello que es enmascarado (el pene) en una relación recíproca en la que cada uno se sustrae por la acción del otro, como resultado de una oscilación metafórico-metonímica.
Pero sobre todo ese hueco hecho para recibir (piénsese en el calzado), que es al mismo tiempo objeto peniano, explica perfectamente el aspecto negativo, retraído, del “objeto de pers-pectiva” que invierte y destaca el fetiche, en una oscilación que sostiene justamente su fascinación. Además, la posición anal, con la manipulación que ésta asegura, permite simular la castración mediante un control regresivo: son estas otras tantas condiciones favorables para el funcionamiento de la renegación (Verleug-nung), que efectivamente se refiere, junto con el fetichismo, a la castración. (Entonces la problemática fálica no sólo resulta transpuesta gracias al objeto, sino que por ello mismo se la man-tiene apartada.)
Ahora bien: ese “objeto de perspectiva” puede ser sometido a diferentes tratamientos. Junto con el fetichismo (y, según creo, junto con la obra de arte) hace protrusión hacia una gran am-bigüedad —la de la renegación—, y se materializa. Pero podría seguirse un camino totalmente diferente: ya sea el más flexible que dejaría al objeto dentro de una perspectiva sin extraerlo de ella sin hacerlo salir de ella, aunque percibiendo su enjoyable-ción, su lugar, sus articulaciones: en tal sentido, una de las tareas principales del psicoanálisis consiste en detectarlo en relación con
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3 Cf. Nouveüe Revue de Psychanalyse, 197Í, p. seventy seven.
su deseo. Pero otro camino se propone dominar directamente ese objeto limitándose a retenerlo sólo a el y poniendo en corto-circuito toda otra relación en beneficio de ese vacío central: esta actitud sistemática y cerrada —puesto que se plantea como una respuesta para todo—, especie de saber absoluto del no-saber, se apoya en un management anal del “objeto de perspectiva” que presupone un dominio sin mengua de lo ínfimo, de la inversión, del juego de la negación, y que no deja que nada se pierda, que nada caiga con una gran parsimonia de medios.
Se comprende entonces, partiendo del ejemplo de Freud —ejemplo cargado de implicaciones—, que toda observación actividad científica estética deba tomar partido con respecto a la suerte que se le reserva al “objeto de perspectiva”. Y ya se trate de acusarlo por el desvío fetichista de disponerle su zona franca en detrimento de algún otro objeto al que se considera caduco antes de toda valorización, el resultado que en todo caso se produce consiste en que el objeto de perspectiva se sus-trae. Esto tiene resonancias también en la práctica analítica.
En cuanto a los comentarios referentes al fetichismo mismo, la justa percepción del problema conduce a borrar —como me-diante una corrección ( una concurrencia) de la materia tra-tada— aquello que podría desempeñar el papel de tal objeto. Pero subsiste un margen.
Margen para preguntar: ¿Por qué no hay (más bien nada) ? El “algo” que se descubre y que desconcierta al etnólogo, al soció-brand, cuando no al psicoanalista, atestigua la importancia de esa nada, que Freud denominó pene materno.
Título del unique: “Le fétichisme dont se dérobc l’objet”, Nouvelle Revue de Psychanalyse, n° 2, 1970.
(Traducido por Ricardo Pochtar.)
Serge Leclaire
Luego que una joven apasionada maldijo y santificó mis labios (porque toda consagración encierra ambas cosas) me cuidé bastante supersticiosamente de besar a ninguna otra, por miedo a ejercer sobre ella algún influjo deadly.
Goethe, Dichtung und Wahrheit
Un velo tan transparente como infranqueable parece separar al sujeto obsesivo del objeto de su deseo. Cualquiera que sea el nombre con que lo llame —muro de aire celeste, de algodón de piedra—, lo siente, según nos dice, como una cáscara de vidrio que lo aísla de la realidad.
Pasará una noche junto a la que ama sin conseguir nunca tomarla en sus brazos; más pesada que una roca, su mano no llegará a ceñir su cintura, sus labios habladores no alcanzarán los de ella; y si acaso la llegara a tomar de alguna manera, entonces el encanto se desvanecerá y su deseo pronto ha de extinguirse. Más implacable que un muro, lo que allí se interpone es en verdad un sortilegio. Maldición que nuestro exergo evoca, dicho de buena mala hada, seguramente palabra abismal que consagra, eso es lo que siempre encontramos en el obsesivo unido con su deseo. Sin duda sucede lo mismo en el caso del gran obsesivo, y en él podríamos reconocer de una manera todavía más manifiesta el atascamiento del deseo en la palabra petrificada del síntoma, helado sortilegio.
Pero aquí limitaremos el campo de nuestra investigación a ese tipo determinado que es el obsesivo, conocido ya por su ca-rácter y descrito en su mundo, modelo acabado —podría decirse— del hombre en su esencial precocidad.
1 Conferencia pronunciada en el grupo de L’Evolution Psychiatrique el 25 de noviembre de 1958 y publicada en el n° 3 de la revista L’Evolution Psychiatrique, 1959. (Reproducida en Démasquer le reél, du Seuil, París, 1971).
Así, nada suele distinguir a Filón para sus semejantes; cual-quiera se sorprende al enterarse que frecuenta al analista: “¿Có-mo puede ser —le dicen—, si usted es un ejemplo de reflexión prudente?” Y es verdad. Filón parece una persona prudente y en él se fundaban grandes esperanzas. Soltero, tiene alrededor de treinta años. Poco diré de su historia a pesar de haber elegido referir aquí un fragmento de su discurso.
Es el hijo del medio de una familia de cinco; hace casi quince años que sus padres murieron, uno poco después del otro. Su problema consiste en saber qué va a hacer en la vida, y para reconocerlo basta con imaginarse todas las alternativas ante las cuales es posible detenerse sin escoger nunca. Ya en su más tierna edad, repite con gusto —para aprovechar una vez más el juego de palabras—, no sabía hacia qué seno inclinarse. La situación no ha variado: la enseñanza el petróleo, la ordena-ción religiosa el casamiento… siempre y cuando la decisión no recaiga sobre él. El único privilegio que reserva para sí es el de exponer —a quien quiera escucharlo— su duda, y más aún el privilegio de impugnar, de anular, la decisión del otro. Junto con la de ser amado y la de desembocar en el fracaso, ésta es una de sus tres grandes pasiones.
De una prolongada observación, lo único que aquí referi-remos será el extracto literal de una sesión: se conecta con el vínculo que une a Filón con su madre.
¿Acaso Filón había odiado a su padre, había querido com-partir el lecho de su madre, había tenido celos de sus hermanos? Sin duda que sí. Pero ¿cómo en explicit? En este punto el análisis se hizo más arduo.
¿Me equivoco si pienso que los elementos del complejo de Edipo ya se han convertido en “ideas recibidas”? Así, el deseo del muchachito por su madre, de la muchachita por su padre, las rivalidades correlativas de esas pasiones son invocados in-cluso fuera de los círculos psiquiátricos como argumentos y ya no como preguntas.
Y sin embargo, si nos tomamos el trabajo de detenernos en esta thought —que todavía ayer period nueva— que es el deseo del muchachito por su madre, es indudable que surgirán interro-
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gantes, aquellos mismos interrogantes que en épocas ya históricas invocaban quienes gritaban escandalizados.
Es verdad que el uso, que absorbió esa concept, la acomodó con gran velocidad a las exigencias de la expansión de un comer-cio intelectual cada vez más activo. “El apego a la madre” se convirtió en la fórmula conceptual conveniente surgida de esa evolución; es una concept cómoda y nadie se priva de usarla. Como se sabe, el gay permanece “apegado” a su madre; el esquizofrénico lo está en demasía; el obsesional lo estuvo inmo-deradamente; el perverso demasiado precozmente, y así sucesiva-mente. Por demás, por demasiado poco, en positivo, en negativo, raras son las historias de enfermos en las que no se invoque “el apego a la madre”.
En esto estaba con mis reflexiones acerca del poder de fascinación de las ideas nuevas y ya recibidas cuando Filón volvió a decirme, un día no muy lejano, que no conseguía rom-per ese apego a su madre cuya marca volvía a encontrar en el nivel de una tentativa amorosa.
Entonces se abrió mi verdadero oído.
Por supuesto que Filón sabía desde hacía mucho tiempo —y mucho antes de emprender un análisis— que el hecho de interrogarse acerca de su vocación religiosa period un rasgo ca-racterístico de quienes no habían podido resolver un excesivo apego por la persona de su madre. Pues bien, dado que la cues-tión estaba aparentemente resuelta por ese saber, él práctica-mente ya no la planteaba a lo sumo la invocaba a título de argumento de explicación.
Pero aquel día no la escuché en calidad de tal y le devolví con tono interrogativo: “¿apego?” “Sí —prosiguió— quiero hablar de ese carácter privilegiado de todo aquello que me ató a mi madre.” La idea de atadura me gustó y precisé así mi pregunta: “¿Cómo se anudó esa atadura?”
Esta es la secuencia que desarrolló mi pregunta. Por excep-ción, la he trascripto en el momento al ser alertado por una exclamación introductoria. Un corto momento de silencio; vacila en decirme lo que acaba de surgir en él; se excusa de esto con una palabra y, apenas diferida, sale la exclamación:
“¡Mierda! ¡Como si eso tuviese que ver contigo!”
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En boca de Filón es algo desacostumbrado. Prosigue: “La cosa empieza por la mirada; es como una comunión, una sim-biosis. Sí, en su mirada hay como una segunda mirada. Es como si ella hubiese encontrado en mí la satisfacción de lo que no encontraba en mi padre. Como si yo hubiese sido necesario para ella… Period un acuerdo secreto, una complicidad, una con-nivencia. La palabra que se me ocurre es ‘intimidad secreta’.
“Pero —y su voz se turba de emoción— se trata sobre todo de una relación verdadera de los dos lados.
“En la medida en que la seguía, esa idea de vocación era algo en cierto modo delegado por ella. Y tanto ella como yo advertíamos la locura de esa idea. ¿Acaso más tarde esa carta en la que yo volvía a cuestionar todo no la debilitó tanto? ¿Acaso sintió que su hijo estaba perdido?”
Se detiene un momento para observar, sutil, con su acos-tumbrado tono que se aparta del conjunto de esta secuencia: “Digo cualquier cosa… Lo cual quizás me permitirá terminar sabiendo qué digo.” Y prosigue: “Esa carta period como el anuncio del hundimiento, la confesión del fracaso de la empresa común. Carezco de meta… Sí, ya no tengo mi meta única de ser la sola cosa que mi madre necesita.”
Sigue un pasaje breve que no puedo referir; un poco lite-rario, el tema es su madre como único objeto. Y continúa:
“Me gusta hablar así. Es ese mundo en el que me complazco en mí mismo, gozo, me siento, me escucho. ¡Es estéril esa com-placencia! Pero eso también me gusta; al exponerme me preocupo por gustar. Quisiera gustarle a mi madre; a eso se cut back todo. Ser al mismo tiempo el vasallo y el señor de mi madre; el que ella ama, la que yo amo, secretos cómplices unidos en una mi-rada apasionada. El círculo está bien cerrado. Mi bienamado está en mí, yo estoy todo en él. Es la serpiente que se muerde la cola, yo mismo replegado sobre mi propio pene.”
“El análisis me gusta —prosigue por último— porque en él tengo oportunidad de hablar de mi madre, de exponernos a ambos. Pero me vuelve aquello: ‘¿acaso esto tiene que ver con usted?'” Así, con una variante más educada, abrochaba el ciclo de esta secuencia.
Casi íntegramente y sin agregarle por el momento ninguna interpretación, propongo este fragmento como término de refe-
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rencia. Desde un punto de vista de estricta técnica analítica, sería conveniente subrayar y analizar principalmente la excla-mación del comienzo. Pero aquí no tendremos en cuenta esa preocupación técnica. Más bien nos dedicaremos por el momento al “contenido” de ese fragmento en la medida en que articula de una manera relativamente clara y accesible para todos lo que ahora llamaría el complejo nodal del obsesivo.
Como la mayoría de los obsesivos, Filón fue el hijo preferido de su madre. De allí deriva, a través de todas las dificultades de su vida, una secreta e inconmovible confianza que nada podría en verdad alterar. Ese es el lugar edénico de muchas fan-tasías, el ámbito maravilloso de los viajes imaginarios, el santua-rio que está en el corazón de múltiples murallas fortificadas, que no puede ser violado sin riesgo de muerte. Es la nostalgia de una inefable felicidad, de un goce excepcional y perfecto. Por cierto que es preciso haber cometido algún delito para estar actualmente expulsado para siempre de ese universo que yace en el corazón de la rosa mítica.
¿Quién es Filón? Un sujeto predestinado, que se distingue de sus semejantes, de sus hermanos, por algún signo del destino, tanto para su desgracia como para su felicidad. En cierto sentido—como escribe Goethe— es un favorito de los Dioses. Esta es la marca secreta del obsesivo; Filón no carece de ella.
Si, mediante alguna astucia malicia como las que nos des-criben tantos cuentos, nos acercamos pues al santuario —con el pretexto de un tratamiento analítico—, ¿qué encontramos allí? Filón lo dice: “El que ella ama, la que yo amo, secretos cómplices unidos en un mirada apasionada.” No vayamos a objetar que sólo se trata de una fantasía de la imaginación fértil de nuestro héroe: si se le dijese eso, bruscamente se desharía en lágrimas, estallaría en sollozos de una manera tan perfectamente inespe-rada, tan desesperada y tan violenta que nosotros mismos nos sorprenderíamos tanto y quizá más que él, quedaríamos parali-zados por el asombro, como ante uno de esos prodigios que constituyen la dialéctica de los cuentos. Filón insiste en eso: “es algo totalmente verdadero de los dos lados”, y además ante todo eso no tiene que ver con nosotros”.
El obsesivo es la mayoría de las veces un ser de fachada y de engaño; es secreto, como todos saben, si bien se expone, dis-
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curre y raciocina sin preocuparse aparentemente por lo que se
le pueda responder, siempre que se le responda; en este sentido
es un indiferente, un buen egoísta, un tipo mezquino. Y sin em-
bargo, ¡cuántas veces repite a quien quiera escucharlo que es un tipo con la piel viva, un tipo wise, más intuitivo que todos los seres burdos que lo rodean! Lo que así nos dice lo vemos a cielo abierto en esas penas insondables, en esos sollozos ridícu-los, pueriles, inesperados, conmovedores, que surgen cuando se pone en duda la realidad sagrada del santuario.
Aquí alcanzamos la perspectiva sacrílega. Sé que conviene decir que todos nosotros desde hace mucho tiempo hemos supe-rado esos temores abismales y se los hemos dejado a algunos seres primitivos, a los supersticiosos y a los soñadores. Y sin embargo, si todas nuestras luces nos hubiesen liberado tan ex-haustivamente del miedo sacrílego, me pregunto por qué esa moneda cómoda del “apego a la madre” que usamos para re-sumir todo. Sé que actualmente también está la “relación madre-hijo”, más tranquilizadora en su atmósfera de nursery que el incesto con su contexto trágico. De todas maneras, prosigamos nuestra investigación.
Destaquemos que en las palabras de Filón no se trata para nada de “acostarse con su madre”. ¿Por qué? No pienso que sea por causa de la crudeza de los términos (a menudo los ha utili-zado, éstos y también muchos otros), sino porque sencillamente esa expresión que por lo común cree resumir el hecho del incesto no corresponde a la verdad de su experiencia.
Aquello de lo que nos habla es una “comunión, una biena-venturada efusión en una mirada”. Podemos detenernos, por cier-to, ante el cuadro arrebatador de un lactante que mira intensa-mente a su madre que lo tiene sentado frente a ella sobre sus rodillas. Pero esto no sería suficiente y no seríamos fieles a las palabras de Filón, porque éste nos habla de una segunda mirada y nos cube claramente que se trata de una referencia a su padre. Ya me imagino —porque yo mismo lo experimenté— lo que puede pasar aquí por nuestras cabezas teóricas: padre, Edipo, complejo de Edipo, celos, agresividad, más vale ocultarse, etcé-tera. Pero prefiero seguir el texto de las palabras de Filón, quien nos cube: “Es como si ella hubiese encontrado en mí la satis-facción de lo que no encontraba en mi padre.” Muy explícita-
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mente, se trata pues en el caso de una segunda mirada de aquello que la madre esperaba del padre: literalmente: “lo que ella no encontraba en mi padre”.
Aquí, precisamente, podemos encontrar el verdadero nudo de la situación, que puede articularse de esta manera: 1) mamá espera algo, 2) algo que papú puede darle y 3) que él no le da. Se trata, pues, literalmente de una espera frustrada de la madre que provoca —nos lo dice Filón con claridad no menor— que ella dirija esa espera hacia él: “como si hubiese encontrado en mí la satisfacción”. Según parece, pues —tal como Filón la system—, esa falta de satisfacción de la madre en el nivel de una relación con su marido es la fuente de la que deriva todo lo demás: comunión por la mirada, complicidad, intimidad secreta.
Desde este momento parece, pues —para puntualizar las cosas tal como se nos descubren en ese fragmento—, que aquello de que inicialmente se trata en el centro del santuario es el deseo insatisfecho de la madre, según aparece en sus intercambios con el hijo.
Por último, según nosotros esto es algo elementary, algo que en verdad constituye la clave de la posición obsesiva, he aquí esta observación: “como si yo hubiese sido necesario para ella”. Como se sabe, ninguna parcela del mundo del obsesivo escapa a la invasora construcción de la necesidad. No hay ningún placer que no sea necesario, no hay vacaciones que no estén ”motivadas” por la constricción de un programa. “Es necesario que” “debo” constituyen los denominadores comunes de toda actividad del obsesivo. “Mi sola meta —cube todavía Filón—consiste en ser la única cosa para mi madre” de un modo más clásico en el papel de Tito que cita con gusto: “… Hice que para mí fuese un placer necesario.
Verla cada día, amarla, gustarle.”
Por cierto, podríamos seguir analizando todos los demás pa- sajes del discurso de Filón del cual cité un fragmento, y en él encontraríamos otros temas de reflexión como por ejemplo el problema de la vocación, la duda por la cual cuestiona el pacto sagrado, la imagen de. la serpiente que se muerde la cola. Sin embargo, creo que nuestras observaciones —muy parciales—bas-tarán por ahora para comenzar a articular lo que constituye el complejo nodal del obsesivo.
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En el centro, según comprobamos, está la madre como ser de deseo. Conviene no olvidar nunca esto si se tiene cierta cu- riosidad por esa carrera en pos del tesoro que nos propone el obsesivo. Por cierto, hay mil y una razones para que una madre
se encuentre insatisfecha y aunque esta circunstancia no baste para producir un niño obsesivo, sin embargo es algo totalmente indispensable para su producción. Para producir un obsesivo bueno y verdadero es preciso en realidad que de una manera u otra el hijo quede marcado —Filón nos lo dijo con frecuen-cia— por el indeleble sello del deseo insatisfecho de la madre.
Esta es la experiencia primitiva, inefable, con la que se inicia la historia del obsesivo. En ese momento se detiene para él la historia del resto del mundo, sale del tiempo común y entra en la duración indefinida que marca las horas de su microcos- mo. Después de todo, esto es bastante fácil de concebir: no es mezquino favor el de verse, desde antes de haber articulado el voto, colmado por el favor de su madre, convertirse en el objeto elegido por su amor, aun antes de haber deseado y languidecido, y verse así colmado más allá de toda medida.
Freud afirma que la historia del obsesivo, al contrario de la del histérico, comienza por una satisfacción sexual precoz, difícil de volver a encontrar. Es muy cierto que, en el contexto pasional que acabamos de describir —en el que el hijo se convierte en el elegido de su madre—, todo contacto físico adquiere desmesu-radamente valor de abrazo erótico y más aun los cuidados higié-nicos diarios, sin tener en cuenta la limpieza más específicamente en la zona del perineo y sobre todo en el ano. No estoy inventando nada: en el diván, el obsesivo no puede soñar con violaciones más exquisitas, y con placer se imagina entregado a las manos de una atenta enfermera, joven y maternal.
Tal la experiencia sexual precoz con que está marcado el obsesivo, y que constantemente volvemos a encontrar. Esto es al menos lo que un análisis no puede dejar de volver a encontrar —y que vuelve a encontrar— a través de las coartadas de expe-riencias secundarias, negaciones, protestas, disgustos repulsio- nes electivas. Cuando digo “vuelve a encontrar” no pretendo que se lo vuelva a encontrar como se vuelve a encontrar un aconteci-miento olvidado. No: alrededor de ese secreto, se disuelve el tabernáculo y el momento de inefable gracia —aunque sigue sien-
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do lo que es— se une a la onda viviente de los recuerdos olvi- dados.
No es sencillo llegar hasta allí y se necesita ser tan veloz como tenaz y paciente cuando se presenta una abertura. En el caso presente, ya desde las primeras palabras aparece un temor y una cólera que no simulan: “¡Mierda! ¡como si eso tuviese que ver contigo!” No creamos que sólo se trata de una mera coinci-dencia de palabras: también en sentido literal se trata de la mirada. Por lo demás, el surgimiento de ese tema familiar señala el comienzo de la mayoría de nuestras entrevistas: entonces se trata de mi mirada, que él siente acogedora y benevolente, a la que considera un deber y un escrúpulo responder por medio de un rostro rígido, más bien escurridizo, como convendría —según piensa él— que fuera el de un analista. Esa acogida sigue siendo para él una pregunta, una seguridad, pero también una amenaza. Así precisa él la esencia de la situación mediante un sueño habi- tual que retoma en una ensoñación: “Alguien se acerca a mí —cube— clavando en mí la mirada. Es un hombre. Me esfuerzo indefinidamente en rechazarlo; de todas maneras se me aproxima; comienzo a golpear repetidamente en esa cara; cuanto más se aceleran mis golpes, más se me acerca y vuelve hacia mí como un punching-ball movido por un resorte. Parece insensible y en su rostro exhibe una sonrisa sarcástica. Me invade la angus-tia…” En ese momento, en los sueños, se despierta temblando.
¿Acaso se trata de la mirada despreciativa de su hermano mayor hacia el muchachito prudente , mejor aun, la mirada indefinible de su padre a través de cuya dulzura se abría paso algo frío, algo rigurosamente implacable? No lo sé; sin duda son ambas miradas, modeladas por la mirada del Otro al que él no llega.
Sin resolver nada por ahora, me he limitado a revelar lo que Filón me dijo.
Sin duda, ahora podemos intentar una explicación teórica de este fragmento de análisis.
No incurro en la ingenuidad de pretender que este extracto literal de un momento de sesión contenga —y menos de manera explícita—toda la teoría del deseo del obsesivo. Sin embargo,
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creo que este ejemplo, elegido entre otros, puede resultar escla-recedor. Tampoco tengo la audacia de creer que sólo mi experien-cia clínica nutrió e hizo nacer la articulación teórica que professional-pongo. Sigo estando convencido de que una experiencia sólo puede ser fecunda en la medida en que pone a prueba una hello-pótesis de trabajo.
Por consiguiente, antes de proseguir debo recordar en po-cas palabras la concepción de la evolución edípica en que me baso. No porque difiera de la que todos conocen, sino porque ciertas precisiones y matices articulados por Jacques Lacan abren ese esquema edípico hacia una utilización clínica más amplia y más estricta.
Podría decirse que el complejo de Edipo explica la evolución que paulatinamente reemplaza a la madre, como personaje cen-tral primordial, por el padre, como referencia última y principal. Una vez definido así el movimiento basic de esa evolución, conviene distinguir en él tres fases.
En el primer momento, el personaje central es la madre como ser de deseo. El sujeto se identifica con el objeto del deseo de su madre. Sin poder tener en cuenta la complejidad de se-mejante deseo, el hijo sólo parece conservar de él un esquema simplista: “para gustarle a la madre, basta que el hijo —mu-chacho muchacha— sea el falo”. De paso recuerdo que el falo, en este caso, no se reduce al aspecto físico de -la realidad signi-ficada, sino que desde ya tiene —como lo tiene para la madre— su valor simbólico y significante. Tal es, pues, el primer mo-mento: “para gustarle a la madre es necesario y basta con ser el falo”.
La siguiente etapa es la más importante y la más compleja, y en su nivel surgen la mayoría de los accidentes que generan la neurosis. Resumámosla en su evolución regular. Muy pronto el sujeto experimenta que la madre no se satisface con la primera solución y enseguida se separa de su identificación: ésta le pa-rece, por contraste, insatisfactoria. Esa insatisfacción junto con la persistencia del deseo de la madre lo remite a otra cosa. ¿Qué es esa otra cosa? Este es el enigma crucial que el deseo de la madre le plantea al hijo. Así es como aparece realmente en la vida del hijo —antes aún de estar especificada en su naturaleza propia— una referencia, un símbolo quecapta el deseo de la
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madre. De esta manera es como se presenta en el plano de la experiencia el tercero-otro. ¿Significa esto decir que el tercero en cuestión aparece sobre todo como persona? No. El más escrupuloso análisis revela que, por el contrario, ese tercero-otro, ese padre, aparece sobre todo como un ser al cual referirse (para despreciarlo para honrarlo, por otra parte), pero al cual referirse como a una ley. En la práctica cotidiana, se trata del “papá dijo.” “voy a decírselo a papá.” de la madre con problemas de autoridad. Pues bien, antes de ser privador, castrador todo lo que se quiera para el hijo, ese padre aparece ante ese mismo hijo como referencia, si no como amo de la madre. Y si bien el falo simbólico, significante del deseo, tiene que ver en esa referencia de la madre a su hombre, para el hijo sin embargo, y para su imaginación, el padre aparece ante todo como privador castrador en relación con la madre y no con él.
Es importante captar bien esto para moverse con facilidad en relación con todo lo referente al complejo de castración. El alcance de este segundo momento del complejo de Edipo consiste en este acceso del hijo, por medio del deseo de la madre, a la ley del padre en cuanto lugar del falo simbólico, en cuanto parece escamotearlo y retenerlo. El padre se revela como rechazo y como referencia. Este es también el momento en que el objeto del deseo aparece en su complejidad de objeto sometido a la ley del otro. Con una fórmula, Lacan cube que esta etapa descubre “la relación de la madre con la palabra del padre”.
El tercer momento es más sencillo. El padre no sólo es portador de la ley, sino que también la posee al poseer un pene actual. En pocas palabras: el padre es aquel que tiene el falo y de ninguna manera el que lo es. Por esto es preciso que el padre en cuestión no sea ni demasiado impotente ni demasiado neurótico. En este tercer momento, pues, el padre se revela como posesor actual y no ya sólo como lugar simbólico, de un pene.
La evolución puede completarse con la identificación nueva y con el surgimiento del preferrred del yo. Tanto para el muchacho como para la muchacha éste es el momento en que renuncian ambos a todo vestigio de la primitiva identificación con el “falo que le gusta a mamá” para llegar a ser “como un grande”; aquel que lo tiene aquella que no lo tiene y que lo esperará de un hombre.
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Así el padre, como portador del falo, reemplaza a la madre como sujeto principal y normador de la evolución. Después de ser el personaje central, la madre se convierte ahora en media-dora. Para el hijo ya no se trata de ser no ser el falo sino de tenerlo no tenerlo.
¿Cuál fue la suerte de Filón a través de estas etapas, cómo llegó a ser aquel que aprendimos a conocer?
No hay duda de que conserva de la primera etapa el más profundo recuerdo, si no el más claro. Por lo que parece, todavía vive en esa etapa. Si no cube: “Para gustarle a mi madre basta y es necesario ser falo”, falta muy poco para que lo diga, porque en el fondo esto es un poco lo que piensa cuando nos cube: “Mi única meta es ser la única cosa que mi madre necesita.” No tiene otro deseo que no sea el de gustarle; eso es lo que a él le gusta.
Incluso sin ir a buscar en la sutileza de los sueños la con-fesión de su identificación world con el falo, se describe a sí mismo reaccionando ante ciertas emociones con un rubor, una especie de calor y de congestión difusas que lo hacían crisparse y endurecerse por completo. Esta reacción world, esta manera total de ser, en cierto modo monolítica, no se limita a la actividad muscular. No tengo tiempo para detenerme en todo lo que en la manera de ser de Filón evoca la satisfacción inherente a esta fase primitiva de identificación con el objeto del deseo de la madre. Enunciar esos aspectos entrañaría una enumeración muy extensa.
Por lo tanto, si bien parece cierto que de esa primera etapa conserva una nostalgia que llega incluso a mantenerlo en un sueño del que no puede salir, no menos cierto es que no alcanzó el tercer estadio, aquel en el que —desligado de esa identifica-ción masiva— se plantea como poseedor del falo. En pocas pa-labras: no se siente hombre. A los treinta años, sigue siendo el pequeño, el sumiso, el que pide con cortesía, pide disculpas en todo momento, lamenta sus propios estallidos. No se siente semejante a esos machos que poseen mujeres: todavía no es cosa para él, y casi escucha la voz que le cube: “cuando seas grande”. Entonces se rebela, protesta, proclama su superioridad, su inte-
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ligencia, pero no hace nada. Y muy bien lo siente él mismo: todavía no es “un grande”. No se siente poseedor ni amo de su sexo.
¿Qué sucedió, pues, en ese segundo momento que —como dijimos— tiene que permitirle al hijo abrirse al mundo del deseo y de la ley a través de la madre? En el caso de Filón, parece algo excesivamente fácil de decir: en lugar de la insatisfacción, corre-lato pure de una identificación primitiva con el falo, en lugar de esa insatisfacción que lo impulsa a dirigir la mirada hacia las relaciones de la madre con el enigma del padre, en lugar de esa insatisfacción, Filón encontró la satisfacción.
¿Por qué? Muy sencillamente, porque su madre transportaba sobre él su propio deseo, con toda la inconsciencia y la pertur-badora ternura de una mujer neuróticamente insatisfecha. Casi no es necesario detallar correlativamente el rigor ethical del pa-dre, su encanto, su bondad, su caridad, que rodeaban una viri-lidad demasiado parsimoniosamente medida y que se ejercía co-mo con remordimiento bajo el signo del pecado. Todo esto lo resume Filón con estas palabras: “Es como si ella hubiese en-contrado en mí la satisfacción de lo que no encontraba en mi padre.”
Hace un momento recordé de qué manera nuestro héroe describe y evoca esa experiencia privilegiada que lo colmó más allá de toda medida, y de la que conserva la nostalgia más pro-funda. Desde entonces vive como en una prisión bienamada. Su madre, que hubiese tenido que ser la mediadora y el camino, se impuso como meta y como objeto. El círculo se cerró en una exquisita efusión cuando precisamente se iniciaba la carrera ha-cia el deseo.
Esa carrera prosigue aún, indefinidamente estéril, agotadora, en la esfera perfecta de la mirada maternal. Desde aquel mo-mento, todo tendrá que pasar a través de ese velo protector. La palabra de su padre le llega a Filón como en un eco; su mirada la capta como en una fotografía.
Reencontremos, por último, el deseo de Filón prisionero de ese pequeño mundo encantado.
Aquí es preciso recordar lo que hace un momento propo-níamos: la originalidad del deseo con respecto a la necesidad
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y a la demanda. El deseo es —decíamos— propio de lo imaginario y se concibe como mediación significativa de una antinomia elementary. Esto sólo podrá ser esclarecedor si se plantea que lo propio de la necesidad consiste en alcanzar el objeto y satisfacerse con él, mientras que la demanda apunta al ser desfalleciente del Otro.
Como cualquier otro hijo, Filón mantenía con respecto a su madre relaciones mezcladas, tanto en el plano de la necesidad —porque está lejos de ser ya autónomo— como en el plano de la demanda, porque el reconocimiento del ser es el fruto de una prolongada paciencia; en la medida en que Filón, como sus semejantes, vivía en esa doble espera, por eso mismo entraba dentro del campo imaginario del deseo mediador, interrogador, exigente con respecto a su madre. Esta misma, presa entonces en las redes del deseo de su hijo, solicitada nueva y secretamente siente resurgir en ella su propio deseo y su insatisfacción explicit.
Tales son las condiciones generales, fácilmente reconocibles, en que sobreviene el cortocircuito evolutivo que funda la neurosis obsesiva. La madre responde a la esperanza de su hijo mediante la manifestación de su deseo. El deseo naciente del hijo, apenas salido de la exigencia de la necesidad de la espera de la demanda, resulta de esta manera, de un solo golpe, desprendido, confirmado y, lo que es más, satisfecho.
El deseo del obsesivo, tan precozmente despertado como prontamente satisfecho, llevará más que cualquier otro deseo los estigmas de su precocidad. Ante todo conservará todo el carácter de exigencia elemental de la necesidad. También llevará, de manera indeleble, la marca de la insatisfacción inherente a toda demanda.
Una vez establecido esto en términos generales, volvamos al análisis de Filón. Como muchos otros obsesivos, en su tierna infancia imaginaba todo tipo de historias; su vida de sueño y de deseo se alimentaba tanto con los accidentes de su experiencia como con las leyes todavía oscuras del mundo de los “grandes”. Las hazañas del héroe, los sufrimientos del cautivo humillado excitaban más que su imaginación. En sus juegos realizaba proezas, le gustaba también que sus compañeros lo pisotearan, vaga-
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mente consciente de que con esto iba más allá de los límites de la inocencia conveniente para los niños.
Así fue como un día me habló de una historia edificante que, en el flotar de mi atención, me costó un poco concebir si había surgido de alguna revista ilustrada moralista de su primer libro de lectura. Era la historia de Gonzaga-quien-murió-como-mártir-en-los-países-bárbaros. No revelaré más de esta maravillosa y terrible historia, porque pronto comprendí que el bienaventurado Gonzaga period un antepasado venerado que realmente había vivido, sufrido y muerto hacía ya unos veinticinco lustros.
Más adelante volvió a hablarme un poco de esa historia. Lo interrogué: reconoció que Gonzaga fue secretamente su héroe; a los cinco años pensaba ingenuamente que era preciso ir a pie hacia los lejanos países bárbaros en los que uno se convierte en mártir; y para tener éxito más tarde en esa tarea se imponía largas marchas que primero asombraron a la familia enternecida y, cuando el secreto se reveló, la divirtieron.
¿Acaso Filón el elegido no estaba llamado a tales hazañas?
Veamos las fuentes de ese sueño infantil. El padre de Filón period un hombre honesto, prudente y razonable como el que más, pero además era pariente y devoto del héroe; en su memoria llamó Gonzaga al último de sus hijos. ¿Acaso en su juventud lo atrajo también el riesgo de las misiones lejanas? Muchos indi-cios permiten creerlo así. En todo caso, se convirtió en un marido y en un padre preocupado sobre todo por el culto de las virtudes.
Esto era precisamente lo que le había gustado en él a la madre de Filón. A través de su marido conocía y veneraba al pariente del mártir; a la muy honesta y muy estimable contingen-cia que era para ella su marido vivo se sumaba en sueños un Gonzaga de luz y de muerte. Tal fue la coyuntura de la que na-cieron los hijos. A ella se amoldaron virtuosamente y cada uno de ellos por su parte se formó su visión propia de esa paternidad híbrida.
De esta manera el pequeño Filón, sin duda el más dotado de todos, supo a través de los mitos de la tribu y los álbumes de familia reconocer el verdadero objeto de la pasión de una madre tan razonable y modesta. Su seguro instinto no lo engañaba. Y la madre pudo reconocer en su pequeño Filón el verdadero hijo
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de su amor, la luz de su sueño, el objeto mismo de su deseo. He aquí la “secreta complicidad”.
A través de su bienamada madre, Filón había buscado siem-pre la felicidad cuando no el placer. Ante todo fue su cosa, para darle placer, “el-totalmente-semejante-al-deseo-de-mamá”, falo di-ríamos nosotros de una manera abstracta , de una manera más concreta, algo que tenía que encontrarse del lado de papá. Pero pronto descubrió, con la certeza intuitiva de la infancia, cuál era el sueño de amor que constituía para mamá la ley y que ali-mentaba su vida: el héroe mártir.
Y entonces, para darle placer a mamá, para tratar sobre todo de reencontrar la referencia paterna, hizo del mártir el com-pañero de su imaginación. Por el momento, su naciente deseo se satisfizo con eso. Y esto tanto más por cuanto de ese modo vivía el mismo sueño que su madre. Unidos en un mismo sueño, pronto llegaron a ser los verdaderos esposos de esa honesta familia: compartían por igual el mismo “ideally suited”; tanto su deseo como su sueño se encontraban. Filón, llevado por la beatitud, penetraba así en la gran fantasía que es la vida del obsesivo; niño modelo e hijo incestuoso, realizaba su deseo compartiendo el de su ma-dre; ambos estaban satisfechos.
Ahora falta preguntarse por la suerte de la demanda en el caso de Filón. ¿Acaso porque compartía el sueño, el deseo y en cierto sentido la cama de su madre resultaba reconocido como sujeto ante la mirada de los otros? Por cierto que no; a lo sumo lo era ante los ojos de su madre, tan ciegos por lo demás.
Fue, por cierto, un niño satisfecho, relativamente feliz, si bien profundamente ansioso. Pero ese reconocimiento por parte de una madre ciega no podía bastar. De esto se fue dando cuenta poco a poco. Como period buen alumno, durante largo tiempo la estima de los maestros resultó un sustituto, y hubiese querido seguir siendo siempre ese alumno muy bueno. Pero llega la edad en que esa situación resulta difícil de sostener: los maestros no pueden compartir el deseo de Filón y de su madre, y dejan que se las arregle por su cuenta, que escoja.
Sin embargo, Filón pregunta, trata por todos los medios que se lo reconozca, que se lo guíe. Pero ni bien encuentra un con-sejero —y encuentra muchos porque incesantemente está inci-tando a cualquiera a que lo sea— inmediatamente lo lamenta,
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despreciativo si éste ignora su fantasía, inquieto en cambio si el consejero perspicaz le dice que salga de ella, satisfecho por últi-mo si consigue seducirlo, porque conoce el poder de su encanto.
En este punto es conveniente recordar (para comprender algo de ese manejo inagotable que todos conocemos en tantos otros Filones) que, al soñar en Gonzaga, Filón no esperaba en el fondo que su madre soñase con él sino todo lo contrario: esperaba que le revelase lo que ella había encontrado y que era algo mejor que ese sueño.
A su padre, testigo (mártir) viviente, le correspondía sin duda reconocer a Filón, ayudarlo a liberarse de las primeras trampas de su deseo, hacer de él después de todo un hombrecito. Pero su madre no le favoreció en nada el acceso, sino que más bien se opuso a él ¡y con cuánto celo bienintencionado! En lugar de ese recurso necesario, de esa apertura verdaderamente vital, Filón sólo conoció como respuesta el cosquilleo del deseo de su madre, un sueño en el cual comulgar, la estéril satisfacción de un voto compartido.
Hasta tal punto, que luego de esa experiencia primera y privilegiada ya no puede pretender que se lo reconozca sin dejar de evocar el placer que siguió a aquel recurso primitivo; ya no puede demandar sin que surja eldeseo; ya no hay ni una parcela de demanda que escape a la exuberancia fantasiosa del deseo más violento, aquel mismo deseo que fuera prematuramente colmado.
Podemos decir así que para Filón la demanda, movimiento basic del ser hacia el reconocimiento, es exclusivamente vivido según la manera propia del deseo. De esto surge pure-mente que el deseo —que de este modo se ha convertido en sus-tituto fantasioso de la búsqueda del ser— se condena, por esta confusión, a ser eternamente inaccesible. Por último (y ya lo hemos indicado), el deseo confundido de esta manera resulta, por otra parte, fuertemente marcado por el componente natural de la necesidad y se manifiesta en el caso del obsesivo con los caracteres de obligatoriedad, impaciencia e insistencia tan parti-culares; justamente los propios caracteres de la necesidad.
He aquí, por cierto, la ambigüedad del deseo del obsesivo; cautivo de la interrogación existencial que lo subtiende, su deseo es impotente para recordar su autonomía y su valor mediador entre la necesidad y la demanda: estéril, ese deseo prolifera den-
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tro del gran sueño que es su vida. De esta manera, Filón mani-fiesta la búsqueda desesperada del otro que pueda reconocerlo y al mismo tiempo devolver a su deseo la libertad. Esto lo per-cibimos a través de sus pasiones y de sus síntomas. Filón duda, choca apasionadamente con multitud de obstáculos; y este hecho sorprende, atrae la atención y despierta interrogantes en el que ha caído en la trampa del interés que Filón quiere suscitar; allí se ocultan el placer y la esperanza. Parece que lo único que Fi-lón puede hacer para romper su esfera encantada, su ampolla de vidrio y de sueño, es exponerse ininterrumpidamente; mostrarse —del lado de las nalgas del lado del sexo— como alguien que duda, un infeliz, un sutil dialéctico, un paradójico fracasado, todo esto con la secreta esperanza de que por último algún Otro, hombre Dios, pero verdadero, se habrá de manifestar e inter-vendrá para reconocerlo, para despertarlo de su sueño, liberán-dolo para su deseo, aunque fuese a través del castigo.
Pero aunque es verdad que esa esperanza existe, cuando Fi-lón la expresa ya no se trata de algo totalmente sincero. Filón es demasiado astuto. Ya sabe que sólo hay un Amo perfecto, in-negable, la Muerte, y sin embargo —aunque sepa que si lo reco-nociese ganaría su salvación— también en este caso se anda con vueltas y para escaparle se hace el muerto, hipócritamente se ofrece incluso antes de haber vivido: “¿Por qué habrías de to-marme —le dice a la Muerte en su sueño— si ya estoy como muerto?”
Y de ninguna manera esto es todo, porque vivir sólo de de-search engine optimisation no es algo impensable —es algo que puede darse, aunque resulta un poco fatigante—. A veces, por cierto, Filón —como todos aquellos tipos divertidos— quisiera hacer surgir, vivir y agotar la aventura de un lindo deseo, seguro luego de encontrar otro, todavía más picante. Pero esto ni siquiera cabe plantearlo. Vivir tal aventura supone ante todo una posibilidad de aproximarse —aunque sólo sea débilmente— a algún otro vivo y caluroso.
Precisamente, en el mundo del obsesivo eso no puede suceder. Filón y su madre, unidos míticamente en Gonzaga, dieron a luz un pueblo de sombras dóciles, dobles, indefinidamente repetidos. Pero se separaron (esa es precisamente la razón de su unión) de cualquier otro sujeto, de todos los otros seres de
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deseo. Filón nunca salió del halo del deseo de su madre; ignora literalmente que su padre, que cualquier otro sujeto, pueda vivir de deseo, pueda alimentar sueños diferentes del suyo.
Pero no hay ningún deseo que pueda sostenerse en el ais-lamiento de un sueño solitario. Así, el masoquista alimenta su pasión con el sueño sádico que su compañero tendría —porque de otro modo quedaría decepcionado—. Con mayor simplicidad aun: el que desea una mujer quisiera llegar a ser el objeto de sus sueños; y aunque raramente coinciden los dos sueños, no por ello son menos necesarios para que el deseo viva. Por último, en la época del amor galante, la apasionada corte del pretendiente sólo era concebible si éste estaba seguro de que el objeto de su ardor desempeñaba el papel de una mujer salvajemente reticente, según las costumbres. ¿Es conceivable en la actualidad hacer una corte galante de la manera clásica a una mujer liberada? Ya lo sea realmente diga serlo, la estrategia requerida es totalmente diferente.
Así es como hay que entender la fórmula según la cual el otro es necesario para sostener el deseo. Pues bien, Filón —cautivo en su única pasión— ignora fundamentalmente al otro como ser de deseo. Sin embargo, para que su propio deseo viva es necesario el otro. En tal callejón sin salida, cualquier cosa es buena para crear un otro de fantasía, soporte ilusorio de un deseo estéril. Dar al objeto inanimado las apariencias de la vida, hacerlo nacer, vivir y morir, elegirlo, colmarlo primero de cuidados y luego destruirlo, tal es el juego ridículo al que se ve reducido Filón. El objeto del obsesivo está investido con esa función esencial de alteridad.
Sin ese sostén industrioso, el sueño corre el riesgo de evaporarse, la Muerte el de aparecer como testimonio de verdad. Para evitar esta ruina, el obsesivo retoma incansablemente el agotador trabajo de reducir a nada aquello que él vive, y de darle al resto la apariencia de una vida efímera.
Esta imposible búsqueda del otro sigue siendo el rasgo más destacado del deseo del obsesivo.
Así el círculo está bien cerrado: el deseo satisfecho primitivamente ha reemplazado a la demanda, permanece aislado en
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un sueño solitario poblado de sombras, llamando incansablemente al otro excluido y sin embargo necesario.
Tal el deseo de Filón, según revela en su análisis.
Ahora es preciso que concluyamos.
¿Cuál es la ventaja —se dirá— de presentar así las cosas? Por mi parte —responderé inmediatamente— considero que se trata de una doble ventaja: teórica y práctica.
En primer término, desde el punto de vista teórico considero que retomar los problemas en su nivel psicoanalítico específicamente, el de la libido y el del deseo, es el aspecto más interesante.
Dentro de una perspectiva de investigación el análisis de un caso como éste parece apto para permitir la introducción de ciertas precisiones y confirmaciones acerca de los problemas fundamentales de la neurosis obsesiva. La imprecisa aunque capital “desintrincación” precoz de las pulsiones en la historia del obsesivo encuentra confirmación e ilustración en la satisfacción libidinal prematura, que bloquea el circuito de la demanda, único soporte racional de aquello que corresponde a la pulsión de muerte. Sin duda, desde esta perspectiva, encontraríamos también la oportunidad de articular por último el enigma del tiempo del obsesivo, tiempo cautivo del deseo (en el caso que pueda hablarse entonces de tiempo). Al pasar evocamos la luz que sobre la cuestión de la muerte en el caso del obsesivo arroja el estudio de su deseo.
Desde un punto de vista teórico más inmediato, la referencia a esos conceptos fundamentales —deseo y libido—, su progresiva elucidación, tiene que permitir que se puedan situar mejor respectivamente las nociones de uso corriente: ya se trate de las referencias tópicas, para precisar las relaciones constitutivas del yo y del deseo; ya de las referencias dinámicas, para insistir en la dimensión propiamente libidinal de la transferencia.
Por último, desde un punto de vista práctico —y supongo que éste es el que más nos interesa a todos— creo que este enfoque teórico central sobre el deseo puede sernos de gran utilidad.
Nos sitúa directamente en el nivel de la neurosis y nos permite atender al campo mezclado de deseo y de demanda que
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constituye la transferencia establecida con el obsesivo. Mejor que una referencia a la teoría de la transferencia a la estruc-tura del yo —referencia abstracta en su elaboración—, la apela-ción al “deseo” no hace necesario recurso alguno a nuestra cien-cia libresca. Está allí, vivo, inquietante, realmente presente en la tensión del intercambio terapéutico, trama del discurso, sus-tancia de las fantasías y de los sueños, esencia de la transfe-rencia.
Al interesarnos por el deseo nos encontramos, pues, en el nivel de una problemática específicamente terapéutica.
Ahora bien, si todo paciente neurótico —esto es algo muy conocido— plantea al terapeuta una pregunta, si de esa manera le dirige fundamentalmente una demanda implícita de reconoci-miento, el obsesivo por su parte lo hace también a su manera, particularmente difícil de resolver en la medida en que resulta intencionalmente confusa. Creo que nuestro análisis le permite al terapeuta contar con los medios para orientarse en el campo dé esa demanda de cuidado de ayuda. Tiene que estar atento al hecho de que, para el obsesivo, ya no hay ninguna demanda que no esté marcada con el sello del deseo. Hablando vulgar-mente —pero también literalmente— para él querer hacer que se lo reconozca se ha convertido en querer que se lo coja. Y hace cualquier cosa para llegar a esa situación.
¿Acaso basta para evitar ser engañado con no responder nunca responder sólo muy poco, de costado, como por ins-tinto —si cabe decirlo así— lo hacen tanto el psiquiatra experi-mentado como el analista? Aunque esta actitud sea fundamental, no creo sin embargo que sea suficiente.
Con la apariencia de responder, el analista también debe testimoniar; debe ser el que acoge serenamente la demanda y que puede soportar en el momento esa apelación al ser sin anu-larla de inmediato compulsivamente a través de una reducción interpretativa a alguna razón secundaria. Por último, tiene que utilizar su hábil talento discriminatorio y saber realizar siempre el corte entre la demanda y el deseo, entre el mundo de la ley y el del sueño. Esto hace necesario un instrumento aguzado, mani-pulable (que de ningún modo sea una imagen de papel), pero sólido, rápido y dócil para seguir el contorno de esas articulacio-
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nes, instrumento acerca del cual la más alta tradición habla pro-saicamente evocando el arte de cortar la carne.
Alrededor del símbolo fálico, significante del deseo, referen-cia central y mediadora en la práctica de nuestro arte, conviene distinguir sin fallar el falo real del padre de Filón y el falo imagi-nario de Gonzaga; la negatividad de la ausencia del héroe mártir y la negación de la presencia paterna; distinguir el ser del tener; pero conocer también la atadura que los liga, y por último no confundir la demanda de reconocimiento con las ganas de acos-tarse.
Todo esto nos parece necesario —y, en verdad, mucho más aun— para evitar que se crea que es preciso abrir las puertas de la prisión en la que el infeliz Filón estaría de rodillas; porque aunque sólo creyésemos en la imagen de la prisión entraríamos en el juego de su deseo y de su sueño. En cambio, si sabemos discriminar, eso nos ayudará a no olvidar nunca que esa cáscara de vidrio no es sino un huevo hecho de sueños.
Discusión
Prof. Sarro (Barcelona): La conferencia que acabo de escuchar me interesó mucho y me pareció que Leclaire mostró admirable-mente de qué manera el niño obsesivo encarna y pide realizar el deseo de su madre. Quizá quienes estén acostumbrados a la lengua española lo puedan comprender mejor: porque el mismo verbo (querer) designa las profundas relaciones existentes entre el deseo, el querer (vouloir) y el amor.
Dr. Henri Ey. El análisis existencial del obsesivo revela una vocación de mártir. Y en el origen de esa apelación y de esa demanda esencialmente ambigua de un deseo insaciable que apa-renta querer ser satisfecho y no puede absolutamente querer ser-lo, el psicoanalista descubre el nudo que ata al obsesivo a su
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madre y hace imposible el amor. Sin embargo, creo que la sempi-terna relación con la imagen de la madre no explica nada al querer explicarlo todo. Todo esto nos fue expuesto de una manera brillante en el estilo que Lacan y sus discípulos comparten, y en el estilo propio de Leclaire que tan bien sabe amalgamar las sutilezas de los rebuscamientos inconscientes con los prodigios que encuentra Alicia en el País de las Maravillas. Quizás en esa preocupación por alcanzar en su poesía el preciosismo refinado del humor barroco, Leclaire hubiese podido agregar que su “Filón” no es más que un “Filomeno”, puesto que su deseo no puede tenderse hacia ningún objeto y puesto que su apelación permanece carente de voz, porque no es y no puede ser “imán” (“aimant”) a “amante” (“amant”) en la medida en que siguió siendo demasiado irremediablemente un “amado” (“aimé”). Para él, el amor no se da ni se toma sino que se sufre como un martirio en el que se devour su imposible ardor.
Pero por más justificados que estén estos análisis, por más necesarios que sean para deshacer el nudo neurótico, tengo que decir —haciendo aquí de abogado del diablo— que no puedo dejar de pensar (como si fuese una obsesión) en el porqué y en el cómo de esa enfermedad del deseo que es cualquier neurosis.
Dr. Lacan: Expreso a Serge Leclaire mi aprobación y mi reco-nocimiento por su trabajo, fructífero para todos.
Difícilmente una luz proporcionada a las dimensiones de un caso podría estar mejor distribuida sobre sus particularidades. Como tales —y de acuerdo con la naturaleza del psicoanálisis— éstas nos llevan hacia la significación common del deseo.
Queda el deslinde clínico del caso, que una vez más nos hace lamentar el hecho de que la neurosis obsesiva no haya sido —co-mo lo merece— segmentada incluso desmembrada.
Si bien esto último entraña un defecto de claridad en lo relativo a un mecanismo esencial del juego del deseo en el caso del obsesivo —me refiero al hecho de que se desvanezca a me-dida que se acerca a su objeto—, no por ello puede decirse que Leclaire haya dejado de mencionarlo: al menos en el last de su exposición mencionó la instancia de la muerte en ese deseo (as-pecto éste que en otra parte ha articulado con tanto énfasis).
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Ante su público de esta noche, Leclaire no hubiese podido marcar mejor —según la enseñanza con la que se encuentra vin-culado— aquellos aspectos de una estructura cuyo propósito period hacer comprensibles. Por el hecho de poner en evidencia la estructura que sostiene las relaciones del deseo, del querer y de la demanda, su exposición va más allá del uso confuso que suele mezclarlos, tanto en los informes como en la práctica analítica. Y por eso también el reproche de Henri Ey, en el sentido de que se refiere a la sempiterna relación con la madre, es un reproche inmerecido.
Sin embargo, esa estructura está exclusivamente motivada por las relaciones radicales del sujeto con el significante, rela-ciones que Serge Leclaire no podía mencionar en este lugar.
En cuanto a lo que con tanta justeza señala el profesor Sa-rro acerca del menor interés en el análisis por los Triebe, lo menos que puedo hacer es mencionar el asombro que puede professional-vocar aun en las mentes más despiertas un descubrimiento que resulta de una sencilla encuesta de vocabulario: el hecho de que Freud nunca hable de instinto sino sólo de Trieb.
Lo específico del Trieb —en la medida en que se diferencia de la moción instintiva— es, en efecto, su coalición con el sig-nificante. Y a pesar de que las formulaciones de Freud no dejan lugar a ambigüedades, esto todavía no ha sido elaborado.
Trieb, deseo, querer: he aquí la tríada con referencia a la cual el profesor Sarro, ilustrando la declaración de amor a la española, nos sugiere que la progresiva reducción de la temática del deseo sería la vía regular por la que se afianzaría una elec-ción del objeto, que implicaría la plenitud de una satisfacción del sujeto, y que resultaría adecuada a la vocación monogámica.
En este aspecto, sólo puedo oponerme al sueño moralizante que desde hace algún tiempo parece legitimar en el psicoanáli-sis esa perspectiva best. Nada más contrario que eso a la expe-riencia de los siglos, y más aun a la experiencia condicionada por el psicoanálisis.
Porque precisamente el psicoanálisis es quien permite justi-ficar el hecho de que las cosas sucedan de una manera totalmente distinta.
Por razones de estructura, el deseo del hombre está marca-do por la aberración, tiene ese rasgo que deriva de la forma de
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la fantasía y más radicalmente del hecho de que desempeña el papel de la metonimia en una relación con el ser que sólo puede quedar acabada en el punto en que el sujeto ya no está más. Todas las “concesiones de la vida amorosa” son sólo el reflejo le-jano de una carencia última: de un límite infranqueable que la criatura encuentra cuando se entrega a la palabra.
Traducido por Ricardo Pochtar.)
ESTRUCTURA HISTÉRICA Y DIALOGO ANALÍTICO François Perrier
Todos saben que la histeria evoluciona de acuerdo con_su_época. Esa época es actualmente la de una cultura freudiana ampliada, incluso diluida en las vulgarizaciones; también es sociológica-mente la época del derecho a la libertad sexual y al goce. Por consiguiente, no hay nada asombroso en el hecho de que la sintomatología de las neurosis histéricamente estructuradas adopte el estilo y los giros de la moda del momento y no se disfrace con los vestidos de nuestras abuelas.
Por consiguiente, el estudio de la relación entre el histérico y sus interlocutores podría pasar previamente con provecho por un balance de los niveles_y_configuraciones de saber del paciente, por un inventario de las referencias implícitas explícitas al freudismo y a las ideologías personales que de él se deducen; esto, para establecer qué es lo que determinada neurosis le debe de hecho al progreso cultural.
Si, por otra parte, se recuerda la alianza original entre psi-coanálisis e histeria,1 se puede llegar incluso a suponer que a partir de la deuda de reconocimiento recíproco que el descubri-miento freudiano y el lenguaje de la neurosis pueden reivindicar, ambos discursos en su evolución y su progreso siguen siendo tributarios de vínculos siempre renovados. Por esto, porque es imposible establecer el inventario de los modos de actualización sintomática de la cuestión que la histeria plantea al psicoanálisis, porque sería fastidioso compulsar el álbum clínico de lo subjeti-
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1 S. Freud y Breuer, Etudes sur l’hystérie, P.U.F., París vers. cast. “La histeria”, C, Biblioteca Nueva, Madrid, r. I.
vamente específico de cada demanda terapéutica, los invariantes de la estructura histérica tendrán que ser buscados más allá de las ilustraciones que de ella propone, siempre de una manera singular, la experiencia clínica.
En última instancia, desde nuestra posición, distinguiremos por una parte la histeria lograda y “normal”, como idéntica a uno de los registros fundamentales de la relación de deseo entre dos sujetos (el registro de la identificación imaginaria); y por otra parte las manifestaciones y síntomas de la histeria como neurosis, como muestra de los modos de descompensación espe-cíficos de una economía relacional que por otra parte no tiene acceso a las estrategias de la obsesionalidad, a las recetas de la perversión a los derrumbes de la psicosis.
En este caso, la referencia a modelos de normalidad psíqui-ca, frente a las producciones de la psicopatología, manifiesta su relatividad. Si bien es verdad que cada sujeto, en su evolución libidinal y su destino sexuado, se apoya sobre identificaciones para acceder edípicamente a la estructura triangular que condi-ciona la economía de su deseo y subtiende su demanda de amor, también es verdad que toda “madurez” libidinal debe pasar por los modos histéricos de maduración (se habla corrientemente del núcleo histérico de toda neurosis). Los psicoanalistas saben muy bien que cuando por efectos de una cura un obsesivo, un perverso, un psicótico a veces, llegan a una “histerización” de la relación con el otro, entonces pueden hablar de éxito terapéutico. En ese caso, el término “histeria” pierde todo sentido peyorativo; salvo cuando se lo vuelve a encontrar en boca del paciente si éste trata de objetivarse a través de un autodiagnóstico.
¿Cómo explicar, de hecho, que el sentido peyorativo del vocablo siempre vuelva a renacer? Con esto mucho tienen que ver los médicos, a partir de Hipócrates y pasando por Babinski. La histeria se burla de la seriedad de la neurología y de la sabiduría de la psiquiatría; se burla, desafía reivindica, se escapa en la curación, traiciona a sus aliados, escapa y conserva su secreto. Y además está la etimología hembra, de la matriz, subterránea.. Al fin y al cabo, ciertamente por el hecho de que ante todo el término moviliza las defensas inconscientes contra el misterio siempre temible de la sexualidad femenina, ese hecho determina la formación de la liga para denunciar, en cada época, a la his-
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teria como impúdica imago de la mala madre y al mismo tiempo como ambiguo desorden de una carne andrógina.
A pesar de lo que Freud haya dicho acerca de la bisexuali-dad fundamental del ser humano, el hecho de que la histeria sea actualización, puesta en escena, dramatización incluso de esta verdad, resulta raramente perdonable. Quizá deje de ser así cuan-do, más allá de los tanteos y de las racionalizaciones, la proble-mática de la sexualidad femenina no esté ya petrificada en las ideologías, anatomías fisiologías que la objetivan al develarla para desconocerla mejor en nombre de los tabúes inconscientes.
Una observación a propósito de este tema: puesto que la histeria puede ser un diagnóstico para el hombre y no sólo para la mujer, en los trabajos teóricos y clínicos se presenta la ten-tación de hablar de ella en neutro; lo que en francés equivale a hablar en masculino. Así, tales textos deben ser descifrados do-blemente porque al hablar del histérico no se le ha dado uno de sus dos sexos posibles. En la medida en que precisamente la pregunta: “¿Quién soy, hombre mujer?”, es la pregunta que nos plantea el histérico, creemos que no es posible entender la interrogación de la misma manera y echar a andar la misma dialéctica según que el que pregunta sea femenino masculino. Y evidentemente sucede lo mismo con el analista que escucha: hombre mujer, siempre, tiene que preguntarse con qué imago lo ha revestido el otro en tal cual etapa de la transferencia. Ahora bien, al analista no siempre le resulta fácil desidentifi-carse de su Yo sexuado para seguir siendo el buen oyente que el otro busca en él, a través de la pantalla de las proyecciones fantasiosas.
De estas consideraciones preliminares se deducen dos capí-tulos. Estudiaremos separadamente la estructura histérica en la mujer y en el hombre.
La mujer histérica
Del síntoma como demanda a la demanda como síntoma
La única manera de explicitar la relación entre el psicoanalista y la estructura histérica, es a partir de una breve evocación de las
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modalidades del encuentro entre la paciente y su terapeuta. Sin duda, decíamos, la histeria evoluciona con su época; es decir que se instituye dentro de un cierto espacio de saber. Muy bien puede tratarse en este caso de una geografía de las comunica-ciones. Una familia rezagada aún en el anacronismo cultural de una aldea perdida producirá todavía enfermos como los de Char-cot y casos de conversión para los museos de la nosología: en cambio, las hijas de la intelligentzia parisina demostrarán con brío los últimos progresos de la caracterología histérica a través de las anécdotas libertarias de una hiperactividad sexual.
Entre ambos extremos, la histérica —condicionada de todas maneras por la cuestión del deseo sexual— se presentará para nosotros ya sea por el lado de la ofensiva, ya por el de la defen-siva.
Comencemos por este último término. Nos vuelve a llevar de la manera más clásica posible hacia la semiología de la con-versión.
La “bella indiferente” no habla; deja la función de mensaje a un segmento de su cuerpo a su propia estatua, en su mismo desfallecer. Interrogada acerca de su síntoma (cualquiera que se elija: parálisis, astasia-abasia, síndrome funcional, sensitivo motriz), sólo nos responde con un: “No puedo”; “No siento”; “No sé”, a nosotros que cumplimos la función de preguntar mientras ella se nos exhibe pasivamente como incapaz- de..
De esta manera, la paciente se hace representar por su sín-toma, y si se la requiere en primera persona —a través de la pantalla corporal que presenta al mismo tiempo como medio y como enigma para la mirada del clínico—, la respuesta del sujeto llega como una negación instituyente: “Es imposible que eso sal-ga de mí; me falta la palabra; la capacidad se me escapa.”
Cuando se es incapaz de escuchar, en el síntoma, la metáfora de la cuestión del deseo como imposible en su relación con el cuerpo propio, es fácil concebir que esa cuestión resulte rápida-mente clasificada, es decir eludida. Si una coartada terapéutica (faradización, placebo, predicado cientificista) llega a mostrar el poder embrujante del Otro, entonces se abre para el sujeto la puerta de una falsa curación que se apoyará sobre la proposi-ción: “Eso no salía de mí y por eso mismo me encuentro mejor sin saber por qué, sin estar subjetivamente implicado en la secreta
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expresividad de la perturbación que me habitaba y que ahora me deja.”
Si en cambio se persiste en una apertura interrogante, enton-ces la demanda encarnada por el síntoma comenzará mal que bien a hablar, en otra parte y de otra manera. Para obtener este resultado, bastará con recordar —con Freud— que el soma de la histérica es el soporte carnal de las sintaxis significantes del incons-ciente. Ello habla para quien sabe escucharlo.
La circunstancia de que las histéricas dejan también para su cuerpo el cuidado de negociar por ellas una cuestión que son incapaces de asumir, queda ilustrada por todas las frecuentado-ras de consultorios médicos y quirúrgicos que, tarde temprano, más menos drogadas cosidas, vienen al análisis en busca de otra clase de recurso. Otras incluso, tomando al pie de la letra su depresión y la descarga narcisista que la provoca, agregan a su tendencia a la amnesia los agujeros de memoria causados por el electroshock.
Tal es el lado de la defensa pasiva en la sintomatología histé-rica. Es evidente que implica cierta manera particularmente seve-ra de inmadurez libidinal. Se sabe que. en última instancia, puede presentarse el cuadro de la psicosis histérica.2 Aquí se revela dramáticamente la extrema fragilidad de ciertas pacientes y su tendencia a la regresión. A falta del soporte de una imago nar-cisista, sólo queda un cuerpo fragmentado como testimonio arcai-co del “estadio del espejo”; sólo queda una lengua secundaria para las angustias de la escena primitiva de las mitomanías místicas. Y sin embargo, nada está precluido. La dramatización no recorta para sí ninguna discordancia paranoidea. Sigue siendo presencia para el Otro y apelación a él. Basta con una meteorolo-gía relacional favorable para que la tempestad sólo aparezca luego como un chaparrón primaveral. En cierto sentido, el delirio histérico sólo era una orgía de desidentificación en la que el éxtasis desempeñaba el papel de experiencia orgiástica.
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2 S. Folin, Chazaud y L. Pilón, “Cas cliniques de psychoses hystériques”, L’Evolution Psychiatrique, t. XXVI, fase. II, 1961,p. 257
plaza a la demanda. La histérica lo aporta como dote que entrega al interlocutor perfect inconscientemente esperado. En cierto sen-tido, le firma un poder al síndrome creado por ella, y éste habla en nombre de su ausentismo, cuando no de su ausencia, con respecto a la cuestión que ella no puede asumir.
Aquello que hemos denominado el lado ofensivo del com-promiso histérico en un encuentro evoca ahora una coyuntura clí-nica diferente. En este caso viene al encuentro del analista la militante de la verdad del sexo y del amor. Al verla y escucharla, no se sabe qué es más verídico en ella: su bella mirada su discurso insistente. Está segura de la causa que defiende y nos toma como testigos de su desgracia. Aparentemente esa desgracia proviene de los hombres: unos son brutales y tiránicos, otros timoratos e incon-sistentes. En su egoísmo, su malignidad su ignorancia, nunca llegan a corresponder con la imagen de aquel al que la paciente tiene derecho. Así es como, con mucha frecuencia, el marido es arrastrado a ver al psiquiatra para ser objeto de una acusación. bien se resigna a ello con actitud fatigada, bien —más joven— entra en el juego y viene como culpable. Si todavía es más ingenuo, viene sólo para que el juez freudiano escogido por su esposa mida su virilidad y sus delitos. En última instancia, quizás a través de su testimonio sea posible descubrir mejor (y con menos trabajo) la economía de un deseo exigible insatisfecho en la compañera. Los maridos de histéricas ya han sido descritos.3 Enredados en el juego de su propio problema de castración, colaboran activamente en su propia condena. Sexualmente, su dilema es el siguiente: bien el deseo de la mujer es una orden y —si no controlan su erección— se convierten en impotentes; bien, prefiriendo su hora a la de su esposa, para escapar al fiasco, asumen el papel de hombres y racionalizan acerca de las incansables quejas de esa frígida razonadora. Esta se niega entonces a las gratificaciones se-xuales y al mismo tiempo consolida unos celos hacia alguna suegra, hermana cualquiera otra rival sexualmente vedada para el ma-rido.four
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3 L. Israël, “La victime de l’hystérique”, L’Evolution Psychiatrique, t. XXXII, fase. III, 1967, pp. 517-546.
four F. Perder, “Phobies et lTiystérie d’angoisse”, La Psychanalyse, t. 2, 1956, p. 165.
Por detrás de este conflicto conyugal precise es fácil encontrar las figuras de la historia edípica.
Cuando quiere responder a la demanda, el marido —sin saber-lo— está ocupando el sitio de la madre. Pasea a una agorafóbica; vela a una insomne; alimenta a una vomitadora; es la mucama de una intelectual. Y cuanto más hace, más rencor se le tiene y más frustrante se lo considera.
Si herido en su amor propio y excesivamente amenazado con la castración doméstica afirma agresivamente su independencia, en-tonces cae bajo el golpe de otra condena. Se parece a esos malos padres que fracasaron en su matrimonio “por no haber sabido descubrir una verdadera mujer”. Fueron esclavos esclavistas en su incapacidad para el culto dominado de un perfect femenino.. que su propia esposa, madre de la histérica, no encarnó para nadie (salvo, con mucha frecuencia, para un hermano joven que es el rival fálico nacido con buena estrella).
De esta manera, en una aproximación preliminar, se esboza el doble callejón sin salida en el que está la mujer histérica y hacia el cual atrae a los otros. Evidentemente manifiesta el estadio fálico que Freud describió en la niña pequeña. El extremo de su evolu-ción consiste en ser de cuerpo entero la girl-phallus. De aquí deriva su capacidad para el teatro, para la danza; de aquí deriva el pre-dominio de lo especular en el diálogo. Cuando habla, está entera —en sus convicciones y sus pasiones—. La que habla es ella, pero de hecho está hablando como portavoz de una verdad en estado naciente que va deduciendo de las palabras que se le ocurren. El sentido brota del carácter extemporáneo de la enunciación: está hecha para el psicoanálisis..
El hecho de estar entera y de seguir estándolo por todos los medios, le permite precaverse del peligro de pregunta que la ame-naza: dilema del tener y de la falta con respecto al ser. El doble callejón sin salida que evocábamos más arriba se vincula a esta problemática. En su narcisismo fálico, la histérica sigue siendo tri-butaria de los mecanismos de identificación imaginaria, que están hechos para abordar —sin resolverla— la pregunta por la diferen-cia de los sexos. Se identifica con el hombre porque necesita par-ticipar en su deseo para buscar, como él, la mujer en su misterio. Y al mismo tiempo aliena imaginariamente su pregunta de mujer
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en una mujer distinta de ella; otra mujer a la cual le reprocha que no sea tan entera y sin mella como ella sabe serlo.
De este modo, en su ofensiva de palabra, la mujer histérica se mantiene doblemente insatisfecha. Por su posición fálica, sólo se refiere a un ultimate del Yo masculino para comprobar la carencia de éste en su genitor: a ella sólo se la puede violar y el único que puede hacerlo es Júpiter. Le cuesta mucho soportar el hecho de que el deseo del hombre sólo pueda emerger de la asunción de una castración simbólica.
Por el lado del Yo perfect homosexuado únicamente encuentra en su madre edípica una mujer con tendencia a la regresión que desvaloriza el modelo de feminidad que hubiese tenido que encar-nar. El penis-neid asume en este caso una función explicit: es negado, rechazado oral y genitalmente como fuente de posible satisfacción. Al falo sólo se lo busca como flecha indicadora, vector del deseo en el camino que va hacia la fascinación insondable del otro: el tercero femenino.
Así queda de manifiesto, de acuerdo con la teoría freudiana, la fantasía bisexuada de la histérica 5: basta con que una situación sexual ejemplar se le ofrezca en una pareja, para que se las ingenie muy bien en mantenerse como término medio —a medias partici-pante y a medias excluido— con respecto a los otros dos. Gracias al soporte de una doble identificación posible, se mantendrá con más menos verba y felicidad en un deseo insatisfecho, al abrigo de una frigidez que es su salvaguardia y la garantía de su ambiguo desinterés.
Si, por el contrario, se derrumba uno de los soportes identi-ficatorios que necesita, llega a sentirse involucrada de una ma-nera demasiado directa en el deseo del hombre, entonces no podrá afirmarse femeninamente como objeto de ese deseo en la medida en que es incapaz de aceptarse en su cuerpo como causa de ese deseo.
Acerca de la castración
Si es cierto que sólo se desea aquello que no se posee y que, en la teoría freudiana, la asimetría anatómica de los sexos es el soporte
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5 S. Freud. “Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidíid” (1908). C, B. N., Madrid, t. I S. E., vol. 9.
conceptual e imaginario de una dialéctica que sabe diferenciar entre deseo sexual y necesidad orgánica, entre pulsión e instinto, entonces —a través de la pregunta de la histérica— podemos llegar a algunos teoremas:
1) Puesto que, al principio, la muchacha y el muchacho se encuentran en posición narcisista por el amor de la madre, su pun- to de partida es casi idéntico. Ocupan el lugar del falo.
2) El problema de la falta, preparado por la pérdida del objeto anal, se negocia en el Edipo cuando la insuficiencia del muchacho con respecto a su ambición y la falta actual de la muchacha con respecto a su pretensión fálica resultan retraducidas, retoma- das, reagrupadas en una problemática distinta: la de las estrategias del deseo entre el hombre y la mujer.
three) En el muchacho, la castración simbólica es asumida por él mismo en cuanto peniano cuando su padre falóforo se convierte para él en un hombre que desea, es decir que también es hijo de otro padre.
four) En la muchacha, la castración es asumida por ella misma cuando la madre, que tiene deseo del deseo del padre, se convierte para ella en una mujer que sabe hallar en su hombre aquello que éste no posee del todo.
5) De esta manera se llega a un álgebra en la cual entre dos participantes amorosos el deseo, que siempre es deseo del falo en el otro, sólo se produce como acceso a la falta en la forma de – ϕ.n6
6) En definitiva: no ser ya el falo y no tenerlo conducen a la muchacha y al muchacho a la diferencia de los sexos: un pene nada. Aquí es donde la falta no es vivida de la misma manera en uno y otro sexo. El muchacho —puesto que “no deja de tener”— tendrá que asumir una falta simbólica: un duelo del Padre en sí mismo, cuando transgreda la prohibición sexual. No por ello de- jará de apuntar en la mujer al -ϕ de su intercourse-enchantment: diamante negro, fetiche, misterio, tiniebla gozosa, hiancia de lo actual, falo fósil del antepasado, maculada concepción, grito del orgasmo.. El hombre deberá siempre su erección a algún elemento de la instancia fálica proyectada en la mujer.
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6 J- Lacan, Ecrits, du Seuil, París, 1966.
Por su parte, a la muchacha, en realidad, no le falta nada. No es en ella donde el falo se pierde, sino en su madre primero y luego en su padre. Pero este acceso a la falta, para no ser más que la castración del otro, la conduce hacia un problema más radical: el de tener en sí misma, sin saberlo, eso que el no ser nada con-vierte a su cuerpo en templo del deseo del otro para celebraciones en las que ella encontrará su felicidad por no saber ya quién es ella en aquello que no tiene.7
De esta manera, al “no tengo” del hombre le corresponde un “no soy” de la mujer. A esta doble aserción negativa no puede lle-gar la histérica en su singular destino.
Acerca de la transferencia
Si las histéricas le deben a Freud el conocimiento de que tienen un inconsciente y una particular aptitud para los mecanismos de la represión, Freud, por su parte les debe a las histéricas el descubri-miento del fenómeno de la transferencia. Desde la Anna de Breuer hasta el célebre caso Dora,8 todos los estudios acerca de la histeria demuestran la aptitud de las pacientes para actualizar en la cura los movimientos afectivos que las animan. La situación nunca es descansada para el analista: “En cuanto a la transferencia, se trata de una verdadera cruz. Lo que en la enfermedad actúa con una voluntad propia e indomable —haciéndonos renunciar a la sugestión indirecta— no puede ser enteramente eliminado por el psicoanálisis; a lo sumo se consigue limitarlo y lo que de ello subsiste viene a manifestarse en la transferencia.” Así se expresaba en 1910 el maestro en su correspondencia con el pastor Pfister.9
Esta cita expresa muy bien una posición cuya constancia en Freud quisiéramos subrayar. Podríamos resumirla así: por mejor probado que esté que gracias a la transferencia y en el análisis de
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7 W. Granoff y F. Perrier, “Le probléme de la perversión chez la femme et les idéaux féminins”, La Psychanalyse, t. 7, 1964,- p. 141.
8 S. Freud, “Dora. Un cas dTiystérie”, Cinq psychanalyses, P.U.F., París vers. forged. “Análisis fragmentario de una histeria”, C, B. N., Madrid, t. II.
9 S. Freud y pastor Pfister, Correspondance, lettre 19, Gallimard, París vers forged. Correspondencia, carta 19, F.C.E., México, p. 36.
la transferencia se produce la liberación de las formaciones del inconsciente —con otras palabras: incluso si los inevitables movi-mientos afectivos dirigidos hacia la persona del médico son, como fenómeno localizado, el instrumento mismo de un desciframiento que originariamente era el único proyecto de la cura—, aun en ese caso la transferencia no debe ser inducida, no debe ser favorecida. Sólo tiene sentido cuando se produce a pesar de todo, sin que ninguna complicidad táctica del que practica el análisis con la duplicidad de la paciente le permita intuir a ésta que se le están cocinando recetas técnicas.
Creemos que esto tiene gran importancia en una época cul- tural en la que, por una parte, todos los pacientes que llegan al análisis saben mal que bien que “tendrán que pasar por la transferencia”; en una época, por otra parte, en que por efectos de la formalización de las doctrinas analíticas los terapeutas pueden cargar previamente a la transferencia con un sentido instrumental antes de encontrarla como un obstáculo.
De acuerdo con nuestra experiencia, sólo en la medida en que todo análisis es la frescura de una reinvención del análisis como experiencia princeps, puede el descubrimiento freudiano verificar sus leyes. Toda conspiración consciente inconsciente entre dos interlocutores para “hacer análisis como los otros”, es una traición precisamente de aquello que la cura especifica.
Conviene agregar todavía algo: sucede que todas las teorías que se han podido formular acerca de la transferencia y de su manejo, incluso de su liquidación, quizá no tengan suficientemente en cuenta el hecho de que la histérica es quien inventó la transfe- rencia. Partiendo de esta circunstancia, muy a menudo con concep- tos infiltrados por los modelos de la relación entre la histeria y el psicoanálisis, muchos autores tratan de explicar lo que ocurre en el caso de un perverso, de un obsesivo incluso de un psicótico. Quizá —más de lo que se cree— la pobre estadística de los éxitos tera-péuticos del análisis en esos departamentos nosográficos es conse- cuencia de los prejuicios del analista. ¿Cuántos escapan, en su dis-ciplina a la tentación de considerarse a sí mismos como una estre- lla fija, un punto inmóvil, un invariante, y de endurecerse en un aquí, en un otra parte, en un silencio, en una impasibilidad, etcé- tera…? Toda identificación del analista con una “actitud” es un concreto llamado a la transferencia.
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Esta es quizá una digresión que nos lleva fuera del campo de estudio que nos hemos fijado aquí, pero esta excursión no será inú-til si sirve para destacar la problemática de la transferencia en la histérica. Hay textos demasiado conocidos y demasiado citados para que consideremos útil evocar nuevamente aquí su desarrollo. En el comentario acerca de la dialéctica de la transferencia en el caso Dora que hizo Lacan, les proporcionó a los analistas un ins-trumento de reflexión que en este campo constituye una fecha significativa.10
Por confesión del propio Freud sabemos que la interrupción de la cura por parte de su enferma Dora se vinculó al hecho de que el maestro desconoció la circunstancia de que la transferencia apun-taba no al hombre mismo como objeto de amor sino a él como pi-vote de la búsqueda del tercero femenino (en aquel caso la señora Okay..). Más arriba ya hemos dado un carácter privilegiado a tal situa-ción porque en ella hemos encontrado, en nuestra experiencia, uno de los motores esenciales de la cura de cualquier histérica.
Toda paciente en la cual prevalece una economía libidinal histéricamente estructurada demuestra de este modo los aspectos de la transferencia que corresponden al registro de lo imaginario del deseo. Si, en common, la transferencia surge de la incompatibilidad desconocida por el sujeto entre las dos esperanzas que lo animan —la de ser amado y la de ser escuchado—, incompatibilidad que éste no conoce, la histérica será aquella que sin reservas se entre-gará a esa empresa.
A partir de lo que precede se deduce, para el analista, la nece-sidad no de una receta técnica sino de un triple nivel de vigilancia.
a) El “ser amado” organiza en la cura una reproducción del campo narcisista con ese tipo de sordera que le es propio. La pa-ciente habla para seducir. Juega el juego que le atribuye al analista. Adivina lo que éste espera. ¿Se trata acaso de una pura demanda de amor? Es difícil dudar de ello, porque si se interpreta ella no oye. De hecho, lo único que oye es el sonido de la voz y éste la per-turba secretamente. Ella misma no sabe si desea no que se la interrumpa. Por más qué declare, permanece más acá de sus pala-bras y al abrigo de una respuesta con la que sólo se beneficiaría la otra mujer, el tercero digital del diálogo.
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10 Ibidem
b) A través de los sueños y las asociaciones de ideas, los sig- nificantes reprimidos surgen de todas maneras en la negación, el malestar e incluso el nacimiento de la angustia. Lo que es preciso interpretar aquí ya no es lo imaginario triangular sino la relación de la histérica con su propio cuerpo. Entonces se verifica lo que tantos autores escribieron: el predominio de los significantes de la oralidad ni bien la realidad sexual se infiltra en un discurso. Estadio oral, estadio fálico, se engranan estrechamente en la palabra de la histérica. Acerca de este plano, el artículo de Grunberger eleven nos proporciona excelentes documentos clínicos.
Podría pensarse que cuando la histérica se siente involucrada analíticamente en la presencia actual de su cuerpo sobre un diván, la interpretación de ese hic et nunc es el motor mismo del progreso terapéutico. De hecho, por más importante que sea ese registro de la relación, ese registro que actualiza no sólo ya la demanda de amor, sino lo propio de las pulsiones en sus aspectos escabrosos, inconfesables, vergonzosos, perturbadores, y las amenazas de goce que ella encierran, ese registro sería imposible de manejar direc-tamente sin correr el riesgo de llegar a un callejón sin salida, al performing-out, a la ruptura del contrato.
Si bien es cierto que uno de los objetivos del análisis de la histérica reside en una estructuración de la imago del cuerpo sexuado a partir del descubrimiento de las experiencias infan-tiles reprimidas, esa estructuración no podría llevarse a cabo en el duelo del movimiento de la transferencia sin una referencia previa a otra simbología.
c) Aquí tocamos la concepción misma que de la sexualidad femenina tiene el analista. Acerca de este asunto se conocen los debates interminables: no nos perderemos en la exposición de las versiones que ciertos autores sostuvieron después de Freud. Limitémonos a subrayar un aspecto esencial que se desprende de nuestra experiencia. Creemos que muchos análisis de mu- jeres fracasan porque se las toma al pie de la letra en su com- plejo de castración. Basta con conservar implícitamente una re- ferencia al mito de la complementación sexual, anatómica y li- bidinal, para que se instale un duelo sin salida entre el analista
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eleven B. Grunberger, “Conflit oral et hystérie”, Revue Française dePsychana- lyse, 1955, n° three. t. XVII, p. 250.
y la histérica. Desde un punto de vista más freudiano, diremos que nada de lo que en la mujer es fálico puede ser denunciable como una impostura (en términos triviales: haber querido ser un muchacho y ser sólo una muchacha). En verdad, la fase fálica es —en el muchacho y en la muchacha— la manera de abordar el registro mismo del deseo. ¿Pene clítoris? Aquí se trata únicamente de la reducción de una problemática diferente a un imaginario corporal. ¿Actividad-pasividad? Este binomio no puede ser superpuesto al de masculino-femenino. El penis-neid de la histérica es un phallus-neid y esto es lo que debe ser ana-lizado ante todo. Más arriba decíamos que este tipo de pacientes no aceptan el impacto de la castración simbólica en el Otro. El Otro se subdivide aquí en dos imagos, masculina y femenina. Una vez que se ha dejado de ser prisionero de las geografías corporales del sexo, no hay ninguna razón para dar combate a la histérica en el terreno en que ella se considera atacada.
Porque, según creemos, la simbología de lo femenino no debe ser definido en una dialéctica de la complementación sino de la suplementación.
¿Acaso no es el hombre quien, al no existir sin tener algo que lo reduzca a sí mismo, carece por último de aquello a lo cual la mujer le da acceso en cuanto portadora inconsciente en sí misma de un más allá de lo fálico? ¿Acaso surge aquí la aporía del Goce? ¿ bien se trata de lo real, por referencia a lo simbólico y a lo imaginario, en cuanto metonimia del sin-sentido, de lo inarticulable, de lo inobjetivable? Reconocer a la mujer en su destino sexuado no implica reducirla a las categorías andro-céntricas de las estructuraciones significantes; implica celebrar en ella el (-ϕ) como apertura hacia la alta de significante último; privilegio femenino para un duelo del concepto.
“La heroica trivialidad” que Marthe Robert 12,thirteen reconoce en esa obra freudiana que tan bien evoca, es la fórmula que aquí va a conducirnos nuevamente hacia consideraciones más clínicas: por ejemplo, la fase anal en la histérica.
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12 M. Robert, La révolution psychanalytique. La vie et l’oeuvre de Freud, Payot, París vera, forged.: F.C.E., México.
13 M. Robert, “Remarque sur 1’exégése de Freud”, Temps Moderna, nº 233, 1965.
A partir de esa clave que para nosotros es el concepto de suplemento con respecto al de complemento, una vez desmi-tificado el complejo de castración en cuanto relación de la his-térica con la castración del otro, el más humilde de los diálogos analíticos llevará la interlocución hacia la transacción del objeto parcial en su significancia. Quizás allí resida lo más reprimido y lo más eludible eventualmente. La última confesión de las fantasías pregenitales, la herida narcisista que marca el cuerpo propio en su permanencia de soporte de lo subjetivo, se conec-tarían con la pérdida de un primer trozo del cuerpo dedicado al “mino-micénico” de la madre arcaica.14 Por aquí pasará a ve-ces la asunción del cuerpo propio15 y del cuerpo-para-gozarlo de la histérica, en la desestización artesanal de la esencia primitiva, antes de la reconciliación de lo bello y de lo verdadero frente a la muerte que aquí se interpreta como “Amor”.
Entre el ser (étre) a la materia fecal (étrori) hay una ex-traña relación: aquella que hace pasar el acta de la falta-en-ser por la experiencia retroactiva de la pérdida del primer objeto. Aquí la mujer, más apta para el proceso de separación y de duelo que el hombre (obnubilado siempre porla castración) lleva el análisis más lejos de lo que podrían hacerlo los histéricos masculinos de los que hablaremos más adelante.
La clásica ecuación freudiana: pene-heces-niño, puede servir como referencia para el análisis de la relación protoedípica entre la niña y la madre. Y sin duda es aquí donde se manifestarán las más vivas resistencias a la liberación de los significantes pre-genitales.
Pero también es necesario abordar la cuestión de la an-gustia, de esa angustia que los procesos de somatización per-miten a la histérica eliminar; y que, al surgir en la cura, anun-ciará la tentativa de estructuración de una fobia. Se conocen las distinciones que Freud establece entre la histeria propiamente dicha y la histeria de angustia como campo de organización de la fobia. Es seguro que en la clínica las formas de intrincación
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14 S. Freud, Nouvelles conférences sur la Psychanályse, V Conferencia, “La féminité”, Gallimard, p. 153 vers. solid.: “La feminidad”,C., B. N., Ma- drid, t. II.
15 F. Dolto, “La libido génitale et son destín féminin”, La Psychanályse, 1964, t. 7, p. fifty five.
y de alternancia de esos dos modos de economía libidinal se
comprueban con frecuencia. Nosotros mismos nos hemos dedi-
cado a describirlas.sixteen Sin extendernos, aquí podremos volver a
encontrar lo que más arriba llamamos el lado defensivo y el
lado ofensivo de la sintomatología evocando aquello que se suele agrupar bajo el término de “fobia de situación”, por una parte,
y “fobia de impulsión” por la otra.
La agorafóbica pone en escena su angustia subrayando la necesidad para ella de lo imaginario del decorado acquainted, redu- ciendo su autonomía a un perímetro de deambulación. Al mismo tiempo, la exigible presencia de una persona con función paren- tal ni bien la enferma debe aventurarse más lejos, recuerda la interpretación freudiana clásica: la calle es una amenaza de tentaciones de agresiones sexuales.
Por el lado de las fobias de impulsión, hemos subrayado el carácter figurativo del elemento fobógeno como soporte de la pregunta de la histérica presa de su imago sexual inasumible: en este miedo de tener ganas de arrojarse por la ventana el sujeto histérico se enfrenta con el movimiento que lo entregaría, olvi- dado de sí mismo, a una caída mortífera hacia un goce des- conocido.
El surgimiento de una fobia y de la angustia que de esa
manera concentra en la cura de una neurosis histérica es para nosotros testimonio de un momento de estructuración del cuerpo propio. El dominio por parte del analista de los vínculos de la transferencia tiene que permitir que se llegue hasta el momento en que la histérica descubrirá que está unida a su angustia en la forma de un: “miedo de olvidarse de tener miedo”. A partir de lo cual le quedará sólo aceptar otra verdad: renunciar a dotar al analista, hombre mujer, con una omnipotencia fálica en cuyo soporte imaginario se lo convertía, para no abandonar las coartadas de la neurosis.
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sixteen F. Perrier y C. Contú, ‘Ncvrose phobique”, Encyclopédie Medico-Chirurgi-que. octubre de 1964
La histeria en el hombre
El diagnóstico de estructura histérica en el hombre no es raro. El de estado neurótico caracterizado como tal lo es mucho más. Esto no debería asombrarnos si recordamos que, por su posición frente a la castración, en la dialéctica del Ser y del Tener, al sujeto masculino no se le presenta el mismo itinerario edípico y postedípico que a la muchacha.
Demanda y síntoma
Si bien es cierto que, en el nivel de la caracterología, es posible advertir que en el hombre se presenta esa aptitud para la tea-tralidad, esa complacencia en la dramatización y en los paro-xismos emocionales, esa labilidad de los estados afectivos, esa plasticidad relacional, incluso ese mimetismo, que constituyen la semiología mental de la histeria, de todas maneras sigue siendo raro que una demanda terapéutica apoye sus motivaciones sobre el cortejo de esos signos así exhibidos ante la mirada del clínico.
No cabe duda de que un adolescente un hombre muy joven puede llegar al consultorio por las poco viriles exage-raciones de su emotividad, por las perturbaciones de su carácter incluso por las “crisis de nervios” que reserva para sus íntimos y sobre todo para una madre ansiosa y complaciente. De hecho, el hombre histérico se ve llevado en common a plantear la cuestión de un psicoanálisis por una varias de las siguientes tres categorías de dificultades.
a) PERTURBACIONES DE LA ACTIVIDAD SEXUAL
La eventualidad más clásica es la de una impotencia parcial whole. “El sujeto siente que tiene la obligación de tomar el partido de su sexo y no puede hacerlo.” 17 Y para él el partido de su sexo no es el deseo que viviría en él sino la virilidad que quiere dedicar como homenaje a la demanda de toda mujer.
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17 G. Rosolato, “L’hystérie, constructions psychanalytiques”, L’Evolution Psy-chiatrique, t. XXVII, fase. II, 1962, p. 225.
Y esa demanda tiene la fuerza de una ley que él no está en condiciones de asumir. ¿Fiasco eyaculación precoz? En el primer caso el sujeto nos confiesa sin saberlo que, puesto que toda solicitación femenina es para él una conminación, lo único que puede hacer es responder a ella con un “no tener el falo” en cuanto negación del tener peniano con el cual no sabe qué hacer… En el segundo caso, el riesgo del acto asumido por el se cortocircuita demasiado rápido en la identificación imagi-naria con la compañera sexual. La derrota de la eyaculación se anticipa al surgimiento amenazador de un goce femenino que sólo un Dios, dueño del arma absoluta, podría convertir en ati-zador de su placer olímpico.
Este dilema se refiere a los sujetos que en un activismo más menos repetitivo buscan la solución empírica de un pro-blema que sigue siendo inconsciente para ellos. Otros se quedan, con mayor menor vergüenza, en lo no dicho y no visto de la masturbación. La llamada “fantasía perversa” sostiene una bús-queda erótica que al mismo tiempo cumple la función de echar a pique el deseo en una práctica autocastradora. Entonces, con mucha frecuencia, es escenario lesbiano. La instancia fálica no está en ninguna de las dos participantes, sino que se deduce del sitio invisible del voyeur que mueve los hilos de la fantasía.
En una tercera eventualidad (no cabe duda que podrían existir muchas otras) el temor que se expresa es la cuestión de la homosexualidad masculina. La imposibilidad de ser indiferente a la estampa del hombre hermoso, a las hojas de parra en los museos a las miradas de los pasajeros en el subte, que de hecho expresa una referencia identificatoria a la imagen del hombre, lleva de esta manera a ciertos solteros del Eros hasta el borde de la paranoia sensitiva con la pregunta: “¿Soy homosexual, physician?”
Más allá de estas modalidades inaugurales del diálogo con el analista, pueden revelarse tarde temprano los intentos del sujeto por organizar perversamente esa relación erótica en cuyo umbral tiene la sensación de permanecer siempre de cierto modo excluido. Pero no es perverso quien quiere serlo, y el histérico que se arriesga frecuentando a los iniciados del gozar, no porque pretenda aportar su propia cuota y sus letras de crédito a las francmasonerías fraternizadoras de la libido, deja de pagar, en
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el crepúsculo en la madrugada, el tributo de la angustia a sus mitologías personales.
b) ANGUSTIA Y FOBIA
Lo más frecuente en tales sujetos es que recurran a una organi-zación fóbica. Esta es a veces espectacular, extensiva y expansiva. Cualquier cosa es buena para que se concrete la angustia: desde las enfermedades corporales hasta los temores a la policía a la deshonra, pasando por el acreedor que actualiza la prisión por deudas, hasta toda forma de debilidad que pueda reducir al su-jeto a despreciarse a sí mismo como traidor a los valores nar-cisistas que representa.
Como por el hecho de ser fóbico no se deja de ser hombre, es conveniente entonces encontrar una forma de disimularlo. A veces aparecerá como “esa solución ingeniosa” de la que habla Freud en su último artículo sobre la Ich-Spaltung thirteen: fobia dis-creta y secreta que desempeña la función de todas las demás; la sensibilidad de un dedo del pie del dedo índice cuando se hace cosquillas en la piel debajo de la uña luego que la mani-cura la ha cortado; bien la imposibilidad de comprarse zapatos una corbata, como símbolos fálicos, sin la intermediación de la esposa burguesa; incluso el obsesionante —cuando no obsesivo— imperativo de la ablución postamorosa inmediata, co-mo fidelidad narcisista a las recomendaciones de una madre liberada e inmiscuida que siempre le habló a su hijo de los pe-ligros conjugados de Venus y Minerva, sin que se sepa si fue enfermera en el Hospital Saint-Louis en la Clínica Tarnier.
Con esto tocamos formas de transición hacia la obsesiona-lidad. De hecho, no se trata de ritos en el sentido de la zwang-neurose, sino sólo de que entran en juego, de un modo más menos obsesivo, medidas de evitación contra-fóbicas en el histé-rico que, no menos que cualquier otro, está expuesto a las insis-tencias escondidas de la cuestión del deseo, aunque lo esté más que cualquier otro a la amenaza de angustia de castración.
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thirteen S. Freud, “La escisión del Yo en el proceso de defensa” (1937-39),C., B.N., Madrid, t. III, p. 389 S.E., vol. XXIII, p. 271.
c) FRACASOS Y COMPENSACIONES
Puesto que las estructuras sociales le imponen al hombre, más que a la mujer, la tarjeta de visita de una función profesional en la cartera de los valores narcisistas, personales y familiares, sucede a menudo que lo que se le presenta al analista para que resuelva es una neurosis de destino, un destino marcado por el fracaso. No consideremos aquí todos los posibles contextos de semejante neurosis: son demasiados y demasiado diversificados. Pero una constante se deduce luego de haber escuchado a tantos hombres que vienen a dejar que hable la sinceridad de sus de-rrotas (así como la derrota de una sinceridad que les sirve como arma de relación y de justificación). Ya pertenezcan al Ejér-cito, a la Iglesia al Tercer Estado, son incapaces de asumir sus derechos y sus ambiciones. En el consultorio del analista defienden su causa y oscilan entre la apología de su persona-lidad, en sus promesas y dones, y las decepciones que el orden del mundo les inflige. Si se los empuja un poco en su alegato, será fácil percibir, antes de que ellos se den cuenta, que lo que más temen es tener éxito. Cualquier promoción que se haga de ellos a la función por la que intrigan con ardor, pasión, temblor brío, los desarma no bien ha sido obtenida virtualmente adquirida. ¡Cuántas angustias y depresiones neuróticas pueden quedar resumidas en esta incapacidad del histérico para asumir algún poder cuando la vida deja ya de disputárselo excesiva-mente!
Aquí podría abrirse el capítulo de las toxicomanías menores: etilo, anfetaminas fármacos diversos, que secretamente ayudan al histérico a mantener un papel que siempre es una sobrecom-pensación de un sentimiento de no adecuación con respecto a aquello que debe ser vivido.
Para el histérico que trata de demostrar que es un hombre, a la vez que se acusa secretamente de lo contrario, la droga es un elixir del que difícilmente se lo puede privar. En efecto: en el análisis es posible descubrir en él esa forma de esquizo no psicótica que lo mantiene en una constante ambigüedad entre el Ser y el Tener, entre el Existir y el Parecer, entre el Desear en su propio nombre y el Desear a pesar suyo.
Si se toma como ejemplo el caso trivial del alcohol, será posible captar aquello que, en las posiciones subjetivas del ser
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en el histérico, permanece siempre constantemente sujeto a un “engañar'”. El bebedor, por compensación, se desgarra constan-temente entre el principio disciplinario de una sobriedad que es conciencia morosa y despreciadora de sí mismo en las sole-dades ebrias de la madrugada, y el movimiento de una secreta complacencia que le vuelve durante el día en relación con ese vaso que le reintegrará la seguridad en su papel, por una mo- mentánea sobrevaloración.
Al histérico le gusta engañar; ya sea a una mujer, con el deseo que le reconoce y al cual responderá “luego en otra parte”, en nombre del alcohol, como instancia fálica desconocida y des-personalizada; ya sea a un hermano, con la ostentación agresiva-mente seductora a la que se entregará sin saber nunca si de esa manera lo que quiere es matarlo quiere que sea clarividente con respecto a lo que entonces exhibe como hazaña y al mismo tiempo como secreta renuncia.
Sé que, una vez desencadenado el mecanismo euforizante del primer vaso, el segundo ya empezará a traicionar la misa cuya simbología celebraba yo en una primera libación. ¿Acaso el médico de la cirrosis el psicoanalista de mi inconsciente me curarán de mí mismo? ¿Dónde está aquel que solucionará mi problema por mí?”
Acerca de la transferencia
Esta última pregunta parcial, tal como la hemos expuesto, en el monólogo analítico del consumidor que ha llegado hasta la toxicofilia, es la misma pregunta que ilustra la estrategia de la transferencia en el caso del histérico masculino finalmente enfrentado con un interlocutor electivo e idealizable.
Cuando hablamos de estrategia tenemos en cuenta al mismo tiempo la duplicidad nunca del todo inconsciente de tales sujetos y el acto de fe que los mantiene en la relación: a saber, que el Otro —cualquiera que sea la manera en que se trate de se-
ducirlo— seguirá libre de todas las trampas que se le tiendan.
Los movimientos de la transferencia se dividirán entre un
celo por la metodología freudiana, las reacciones de prestancia y gastos destinados a obtener interpretaciones y, en fin, una
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táctica secretamente femenina de debilidad desarmada, como un llamado a la agresión castradora, así como una muralla contra ella.
En su buena voluntad, el neurótico arriesgará así un estilo gay de transferencia que ilustrará el doble aspecto de la pregunta de su deseo: que se lo autentifique narcisistamente, pero en nombre de los hombres, como hijo fálico de su madre y gloria de ésta; que se le transmita el secreto de una potencia sexual aceptándose a sí mismo en la imagen del que tiene una virilidad como poder.
En su esperanza de que la transferencia analítica le per-mitirá vivir, normativamente, una edición revisada y corregida de su historia edípica, el histérico percibe al mismo tiempo, de un modo más menos confuso, que entonces corre un doble riesgo: ya sea que, si se toma su pedido al pie de la letra, el analista se convierta en cómplice, fantasiosamente, de una receta de transmisión fálica directa y en una gratificación verbal le pro-porcione el equivalente de lo que ningún hombre puede darle a otro hombre (a partir de lo cual la imago femenina incons-ciente del neurótico quedará engrosada por una teoría aberrante de la introyección fálica); ya sea que la tentación del que prac-tica el análisis lo lleve a una identificación técnica con la enjoyable-ción del padre castrador —se trate entonces de un intervencio-nismo desnarcizante a propósito, de una manera sabia de es-tructuración activa de la castración como simbólica—.
Si se está de acuerdo con que toda posición legisladora del analista, en cuanto depositario de una ley que fabrica hombres, es una forma analítica de ortopedia psicotizante, entonces se preferirá, en lugar de esas trampas clásicas de la contratransfe-rencia, esta posición conjetural que sitúa al analista, en su propia Ich-Spaltung, siempre en una parte distinta de aquella en que se encuentra alguna de las imagos funcionales con que lo adorna la transferencia del otro.
Reventada la pantalla de lo imaginario como black-and-white (álgebra y filigrana) de una radiografía del tener y de la falta, ¿el “deseo del analista” no es acaso aquel que no carga ninguno de los registros y modelos de su propio saber, sabiendo cuidarse de los ecos de éstos que percibe de su” interlocutor? Considera-mos que ese deseo sólo funciona a partir del duelo de la Teoría
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Exhaustiva, a partir de un “no-tenerse” (“non-s’avoir”) en el sa-ber (savoir); y a partir de un no tener el otro. ¿A qué apunta ese deseo? A nada, sin duda; pero esa nada lineal puntiforme, tiene que ser leída aquí como modo de formalización gráfica. Es una virtual inscripción de todos los cortes epistemológicos y de todos los entrecruzamientos significantes que el diálogo analítico permite localizar entre enunciado y enunciación, pulsión y objeto, yo y sujeto, imaginario y simbólico, deseo y demanda, Eros y Tánatos.
El neurótico con estructura histérica tendrá que hacer el duelo de su Edipo corregido. Como todo analizado, tendrá que hacer el duelo no de aquello que ha tenido sino de aquello que le ha faltado: una madre como mujer eróticamente feliz, un padre como hombre libre de desear a su manera. Por último, tendrá que hacer el duelo del mito de la castración. El deseo sólo tiene fuerza de ley para el hombre cuando renunciando a ser su dueño se atreve a someterse a él… como cualquier otro, sin vergüenza ni gloria.
(Traducido por Ricardo Pachtar.)
Proposiciones acerca de la angustia
Como se sabe, fuera de algunas consideraciones ya antiguas, el aporte esencial de Lacan con respecto al tema de la angustia es relativamente reciente. Por lo que conozco, sus primeras for-mulaciones datan de la primavera de 1962, poco después de las Jornadas Provinciales dedicadas a la angustia. La angustia sobre todo fue el tema de su Seminario del año pasado (1962-1965). Fundamentalmente de tales textos he tomado el materials para esta exposición, tratando de reunir y resumir una cierta cantidad de temas. Tarea bastante difícil, si se tiene en cuenta que las indi-caciones de Lacan se dieron constantemente por referencia a una cierta cantidad de preocupaciones diversas de las cuales parecen ser esenciales los siguientes tres registros:
1) la teoría de la identificación con la articulación de los planos imaginario y simbólico;
2) la profundización de la naturaleza propia del objeto “a” por referencia a la castración, sobre todo con el problema de la estructura de la perversión;
3) el manejo de la angustia en la cura psicoanalítica y el problema muy precise del análisis didáctico y del deseo del ana- lista.
Puesto que toda selección entraña una cierta interpretación, es evidente que sólo puede retener algunos elementos de la ri-quísima enseñanza de este año de Seminario.
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I
Podemos partir, como primera aproximación, de una fórmula common que expresa un nivel esencial do la fenomenología de la angustia y que al mismo tiempo indica un rasgo basic de su estructura:
La angustia es un afecto que surge a propósito de ciertas confrontaciones críticas del sujeto con el deseo del otro, entendido en este caso como el gran Otro A – Autre y definido en primera aproximación como el lugar de la palabra. Como se sabe, en mu-chas oportunidades Lacan señaló que el deseo del hombre es el deseo del Otro, es decir exactamente el deseo de aquello que el Otro desea en esa relación ambigua en la cual el objeto de su deseo se encuentra encubierto para él mismo; aquello que adviene como objeto del deseo humano es el deseo del Otro. Es preciso captar esto como la consecuencia de la dependencia authentic del sujeto con respecto al orden significante: las necesidades del sujeto mítico an-terior al significante tuvieron que atravesar los desfiladeros de la demanda, tuvieron que fragmentarse en los elementos lingüísticos de un código preexistente, de manera que lo que entonces surge como deseo más allá de la demanda no es nunca mera referencia a un objeto adecuado que colma: el objeto siempre se presenta vin-culado con un sujeto tachado ($), a saber el sujeto inconsciente, el sujeto en cuanto está marcado por una falta, organizado alre-dedor de un vacío, recubierto por la castración. A partir de esta identificación del deseo del hombre con e1 deseo del Otro, resulta en un segundo momento la transformación del Otro al que se refiere en sujeto deseante: sin saberlo, y en toda realiza-ción de su deseo, el sujeto se convierte para el Otro en objeto e instrumento de ese deseo del Otro; pero esta relación entre los dos deseos no debe ser concebida de ninguna manera como una relación de vecindad dentro de un campo homogéneo, como si esos dos deseos llegasen a limitarse recíprocamente al chocar resultasen armonizados en una feliz conjunción psicológica; entre el deseo del sujeto y el deseo del Otro no existe ningún común denominador; su conjunción se limita exclusivamente a crear una hiancia que señala el defecto del sujeto en ese punto preciso. Esto es así porque el Otro, en el nivel en que resulta implicado en la relación del deseo, debe ser concebido como
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inconsciencia estructurada en cuanto tal: si por su parte interesa al deseo, lo hace en la medida en que él mismo está marcado por una falta; en esa falta en cuanto ignorada por el Otro se interesa el sujeto de la manera más pregnante, porque cons-tituye para él la única vía que se le ofrece para encontrar aquello que le falta en cuanto objeto de su deseo.
Volveremos más adelante a referirnos a la función de la falta, por cuanto la angustia está estrechamente vinculada a ella: aquí se trataba únicamente de brindar un primer punto de re-ferencia para captar la función reveladora de la angustia con respecto a esa falta central del sujeto, esa falta que se articula en un cierto nivel en cuanto castración simbólica y que puede llegar a manifestarse cuando el sujeto encuentra el deseo del Otro en el camino de su propio deseo.
Un apólogo propuesto por Lacan resulta por cierto ejem-plar y permitirá captar mejor de qué se trata. Imaginemos una mantis religiosa hembra, cuya conducta con respecto a la extre-midad cefálica del compañero copulador es conocida. Se supone que esta mantis está agrandada a la escala humana; frente a ella se encuentra el sujeto del cual hablábamos. En un primer mo-mento podemos imaginarlo a éste disfrazado de mantis religiosa macho y contemplando su imagen en el ojo de la hembra: esta situación se acerca a la angustia, pero que aun es incompleta en la medida en que el Otro en cuestión sería el pequeño Otro de la relación imaginaria. Si, por el contrario, el sujeto no sabe qué disfraz lleva y no ve ninguna imagen suya reflejada en ese ojo facetado, entonces surge la angustia en cuanto pura apre-hensión del deseo del Otro en ese momento en el cual el sujeto, que no conoce sus insignias, ya no sabe lo que es en cuanto objeto para el Otro; puesto que ya no es capaz por su parte de constituir al Otro en cuanto objeto para su propio deseo, lo único que puede sucederle es que su rostro le llegue a ser totalmente misterioso, en esa indecible opresión en la que se hace sentir la dimensión misma del lugar del Otro en cuanto allí puede apa-recer un deseo.
Con esto se advierte que si la angustia pudiese ser definida como un afecto sin objeto, en todo caso esa falta de objeto es-taría del lado del angustiado.
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En toda situación ansiógena debe buscarse este rasgo esencial de la presencia del Otro en la angustia; se lo encuentra con facilidad contenido en una cierta cantidad de teorías de la an-gustia; por ejemplo, en el campo de las neurosis animales expe-rimentales, cuando se produce una situación en la que entran en competencia dos reflejos condicionados, lo que puede deter-minar la aparición de un déficit es una demanda a la función, y en las distintas etapas del experimento la presencia del Otro (el experimentador) no puede ser eludida. Lo mismo sucede en la obra de Goldstein, donde la reacción catastrófica resulta destacada en cuanto punto de referencia para los fenómenos de angustia: como se sabe, es una reacción de desorden en la cual el sujeto responde con su inoperancia al hecho mismo de ha-llarse en una situación insuperable; ahora bien, la reacción de catástrofe presupone siempre dos condiciones:
1) el efecto deficitario tiene que ser suficientemente limi- tado como para que el sujeto pueda abarcarlo y como para que, por el hecho de ese límite, la laguna se le aparezca como tal;
2) la causa desencadenante es una pregunta del Otro, una puesta a prueba organizada: aquí aparece la estrecha relación —en lo relativo a la angustia— entre el campo de la falta y una pregunta que se le plantea al sujeto dentro de ese mismo campo.
Para avanzar un poco más en la estructura de la angustia es esencial diferenciar correctamente entre la identificación ima-ginaría y la identificación de tipo totalmente distinto que vincula al sujeto con el objeto parcial “a”. Como se sabe, Lacan, pre-sentó 1 —para iluminar la cuestión de los “ideales de la per-sona”— un modelo óptico que se refiere analógicamente a es-tructuras intrasubjetivas; ese modelo representa la relación del sujeto con el Otro distinguiendo en ella la doble incidencia de lo imaginario y de lo simbólico.
Nuestra Fig. 1 evoca las condiciones ópticas en las que puede producirse la ilusión del florero invertido: se supone que el sujeto está ubicado de manera tal que su ojo no puede percibir el flo-rero actual; pero ajustándose con respecto a la flor actual percibe
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1 “Remarques sur le rapport de Daniel Lagache”, Ecrits, du Seuil, París, 1966, pp. 673 y ss
Fig. 1
la imagen actual del florero (en punteado) que refleja el espejo esférico.
A
Fig.2
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La fig. 2 introduce al gran Otro, representado por un espejo plano; i (a) no es más que el yo imaginario, la imagen narcisista; (a) designa aquí en una primera aproximación a los objetos del yo. El sujeto, cuyo ojo se supone ubicado cerca de las flores, no puede ver ni la imagen real i (a) ni (a); en el Otro es donde puede reconocer la imagen digital de la imagen real: i (a). Esto quiere decir que la imagen narcisista sólo está sostenida por una referencia simbólica al A Autre – Otro (el niño se vuelve hacia su madre que lo tiene en brazos: la asunción de la imagen especular sólo puede realizarse por la ratificación que proviene de un signo de asentimiento del Otro); la imagen narcisista sólo se le aparece al sujeto de esa manera alienada i'(a):allí donde espera su propia imagen aparece la forma del Otro; ese nivel imaginario se caracteriza por un transitivismo constante.
La imagen especular i’ (a) designa en este modelo el lugar de las identificaciones imaginarias que desembocan en el Yo excellent. El best del Yo, identificación simbólica, debe ser situado en un nivel totalmente diferente y entonces nos encontramos con el objeto parcial “a”; en la fig. 2 aparece definitivamente oculto para la vista directa del sujeto, quien sólo puede descubrirlo por medio del espejo del Otro; esta representación misma tiene que ser superada de hecho, en la medida en que “a” pertenece al orden simbólico y no imaginario: “a”, el objeto parcial del sujeto, no es especularizable, no tiene imagen en el espejo, y en el sitio donde tendría que estar ubicado aparece en el nivel imaginario una falta -ϕ, que en ese esquema es el soporte de la castración imaginaria. Allí es donde volveremos a encontrar la angustia, en la dialéctica que une y opone la identificación narcisista y el “a” que ahora podemos designar como el objeto de la fantasía ($ ◊ a)en cuanto soporte del deseo.
En efecto: la angustia, por cuanto su coordenada fundamen-tal es su relación con el deseo del Otro, juega en ese punto de articulación charnela del deseo y de la identificación narcisista, y los momentos en que ella surge representan los puntos de re-ferencia de esta articulación; surge de la pregunta que está en el centro de la relación del sujeto con el significante, el che vuoi? (¿qué quieres?) último con el que el sujeto resulta interrogado en último término en Le Diable Amoureux de Cazotte:
—¿Qué quieres como objeto último de tu deseo?
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—Pero también: ¿qué quieres de mí? ¿qué quieres con respecto a ese sitio del Yo, a esa imagen que buscas en mí para fijar en ella tu deseo?
Aquello que en efecto sostiene el deseo es i (a), valorizada por cuanto es el soporte del “a” pero el “a” nunca es seen directamente y el sujeto sólo puede percibir sus puntos de refe-rencia en el espejo A: allí ve a i’ (a), la imagen especular que lo fascina únicamente porque está marcada por una falta; en el lugar del Otro y en relación con esta imagen se orienta el deseo en cuanto puesta en relación con una ausencia, con una presencia más allá. La angustia está vinculada a esos momentos muy par-ticulares en que algo aparece por encima de i’ (a): normalmente allí se encuentra el -ϕ, es decir nada, porque no hay imagen de la falta: cuando algo aparece allí es porque la falta llega a faltar, y la percepción de esta circunstancia es acompañada por un fenómeno que nos transporta al centro mismo de la angustia: el fenómeno de lo Unheimlich.
Como se sabe, tal es el título de un ensayo muy sugerente de Freud (publicado en 1919) —traducido al francés en los Essais de psychanalyse appliquée— que se inicia con un estudio muy significativo al cabo del cual resulta que en alemán heimlich (doméstico, íntimo, oculto, extraño) llega a identificarse con el sentido de su opuesto: i’ (a), la imagen real del objeto oculto, es Heim, la casa del hombre; éste la encuentra en un punto si-tuado en el Otro, más allá de la imagen de que él mismo está hecho, y ese sitio representa la ausencia que lo constituye. Supo-niendo que se revele como lo que es, la presencia más allá que constituye ese sitio como ausencia, entonces se apodera de la imagen que la soporta y la imagen especular se convierte en la imagen del doble con el radical extrañamiento que éste intro-duce.
En su ensayo, Freud propone una interpretación de un cuen- to de Hoffmann —”El hombre de enviornment” (perteneciente a los Cuentos nocturnos)— que ilustra admirablemente lo que tene-mos que decir con respecto a la angustia. Detengámonos sólo en esa segunda escena de la cual el joven héroe sorprende a su objeto elegido, la joven Olimpia, en el momento en que ella revela que es un autómata cuyos ojos acaban de serle arrancados. Quien se había encargado de fabricarlos period el inquietante óptico
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Coppola. El héroe encuentra allí a Spalanzani, el constructor del autómata, quien recoge del suelo los ojos ensangrentados de Olimpia y se los arroja a la cara gritándole que es a él a quien se los han robado. Freud nos indica que se trata del equivalente de una fantasía de castración en la cual Coppola y Spalanzani representan reediciones de la imagen del padre del héroe mientras que Olimpia no es más que su doble narcisista. Y se advierte de qué manera Olimpia, en el momento en que el héroe la espía detrás de la ventana, representa propiamente esta imagen i’ (a) que para él adquiere todo su valor angustiante por el hecho de que el ojo, el “a”, aparece separado de ella, colmando el vacío esperado que la imagen estaba destinada a soportar. Desde esta perspectiva, es posible subrayar aquella propiedad de la angustia según la cual ésta es un fenómeno enmarcado, limitado precisa-mente por los bordes de ese blanco que la imagen especular viene a ahuecar: un ejemplo de esto es el famoso sueño del Hombre de los Lobos, en el cual la imagen angustiante viene a en-marcarse dentro de los límites de una ventana.
De esta manera la angustia no es sólo señal de una pérdida objetal: es preciso concebirla en ese nivel duplicado en el cual es el defecto de este apoyo de la falta. Sin retomar aquí la dialéctica de la demanda y del deseo, indiquemos que la demanda como tal, en virtud de la estructura del significante, no debe ser tomado al pie de la letra porque implica esencialmente un mar-gen de falsedad, y la existencia de la angustia está vinculada con el hecho de que la demanda —aunque se trate de la más arcaica— tiene siempre algo de engañador con respecto a aquello que preserva el sitio del deseo. De aquí deriva el carácter angus-tiante de aquello que proporciona una respuesta que colma esa falsa demanda.
La estructura de la angustia se revelará mejor si volvemos al esquema del florero para articular mejor la función de la falta y el rango del objeto “a” con respecto a la imagen narci-sista, aunque con esto anticipemos un poco el tema de la cas-tración.
Quizás sea esclarecedor utilizar metáforas económicas in-cluso hidráulicas que Freud no rehuye al estudiar, por ejemplo en el nivel de la Introducción al narcisismo, la división de la libido en libido narcisista y libido objetal. Destaquemos que si la ima-
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gen especular está marcada por una falta, un vacío, es porque en ella la imagen del cuerpo no ha sido completamente catecti-zada: una cierta catexia narcisista queda fijada irreductiblemente al cuerpo propio y al no pasar hacia la imagen en el espejo, en-gendra allí ese blanco, ese lugar vacío. Hay un resto, un residuo que aparece como falta en el nivel imaginario. Lo que queda debe ser concebido como una reserva libidinal que no se professional-yecta, queda catectizada en el nivel del narcisismo primario, del autoerotismo, y queda allí para animar eventualmente a aquello que intervendrá como instrumento en la relación con el Otro, a saber “a”. El florero i (a) constituye el continente narcisista de la libido por cuanto puede ser puesto en relación con su propia imagen i’ (a) instaurando un circuito de los intercambios, una reversibilidad de la libido de! cuerpo propio y del objeto. Pero algo escapa a tales intercambios económicos interviene como perturbación: la angustia es la señal de esa intervención del “a” cuya aparición transforma repentinamente la imagen especular para hacer aparecer en su sitio, por ejemplo, la imagen inquie-tante del doble. Se comprende entonces en qué sentido puede decirse que la angustia es indenominable indecible: en la an-gustia es imposible designar quién habla en la medida en que i (a) constituye el soporte imaginario, imagen de dominio que aquí vacila, imagen del Yo je shifter, del Yo del discurso. Ese momento puede ser situado también en la línea del desarrollo: luego del estadio del espejo y del período de transitivismo que éste instaura, la mediación de un objeto común interviene, objeto de concurrencia de las primeras frustraciones. Pues bien: algunos de esos objetos resultan ser compartibles con el Otro, y algunos no. En cuanto a estos últimos, si el sujeto los ve correr no obstante dentro del campo de lo intercambiable, la angustia entonces viene a señalarle la particularidad de su situación.
II
Antes de articular de manera menos mítica la relación entre la angustia y el “a”, no resulta inútil recordar algunas de las aporías a las que llegan a veces las reflexiones acerca de la naturaleza
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y la función de la angustia, particularmente en la literatura psico- analítica. Una primera contradicción es fácilmente localizable: la angustia a veces es presentada como la mayor defensa, la defensa más radical, referida al peligro más unique, la insuperable Hil- flosigkeit (indefensión) de la entrada en el mundo (tema de la angustia del nacimiento, amplificado por Otto Rank y discutido por Freud en Inhibición, síntoma y angustia). A la inversa, fre- cuentemente se indica que la angustia puede ser retomada luego por el Yo como señal de un peligro infinitamente más leve. A propósito de esto cabe preguntarse si acaso un deseo reprimido puede hacer necesaria la movilización de una señal tan grande como debe ser la angustia cuando es explicada por el peligro very important más absoluto. La contradicción vuelve a encontrarse en el nivel de la noción de defensa: en ese caso la angustia aparece unas veces como el cuerpo último de toda defensa, y otras como aquello precisamente frente a lo cual el Yo tendría que defenderse. De hecho, la defensa no es contra la angustia sino contra aquello de lo cual la angustia es señal: todavía es preciso especificar de qué es señal la angustia y para quién lo es.
A menudo se outline la angustia como un cierto temor sin objeto: Lacan nos cube que ésta es una centinela científica pa-recida a la del niño que quiere tranquilizarse. En realidad es preciso declarar que la angustia no carece de objeto, aunque esto no significa que ese objeto de la angustia sea accesible por el mismo camino que los otros. Otra manera de deshacerse de la angustia sería decir que ese objeto puede ser simbolizado por medio de un discurso homólogo del discurso científico, porque en este caso se trata del “a” cuyo carácter esencial consiste en re-sistirse a toda simbolización y cuya sola manera de presentarse es aparecer en los cortes del significante.
La fórmula según la cual la angustia no carece de objeto sólo está allí, en efecto, para introducir la relación de la angus-tia con el “a”, en la medida en que sólo la angustia permite hablar de él: representa la única traducción subjetiva del “a”, por el hecho mismo de que en última instancia es lo único común entre el sujeto y el Otro. Con esto la angustia introduce la fun-ción de la falta en cuanto radical en el campo psicoanalítico, que es el campo del deseo. Por consiguiente, la angustia no carece de objeto en la medida en que está vinculada con una cierta re-
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lación del sujeto con el objeto”á” en cuanto éste es ciertamente el objeto de la fantasía, aunque no es el objeto del deseo: el objeto a” es la causa del deseo, por consiguiente está situado detrás de él. Lacan nos recuerda que el fetichista no busca el fetiche para satisfacer su deseo sino ciertamente para estar en condiciones de sostenerlo, para que su deseo esté causado.
En Inhibición, síntoma y angustia, Freud retoma el tema de la angustia, en cuanto ésta se caracteriza por la falta de ob- jeto y —de acuerdo con una temática muy conocida— la opone al miedo, que sería una reacción adecuada y orientada por la percepción de un peligro localizado y nombrado. A esto cabe objetar que hay miedos cuyo objeto no resulta tan fácil circuns-cribir, sin que quepa hablar en tales casos de angustia. También puede objetarse que el miedo puede ser inhibidor desorganizador y desorientador. A la inversa, Freud se ve llevado a introducir la thought de que 1a angustia sería angustia frente a alga (vor Etwas). Como se sabe, al cabo de sus reflexiones, acerca de la angustia,
sinuosas a veces, se ve llevado a designar la angustia por la
función esencial de ser una señal, rasgo éste más adecuado, según él para indicar a los analistas el uso que deben hacer de la función de 1a angustia. En este punto nos indica Lacan sólo la noción de lo real en cuanto globalmente opuesto al significante permite situar ese algo frente a lo cual nace la angustia: se trata de algo que para el hombre participa de la irreductibilidad de
eso real. Entre todas las señales, la angustia se distingue por el
hecho de no engañar: es la señal de un cierto modo irreductible en que lo actual se presenta al sujeto, en su experiencia y quizá
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la función psicológica de la certeza resulte originariamente ins-tituida en este punto.
Una pequeña ecuación nos permitirá captar de qué actual se trata (fig. 3). Lacan nos ha introducido a través de esos símbolos en ciertos niveles del proceso de la subjetivización. Se trata de una división: en el punto de partida colocamos a S, el sujeto unique mítico, indeterminado todavía, que tiene que encontrarse con la dependencia del Otro, que tiene que constituirse en el lugar del Otro en cuanto marcado por el significante. Con respecto a este Otro, el sujeto se inscribe como un cociente, que escribimos en la medida en que simboliza al sujeto mismo en cuanto inconsciente. Pero esta operación deja un resto, un residuo, un irracional que representa la única garantía de la alteridad del Otro: ese resto es “a”, que se coloca como $ del lado objetivo de la barra: la fantasía, sostén del deseo, está situada totalmente en el lugar del Otro y es en el Otro donde el sujeto la localiza. Lo actual de que la angustia es señal es ese “a”, lo irreductible del sujeto, ese resto del advenimiento complete del sujeto en el lugar del Otro; “a” representa al sujeto real en cuanto éste es la caída de esta operación subjetiva y en cuanto viene a constituir el objeto estructuralmente perdido del mítico goce primitivo, el objeto cuyo deseo ya sólo podrá volver a encontrar su huella a través de la serie indefinida de las repeticiones. Ahora se advert-vierte mejor por qué la castración tiene que venir a colocarse en el lugar de la falta dentro del campo del Otro para constituir la suprema garantía y permitirle al sujeto afirmarse, para poder sos-tener su deseo: es seguro, la ley del padre existe, hay un falo absoluto. Pero también se advierte por qué, al tratar de leer en el Otro qué es lo que sucede con el objeto de su deseo, el sujeto sólo encuentra por encima del florero a la falta, ese puesto necesario para la economía del deseo y cuya plena satisfacción es correlativa con el surgimiento de la angustia, y más precisamente de la angustia de castración.
Existe un vínculo esencial entre la angustia y ese objeto en cuanto éste cae tiene que ser cedido, y en cuanto funciona como resto del sujeto en cuanto actual. Y Lacan subraya el carácter real de tales objetos (la placenta, el pecho, las heces, el pene) en la medida en que ya anatómicamente poseen una condición de objetos separables, enganchados y en cierto modo pegados.
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Es notable que el orgasmo humano coincida con la puesta fuera de juego del instrumento a través del desentumecimiento: de este modo puede retornarse a la profunda verdad de la primitiva intuición de Freud con respecto a la angustia en cuanto conse-cuencia del coitus interruptus. Freud destaca la función esencial de la angustia precisamente allí donde la escalada orgasmática resulta separada del ejercicio del instrumento del goce, y enton-ces la angustia surge de la caída del falo. De esta manera queda subrayada de entrada la íntima relación de la función de la an-gustia de castración con el trazo del objeto caduco.
Como la angustia, el orgasmo está relacionado esencialmente con esa función —ese momento en que cae lo más actual del su-jeto—, y ambos están estrecha y ejemplarmente relacionados con el Otro. Volvamos a nuestra ecuación. Su primera línea puede ser situada como el momento del goce primordial en cuanto ningún objeto perdido viene a impedir el acceso a su plenitud. En la tercera línea se instauró el $, el único sujeto con el que nos enfrentamos, aquel que dedicó una parte de su cuerpo como garantía de la ley del Otro, que al menos se comprometió en ese proceso: “a” es aquí el símbolo de aquello perdido en la significantización en virtud de la misma naturaleza del signifi-cante. Pero esa empresa imposible e ineluctable aborta mucho antes de su realización, y esa hiancia del deseo con goce reside allí donde se sitúa la angustia en su relación con el “a” (segunda línea).
Edipo, que ha poseído el objeto del deseo y de la ley, da ese paso de más: ve lo que ha hecho. Consecuencia de esto son sus ojos arrancados y arrojados al suelo, rezago que él no deja de ver, que no deja de reconocer como el objeto que es causa finalmente revelada del último deseo, el deseo de haber querido saber. Que al sujeto lo amenace una imposible visión de sus professional-pios ojos arrojados al suelo: he aquí la imagen que Lacan nos propone para expresar lo indecible de este momento culminante de la angustia.
Concluyamos. La angustia, cuando se manifiesta como señal en el yo, es ya algo distinto de este acmé captado en su punto elementary. Freud nos dice en su última elaboración que es la señal de la presencia de un peligro interno. A esto objeta Lacan que no hay peligro interno,puesto que el aparato en gran
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medida inconsciente que Freud designa como el yo y que enjoyable- ciona entre la percepción y la conciencia está connotado en nuestra ecuación como A. Si la angustia se produce topológica- mente en el Yo, es en todo caso una señal que no se dirige de ninguna manera al Yo sino por cierto al sujeto: por medio de la
angustia el sujeto es avisado de algo que es un deseo y que no se refiere a ninguna necesidad, sino a su ser mismo para cuestio- narlo y anularlo en principio; la señal no se dirige al Yo como presente sino como esperado y más aun como perdido: allí es donde se sitúa la angustia. Si logro que el Otro me tome como objeto (situación muy frecuente), entonces resultan posibles to- das las acomodaciones, incluso todas las resistencias. Pero en éste punto de la angustia el deseo del Otro no me reconoce ni deja de conocerme sino qué me interroga y cuestiona en la raíz misma de mi deseo como “a”, causa de ese deseo y no como objeto. El deseo del analista es precisamente lo que suscita esa dimensión de la espera, sin que el analista nunca vea a su analizado como tal cual, es decir, sin que nunca lo convierta en un objeto. Si de este modo llegamos al deseo del analista es porque en princi- pio la angustia del analizado responde a ese deseo y porque el manejo de esa angustia no puede ser eludido por la técnica. Ade- mas llegamos al deseo del analista para sugerir que la angustia de castración (, en la mujer, el pénis-neid) —que Freud designa como el término ultimo, la roca con la que choca el llamado análisis interminable” —sólo aparece como tal en la medida en que el analista, por obra misma de la estructura de su propio deseo, sé impone al analizado como el receptáculo último de su falta “a”. Las coordenadas así recordadas permiten vislumbrar que una relación distinta con la falta posibilita la superación de ese término constituido por la angustia de castración.
(Traducido por Ricardo Pochtar.)
INVESTIGACIONES SOBRE LA FEMINIDAD Michéle Montrelay
…Como todas las mujeres tú juzgas con tu sexo, no con tu pensamiento…
A. Artaud
¿Por qué en psicoanálisis la teoría sobre la feminidad se articuló de primera intención en forma de alternativa? El analista se ve arrollado por la necesidad de elegir entre dos concepciones con- tradictorias de la mujer; la de Jones y la de Freud. ¿Qué significa para él este hecho?
Plantear estas preguntas nos la situación de recordar brevemente el contenido de esas doctrinas y aquello que provoca, su incompatibilidad,
Para Freud la libido es idéntica en los dos sexos , más aun, es siempre de esencia masculina. Porque el órgano erótico de la niña es el clítoris, parte externa y eréctil y por ende homóloga del pene. Cuando en el momento edípico ella desea un hijo de su padre, ese nuevo objeto está investido de un valor fálico: el niño es sustituto del órgano masculino, del que la niña se sabe desposeída ya. sea, que la sexualidad femenina se elabora constantemente en función de pautas fálicas.1
Para Jones y para la escuela inglesa (M. Klein, Ok. Horney, J. Muller), la libido femenina es específica. Desde muy temprano la
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Este texto fue publicado en la revista Critique n° 278, julio 1970, a manera de comentario del libro de Chagseguet-Smirgel, C. J. Luquet-Pa- rat, B. Grunberger, J. McDougall, M. Torok y C. David, Recherchés psy-chanalitiques nouvelles sur la sexualité female, Payot, 1964.
1 S. Freud. Cf. en specific sobre éste tema: Una teoría sexual,C.,
Biblioteca Nueva, t. 1, p. 767. Nuevas aportaciones,C., Biblioteca Nue- va „t. II, p. 787; Le déclin du complexe d’Oedipe (traducción, de Lettres
de l’Ecole freudienne); La vie sexuélle, P.U.F., pp. 139 y ss.
niña privilegia el interior del cuerpo y la vagina: de allí nacen las experiencias arcaicas de la feminidad, que dejan un rastro indeleble. No basta, pues, dar cuenta de la sexualidad femenina desde un punto de vista “falocéntrico”. También es preciso medir el impacto que la anatomía, el sexo en sí, ejerce sobre el inconsciente de la niña.2
Así respondían a los vieneses Jones y su escuela, planteando el carácter precoz, y aun innato, de la feminidad. Freud hablaba de una libido, mientras que Jones distinguía dos tipos —masculino y fe-menino— de organización libidinal.
Han pasado cuarenta años: el problema de la feminidad con-tinúa planteándose a partir de la contradicción Jones-Freud. Vea-mos si esta contradicción puede ser superada.
Falocentrismo y concentridad
Dirigidas por J. Chasseguet-Smirgel y un equipo de analistas, las Nouvelles recherches sur la sexualité féminine han demostrado re-cientemente que es posible salir de la concentración. La salida se produce a partir del momento en que se abandona toda preocupa-ción polémica para ceñirse a los hechos clínicos.
Es indudable que las Recherches nouvelles se despliegan sobre el análisis detallado del enfrentamiento de las dos escuelas. Pero una vez terminada la historia de esta larga y encendida discusión, una vez delimitadas sus líneas de fuerza, los autores no toman posición. Previo abandono de la escena del debate, nos llevan al consultorio del analista: allí donde habla el paciente que está en el diván y no el portavoz de una escuela.
Es poco común que se transcriban largos fragmentos de una cura. Menos común todavía resulta que se lo haga tomando como eje los casos femeninos. Aquí se puede seguir en su ritmo, estilo y meandros el relato de los pacientes durante el análisis. Y uno se siente atrapado dentro del espacio que ese discurso circunscribe, precisamente el del inconsciente, un espacio en que la negación no existe, como lo ha dicho Freud, y donde, por consiguiente, los tér-minos de una contradicción antes que excluirse coexisten y se tremendous-
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2 E. Jones, The Early Development of Female Sexuality, 1927; The Pha-lic Phase, 1932; Early Female Sexuality, 1935.
ponen. De hecho, el que intenta orientarse en estas Recherches se remite a Freud y a Jones. Porque este libro no sólo habla acerca de la feminidad según Freud, sino que también la hace hablar por sí misma y de un modo inmediato que no se puede olvidar. Del texto se desprende un odor di femina que únicamente se comprenderá re- lacionándolo con los trabajos inglés y vienes.
Las Recherches nouvelles marcan una doble perspectiva que será importante aclarar en estas líneas. Volvamos a Freud: no se pueden captar las modalidades esenciales de organización del deseo femenino sin retomar con su propia óptica la concept del falocentris- mo, tan desacreditada por los contemporáneos de Freud. Las Re- cherches aluden a esta concept constante y explícitamente, puntuali-zando que el falo no puede ser identificado con el pene. Lejos de significar una realidad anatómica, según esta obra, la palabra falo designa los ideales y valores que el pene representa. Después de extraer el concepto de falo del contexto orgánico con el que a me-nudo se lo confunde, los autores tratan de captar la naturaleza del falocentrismo:
“En el estudio sobre la envidia del pene, hay que diferenciar al pene en sí, considerado como una cosa…” 3
Por el contrario, lo que hay que aclarar es que el órgano mas-culino connota una dimensión superb: “la envidia del pene es siem-pre envidia del pene idealizado…” 4
A la vez, los modelos propuestos para ilustrar el deseo feme-nino explicitan, a nivel clínico, lo que pasa con ese “falocentrismo”:los autores no se engañan si una paciente se declara impotente y humillada con el pretexto de que no es más que “una mujer”. La envidia del pene —nos dicen— está latente en esta expresión y no es reducible a un instinto. Es imposible legitimarla “por un pre- tendido estado de castración, del que sería responsable la filogé-
nesis”.5
El deseo del pene, por el contrario, es analizable en la medida en que es resultado de una elaboración compleja, establecida para mantener la potencia fálica del padre. Sólo las pacientes cuyo padre se ha visto amenazado en su prestigio y en su standing simbólico plan-
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three Recherches psychanalytiques nouvelles sur la sexualité féminine. M. To-rok. La signification de l’envie de phallus chez la femme, p. 184
4 Op. cit., p. 186
5 Op. cit., p. 132
tean como indispensable la posesión del órgano viril. Sus males, sus síntomas, se manifiestan para demostrar que les ha sido quitado lo esencial, es decir el pene imaginariamente confundido con el falo. Así se asegura fantasiosamente el poder fálico del padre.
En las otras observaciones hechas sobre mujeres, homosexua-les “normales”, se dibujará cada vez una forma specific de relación con el falo paterno, en la que siempre se tratará de mante-ner un término accesible, para que subsista el deseo. Relación sutíl-mente constreñida pero que no difiere en su naturaleza de la que se ha establecido para un hombre: la observación profundizada de un caso masculino de perversión lo hace ver con claridad.6
Al demostrar que él deseo no es otra cosa que puro artificio las Recherches descartan la hipótesis del carácter innato del deseo, qué la escuela inglesa había planteado acerca dé la feminidad. De este modo confirman la justeza de las reservas de Freud frente a esa feminidad natural” sobre la que Jones tanto insistía.7
No obstante las Recherches retoman, aunque según criterio professional- pio, 1o basic de los trabajos clínicos elaborados por la escue- la inglesa. El artículo de B. Grunberger, en especial, insiste sobre la organización specific, concéntrica, de la sexualidad femenina.8 Pasa, nos dice, como si la mujer, más que el hombre, dependiera, de pulsiones, en las que los autores ven, junto con Jones, la forma intrincada que tienen los sistemas arcaicos, orales, anales y va-
ginales.
“En la niñita, muy a menudo la boca toma simbólicamente, y por motivos sobre los que Jones ha insistido, el valor de un órgano vaginal”, anota J. Luquet-Parat9 Y mas adelante María Torok re- toma, para desarrollarla, la teoría de la escuela inglesa:
“Klein, Jones y Horney han señalado antes que nosotros la precocidad de los descubrimientos y de la represión de las sensacio- nes vaginales. Por nuestra parte, hemos observado que el descubri- miento del otro sexo era siempre una llamada al despertar del propio
6 Op. cit., pp 65-90
7 A propósito del falocentrismo y del carácter innato del deseo, remitimos a La part phallique”, Scilicet I, du Seuil, Paris. Allí se encontrará un ri- guroso ajuste de las posiciones teóricas de freud y Jones frente a la femi-nidad, desde el punto de vista de la teoría lacaniana.
8 Op. cit., p. 103.
9 Op. cit., pp. 124-125
sexo. Clínicamente la envidia del pene el descubrimiento del sexo del varón, están asociados a menudo con un recuerdo reprimido de experiencias orgásticas.”10
De esta manera, dos posiciones teóricas, hasta aquí considera- das incompatibles, se verifican en el cuadro de un estudio clínico. La contradicción Jones-Freud parece entonces superada.
La contradicción desplazada
Pero esa superación permanece implícita: en ningún momento los autores la formulan como efecto logro de su investigación. Consi-deramos las pocas líneas en que B. Grunberger analiza el narcisismo femenino: lo que outline a “la catexia libidinal de la mujer es su carácter concéntrico y al mismo tiempo el falo”11
Afirmar el carácter a la vez “concéntrico” y fálico de la sexua-lidad femenina, es dar la razón a Freud y a Jones. Pero a partir de este hecho ¿no sería preciso formular un punto de vista nuevo por el que se mantuviera lo verdadero de ambas escuelas?
En las Recherches nouvelles este punto de vista no está es-tablecido. Dado el enfoque normal la contradicción Jones-Freud pierde progresivamente su pertinencia frente a la clínica. Sin em-bargo, el mero hecho de verificar dos proposiciones incompatibles no suprime la contradicción que las enlaza. Nada prueba que por el solo hecho de ser constitutivos de la sexualidad femenina el falo- centrismo y la concentricidad se completen con armonía. Por nues- tra parte, sostendremos que los dos coexisten como incompatibles y que tal incompatibilidad es específica del inconsciente femenino.
El interés mayor de las Recherches, consistente en el desplaza- miento que los autores operan en la contradicción, no está subrayado adecuadamente. Habría que explicar y destacar que la incompatibi- lidad Jones-Freud, aunque se haya articulado como polémica, es mucho más que una querella de escuela. Una vez que esta querella y las pasiones de escuela se terminan, la contradicción vuelve a hacerse presente, como un juego de fuerzas que estructurara el propio inconsciente femenino. Falocentrismo y concentricidad: am- bos constituyentes simultáneos del inconsciente se enfrentan según
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11 Op. cit., p. 103 (bastardillas agregadas).
dos modos: el primero, el más espectacular, se manifiesta como angustia; pero la misma relación de fuerzas juega, invertida, en la sublimación. Vamos a ver que estos procesos determinantes en la economía inconsciente participan cada uno en la incompatibilidad de los dos aspectos de la feminidad analizados for Jones y por Freud.
/. La representación de la castración
Partamos de la angustia en common, de lo que sabemos acerca de este estado, en la medida en que es común a los dos sexos. Este abordaje global facilitará luego la ubicación de los procesos espe-cíficamente femeninos de la angustia.
En psicoanálisis muy a menudo se describe la angustia como “angustia de castración”, es decir como el horror que se apodera del niño cuando descubre el cuerpo sin pene de su madre. Este descubrimiento engendraría el temor de sufrir algún día la misma suerte.
Es exacto que el analista debe contar en cada cura con la fuerza imprescriptible” de este temor de mutilación.12 Pero este miedo no es la angustia: representarse el motivo del propio temor es ya ad-judicarle una razón. Sin embargo, la angustia carece de motivación; es decir que supone la anulación de toda facultad pensante. En otros términos, la angustia aparece como momento-límite de bloqueo de la representación consciente e inconsciente. ¿Cómo analizar ese blo-queo? En primer lugar, especificando la naturaleza de la represen-tación que es objeto de bloqueo. Tres posiciones derivadas de la teoría lacaniana nos servirán de puntos de referencia:
1) El inconsciente es una estructura combinatoria de deseos que se articula en representaciones.
2) Estas representaciones pueden ser llamadas representacio-nes de castración, en la medida en que su articulación literal despoja efectivamente al sujeto de una parte de goce.
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12 Op. cit., p. sixty seven.
three) La puesta en juego es este goce, cuya pérdida constituye el precio de la representación.
Revisemos estas tres proposiciones:
1) La representación inconsciente, que se analizará aquí, remi- te a procesos diferentes de los que en general se designan con el
término “representación”. Este por lo común, concierne a la con-ciencia, resume la actividad reflexiva que se aplica a la realidad del sujeto (filosófico) y de los objetos. Por el contrario, la representa-ción inconsciente no refleja ni significa al sujeto y sus objetos; en cambio, es pura catectización de la palabra como tal. ¿Cómo puede ser así? Un ejemplo lo aclarará: veamos qué diferencia separa a las representaciones consciente e inconsciente de la castración.
2) La representación consciente de la castración en el niño no alude a ninguna mutilación actual, sino que es evocación imaginaria:
bien es el Otro que amenaza, enunciando una prohibición (caso del varón), bien la niña, para explicarse la ausencia de pene, se dice: “alguien me lo ha quitado”.
Este tipo de representación deviene inconsciente, ya que sólo remite a las palabras que la constituyen. Desarraigada de la realidad, no se relaciona más que con su forma: lo que está catectizado en el enunciado de la prohibición, como en la imaginación fantasiosa, es su articulación específica y los múltiples juegos de palabras, de sonoridades y de imágenes que esta articulación hace posibles. ¿Por qué, sin embargo, las palabras se pueden convertir en los objetos de esa catectización? ¿Por qué movilizan toda la fuerza del incons-ciente? Dejando abiertos estos interrogantes y remitiendo al lector a Freud13 , subrayemos sólo que las palabras en los primeros mo-mentos de la vida prolongaban el cuerpo de la madre, y simultá-neamente circunscribían el lugar de suspenso de su deseo. En ellas, pues, se conjugaban lo más actual del goce y lo más mediato del falo. Seguirá siendo el mismo el poder de las palabras en el incons-ciente?
3) La representación inconsciente, por ende, no es más que un texto. Pero este texto produce efectos, ya que la sexualidad, co- mo hemos visto, no se organiza según determinado instinto, deter-
thirteen S. Freud, “Metapsicología. La represión, lo inconsciente”,C., Biblioteca Nueva t. 1, pp. 1037, 1043.
consiguiente, hace imposible un relación directa y pacifica con el cuerpo, con el mundo y con el placer, desvía del goce: en este senti-do el discurso es castrador. Para decirlo de otro: modo: la repre-sentación inconsciente de castración es en primer término repre-sentación castradora.
Pero simultáneamente el término representación debe enten-derse en una segunda acepción. Una vez que nos ha marcado una determinada secuencia de discurso, ésta no deja de reproducirse; podemos definir el inconsciente como el lugar en donde, indefinida-mente se ponen en escena esas representaciones. Este trecho de la repetición, del eterno retorno de las palabras ha sido muy estudiado y por consiguiente lo damos por conocido. Pero, si la representación no cesa de representarse ¿cómo podría desaparecer? El analista debe contar con ese eclipse, pues el paciente que de pronto cube, su an-gustia habla de un tiempo en que nada era pensable para él: enton- ces el cuerpo y el mundo se confundían en una misma intimidad caótica, demasiado presente, demasiado inmediata. Todo se desple-gaba en una proximidad en una plenitud insostenibles. Lo que esta- ba ausente era una falta, un “espacio” vacío en alguna parte. En estos casos clínicos parece que la dimensión castradora de la repre-sentación hubiera faltado. Ocurre como si la representación, por lo menos en sus efectos, se hubiese anulado provisoriamente
2. Edipo y la puesta en juego (l’enjeu)
Para dar cuenta de la persistencia de la representación y también de su vacilación en la angustia, detengámonos en la hipótesis que aca- bamos de enunciar. Imaginemos que en ciertos momentos la repre- sentación se produce, pero sin efectos castradores: como una má- quina loca, perderá el poder de apartar al sujeto del goce. Este proceso no se producirá en función de hechos inherentes a la repre- sensación en sí, sino a partir de una intrusión de la violencia de lo real. Una lectura del drama de Sófocles, Edipo Rey, quizá permita extraer el modelo.
Al comienzo del drama, Edipo aparece como aquel cuya rela-ción con la representación está tan asegurada como para que le sea posible resolver los enigmas de la esfinge. No obstante la acción trágica, progresivamente, descubrirá la ruina de está representación.
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Los antiguos decían que esta ruina period querida por los dioses. El analista, por su lado, interpreta que Edipo fue llevado a ella por su deseo incestuoso. Hay que retener a la vez la thought de los dioses que persiguen y la del sujeto que desea, pues el tema del engaño fatídico, del proyecto manejado por fuerzas exteriores, pone el acen- to sobre un hecho esencial: la realización del deseo inconsciente es siempre tan catastrófica que el sujeto nunca puede llevarla a cabo por sí mismo.
Una cosa es desear; otra, realizar ese deseo. Desear, como ya vimos es representarse el objeto filiante (la madre), es decir, “gozar” de él bajo la exclusiva forma de las palabras. Satisfacer ese deseo, por el contrario, es descatectizar las palabras en provecho de la realidad: dicho de otro modo, gozar de la madre implica recupe- rar la puesta en juego que, de ordinario, indefinidamente redoblada, asegura la representación. Por este motivo, no es necesario que el deseo se realice. De ello nace la represión que hace no pensar, ni ver ni formar el objeto deseado, incluso -y en especial —si está al al-cance de la mano: ese objeto tiene que permanecer perdido.
Ahora bien, en Edipo los dioses el azar restituyen el objeto del deseo y Edipo goza de Yocasta. Pero la represión continúa pro-, duciéndose simultáneamente y sobre un modelo más y más opri- mente: los recursos sucesivos —Tiresias, los sacrificios, la ley— muestran el esfuerzo desesperado por no llegar a ver cuál es la causa de la peste; esfuerzo que no frena nada, pues la represión no es más que una gigantesca pantomima, impotente para asegurar el redoblamiento de la apuesta del deseo. Sabemos que la representa-ción sin la puesta en juego de nada vale.
La tragedia de Edipo, pues, permite acentuar al mismo tiempo la economía y la quiebra de la representación. Pero también sugiere la causa de esa quiebra. ¿Por qué el encuentro con la esfinge se produce justo al comienzo del drama? ¿A qué alude ese ser híbrido; razonante y devorador, que al hablar bate alas? ¿Por qué está ins- talado a las puertas de Tebas ese monstruo, mujer con cuerpo de fiera?
El encuentro con esta figura enigmática de la feminidad ¿no amenaza a todo individuo? Esta figura está ubicada en el origen de la ruina de la representación.
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5. El continente negro
Al interrogarse sobre la sexualidad femenina, al medir las escasas oportunidades que ofrece a la investigación analítica, Freud la com-para con un “continente negro”.
Las Recherches nouvelles, con justa razón, se inician recordan-do esta fórmula. Sin embargo parece que los autores no ven la sombra amenazante que hacen surgir con esta expresión: la sexuali-dad femenina es un continente negro, inexplorado, no porque haya alguna insuficiencia eventual en la investigación: es inexplorada en la medida en que es inexplorable.
Sin duda es posible describirla, es posible resumir lo que se cube de ella en trabajos clínicos teóricos. Pero más allá, dentro del marco de la cura, la feminidad resiste sordamente al análisis. En el diván un discurso se enuncia análogo a esos otros cuyo estilo está tan bien reflejado en las Recherches: discurso “directo”, que por su carácter inmediato parece manifestar la vida. Esta inmediatez, esta vida, son los factores que representan un obstáculo para el aná-lisis: la palabra se entiende como prolongación del cuerpo que está allí, hablando. La paciente parece no ocultar ya nada, nada está latente, todo está manifiesto. La feminidad hace fracasar la inter-pretación en la medida en que ignora la represión.
La feminidad, no la mujer, es inclined de tomar tal standing. Vamos a aclarar cuál será la acepción que adoptaremos aquí para estos términos: mujer, feminidad, represión.
a) La palabra mujer designará al sujeto que, como el hombre, es efecto de la representación inconsciente.
b) Por feminidad se entenderá el conjunto de pulsiones “fe- meninas” (orales, anales, vaginales) en la medida en que oponen resistencia a los procesos de represión.
c) Por último, la represión se distinguirá de la censura:14 ésta es siempre pasiva, en cambio aquélla tiene valor de acto. Los obs- táculos que la censura opone al desarrollo libidinal aparecen como el resultado de las vicisitudes del deseo del Otro. Regresiones fija- ciones impidieron que el padre la madre simbolicen tal cual acontecimiento clave de la sexualidad del niño, y a partir de allí,
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14 No siempre se da este caso. Estos dos tipos de proceso se designan las más de las veces con el término “represión” (primaria y secundaria).
ese “blanco”, lo no dicho, funciona como un obstáculo: la censura que se establece se produce como efecto de una ausencia de repre-sentación que es irrepresentable y por lo tanto “ininterpretable”. Por el contrario, la represión supone una simbolización: permite que, como hemos visto, la representación se catectice como tal, mientras que la satisfacción real, abandonada, hace su puesta en juego. La represión es siempre un proceso económicamente estructu-rante.
Como veremos, el erotismo femenino es más censurado y menos reprimido que el del hombre. Se presta con menos facilidad a “per-derse” como apuesta de la representación inconsciente. Las pulsio-nes, cuya fuerza exuberante ha mostrado la escuela inglesa, circuns-criben un lugar “continente” que puede ser llamado “negro” en la medida en que está fuera de circuito (precluido forclos) de la economía simbólica.
Veamos qué procesos producen el mantenimiento de la femi-nidad “fuera de represión”, por así decir, en estado salvaje. El pri-mero, de orden social, concierne a la ausencia de prohibiciones: la niña está sometida en mucho menor medida que el varón a las ame-nazas y prohibiciones que sancionan la masturbación, y dado que ésta es mucho menos vulnerable de ser observada, se la pasa por alto. Françoise Dolto ha demostrado que al abrigo de su intimidad la niña la mujer pueden vivir una sexualidad “protegida”.15 Se habla de la angustia de la violación, de la penetración, sin subrayar que en realidad la niña corre pocos riesgos. Por el contrario el varón, por su propia anatomía está expuesto a comprobar ya muy tempra-no que no es dueño ni de la manifestación de su deseo ni de la duración de sus placeres. El varón experimenta con su sexo el azar, pero también la ley: su propio cuerpo adquiere valor de apuesta.
Con respecto a la castración la posición del hombre difiere pues de la de la mujer, cuya sexualidad es suceptible de permanecer al margen de toda represión. Si tal eventualidad se produce, la puesta en juego de la castración, para la mujer, se verá desplazada: se juega la sexualidad y el deseo del otro sexo, por lo common el del padre, luego del compañero masculino. Por este motivo Perrier y
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15 F. Dolto, “La libido et son destín féminin”, La psychanalyse, vil, P.U.F.
Granoff pudieron demostrar; “… la extrema sensibilidad femenina a todas las incidencias de la castración del hombre”.16
Todavía otros procesos, no ya de orden social sino pulsional, mantienen a la sexualidad femenina fuera de la economía de la representación. Se trata del entrelazamiento de pulsiones orales-anales con el placer vaginal. Jones, Klein y Dolto han insistido en que las experiencias arcaicas que la joven tiene de la vagina se or-denan en función de esquemas oro-anales preestablecidas. En el li-mite, la sexualidad precoz “gira” en torno a un solo orificio, órgano a la vez digestivo y vaginal que tiende indefinidamente a absorber, a poseer, a devorar. Aquí volvemos a encontrar el tema de la con-centricidad desentrañado por los autores de las Recherches nouvelles.
Si ese insaciable órgano-orificio está en el centro de la sexua-lidad precoz, si moldea todo movimiento psíquico según esquemas circulares y cerrados, compromete la relación de la mujer con la castración y la ley: absorber, tomar, comprender, es reducir el mundo a las “leyes” pulsionales más arcaicas. Movimiento opuesto al que supone la castración, donde el goce del cuerpo se pierde “para” un discurso que es Otro.
No vamos a cuestionar aquí la verdad de las observaciones
clínicas presentadas por la escuela inglesa: todas las experiencias
en el análisis de niños confirman la precocidad del “conocimiento”
de la vagina. En la mayoría de los casos es exacto que la niñita tiene
muy temprano la experiencia de su feminidad. Pero, a la vez, hay
que subrayar que tal precocidad, lejos de favorecer una posible “ma-
duración” la obstaculiza, ya que mantiene al erotismo fuera de la
representación de castración.
four. La angustia y la relación con el cuerpo.
La represión se ve obstaculizada por una tercera serie de procesos, concernientes a la relación de la mujer con su propio cuerpo, rela-
ción a la vez narcisista y erótica, pues la mujer goza de su cuerpo tal cómo lo haría con el cuerpo de otro. Cada acontecimiento de or-
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sixteen W. Granoff y F. Perrier, La psychanalyse, vii, P.U.F., “Le problème de la perversión chez la femme et les idéaux féminins”. Este artículo es fundamental para una investigación teórica sobre la sexualidad femenina.
den sexual (pubertad, experiencias eróticas, maternidad, etcétera) le ocurre como si viniera de otro: es la actualización fascinante de la feminidad de toda mujer, pero también y sobre todo de la madre. Es como si “convertirse en mujer”, “ser mujer” abriese el acceso a un goce del cuerpo en tanto femenino y/ maternal. En su “amor propio”, la mujer no puede llegar a establecer la diferencia entre su propio cuerpo y el que fue el “primer objeto”.
Habría que mostrar con más detalle lo que aquí sólo sugeri-mos: lo real del cuerpo, al tomar forma en la pubertad, al cargarse de intensidad, de peso, de presencia, como objeto del deseo del amante, re-actualiza, re-encarna lo real de otro cuerpo, de ese que en los primeros tiempos de la vida period la sustancia de las palabras, el organizador del deseo, ese que, más tarde, constituyó también la materia de la represión arcaica. Al recuperarse como cuerpo (y también como falo) maternal, la mujer no puede ya reprimir, “perder”, la puesta en juego primera de la representación. Como en la tragedia, esta se halla amenazada de ruina. Pero en el principio de tal amenaza hay procesos distintos: para Edipo la restitución de la puesta en juego provenía del azar, de los dioses, y se concretaba a pesar de una prohibición. Por el contrario, nada está prohibido para la mujer; ningún enunciado, ninguna ley prohiben la recupe- oración de la puesta en juego, porque para ella lo real de su propio cuerpo es que se impone y toma el lugar de la represión y del deseo.
Por estar ligada a la presencia de ese cuerpo, la angustia será insistente, permanente. Ese cuerpo tan cercano, que es necesario habitar, es un objeto de más que habría que “perder” para poder simbolizarlo, es decir, que hay que reprimir. De aquí nacen los síntomas que tan a menudo tienden a simular esta pérdida: “no hay nada ya, es un hueco el vacío..”, tal es el leitmotiv de toda cura femenina, que sería equivocado interpretar como una pretendida “castración”. Muy por el contrario, se trata de una prohibición des-tinada a prevenir los cambios e insuficiencias de la castración sim-bólica.
A propósito de la angustia femenina, en especial la de la adoles-cente, “el miedo a la feminidad” es evocado a menudo por el ana-lista. Este, tal como hemos procurado demostrar, no surge sólo de las fantasías de violación, de efracción.. En profundidad es miedo del cuerpo femenino, en tanto es objeto no reprimido, irre- presentable. En otros términos, la feminidad “según Jones”, vivida
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sobre un modelo real e inmediato, produce una marca ciega en los procesos simbólicos analizados por Freud. Dos territorios heterogé-neos, incompatibles, coexisten en el interior del inconsciente feme-nino: el de la representación y el que sigue siendo “continente negro”.
5. Las defensas y la mascarada
Es raro que en análisis la angustia se manifieste como tal. Co-múnmente se oculta bajo las defensas que provoca. Se trata de mon-tar una representación no ya simbólica, sino imaginaria de la cas-tración: se simularía una falta y, en función de ella, la pérdida de la puesta en juego. Y es una empresa tanto más fácil cuanto que la anatomía femenina, justamente, hace notar una falta: la del pene. Al ser su propio falo la mujer se disfrazará pues con esta falta, haciendo surgir la ilusión óptica de la dimensión de castración.
Los modelos de figuración son múltiples. Se puede representar la ausencia del pene tanto por el silencio como por una vanidad ruidosa. Se puede tomar el modelo de experiencias eróticas, místicas, neuróticas. La negativa anoréxica de alimentarse, por ejemplo, de-muestra con claridad el deseo de reducir, de destruir la propia carne, de considerar al cuerpo como cero. Del mismo modo el masoquismo, a fuerza de pasividad, de impotencia, de “no hacer nada” remeda la falta. En este sentido podemos citar las observaciones de Héléne Deutsch y las de las Recherches nouvelles. El mismo disfraz de la castración se encuentra en el registro de la ficción erótica: donde , el orificio femenino, se representa “falsamente” en sus metamor-fosis sucesivas.
Con sumo interés nos volveremos aquí hacia los poetas, hacia aquellos que del “cine femenino” hicieron una obra novelesca, un movie, en la medida en que este estudio no nos permite detenernos en casos clínicos.
Pensemos en Fellini, el director de Julieta de los espíritus, ese film que produjo tanto desconcierto, sin duda porque hizo notar con claridad la presencia del “continente negro”. En ese amontonamien- to de cosas locas, plumas, sombreros, construcciones extrañas, ba-rrocas, que se yerguen como otras tantas enseñas silenciosas, se deli-nea una dimensión de la feminidad que Lacan, retomando el térmi-
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no de Joan Riviére, designa como mascarada. Pero hay que señalar que esa mascarada tiene la finalidad de no decir nada. Absolutamen-te nada. Y para producir esa nada, la mujer se disfraza con su propio cuerpo.
Las novelas de Marguerite Duras, según nuestra opinión, des-pliegan el mismo mundo de estupor y silencio. Se podría demostrar que ese silencio, esa no-palabra, exhibe siempre la dimensión fasci-nante de la falta de pene femenino que Duras intenta hacer “hablar” como un grito (Moderato cantabile), como “música”. Recordemos aquí lo que se dice en Ravissement de Lol V. Stein: “Se hubiera necesitado una palabra-ausencia, una palabra hueco… no hubiera sido posible decirla, pero sí hacerla resonar… “17
E1 sexo de la mujer, órgano vagino-oral que obstaculiza la cas-tración, al mismo tiempo la representa “falsamente”, en efectos de trampa que producen angustia. Por esto, desde siempre, el hombre denomina el mal a las defensas y a la mascarada femeninas.
No se acusa a la mujer de pensar ese mal, ni de cometerlo, sino de ser su encarnación, porque consiste en confundir el deseo con una falta que precisamente es carnal. Ese mal escandaliza todas las veces que la mujer representa su sexo para eludir la palabra y la ley. Pero produce los efectos más espectaculares en la angustia que posee al varón ante el cuerpo desnudo de su madre: “¿No remite a eso su deseo, a ese agujero de carne? ¿Qué pasa entonces con mi propio deseo?” En ese momento lo simbólico se destroza contra lo actual de lo que se ha visto. Freud decía que el perverso no puede ver el cuerpo castrado de la mujer. En ese sentido, todo hombre es perverso: no puede dejar de experimentar que el cuerpo femenino, su presencia, amenaza la representación inconsciente.
Por lo tanto, ante ese mal necesita defenderse. Un movie como Dies irae muestra muy bien las defensas masculinas ante el cuerpo femenino, y también la relación demasiado directa que la mujer mantiene con el goce. Más aun que su compañera, el hombre se siente aterrorizado por la amenaza que hace surgir la feminidad frente a la represión. Para fortalecerla, para convencerla, la mujer avanza más y más por su propio camino: se explica, quiere decir la verdad, sin comprender que su discurso no se podrá recibir. Porque precisamente el hecho de decirlo todo, es decir de superar
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17 Marguerite Duras, Le ravissement de Lol V. Sten, N.R.F., p. fifty four.
la ley de la represión, contamina confiere a la verdad más preciada un carácter sospechoso, odioso. Dé ahí nace la censura masculina: las frustraciones, las prohibiciones, el desprecio que pesan desde hace siglos sobre la mujer pueden ser arbitrarios y absurdos, no im- porta, no es eso lo esencial sino el hecho de imponer con toda seguridad, el abandono del goce. Ahora bien, el escándalo puede terminar: el sexo femenino testimonia la castración simbólica.
El analista, desde su punto de vista, no puede definir la cas- tración femenina como puro efecto de esas fuerzas encontradas. Si el tipo de la mujer neurótica, histérica, es la que no acaba de querer ser su sexo, inversamente, ¿no es la mujer “adulta” la que recons- truye la sexualidad en un campo que no concierne a su sexo? El principio de unalibido masculina, sostenido por Freud, podría aclararse en función de esta “extraterritorialidad”.
II
1. La castración femenina: hipótesis
Tomemos una vez más un ejemplo de la literatura. Los retratos mujeres esbozados por P. KIossowski se prestan con facilidad a un comentario clínico. Pueden producir asombro, por cierto, los atri- butos viriles (físicos y psíquicos que el autor adjudica a sus heroí- nas y pueden hacer pensar en alguna perversión, también podemos ver en esos elementos el material de un apólogo, en el que se dibu- jará un tipo de feminidad lograda: la “verdadera” mujer, la mujer “mujer”, está pintada como la que ha olvídado”su feminidad, la que confiaría el goce y la representación de esa feminidad a otro. Por este motivo Roberta, la heroína de P. KIossowski, no puede hablar de si, de su cuerpo, de “la palabra que él oculta”18. A otro: le corresponde hacer en el amor y/ en la novela el discurso de su feminidad.
Bajo el signo de este “olvido” una segunda economía del deseo puede ser descripta efectivamente; en ella la puesta en juego no es la misma. No concierne al pene ni a la sexualidad masculina, sino a la
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18 P. Klossowski, Les lois de l’hospitalité, N.R.F., p. one hundred forty five.
feminidad precoz: ésta se pierde para convertirse en materia de la represión. A tal des-catectización de la sexualidad ‘”según Jones” corresponde una varias fases de latencia, durante las cuales la niña y la mujer se desprenden de su propio cuerpo y de los placeres que le están ligados. Por esta razón, en análisis, los períodos de frigidez a menudo pueden ser considerados como índice de supera-ción: marcan el momento en que la paciente descatectiza los es-quemas vagino-orales que hasta entonces eran los únicos capaces de abrir el acceso al placer erótico.
El salto decisivo por el que se modifica el inconsciente feme-nino, no tiene tanto peso en el cambio de objeto amoroso, como en el cambio de representante inconsciente.19 Los primeros represen-tantes “concéntricos” son sustituidos por otros representantes fálicos masculinos. La ley y los ideales del padre, articulados en su discurso, constituyen los nuevos representantes capaces de suplir los modelos arcaicos de representación (Edipo femenino).
Pero hay que señalar que esa sustitución no mutila a la mujer del pene que jamás ha tenido, sino que la priva del sentido de la sexualidad precoz. Se produce el olvido aun la represión de la feminidad, y esa pérdida constituye la castración simbólica de la mujer.
Para aclarar más la cuestión, esquematicemos la hipótesis que se acaba de delinear sobre la economía inconsciente femenina:
La puesta en juego
De este esquema se desprenden tres observaciones.
1) Vemos que las líneas de fuerza de la economía femenina,
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19 El “cambio de objeto” designa el abandono del primer objeto de amor, la madre, en favor del padre. Sobre este problema cf. J. Luquet-Parat, “Le changement d’objet”, op. cit., pp. 124 y ss.
falocentrismo y concentrícidad, remiten siempre a Jones y Freud, pero juegan de modo inverso.
2) No se observa en clínica una distinción tan tajante como la que aquí se ve representada. Comúnmente las dos formas de eco- nomía coexisten, con predominio (provisorio definitivo) de una de ellas.
3) Nosotros introducimos aquí el concepto de sublimación. Recordemos que clásicamente esta palabra designa una “transfor-mación de las pulsiones en valores socialmente reconocidos” (Ro- bert).
Si es posible demostrar que en una economía del tipo II toda relación con el goce —incluido el placer sexual— es de orden subli-matorio, entonces no sólo se aclararía una dimensión específica de la sexualidad femenina, sino que también se podrá evitar un contra-sentido acerca de la sublimación: el que estriba en considerar a ésta como un pasaje de lo sexual a lo no-sexual.
2. Sublimación y metáfora
A veces ocurre que en la cura, y más precisamente en la transferen-cia (conjunto de las modificaciones inconscientes producidas por la enunciación del discurso sobre el diván), surge la dimensión del placer.
María Torok en las Recherches nouvelles evoca su manifesta-ción: cuando una de sus pacientes ha “comprendido” una interpre-tación, en el momento en que por este motivo desaparece una inhi-bición, frecuentemente se manifiesta un índice de superación: la paciente sueña y en ese sueño tiene un orgasmo (sigue la descrip-ción de uno de esos sueños).20
M. Torok, al insistir en el hecho de que un placer surge cuando se elabora una nueva representación, cube lo esencial sobre ese pla-cer. Al contrario de lo que se podría creer, ese placer no consiste en la desaparición de la inhibición, es decir, en la liberación de una tensión que se ha contenido demasiado tiempo. Lejos de poder encajar en el cliché de la “des-represión”, el placer surge en cambio
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20 Op. cit., p. 192.
a partir de la respuesta en su lugar de nuevas representaciones. Es-tas, subrayémoslo, fueron enunciadas primero por el otro, por el analista, que al interpretar articula verbalmente algún elemento de una sexualidad que hasta allí se mantenía en estado salvaje.
Aquí, pues, el placer es el efecto de la palabra del otro. Con precisión, se deriva de un discurso estructurante. Pues en la cura de una mujer lo esencial no estriba en lograr que la sexualidad sea más “consciente” ni en interpretarla, al menos en el sentido que por lo común se adjudica a este término. La palabra del analista adquiere una función muy diferente: no explica sino que estructura, por el solo hecho de articularse. Cuando ubica verbalmente una representación de castración hace pasar, por así decir, la sexualidad al discurso. Este tipo de interpretación reprime, al menos en la acep-ción que aquí otorgamos al término.
Así entendida, la interpretación quizá permita localizar una cierta función cultural, social, del psicoanálisis. Recordemos que la teoría freudiana de la sexualidad fue establecida con respecto a dos problemas planteados por la mujer y por la feminidad. También nos podríamos preguntar si el psicoanálisis no se articuló para reprimir (en el sentido de hacer la representación simbólica) esa especie de “marea negra” de la feminidad que quizá en el siglo pasado amenazó de modo specific con la contaminación del orden social y cultural. De la misma manera se podrían entender las reti-cencias de Freud respecto de Jones: las tentativas de “hacer hablar” a la feminidad ¿no llegarán a comprometer la represión que Freud supo lograr?
Volvamos a nuestro ejemplo: ¿qué placer puede derivarse de que en el momento de la interpretación se produzca represión? Para responder, señalemos en primer lugar que la interpretación, tal co-mo está analizada aquí, no se apoya tanto en la explicación el comentario, como en el hecho de articular. También aquí se ha de hacer hincapié en la forma de las palabras: un cierto número de significantes, enunciados por el analista, por consiguiente necesa-riamente relativos a su deseo, a su escucha, se enuncian a propósito de la fantasía del analizante. Estas palabras son otras: el discurso del analista no es reflexivo sino diferente. Como tal, no es espejo sino metáfora del discurso del paciente. Ahora bien, la metáfora precisamente es capaz de engendrarun placer.
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En cuanto a los chistes, Freud, y más tarde Lacan han anali-zado los motivos de tal placer. Nos reímos cuando comprendemos que las palabras expresan otro texto del que se podría pensar en un primer momento. Y el placer se hace más vivo todavía si el otro ríe, si el equívoco representa un papel importante. ¿Qué enjoyable-ción adquieren aquí ese otro texto y ese otro oyente? La de sustituir al texto y al escucha precedente, es decir engendrar una metáfora. El placer surge al mismo tiempo que se produce esta metáfora; se identifica, cube Lacan, con el sentido mismo de la metáfora. 21
¿En qué consiste, entonces, ese sentido desprovisto de signi-ficación? Podemos definirlo como medida del “espacio” vacío, provocado por la represión. La metáfora, al plantearse como no siendo lo que se dice, ahueca y a la vez designa aquel espacio. El placer del chiste, decía Freud, se basa en el retorno de lo reprimido. Pero ¿no consiste, más bien en hacer jugar en el texto mismo la dimensión de la represión?
Este placer que proporciona el chiste, se puede evocar respecto de toda sublimación. Definiremos pues la sublimación no sólo como transformación pulsional, sino también como el placer que surge de esta transformación. En la transferencia, como hemos visto, el orgas-mo de la paciente se originaba en una interpretación. Por ejemplo, una carcajada testimoniaba el sentido de la palabra del otro y su función metafórica. Ahora nos falta volver a encontrar esta dimen-sión del chiste en el placer y el goce.
3. Placer y goce
En su naturaleza y sus efectos, el placer amoroso femenino varía considerablemente. Variedad en cuanto a los lugares del cuerpo ca-tectizados, en cuanto a la intensidad, el resultado (orgasmo no),
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21 Sobre la metáfora, cf. J. Lacan, “La instancia de la letra en el incons- ciente la razón desde Freud”, Escritos I, Siglo XXI, México, 2ª edic, p. 179, y “Las formaciones del inconsciente”, seminarios sobre textos freudianos, 1957 y 1958, en Las formaciones del inconsciente, Nueva Visión, Buenos Aires, 1970. Sobre el placer, del mismo autor, “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”, Escritos I, Siglo XXI, México, 2ª edic, p. 290
en cuanto a los efectos: una relación sexual “lograda” puede pro-vocar bien apaciguamiento bien angustia. Recordemos también que no se desemboca necesariamente en la neurosis a partir de una frigidez y que, recíprocamente, las psicóticas y las inmaduras tienen orgasmos vaginales intensos.22
¿Cómo ubicarse entre ta exuberancia, la rareza y las paradojas de estos placeres? Tomando como punto de referencia no tanto las variedades de forma e intensidad, como su función en la economía. Aquí vamos a distinguir aún dos tipos de placer sexual: precoz y sublimado. El primero acabamos de considerarlo como efecto de las experiencias de sexualidad arcaica. Aunque sea en pareja, aunque presente las apariencias de la sexualidad adulta, no hace más que reactualizar, llevar a su culminación en el orgasmo el goce que la mujer tiene de si misma.23 En este tipo de placer, la mirada del otro, su deseo, fortalecen todavía más el nexo erótico con el propio sexo. De Allí nace la angustia que precede y epiloga al acto sexual.
En sus efectos, inversamente, el placer puede ser estructurante; esta especie de genio”, de inspiración, que la mujer descubre des- pues del amor, testifica que se ha producido un acontecimiento de orden inconsciente que permite tomar cierta distancia respecto del continente negro.
Designemos como placer sublimado, al que, tomando las mis- mas formas que el placer incestuoso, sin embargo supone y confir- ma el acceso de la mujer a lo simbólico. Ese placer no nace de la feminidad como tal, sino del significante y con más exactitud de la represión que él mismo provoca: por eso se identifica con el placer que nace del chiste.
Tal transformación del placer marcha paralela con la mutación que esquematizamos como pasaje del tipo I al tipo II de economía. Este último suponía, por una parte, el olvido de la feminidad precoz y, por otra, la ubicación de un nuevo representante significante de la castración. “Podemos preguntarnos si el acto sexual sublimado no constituye en la mujer una de las formas de establecer una eco-nomía del tipo I en la que:
1) El significante se actualizaría en el ritmo, el cambio perió- dico del pene;
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22 Cf. F. Dolto, op. cit.
23 Cf. P Aulagnier, Le désir et la perversión, du Seuil, París.
2) la puesta en juego consistiría en las pulsiones femeninas reprimidas24;
three) el placer sería el sentido de la metáfora por la que el pene “reprimiría” el cuerpo, la sexualidad femenina.
Expliquemos esto con mayor exactitud; del pene, de su pulsa-ción, de su cadencia, de los gestos de amor, se puede decir que producen la forma más elemental, más pura, de la articulación significante: la de una sucesión serie de golpes. Si esta serie toma un sentido, vivido por la mujer como placer, ¿no ocurre así en la medida en que, experimentada como radicalmente distinta de la fe-minidad, toma su lugar, y por ello, circunscribe la escena de la castración?
Identificar el placer que nace de un chiste con el que engendra el pene obliga a un análisis más preciso: ¿qué pasa con el placer físico que la mujer experimenta en el amor? Es necesario volver a esta especie de figuración, de proyección espacial de la falta, que realiza el sexo femenino. Inquietante, seductora, engañosa en los efectos de mascarada, la anatomía femenina puede llegar a ser el lugar de la castración.25 Cuando el pene en el acto sexual mide la falta actual pero consigna además el olvido de la feminidad, entonces se entrecruzan y anudan dos espacios heterogéneos: el del cuerpo, de su “inside” que el orificio vaginal circunscribe, y el de la represión. La sensación voluptuosa de una aspiración de todo el cuerpo en un espacio absolutamente distinto no puede explicarse como efecto de la easy percepción de la cavidad vaginal. Esta im-plica que la cavidad se ahueca con la represión, es decir con una operación simbólica.
El placer, por consiguiente, lejos de reducirse a la excitación de un órgano, transporta, por el contrario, a la mujer al campo del significante. Como el sueño y la hipnosis, como el acto poético, el placer sublimado marca un momento en que la representación in-consciente toma un valor absoluto: donde el acto de articular ex-presa de por sí el sentido del discurso; barriendo toda significación,
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24 Pulsiones reprimidas a la vez en el curso de las experiencias edípicas anteriores, pero también en el presente, por el hecho mismo de la presencia del pene.
25 Por paradójico que esto pueda parecer, el acto sexual puede así produ- cirse como puesta en escena, emplazamiento de la representación de cas- tración.
se apodera de la mujer, la capta en su progresión y en su ritmo.26
Ese pasaje al significante, salvo excepciones,27 no puede pro-ducirse para el hombre de un modo tan violento y radical. ¿Cómo podría éste abandonarse a aquello que domina, a aquello de que se sirve para hacer gozar? Incluso ese juego supone un riesgo, el de la detumescencia,28 y también el vértigo y la angustia suscitados por el carácter absoluto de la demanda femenina: la mujer espera todo, recibe todo del pene en el momento del amor.
Si ahora consideramos no ya al placer propiamente dicho, sino al orgasmo, que por lo común el analista designa con la palabra “goce”, debemos plantear una misma distinción entre el goce de tipo I y el orgasmo que se produce en una economía sublimada. En aquél, la renovación del placer iba a dar en un callejón sin salida, ya que la mujer se encontraba impotente para mantener la economía del placer, bloqueaba el acceso a lo simbólico. Por el contrario, la sublimación transporta no sólo el placer sino el orgasmo a la me-táfora. Esta, siempre recomenzada, en estado candente, por así
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26 Si la mujer en el momento del orgasmo se identifica radicalmente con una representación inconsciente, articulada por la otra ¿no se encuentra justo en la situación arcaica en la que la representación maternal period la única organizadora de la fantasía? ¿El orgasmo no constituye pues para ella un proceso “regresivo”? La respuesta podría ser positiva para los orgasmos de tipo psicótico neurótico (grandes histéricas). En esos casos el placer y el orgasmo no son más que la manifestación (entre otras) de una especie de toma aprehensión directa del discurso del Otro sobre la mujer. Por el contrarío, para la mujer que asume su castración, esa relación es indirecta: pasa por la metáfora (paternal) del discurso mater- nal, metáfora que, como hemos visto, supone una economía del deseo en la que la mujer se pone en juego.
27 Salvo caso de homosexualidad efectiva. Sin embargo habría que cui darse de establecer una distinción tajante entre la sexualidad del hombre y la de la mujer. Sin atender aquí, en su conjunto, el problema de la bisexualidad, señalamos sólo que todo sujeto masculino está catectizado como objeto y producto de su madre: ha sido “parte” del cuerpo mater nal. A propósito del cuerpo masculino y de la catectización inconsciente se podría también hablar de “feminidad” implicada en la feminidad materna. El acto sexual no sería acaso estructurante para el sujeto masculino en la medida en que, poniendo en juego la represión de la feminidad, repro duciría cada vez el corte que separa al hombre de su madre.
28 Sobre el problema de la destumescencia, cf. Lacan, Seminario 1967-sixty eight. Remitimos también a dos artículos de Escritos: “La significación del falo”, “Ideas directivas para un Congreso sobre la sexualidad femenina”.
decir, en el momento del placer, explota a fuerza de significación. Estalla éclate en el doble sentido que se puede dar a este término: una deflagración y una revelación última. Hay pues continuidad del ascenso del placer y de su apogeo en el orgasmo: uno lleva al sig- nificante al máximo de su incandescencia; el otro marca el momento en que el discurso, al explotar por efectos de su propia fuerza, llega a quebrarse, a desarmarse.
Se quiebra, se desarma, sea que se articula a sí mismo. El orgasmo en el discurso nos conduce al punto en que el goce femeni- no está por determinarse como escritura. En este punto se pone de manifiesto que este goce y el texto literario (que también se escribe como un orgasmo producido en el interior del discurso) son el efec- to de un tratamiento del significante que es él mismo. ¿No es por esta razón que en la obra de Bataille, Jarry Jobes “la escritura se describe como el goce de una mujer”?
Título del authentic: “Recherches sur la féminité”. Critique,nº 278, julio 1970. (Traducido por Ana Luistt P, de Goldar.)
220
ÍNDICE
Presentación 7
En busca de los principios de una psicoterapia de las psicosis Serge Leclaire 9
El psicoanálisis entre el psicótico y su terapeuta
François Perrier sixty three
Xavier Audouard 87
Guy Rosolato 119
Serge Leclaire 133
François Perrier 159
Michéle Montrelay 197
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Ediciones Papirus Cnel. Martiniano Chilavert 1392
Buenos Aires Junio, 1984
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