Relatos - ✠ Parafarmacia y Farmacia Online | Bienestar Tic Tac Bank
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Hace tiempo que mis sandalias se han llenado de polvo, sostengo el cántaro en mi cabeza, en perfecto equilibrio. Es temprano y la cara amarilla apenas empieza a aparecer por el oeste, rompiendo con la monotonía nocturna y formando una amalgama cromática de azules, negros, morados y naranjas. Hace fresco y mi piel se pone de gallina, tersa. Miriam anda a mi lado y sonríe. Como cada mañana, se dispone a comentarme todas sus investigaciones acerca de la vida privada de todos los vecinos del pueblo, es un preludio antes del fuego cruzado que se produce en el pozo cuando se encuentra con las demás mujeres. Más de una vez, le he sermoneado sobre la difamación y me ha respondido poniendo los ojos en blanco, una sonrisa y cambiando de tema. Me habla ahora del panadero y de su hijo, soy incapaz de concentrarme en los detalles, demasiados nombres, demasiado chismorreo. De pronto, su voz cesa, acallada por un sonido lejano, casi un rumor imperceptible que va creciendo. Cascos. Señala a lo lejano y sus ojos cansados y viejos se entornan ¿Qué es eso?, ¡¿Qué es eso?!”. Su tono de voz hace que quede paralizada, levanto la vista y veo como una gran polvareda se levanta a lo lejos, decenas de hombres a caballo se dirigen al pueblo, miro a Miriam y veo pavor en sus ojos cristalinos.
La lluvia no permite el descanso del parabrisas, se mueve de un lado a otro de forma acompasada, intenta hacer frente al agua achicándola una y otra vez del cristal. Mis ojos se pierden en su movimiento y la voz de mi madre pasa a través de mis oídos sin llegar a mi cerebro inoperante. Hace dos días que no hablo, ya no puedo llorar, no me quedan lágrimas, tampoco los sollozos sirven, tan solo tiemblo, tiemblo de miedo, de impotencia. Es injusto, ¿Por qué yo? Estamos llegando, el coche se detiene y mi madre aparca mal, como siempre. Me mira a los ojos y no habla. Hace tiempo que pasó el tiempo de las palabras. Abro mi puerta y nos dirigimos allí. Andamos las dos de la mano, a kilómetros de distancia una de la otra.
¡Corre Anna, Corre! pues una horrible sospecha me congela el alma, un presentimiento horrible que si se llegase a consumar significaría la desgracia y el lamento hasta el fin de nuestros días.” Dejo caer la vasija y la cerámica se rompe contra el suelo. No pienso más, y arranco a correr, la voz de Miriam aún me persigue, cada vez más débil, más desesperada ¡Corre y no pares hasta que tus piernas desfallezcan! ¡Corre como si el mismísimo diablo te pisase los talones y quisiera poseerte!” ¿Pisarme los talones? Estaba allí, entre aquella muchedumbre armada que se dirigía al pueblo, en mi casa, delante de mí.
Delante de mí, allí estaba él. Con una bata blanca y con una sonrisa perfecta y sin fisuras. Se dirige a mí como si se tratase de un pediatra que tiene que curar las anginas de una niña pequeña, bromeando acerca de inyecciones y amputar brazos. Aparto la mirada y él habla con mi madre. No les escucho, ¿Por qué a mí? Nadie me había dado solución. Todos contra mí, yo no podía, sola, no podía. Me iban a repudiar todos; mi novio, mis padres y amigos. Cierro los ojos. Quiero que todo acabe. Vuelvo a escuchar. Le habla de ecografía y de más cosas… ella asiente callada y dócil, manteniendo la fachada, escondiendo su espíritu destrozado. Le sonríe con cortesía y sale de la habitación. Me quedo sola.
Estoy jadeando, paro un momento y apoyo las manos en mis rodillas, intento recuperar la respiración. La saliva se traba en mi garganta y el aire no me llega. Empiezo a marearme. No puedo parar, resollando ordeno a mis piernas magulladas y exhaustas que se pongan en movimiento. Empiezo a oír gritos y estos espolean mi carrera. Los alaridos se multiplican y llego al centro de la villa. Los soldados han descabalgado y con las espadas desnudas entran en las casas y matan, matan y matan. Se ha encendido un fuego y esto contribuye al caos. Una casa es pasto de las llamas. El griterío y llanto se mezcla con el humo y el relinchar de las bestias. Tengo que llegar. Dejo atrás la desolación y veo mi morada a lo lejos, no hay soldados. Mi corazón se desboca esperanzado. Entro y el frío hierro de un cuchillo me recibe posándose en mi cuello.
Estoy tumbada, cierro los ojos. Ya no pienso, tampoco siento, mi conciencia ya no me carcome por dentro. Solo espero que ocurra, que se acabe, ya no tengo fuerzas, no puedo, no sola. Hay cientos de personas en la calle; hablando, discutiendo y manifestándose, todos con su opinión, todas con sus ideales. Ninguna a mi lado. Tal vez es mi culpa, no lo sé. La enfermera se acerca. No reacciono, me pone algo en la nariz y me cube que cuente hasta diez. Uno, dos, tres… no alcanzo a más, me desvanezco.
Josué, mi marido, yace en el suelo sujeto por dos soldados fornidos, intenta revolverse. Le miro a los ojos. No hay nada que hacer. Agarro con fuerza a mi hijo, pego mi mejilla con la suya. No me lo van a arrebatar. Dos de ellos se acercan entre blasfemias y amenazas, me agarran del cabello y de los brazos con una fuerza desproporcionada. Miguel cae al suelo y prorrumpe en un llanto desgarrador. Me tapan la boca y se me nubla la vista. Lo agarran por los pies y él mueve sus manos de forma frenética.
El asesino no se limita a administrar la muerte. Descuartiza el cuerpo separando sus miembros, sin compasión. Sus ojos brillan, deshumanizados. Nada tiene que envidiar ese fulgor al de cientos de personas congregadas en Núremberg hace menos de 70 años, tampoco al de las decenas de miles de hombres que se lucraron observando como seres humanos se mataban y mutilaban entre sí en los circos y anfiteatros de la antigua Roma. Nada tiene que envidiar, pues es más horrible, más maléfico y brutal. Es curioso saber, que todos y cada uno de ellos fueron una vez, ese cuerpo desmembrado que hoy yace abandonado en una papelera.
Observo impaciente la esfera plateada del reloj y me muerdo el labio de forma instintiva, ¿En qué mierdas estoy pensando? Soy gilipollas, llego tarde. No aguanto más, me quedo quieta, inmóvil y paralizada. Me desmorono. Refreno el impulso de ponerme a vociferar en medio de la calle y el alarido muere en mi garganta, me lo guardo para mí y este me destroza por dentro, en medio de sonoros sollozos noto como un sudor frío y una oleada de angustia pegajosa me invade, mi alma desea morir. Quiero llorar, arrancarme los pelos de la cabeza y arañarme la piel hasta lastimarme. Estoy a punto de desvanecerme y me apoyo en un cajero automático, regularizo mi alocada respiración e intento recuperar la cordura, aún puedo lograrlo. Tranquila Lya, es por ellos, es por ellos”. Un hombre viejo pasa cerca de mí, susurra algo acabado en borracha” y me dedica una mirada de desdén y asco. Le ignoro, arreglo mi pelo, recobro mi compostura y acelero el movimiento de las piernas, me maldigo a mí misma por haberme puesto tacones. Mi teléfono vibra indicándome que debo girar a la derecha, lo hago, solo quedan seiscientos metros, doscientos, cien…
El native es luminoso y lleno de vida, dos hombres de traje fuman en silencio en la entrada, llevan ya los nudos de las corbatas aflojados, tras la jornada de trabajo. No pueden ignorar mi silueta y uno de ellos me mira con deseos lascivos, le miro altiva y siento una profunda repulsa ante su asquerosidad, no se inmuta y me sigue observando. Entro. Me acerco a la barra y pido una copa, estoy intranquila, demasiado nerviosa. Acabo rápidamente con el licor y pido que la rellenen. Esta vez me lo tomo con calma, al llevar el pálido cristal a la boca mi pulso tiembla. ¿Qué estoy a punto de hacer?, ¿qué estoy a punto de hacer?, ¡por favor Dios, escúchame estés donde estés!, ¿qué estoy a punto de hacer? Me estoy poniendo histérica otra vez, me pellizco, y lanzo un suspiro de resignación y desahogo.
Empiezo a contar a las personas, treinta y cuatro, eran treinta y cuatro. Este número quedará para siempre grabado en mi mente, así como sus expresiones y el brillo de sus ojos. Unos hablaban de forma amistosa formando una buena algarabía, en varias ocasiones uno de los camareros les llama la atención. Había otros que bebían solos, observo a una mujer en una de las mesas del fondo, habla sola y espera a alguien, por las prendas que lleva no puede esperarse nada bueno de ella. Me rio de mí misma, ¿Qué hago juzgándola? precisamente yo, sonrío escéptica y apática.
La puerta se abre con un leve chirrido, giro la cabeza y observo horrorizada como entra una pareja joven…Mierda, mierda, mierda. Entran con un bebe ¡Un bebe, a estas horas, en ese lugar! Joder, esto lo cambia todo. ¿Qué hago? No puedo, no puedo. Sí puedes, es por ellos, por ellos recuérdalo, recuerda su sonrisa y sus gestos La mujer rondará la treintena y se sienta a mi lado, habla con el dueño, parece que se conocen bien, lanza de vez en cuando furtivas miradas de amor a su hijito que yace dormidito y angelical. Le analizo un rato, sus pequeñas manos se mueven de forma descoordinada mientras descansa, lanza un bostezo y me destroza el corazón. Cierro los ojos, qué injusta period la vida. Permanezco un tiempo sin visión, mirando mi inmundo y putrefacto espíritu. Abro los ojos y veo que los suyos me observan, lanza un sonido extraño y gracioso, mi gélida mirada se enternece y le sonrío. Hola pequeñito, ¿tú me entiendes, verdad? tú harías lo mismo si estuvieses en mi lugar. Dime que sí por favor, es por ellos, ¿logras comprender? dime que sí, vamos. Yo les amo tanto… ¿Me perdonas?”
Me sigue mirando y me vuelve a sonreír, no hay nada más bello que un niño, horrorizada pienso como puede ser que una criatura tan hermosa y bondadosa se pueda convertir en alguien tan horripilante como el fumador de la puerta la prostituta de la mesa. Por qué, por qué me pregunto. Ellos fueron niños tiernos y rechonchos como tú y ahora míralos y ahora mírame. Me acercó y le doy un beso en la frente, un beso minucioso, mis labios se despegan lentamente de su blanda mejilla. Hago caso omiso de la alarmada reacción de su posesiva madre, dejo mi enorme bolso debajo de la barra y me dirijo lentamente a la puerta, la cierro de un bandazo. Me alejo y ando unos minutos, lágrimas silenciosas se derraman fluctuantes por mi cara como un torrente de montaña. Agarro mi teléfono móvil, y llamo. De mi boca salen apenas tres palabras: Ya está, suéltalos.”
El día amaneció frío y horrible, el sonido atronador de la artillería no había cesado durante la noche, impidiendo el sueño de los soldados. El alto mando británico, obnubilado por atravesar la línea de trincheras alemanes antes del comienzo del invierno, ponía toda su fuerza e ímpetu en desgastar a los abnegados y resolutos alemanes que mantenían el frente de forma imperturbable.
Bostezo y suspiro de forma profunda, una nubecilla de vaho blanco sale de mi boca y rápidamente se funde con el humo negro provocado por las explosiones y hogueras apagadas con la llegada de los primeros albores del día. El barro me cubre por entero, por momentos, pierdo la sensibilidad de los dedos de mis pies a causa del frío, también la de mi nariz que ya se ha acostumbrado al fétido olor que desprende la zona. Pronto, el silencio, que había aletargado los miembros de los hombres de ambos frentes, se desvanece y el sonido atronador de las explosiones regresa con renovados bríos. Algo se mueve delante nuestro, algo horrible y espantoso, algo oscuro y maligno. El poderío de nuestros enemigos se manifestaba como un gusano enorme y horrendo que despertado de su largo sueño se revolvía en su agujero inmundo listo para devorar a quién había osado perturbarlo. Habíamos desafiado al mundo, y este respondía a nuestra afrenta con una sonrisa amarga y fría, como aquel que tiene que hacer una tarea indispensable y odiosa, se disponía a aplastarnos y a condenarnos al olvido y al menosprecio. Estábamos solos, y aún abandonados por nuestros débiles aliados nos disponíamos a hacer frente al poderío conjunto de nuestro enemigo. Nuestro imperio no entendía de paz, habíamos conquistado la gloria a golpe de sable y lanza. Éramos altivos y orgullosos. Ya no quedaba más, period nuestra última oportunidad.
Los silbatos de los oficiales empiezan a sonar y como cada vez que mis oídos perciben ese estridente ruido, un escalofrío recorre mi cuerpo de pies a cabeza. Los sonidos de alarma ponen en pie a los centenares de hombres que malviven en las trincheras, lo que minutos antes period un lodazal putrefacto y abandonado, tan solo frecuentado por ratas y soldados de guardia; se transforma en un clamor normal de gritos y órdenes. Lanzaban el ataque. Atento en mi posición puedo observar como los hombres salen al encuentro de la muerte en la tierra de nadie. Las alambradas han sido cortadas con anterioridad por algunos aguerridos soldados que se han atrevido a tentar la puntería de nuestros francotiradores. El camino estaba libre y como hienas hambrientas los aliados se precipitaban sobre nuestra posición corriendo todos a una. Aún estaban lejos del alcance de mi arma, nuestra ametralladora, situada a escasos cien metros a mi derecha no cesaba de matar. Rugía moviéndose de un lado a otro vomitando muerte, fuego y desolación.
Mis manos empiezan a temblar y una arcada espontánea provoca que mi cuerpo se doble sobre sí mismo expulsando todo el alimento ingerido en la víspera.
-¡Bastian! ¿Estás bien?
Le respondo a Martin afirmativamente y pongo el cañón del fusil apoyado en el suelo, ¡Ya queda menos! Corrijo la posición; apunto al pecho, me muerdo la lengua, aguanto un segundo y aprieto el gatillo. ¡Mierda, no, no! ¡He fallado! No tengo tiempo para lamentarme. Algo explota muy cerca y me doy de bruces contra el suelo. Dejo de oír y el mundo se convierte en un pitido agudo e insoportable… mi vista se oscurece por completo. Me incorporo con la respiración entrecortada, no puedo, mis piernas no responden. Nos han sobrepasado. Me giro aterrado al ver el reflejo de un uniforme caqui, sin pensarlo disparo a bocajarro y la mitad de la cabeza del joven muchacho explota expulsando sangre y vísceras. ¡No puedo levantarme! ¡No puedo! Mi vista vuelve a fallar y veo como una bayoneta atraviesa el vientre de Martin. Llega mi turno, el frío acero se hunde sin vacilar entre mis costillas, mi garganta suelta un alarido aterrador, el soldado inglés intenta retirar el cuchillo de mis entrañas pero este ha quedado atrapado entre mis huesos. El dolor me paraliza y mis ojos se encuentran con los suyos, le miro con tristeza, sin arma está igual de perdido que yo, lo sabe, está muerto.
Un cuatro por cuatro blanco avanza con velocidad entre la hierba alta y seca de la llanura, la suspensión funciona de forma defectuosa y los viajeros, exhaustos tras horas expuestos al abrasador y sempiterno sol africano, acusan el traqueteo provocado por la irregularidad del terreno.
Hace minutos que he desistido de la idea de dormir, pongo toda mi atención en no desnucarme. Ya no aguanto más, suelto un improperio e intento hacerme oír, João, no tan rápido por favor”. Javi se gira y deja a entender con su cara que en los asientos delanteros no oyen nada. ¡Que vaya más lento, joder!”. Javier comprende y le susurra algo al oído a João, que niega con la cabeza y aprieta el acelerador. Pongo los ojos en blanco e intento tranquilizarme. Imposible, no puedo quitar de mi mente la imagen de aquella mujer. Cierro los ojos y me dispongo a reconstruir los hechos. Eran las seis de la mañana, el aire era fresco y mortecino, esta vez iba sentada en el asiento delantero y Javi conducía. Es español y lleva 15 años en África. Canas, gesto afable y unas piernas musculosas y fuertes. Llegamos a un pueblo, por pueblo tenéis que entender una serie de chabolas dispersas sin orden ni raciocinio alguno, todas ellas construidas de barro y paja. Antes de entrar, un niño nos avistó desde lo lejos y corrió tras sus pasos gritando y bailando, sonreí para mis adentros, eran felices. No tardó en formarse un enorme revuelo a nuestro alrededor, como las ratas del cuento al escuchar la suave melodía del flautista, al aviso del pequeño fueron saliendo de sus moradas. Nos apresuramos a montar la tienda hospital y convencimos a tres jóvenes para que obligasen a la gente a formar una hilera compacta. Sin demorarnos más empezamos el arduo trabajo… desde pequeños cortes, fracturas e infecciones a diarreas y vómitos. No existen especialidades en África. João period el que andaba más ocupado, portugués y el único dentista en four hundred quilómetros, os podéis imaginar el resto.
A media mañana, empezó a llegar gente de los alrededores, caminaban kilómetros para que les curasen. Estaba cosiendo una herida en el pie de un niño, juegan al fútbol descalzos, cuando le vi. Shaira, venía montada en un carro tirado por dos bueyes milenarios, todo el pueblo la acompañaba. Vestía un harapiento vestido amarillo, me tocó a mí. La examiné y pude observar un hinchazón ostensible en la parte posterior del muslo, tenía muy mala pinta, la infección había empezado a gangrenase. Sabiendo de antemano su respuesta lo consulte con Javier y… le amputamos la pierna, siento un escalofrío mientras lo recuerdo, madre de cinco hijos, les apartamos a todos para que no viesen el aparatoso trámite que debía pasar su madre. Se me empañan los ojos, están condenados. Puta mierda. Intento despejar mi mente, en Europa esa herida hubiese cicatrizado en dos semanas, suelto un suspiro de indignación…maldita sea.
Para mi alegría el auto empieza a aminorar su velocidad, deteniéndose ante dos troncos enormes que le impiden continuar su camino. El motor del automóvil ruge con fuerza y se escuchan varias voces agudas que hablan entre sí en una lengua extraña. Dos niños negros y escuálidos aparecen en escena, ambos portan sendas ametralladoras y se puede observar cómo acusan el peso de las armas, ya que caminan un poco encorvados; sería una imagen cómica si los fusiles no fuesen de verdad y las miradas de los críos no estuviesen llenas de recelo y odio. Los pequeños soldados nos interrogan, solo João sabe el dialecto de la zona, así que le dejamos hacer…El parlamento se tensiona por momentos, no es la primera vez que nos encontramos con uno de estos controles, a lo largo de la frontera las milicias sitúan a niños en puestos de menor importancia a modo de centinelas. Me fijo en uno de ellos, le faltan varios dientes y sus ojos son negro azabache, le miro fijamente y le dirijo una media sonrisa, no se inmuta, ¿Cuántos años tendrá?, ¿doce? Vuelvo a posar mis ojos en él y me responde con una mirada gélida, siento un escalofrío.
Tras un diálogo incómodo acceden a regañadientes a apartar los enormes troncos que bloquean el camino a la ciudad de Kigali. La mirada de João se cruza con la mía con un gesto de complicidad, seguimos el camino. Me giro y observo a los patizambos chavales, no os preocupéis amigos, pronto llegará el relevo”. Dios mío, en Europa hubiese cicatrizado en dos semanas, tenía cinco hijos…
En pocos minutos, centenares de mocasines y tacones elegantes repiquetean sobre las aceras, sus dueños avanzan resolutos e impávidos hacia sus respectivos lugares de trabajo.
El asfalto de la avenida Baja Navarra se convierte en un clamor de cláxones y en un constante ir y venir de coches, motos y algunas bicicletas. Se detienen ante los semáforos, que son los encargados de poner a prueba la paciencia de los varones. Un Mini rojo está parado en uno de ellos, y la mujer que lo conduce aprovecha la ocasión para mirarse en el espejo y, coqueta, retocar su pelo. La luz roja y opaca del semáforo parpadea un instante y se apaga; los ojos de la mujer, tan solo concentrados en pulir y embellecer su rostro, permanecen ajenos a la tonalidad verde recién encendida. Se oye un claxon aislado y pronto le siguen una decena de ellos. El conductor de un Audi blanco de gama alta, baja su ventanilla y sin dejar de mover los brazos de forma desproporcionada grita: ¡Vamos, hombre, vamos, que hay gente que llega tarde! ¡Mujer, mujer tenía que ser!”. La señora se sobresalta, suelta un bufido de incomprensión, mira su reflejo por última vez y aprieta el acelerador.
A unos centenares de metros, un grupo de jóvenes cruza un paso de cebra, dos chicas conversan entre ellas, tres chicos se golpean en un juego absurdo y otra cuidado de la salud chica se mantiene aislada tarareando la música que oye a través de los auriculares que lleva puestos. El grupo se dirige al césped mojado de la Ciudadela.
Las hojas caídas de los árboles forman una sinfonía perfecta de matices dorados, castaños, ocres y rojizos, que como una alfombra mullida y suave crujen y se desmenuzan bajo los zapatos y botas de los escolares. Los niños caminan, algunos somnolientos y llevados casi a rastras por sus mamás, otros risueños y saltarines dejándolas atrás. Tres de ellos se han separado del grupo, el más alto saca una bolsa de plástico de uno de sus bolsillos y se la da al más bajito, que pronto se pone a dar órdenes: Juan, ¿Dónde están las castañas que viste ayer?”. Juan, el único rubio de los tres, les hace un signo y les lleva al lugar indicado. Aquí están Miguel, hay muchas”, los tres se agachan y con sus pequeñas manos las recogen nerviosos y sin dejar de mirar a sus madres, que sin enterarse de su furtiva incursión, hablan de forma despreocupada.
Pronto llenan la bolsa y Miguel, el bajito, dice: Tenemos que esconderlas, si las ven estamos perdidos”. Se aclara la voz y con un tono majestuoso prosigue: Juan, tuya será la misión de custodiarlas, si te las requisan estamos condenados a fracasar en la guerra contra los de sexto, confiamos en ti”. Juan las agarra y las pone dentro de la mochila. Justo en ese momento se oye la voz de una de las madres: Vamos chicos, que el cole empieza en diez minutos”. Los chavales vuelven entre risitas y dándose codazos, percatándose que su jugada ha salido a la perfección. Ya junto a sus madres, el alto estornuda y tose varias veces. ¡Alberto! Ya te lo tengo dicho, eso te pasa por quitarte la chaqueta en el recreo, ¿No ves que ya no es tiempo para ir en manga corta?”. Las otras no tardan en salir en defensa del chico: Mujer, son niños, es normal que se resfríen en esta época.”
Tras unos besos de despedida y algún que otro consejo, las mujeres vuelven juntas a sus casas. Ostras, he olvidado darle el paraguas a Juan”, cube Paula llevándose la mano a la cabeza. Tranquila, ayer dijeron en el telediario que no llovería”. Paula se encoje de hombros y se tranquiliza a sí misma. En ese mismo momento una gota fría y clara cae en la punta de su nariz.
Los créditos finales aparecen en la pantalla y la sala se llena de aplausos. Las palmas de la gente se encuentran y se golpean entre sí perezosas, como cuando alguien hace algo común y rutinario, no suenan atronadoras ni expresan emoción. Pronto los últimos ecos se desvanecen y las luces de la sala se encienden de súbito. Mis ojos parpadean de forma instintiva para acostumbrarse a la luz.
La gente se levanta de los asientos y se dirige de forma mecánica a las salidas. Pronto se forman hileras a causa de la acumulación de personas en las puertas y no tardan en aparecer los impacientes con sus quejidos. Malditas sean estas mujeres, ya podrían saludarse en otro lugar.”, ¡Nico! Rápido que perderemos el autobús.”, ¡Vigile donde pone los pies! Me acaba de pisar”.
No me levanto, espero unos instantes en la butaca y observo que el hombre que está a mi lado tampoco se mueve.
-¿Usted no se va? -le pregunto casi sin mirarlo, en verdad no me importa su respuesta, solo quiero un poco de conversación.
-No, espero a que se despeje un poco la salida -responde con una sonrisa y mirándome a los ojos; tiene una expresión afable y cariñosa. Por su calva brillante, su bigote blanco, las arrugas de su cara y unos anteojos de pasta marrones y antiguos, supongo que ha superado ya los setenta.
Empujo con fuerza la puerta exterior del cine. El aire me golpea el pecho y siento un escalofrío. El sol ha desaparecido durante la película y la noche se ha adueñado del cielo.
Aguanto la puerta y espero que Juan y su bigote blanco pasen.
-Muchísimas gracias -dice con cortesía.
Respondo con una inclinación de cabeza. Subo la cremallera de mi abrigo,me pongo la capucha bostezo y estiro los brazos mientras apoyo la espalda en la fachada gris. Busco ansioso en mi mochila y saco una cajetilla de Marlboro. Tras varios intentos, consigo que las chispas del mechero se conviertan en llama. Aspiro el humo con placer, disfruto al máximo del momento. Por desgracia advierto que el hombre no aparta la vista del tabaco, como los niños que esperan a la abuela y a sus dulces. Mierda, ahora tendré que invitar a este viejo, ¡cinco euros, cinco euros me ha costado el paquete, lo acabo de comprar!”. Vivo unos segundos de drama existencial y al last le tiendo tembloroso y casi en contra de mi voluntad uno de los cigarrillos.
-Muchísimas gracias -responde sonriente, arrastra las palabras en un tono casi burlón, como si supiese que yo tenía la batalla por el cigarro perdida antes de que comenzase.
Tras unas caladas en silencio intento romper el hielo.
-Odio esperar, prefiero llegar tarde y que se impacienten los otros. -Lo digo esperando unas carcajadas fingidas y corteses, pero su contestación me descoloca por completo.
-Al menos tienes a alguien a quien esperar… -Su mirada está perdida y su cara se entristece por completo.
-¿No tiene a nadie a quién esperar? -pregunto con voz cansina, ahora es cuando empieza la típica y aburrida historia de viejos.
-No, no tengo a nadie -levanta los ojos y me aguanta la mirada-. Perdí a mi mujer y a mis hijas en un accidente de tráfico, hace dieciséis años.
-¡Oh, Dios mío! Lo siento mucho, se lo digo de todo corazón. -No es una historia cualquiera, no debería haberle juzgado. Mierda, la he siento fatal.
-No, tranquilo muchacho, eso pasó hace ya mucho…period una noche fría de invierno, habíamos pasado el fin de semana en Andorra esquiando, yo conducía el coche… -Sus ojos se llenan de lágrimas, coge otro de mis cigarros y lo enciende con parsimonia; intranquilo espero a que reemprenda el relato.
Va explicándome la catástrofe con pelos y señales. Todos sus pensamientos y sensaciones tras el accidente. Pierdo la noción del tiempo y me sumerjo en su remolino de desgracias y depresión.
Un claxon suena varias veces y una voz femenina interrumpe la explicación con un fuerte grito:
-¡Papá, vamos que hay que recoger a mamá a las nueve!
¿Papá? Observo asombrado cómo el hombre me dirige una sonrisa guasona y se dirige con tranquilidad al coche. Mi cajetilla de tabaco está vacía. ¡Hijo de puta!
Árboles, praderas y montes lejanos se suceden veloces ante mis ojos, a través de la niebla otoñal lo veo todo frío y distante, como si perteneciese a una realidad ajena a la mía. Incómoda, me revuelvo en el asiento, busco, sé que jamás la encontraré, una posición propicia para conciliar el sueño.
Pasados unos minutos, desisto, resignada y un tanto contrariada a causa del insomnio, apoyo mi mejilla en el cristal húmedo de la ventana y observo las gotas que lo cruzan de lado a lado. Me entretengo en dos de ellas, han aparecido por la parte superior al mismo tiempo y bajan a una velocidad parecida, enfrascadas en una disputada y alocada carrera. Apuesto por una de ellas, que resulta ser la última en desaparecer por la parte inferior del vidrio. Me siento apenada por la derrota de mi gotita. Esbozo una sonrisa y observo mi reflejo. Me fijo en varias arrugas que adornan mi frente, frunzo el ceño y advierto que estas se multiplican por doquier. Asustada, aún no he llegado a acostumbrarme a la presencia de esas nuevas inquilinas, me miro una y otra vez; intento ver más allá y tras ellas encontrar a esa niña de tez rosada y coletas doradas que no hacía tanto tiempo, al menos para mí, había estado allí.
-¿Mamá, cuánto queda? -pregunta el pequeño Miguel.
-Aún queda un rato Miguelito…
-Ya mamá, pero eso lo has dicho antes y hace un montón de rato que estamos subidos- responde María con cara de aburrimiento. Qué guapa es. Me hace gracia como arrastra las palabras, tiene seis años y ya habla como una señorita, me mira sin pestañear, como lanzándome un reproche.
-Bueno cielo, pues piensa que ahora queda un ratito menos de lo que quedaba antes.
Hace unos veinticinco minutos que hemos salido de Pamplona, y… teniendo en cuenta que vamos a Barcelona a casa de mis suegros… la verdad es que me espera un viaje (y un fin de semana) agotador, prefiero no pensar en ello.
-¡Mamá! Miguel no para de molestarme.
-¡Mentira, ha sido ella!, yo jugaba con Martin” tranquilo y ella ha empezado a chincharme…
Pongo los ojos en blanco, Martin” es su coche de carreras favorito y no va a ningún lugar sin él, para Miguelito jugar tranquilo”, significa llevar minuto y medio utilizando el pelo de María como carretera. Me armó de paciencia y con una sonrisa, alzo el tono de voz.
-Chicos, voy a contaros un cuento si estáis calladitos…
-¡Bien! ¡Bien! -responden a coro con las caras iluminadas, Miguel hasta está dando pequeños saltitos. Pienso que si les cuento un cuento se dormirán. ¿Un cuento? Sí, uno detrás del otro. La boca se me seca y paro de hablar, observo como los dos chiquitines duermen. Que monos son.
La velocidad del tren empieza a aminorar y la voz digitalizada del revisor se oye alta y clara Próxima parada, Tafalla”. Se forma un pequeño revuelo en el pasillo, una buena parte de la gente se levanta para hacerse con sus pertenencias y ocupa el pasillo disponiéndose a salir. Próxima parada, Tafalla” La verdad, siempre he encontrado una tontería esperar en el pasillo del tren antes que este se detenga, al fin y al cabo, ¿Acaso por estar de pie bajas antes?
Lanzo un bufido para tranquilizarme. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Vuelvo a mirar con fijeza el pálido cristal y veo mis ojos. El teléfono móvil suena con fuerza y rompe la armonía familiar del momento, lo desbloqueo rápido con la yema de mi dedo índice, para que los niños no se despierten y observo la pequeña pantalla agrietada: Es el número de mi marido, le ignoro.
-¿Mamá, cuánto queda?
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