18 agosto 2009 in Uncategorized
¿Qué se expulsa?
Básicamente se expulsa la mierda. Aunque el hombre ha expulsado muchas otras cosas durante la historia del mundo, que es ya muy larga y tan hermosa y digna de meticuloso estudio, no podemos negar que básicamente la mayor proporción de lo que el hombre ha liberado, en cualquier sentido, ha sido pura mierda.
¿Por qué se expulsa la mierda?
Porque la mierda es incómoda. No es necesariamente maligna, a veces incluso es maravillosa, pero ciertamente la mierda siempre es incómoda. Y la incomodidad suele interponerse con la felicidad de los seres que quieren reír y abrazarse y comer y dormir sobrios y sin hacerse pis. Por esto expulsar la mierda se ha generalizado como el método más eficiente para ser feliz, si bien escasamente resulte el más bello.
¿Qué representaciones adopta la mierda?
La mierda puede adoptar todas las representaciones. Estimo, y me considero un estimador moderado, que la mierda es capaz de tomar cientos de miles de millones y trillones de formas. Estimo que incluso la mierda es capaz de adoptar más y más extrañas formas que el amor.
¿Cómo se expulsa la mierda?
La mierda se puede expulsar de múltiples maneras. Desde el vómito, pasando por un grito seco hasta ciertos pequeños besos muy bien dados, el hombre inventa continuamente nuevas técnicas para deshacerse de ella. En tiempos clásicos fueron habituales el asesinato y el destierro. La modernidad ha popularizado técnicas menos radicales. Las más comunes hoy son el odio y el chisme, la burla y -ante todos- el olvido práctico.
¿Cómo aprendemos a expulsar la mierda?
No es necesario aprenderlo. El hombre nace ya equipado con la habilidad para expulsar toda la mierda que es capaz de producir. Esto es decir que si bien el hombre no nace libre de mierda -y de culpa y de conciencia y de otras trabas similares- ni cesa tampoco jamás de producirla, es casi siempre capaz de librarse de ella con la elegancia de un marqués que come torta.
¿Qué nos sucede si no expulsamos la mierda (si tragamos la mierda)?
Nos vamos a la mierda. Aterrizamos en pura mierda. Nos precipitamos en la mierda y nos volvemos entonces hombres de mierda. La mierda va colmando lentamente nuestros corazones, como si en una gran ciudad se atorara la única salida de toda la gran cloaca, y entonces destilamos mierda pura, exudamos mierda hasta por los ojos, incluso hablamos sólo mierda y eso, tan escatológico como suena, no siempre se encuentra exento de cierta gloria perfume de gloria.
¿Cómo distinguimos a los hombres que expulsan la mierda de aquellos que la tragan?
Los hombres que expulsan la mierda se denominan dragones. Tienen un tatuaje en la frente y suelen sonreírse. Los hombres que tragan la mierda se denominan tragones. No llevan tatuaje alguno, se sonríen menos y en algunos casos follan mejor.
Estábamos en el departamento de Dora y yo dibujaba en su bitácora. Eran las 2 AM, quizás las 3 AM cualquier madrugada, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado domingo, y faltaba poco para salir a tomar y bailar y yo había querido dibujar y el resto conversaba, tomaba con aplicada necedad, y habíamos puestos las luces bajas y el proyector proyectaba contra la pared a mi derecha el cuadro con el duro perfil de la loca potente y admirable que se roba la moto para ir al aeropuerto en la última parte de Mujeres al borde de un ataque de nervios, sólo ese único cuadro detenido.
Agazapado, yo dibujaba dibujos intransigentes que no podía dejar de dibujar, que me poseían y me sometían al tiempo mismo que los dibujaba. En la penumbra y entre las canciones a todo volumen y algún esporádico baile que me permitía, trazaba dibujos que dibujaba con el mismo ahínco con que alguna vez he escrito La Verdad en servilletas, con la misma falta de mesura que me permitía eso en aquel momento y otra vez en ese instante proyectar zonas y planos y caretas concretamente vergonzosas de mi alma secreta, tan venida a menos, desnudada por la música, el sol y los besos entregados.
Le había pedido casualmente a Dora su bitácora. Había recogido la cartuchera con plumones de 36 colores y había entendido de pronto que tenía que concretar muchas confusas sensaciones, perversiones fértiles que presentía a flor de piel, no cuestiones duras aterradoras, sino simples y suaves y alucinados y dóciles y dulces y eternos y entretenidos pero hondos giros del ánimo íntimo, aquel indivisible del sueño y de las manos.
Los dibujos, poco es necesario especificarlo, eran voluptuosos pero pobres. Disformes. Renuentes. Generosos. Parciales. Secretos. Inevitables y delatores. Prohibidos. Dibujé labios, gruesos labios de distintos colores. Primero dibujaba los labios rojos. Ensayé 10 y 12 labios rojos. Luego labios verdes. Labios azules como la noche. Violetas como las violetas. Dibujé una violeta y luego una pierna larga. Entonces una pierna corta. Después una nariz. Un poto pequeño. Un poto grande. También tobillos, una serie de tobillos en línea, como esperando a Jimmy Choo. Dibujé distintas cabelleras: recogidas, rubias, lacias. Dibujé prendas de vestir: 2 faldas, vestidos de flores y vestidos muy cortos. Dibujé cuero, ropa de cuero. Ropa de plástico. Ropa con metallic. Ropa con tachas. Lápices de labios. Envases cuadrados. Dibujé envases alargados y hermosos que parecían sirenas echadas en pequeñas islas. Intenté esqueletos de formas que fueran esbozadas en alambre de cobre (fue preciso para esto utilizar plumón naranja y luego repasarlo con plumón marrón). Dibujé dos cuerpos desnudos abrazados. Dos cuerpos abrazados y desnudos en la playa. Dos cuerpos besándose en un auto negro. Un cuerpo resfriado. Dibujé extasiado dos cuerpos desnudos abrazados y llorando: dos cuerpos despidiéndose.
Y en eso, aún presa de la vorágine, noté que Álvaro hablaba del peligro de la extinción de los pandas. Interrumpí los dibujos y levanté la mirada para hablar: hablé.
A los pandas no les gusta el sexo, se merecen desaparecer.
Ya habían pasado varias noches en esta ciudad que visitábamos, entre distintos barrios y distintas noches y el Subte, ese largo túnel sin salida. Había ya historias, causas y consecuencias y culpas y pintorescas increpaciones. Así que él me miró, con suficiente instrucción, se reía un poco.
A ti tampoco te gusta… parece.
Y aunque estaba muy equivocado, todavía así el chiste era bueno, por lo que no quise responderle cualquier cosa. Existen tiempos en que engendramos personajes. Luego hemos de vivirlos también, fatalmente. Así que arranqué la página que había garabateado, la doblé y la introduje forzosamente en mi billetera, le respondí.
Bueno, nunca quise dar a entender que yo merezca persistir, en cualquier sentido.
Fernanda vive en Saturno. Yo vivo en Lima. Ambos preferimos el vino y estamos demasiado solos. Eso, entre otras cosas más y menos superfluas, nos unirá para siempre.
Hace muchos años Fernanda vino a la Tierra y se enamoró de mí. Eran los tiempos de la revolución francesa y yo pasaba las tardes soñando con Tocqueville. Es de entender que estaba confundido y en ese tiempo no la quise. En cambio de querer a Fernanda, quise a Lorena. La quise más que a la libertad, la igualdad y la fraternidad, y eso es decir bastante. Ella bebía mucho más que Fernanda y sonreía mucho más que Fernanda, pero period mucho menos inteligente que Fernanda y sobre todo más fea que Fernanda. Por todas estas razones, period también mucho más fácil de querer. Y así, sencillamente, la quise. Yo veía sus ademanes delicados, cada vez más subyugado, y pensaba que si lograba engañarla con astucia y suficientes diamantes, me querría mucho más de lo que nadie podría quererme jamás.
Y Lorena quizás me quiso brevemente, pensó que podría quererme, pero al poco tiempo ambos supimos que no era prone a los diamantes que yo podía producir en mi secreta mina artificial, 1km debajo de San Isidro, como aquellas minas 1.5km debajo de Johannesburgo. Supe que fracasaría: Lorena prefería los topacios los rubíes y esas gemas las producían otros.
Primero me rendí, luego traté de imitar esas piedras. Lanzaba los frutos de mi esfuerzo como proyectiles desde manos y hondas y catapultas contra la sien pálida el pecho descubierto de Lorena, pero ella era inmune. Yo simplemente no podía producir otras piedras y mis piedras rebotaban, se acumulaban y un día, mientras las recogía por los suelos del desierto, fue que conocí a Fernanda. Ella se me acercó y me dijo que le encantaban mis diamantes, que no había piedras así en los desiertos de Saturno. Me dijo que eran transparentes y si se sostenían contra la luz, uno podía ver en ellos la misma alma del Demonio.
Ese mismo día nos besamos e hicimos el amor hasta el amanecer.
Terco, no pude dejar de buscar a Lorena. Aunque habían pasado unos meses terribles, quise todavía tratar. Veía a Fernanda ocasionalmente, pero seguí elaborando diamantes, perfeccionando diamantes, puliendo diamantes, cantando diamantes para Lorena. Pero ella estaba ya demasiado lejos, y se había vuelto supremamente puta. Me enteré que ya follaba con cientos de fabricadores de rubíes, miles de pulidores de topacios: que me había olvidado por completo.
Caí en una profunda depresión y dejé de fabricar diamantes del todo. Pasaba las horas leyendo a Bécquer, quizás algo aún más ridículo. Gritaba, lloraba, me masturbaba como si hubiera vuelto a la adolescencia. Bebía cantidades enormes de alcohol y vagaba por las jardineras. Dormía en las fuentes. Entraba gritando en las matinées de los cines.
Una tarde, caminando por la Avenida Arequipa, súbitamente me topé con Fernanda. Ella venía en el sentido contrario, me vio y se sorprendió. Pude ver el brillo de compasión en sus ojos. Yo estaba llorando y ella había visto eso en los míos. Le había escondido la melancolía que me aquejaba, le había ocultado mi tristeza por semanas. Ella propuso que bebiéramos algo, que me haría bien. Me llevó a su cuarto y sacó una botella de vino tinto de una caja negra junto a su cama. Mientras ella descorchaba la botella y traía las copas, yo ya sabía que ella period mucho mejor que Lorena, que podía quererme más, pero no podía pensar en eso: sólo podía recordar que Lorena prefería la sidra y que en los buenos tiempos nos habíamos emborrachado muchas veces con ella. Recordaba cómo nos emborrachábamos y nos abrazábamos y nos besábamos por horas, cómo yo le metía el dedo a la boca y le acariciaba con este mismo dedo los pezones y entonces ella cogía mi verga como quien coge un control remoto.
Fernanda siempre prefirió el vino. Cuando sus labios se llenan de él, cuando se cubren en vino y se tornan rojos y helados, son los mejores labios que existen. Uno los besa, ella se estremece y por un momento eso, la figura que formamos nosotros besando su cuerpo estremecido, es todo lo que se nos aparenta necesario. Los ángeles vengadores, torpes y corruptos, han de haberlos diseñado en un arrebato insano de lujuria. Pero en ese momento, cuando Fernanda me sirvió aquella primera copa de vino, yo no lo supe, y tal fue la circunstancia de mi perdición. De eso estoy seguro. De eso y de que ya soñaba con Tocqueville aunque él no había nacido, y de que ya escribía versos que premeditaban a Rimbaud, y de que todavía no amaba el vino.
Al tiempo finalmente nació Tocqueville y yo dejé de querer a Lorena. Entonces me enamoré de Fernanda: entonces ella se tuvo que ir y volvió a Saturno.
Toda dicotomía tiende a ser el principio de cierta convalecencia.
Son las 11 y 11 AM. Me despierto. Me despierto y me masturbo medio dormido, después me limpio y tras unos minutos de meditación apasionada, me levanto de la cama y voy hasta la computadora. La enciendo, espero unos segundos con la cara hundida en mis manos, suspirando como un gato. Bebo el agua llena de hormigas (todas las madrugadas mi agua se llena de hormigas y hay mañanas en las que ya no me importa), abro el itunes y pongo play.
Son la 1 y 15 PM. No he podido leer demasiado, sólo unos poemas sueltos. No estoy tranquilo. No me siento cómodo. Traté de leer unos de Belli y al rato se me hizo muy difícil y entonces leí three veces Escultura de palabras para una plaza de Roma, que la verdad no es si diría que es algo objetivamente más fácil, pero al menos lo hice más cómodamente, y recordé mientras lo hacía que no conozco Roma, ni Francia ni España ni Inglaterra ni Alemania ni Portugal ni Holanda, ni siquiera Rusia.
Son las 3 PM. (A esta hora murió Jesús.) Son las 3 PM y estoy tratando de leer y ya empezó el concierto. Liz Norton se está follando a Jean Claude Pelletier y yo no estoy follando con nadie. Yo estoy en mi casa metido bajo el edredón leyendo este libro, leyendo sobre cómo Liz Norton sólo folla 3 horas y esto descorazona a Jean Claude Pelletier. A mi, paralelamente, me descorazona este ruido infernal mientras leo, a sólo 4 cuadras, y también me descorazona un poco no estar follando yo con Liz Norton (aún cuando se diga que es un poco tronco, porque a mí eso de ella no me importa: no hay nada más necrofílicamente tierno que darle besos en todo el cuerpo a una chica que es un poco tronco).
Son las 6 y 45 PM y tengo frío en los pies. Me he masturbado hace un momento, otra vez, y ya no se sintió tan bien. No estoy tranquilo. No me siento cómodo. Estoy adormecido y podría dormir 15, forty nine, 1348 horas, pero he colocado mal el ventilador y el soplido de frío se escurre blog de salud por debajo del edredón. Enfría mis pies y entonces no duermo. Sólo pienso. ¿Cuántos días caben en un solo cerebro? ¿Cuántas noches caben en una almohada? ¿Cuántos dedos se deben meter en una boca? ¿Cuántos ojos podemos querer besar a la vez? Es decir, ¿cuánta lujuria pueden soportar los hombres?
Son las 9 y 18 PM y estoy tratando de ver Blue Velvet (que no veía hace tiempo y me compré la semana pasada en Polvos Azules, el mismo día en que me compré mis nuevas zapatillas de aficionado al Bowling de sadomasoquista). La veo y he puesto el equipo a todo volumen. La veo y estoy enamorado de Isabella Rossellini, aunque tenga un afro y a pesar de que sabe cantar, más porque le gustan los golpes, sobre todo por su manejo del cuchillo, esencialmente por sus súplicas devotas.
Son las 2 y 37 AM. Estoy soñando y no quiero soñar. No quiero soñar. Por favor, ¡no quiero soñar! Son las 2 y 37 AM y estoy soñando a pesar de mí y sigue sonando el concierto, a sólo four cuadras. Sigue sonando y yo no quiero soñar, sólo quiero morir tener sexo hasta morir, en todo caso acepto dormir pero sin soñar, sin desear, sin querer poseer algo.
Son las 3 y 24 AM. Muy contento, he comenzado a bailar.
Estaba conversando con Maca por teléfono, ya íbamos casi media hora hablando de todo, cuando le dije que todo lo hacíamos para que nos quieran más. Ella se sorprendió y le gustó y yo quise creer que ella creía que yo había tenido algún tipo de epifanía. La verdad era que yo me había perdido en lo que ella me contaba y divagando, miraba las persianas y miraba el techo. Mientras ella hablaba, aunque sólo había dejado de oírla unos segundos, miraba las aspas del ventilador de mi cuarto, había ido ya muy lejos hasta ese espacio donde están los deseos sinceros, todas las suciedades que contenemos, lo real que nos queda.
En vez de pensar en lo que ella me argumentaba, neurótica, genial y graciosa, dando unos pasos había llegado a mi escritorio donde descubrí bajo mi edición de Leaves of Grass una foto en blanco y negro. Pensaba, viendo en ella el agua, sus reflejos y destellos luminosos por primera segunda vez en varios meses, en un lugar, un instante, otro momento. Había recordado fugazmente eso y otras cosas dispersas y trazando un enlace a través de la UPC y un tío que opinaba que sí, Shylock era un calificativo demasiado generoso para Bustamante, me había acordado de Alfredo Bryce. Me había acordado de eso que dijo sobre por qué escribíamos los que escribíamos.
Ahora me acuerdo que estábamos hablando del suicidio y de cómo lo haríamos si nos diera una enfermedad que nos impidiera querer a otro. Ella dijo que no sabía, pero que ciertamente lo había pensado. Yo le respondí que lo tenía todo planeado en caso fuera necesario: que saltaría como un clavadista, envuelto en un manto technicolor, corriendo iría contra el borde y despegaría convertido en una cantora y desplumada ave homosexual desde la terraza del piso 22 en el que trabajo.
Entonces fue que recordé a Bryce y lo extendí e interrumpí lo que decía ella, la detuve y le dije Maca, al closing la verdad es que todo lo que hacemos lo hacemos para que nos quieran más. Ella no supo que estaba plagiando -que estaba plagiando a un plagiador y que eso me hacía mucho peor mucho mejor que él- y todavía una vez más pude ser sabio, mordaz, auténtico, incluso cool, apuntalado por el ingenio de otro.
Gabriela, que según ella está gorda pero que en realidad no me parece que esté gorda, que cube que ha engordado y por eso ya no se pone jeans y politos sino unos trapos sueltos que también están chéveres, pero que más bien debería pensar que está más rica, más energy, que aunque no sea algo que a mi me guste ciertamente es algo que le encanta a muchísimos hombres, puesto que mi gusto por las cuerpos andróginos no es generalizado, porque el gusto por la voluptuosidad es en realidad el más extendido entre los hombres, ella, que de vez en cuando lee esto, aunque no me imagino que con demasiada religiosidad ni atención porque siempre me ha dado la impresión de que tiene muchísimo mejores cosas que hacer, porque siempre que la recuerdo imagino que está en orgías lesbianas, envuelta en suntuosidad tragedia, en todo caso en algún lugar público y bacán, rodeada de gente hip hablando de cosas comunes, vestidos todos hip y siempre observados por gente que los admira y piensa que nunca podrán ser tan hip como ellos y que intentan lograrlo poniéndose fotos en Facebook a lo Marilyn Monroe por Andy Warhol, por gente que los desprecia porque se juran hip y son vanos, gente mucho más subte y probablemente mucho más actual que ella y sus amigos, gente que no sabe que ser actual quizás esté sobrevaluado, que la impostura, cuando amalgama de niebla y escarnio, es hermosa, gente real pero condenada a tener menos plata, cuando quizás, como dudamos en esos momentos menos valientes, más egoístas, la plata no es poca cosa en este mundo porque te permite ir de viaje a Europa Cuba Tailandia y eso vale muchísimo, aparentemente, porque te permite curar a tus hijos si los tienes y porque te permite comer delicioso y ver pelas y comprar libros y hasta sexo si lo necesitas y todo eso tampoco es poca cosa, aparentemente, ella, que con todo quizás es mucho más actual que yo, mucho más impostada que yo, ella me ha dicho que hace mucho tiempo que no escribo cosas filin: Juan, hace tiempo que no escribes nada filin.
Y Gabriela tiene y no tiene razón: el verano ya pasó hace mucho tiempo, yo estoy viviendo, persistiendo a base da cafeína y deporte y de conversaciones con mis superiores y de pequeños exhibits, pequeñas ceremonias que orquesto a lo largo de los días, a su vez también pequeños, pequeñas ceremonias que me tienen a mi como protagonista, al mismo tiempo ofrenda, al mismo tiempo músico, coro, sonidista, estoy viviendo a base de ceremonias, posturas frustradas y borracheras largas, resacas vespertinas y alegres y aromas de cafés negros sin azúcar en los que me reflejo, desasosegado, mientras paseo, deambulo por cualquier calle hacia otros barrios, intencionalmente al azar (si eso es posible), fuera de los senderos que contienen mis comercios habituales, mis amores pasados, ahora enamorado de las viejecitas deformes que venden caramelos, especialmente de dos de ellas, una en una banca, con los ojos enormes y la sonrisa perenne que me pregunta la hora, otra sentada en una esquina, arqueada como un arco, y yo fantaseando con esporádicas siestas en parques rociados, muy adepto al humo gris y tratando de pensar, bajo una luz, entre sombras, que cuando fumo un cigarro no lo hago para parecerme a Frank Sinatra en el escenario, tampoco a Woody Allen en esa escena de Manhattan, sino simplemente porque me quiero mucho, mucho más de lo que es obvio, y porque me gusta que el humo entre en mí para ahogarme un tanto, tentando la posibilidad de morir un poco más rápido, un poco mejor, porque morirme bien quiero que sea mi única preocupación, morirme bien espero que sea mi única meta e intención y esfuerzo hoy, hoy que ya nada me preocupa, hoy que no me preocupa lo que diga quien sea, hoy que los espejos me duelen, tétricos como jueces, cuando las mujeres me importan ya muy poco, cuando puede decidir entre dos de ellas, entre sus besos y el humor de sus ingles con la misma ligereza con la que podría escoger unas Margaritas sobre unas Pícaras, hoy cuando lo único que quisiera, cuando aquello por lo que mataría sería algún tipo de certeza, cualquiera.
Así… ¿en qué pensar, francamente? Quizás deba pensar en caminos que se cruzan, en caminos que se bifurcan, en caminos que se cruzan, en caminos que se bifurcan.
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