Luang Prabang no es como lo esperaba. Tiene el ambiente apacible de un pueblo pequeño lleno de gente amistosa. Hay un calor húmedo que te hace sentir en la playa y la luz tiene una tonalidad perpetuamente dorada, que en los atardeceres adquiere matices que no he visto en otra parte. El centro es una península estrecha rodeada por el río Mekong, cuyas aguas fluyen tranquilas y doradas por efecto del sol. La vegetación me recuerda a otros lugares tropicales en los que he estado, sobre todo me recuerda a algunas partes de Yucatán.
Estamos sentados en la mesa de un bar al aire libre en una plataforma de madera elevada a la orilla del río. Ana me está tomando una foto y yo pretendo que no me entero. Abajo en el río los niños nadan y avientan piedras que rebotan en el agua unas 5 6 veces antes de hundirse. Nuestro cuarto tiene las paredes anchas y blancas, los pisos de madera negra y fresca. Un balcón agradablísimo da a la calle, donde se puede ver el tranquilo pasar de las horas. Este lugar se nos antoja como un punto detenido en el tiempo, donde los monjes caminan a lado de los turistas con sus túnicas naranjas y ni un solo cabello asoma en sus cabezas. Algunos llevan sombrillas de colores para protegerse del sol.
En las horas de más calor sólo puedes ver turistas en las calles y los cafés. Los locales están echados en petates, durmiendo la siesta. Cuando se despierten el aire estará fresco y la luz no lastimará los ojos. Nosotros caminamos sedientos y cansados, aturdidos por el sol, pero felices de estar en un lugar tan único. A lado del palacio real hay un templo hermoso, que es todo dorado. La entrada está guardada por nagas de 7 cabezas y los tejados cambian de forma perpetuamente cuando uno camina alrededor. Subimos a otro templo en lo alto de una montaña. Había una pieza de artillería que todavía funcionaba -la hice girar con facilidad. Creo que llaman a Luang Prabang la ciudad de los templos. Me parece apropiado, hay casi tantos templos como cafecitos y restaurantes y tiendas de masaje. Laos es uno de los 20 países más pobres del mundo, pero al menos en Luang Prabang no se nota nada de eso. El turismo inyecta oxígeno y alimento en las arterias de este pueblo. De verdad que se respira un aire místico y romántico. Pagamos dos noches de lodge, pero creo que nos quedaremos al menos una tercera.
Ana comenzó a tomarles fotos a unos niños que vendían pulseras. Al principio eran dos niñas, pero las mocosas fueron acumulándose hasta ser unas ocho. Entre una foto y otra, Ana comenzó a negociar con ellas el precio de las pulseras -para llevar souvenirs a sus compañeros de trabajo—al principio se las querían vender en 15,000 kips, como dos dólares. Ana les decía que period muy caro, pero se divertía bastante con el regateo. Comenzó a ser todo un present. Los otros turistas que pasaban por ahí se detenían unos momentos a ver y sonreían. Luego llegó un niño a la vendimia que, hasta entonces, era una fiesta exclusiva de señoritas. Todas las niñas lo odiaron cuando dijo que él estaba dispuesto a vender sus pulseras en 10,000 kips. Gritaron ¡nooooooo! y, después, le dijeron a Ana que le vendían las pulseras en 10,000 siempre que no le comprara nada al niño que llegó a sembrar la discordia. Ana quería comprar tres pulseras y terminó con diez en la bolsa -también le compró al niño. Una niña, que era la más aguerrida, hizo un berrinche porque Ana sólo le compró una pulsera. Trató de remediar la situación intentando venderme una. Cuando no lo logró, lágrimas de rabia escurrieron de sus bonitos ojos.
En la mesa de madera hay un candelabro con una vela. Se escucha el sonido de los grillos y la música bossanova del lugarcito. Atrás de nosotros pasan monjes jóvenes. Hay también sobre la mesa dos botellas grandes de cerveza, dos tarros, mi kindle, mis lentes de sol, un cenicero y una cajetilla de cigarros que tiene una flor de loto impresa. Debajo de los cigarros está la libreta de Ana, cerca hay un encendedor. En una esquina hay una corcholata y la cámara classic de Ana.
Aquí es de mala suerte tener objetos rotos en casa. Es también poco deseable tirar una imagen de buda a la basura, esté rota no. Ayer fuimos a una cueva donde la gente lleva los budas viejos. A algunos les falta un brazo una pierna, otros están despintados sus facciones se han suavizado tanto por el paso de tiempo, que es difícil distinguir sus ojos, su boca. La imagen es adictiva, la figura dorada sentada en una flor de loto con las manos dobladas en distintas posturas, cuyos significados Ana y yo ignoramos. Hay budas de dos metros y budas de tres centímetros, hay unos dorados y otros de bronce, hay muchos que son de madera y otro que son de piedra. Todos están en esa cueva, distribuidos en repisas a distintas alturas, como si la caverna fuera el escaparate de un coleccionista de budas olvidados. Sacamos como one hundred fotos.
Ana compró 3 pashminas en un pueblo depressing. Luego nos llevaron, ya de regreso, a otro pueblo miserable, especializado en producir vino de arroz. Salimos medio borrachos de ahí, y nos fuimos tomando una botellita más en lo que duró el camino de regreso a Luang Prabang. Cenamos en Tamarind, un restaurante que al parecer está de moda. Como no teníamos reservación nos la hicieron difícil para sentarnos afuera pero, cuando quedó claro que planeábamos gastar suficiente dinero, nos dejaron una mesa agradable. Invité a Ana por su cumpleaños, iba muy guapa con un vestido tipo coctel que venía cargando en la mochila y cuyo único propósito era rodearla el día de su cumpleaños. Vanidad y backpacking juntos, quién lo hubiera creído posible. Hasta llevaba tacones. Supuestamente nos sirvieron una muestra de platillos representativos de la comida lao. Les tomé fotos. El arroz estaba bueno y, como el resto de los platillos, se come con las manos. Más precisamente con three dedos, el índice, el pulgar y el del medio. Nos dieron también un pescado horneado en hoja de plátano, algo parecido a unas tortillas, pero hecho a base de algas y ajonjolí, y carne seca de búfalo de agua.
Hace un calor rayano en lo insoportable. Aun así, enfrente de nosotros está sentado un muchacho que lleva puesta una chamarra. Suponemos que es una cuestión de estilo. Hoy nos levantamos a las 7:00 AM, una hazaña difícil de lograr. Cuando desayunábamos sólo había old timers en el restaurante. La gente joven, sensatamente, se levanta más tarde. En este restaurante hay dos pencas de plátano colgando en la entrada, un letrero indica que son free of charge. Conforme a lo que habíamos planeado, cuando terminamos de desayunar rentamos dos bicis de montaña y nos dispusimos a ir a unas cascadas a 35 km. de Luang Prabang. No sé por qué pensamos que íbamos a lograrlo. Para liberarme de toda responsabilidad, debo decir que fue idea de Ana. No llevábamos ni 500 metros cuando Ana se detuvo y dijo que no podía, que había mucho tráfico y que era peligroso y que, además, el asiento de la bici le estaba haciendo el amor -en este último punto coincidí del todo. La dura verdad es que Ana no sabe andar en bicicleta, al menos no muy bien. De cualquier forma, 15 minutos después la había convencido y avanzábamos nuevamente hacia nuestro Dorado. Yo iba atrás de ella y veía cómo le costaba más trabajo que a mí impulsarse en las subidas. Aun así estábamos haciendo buen tiempo. Ya llevábamos como ocho kilómetros y el paisaje había cambiado. En vez de las afueras de una ciudad pequeña, nos desplazábamos por paisajes rurales con poco tráfico. La carretera no tenía baches ni tampoco estaba especialmente inclinada. Sin más, sin dar el menor aviso, Ana dio un par de vueltas al manubrio -haciendo eses” SSS—y se cayó. Fiel a su costumbre, no metió las manos y azotó como un costal. Gritó y comenzó a llorar. Yo me detuve de inmediato y, justo después de mí, una familia canadiense detuvo su tuk-tuk para ayudarnos. Ana les dijo que estaba bien, pero seguía sorbiéndose los mocos y sollozando quedamente. Los canadienses se fueron y Ana comenzó a llorar de nuevo. La estaba consolando por sus rodillas y codos raspados cuando noté que una familia nos hacía señas desde su casa con techo de lámina y paredes de triplay. Nos querían ayudar, para curar las abrasiones de Ana. La abuela le untó madera convertida en pomada mediante la fricción de una piedra mojada. Luego nos hicieron el favor de llamar una tuk-tuk para que viniera por nosotros y nos regresara a Luang Prabang. Se tardó como treinta minutos, que pasamos sentados en esa choza con toda la familia. Fueron extremadamente amables, nos cedieron sus únicas dos sillas y además prendieron un ventilador viejo para que las moscas no se nos acercaran tanto. Este gesto lo agradecí, en silencio, profusamente, porque las moscas eran muchas en verdad y muy persistentes. Fue una media hora larga, donde hubo muchas sonrisas. Había una niña muy bonita y un perro muy pulgoso.
Regresamos pues a Luang Prabang. Ana estaba triste por su accidente, pero ya se sentía mejor. Con su bendición, la dejé en el hotel e intenté de nuevo llegar a las cascadas. Sólo logré llegar un par de kilómetros delante de la choza. Cuando me vieron pasar de nuevo sonrieron y una muchacha me dijo algo, que interpreté como una invitación a pasar a visitarlos de nuevo. Como no quería hacer tal cosa, por eso de las mocas y la avanzada hora del día, me hice el desentendido y le sonreí profusamente desde el asiento de mi bicicleta. Todavía tenía fuerzas para seguir, pero tanto leer historias de alpinismo me hiso considerar que llegar a las cascadas era tan sólo la primera mitad del camino. Así que regresé y llegué exhausto, pero bien. Tuvimos una comida magnífica. Hemos estado conversando sobre cómo ir a esas cascadas no estaba en nuestro destino, sin importar qué tanto hiciéramos -podríamos haberle pagado a un tuk-tuk. Yo digo que cascadas pedorras hay en todos lados, así que no me siento mal de no haber llegado, pero sí me siento bien de haberlo intentado.
Ayer nos dieron un masaje en un spa cuyo nombre no recuerdo, tal vez porque nunca lo vi. Ana lo pagó, el suyo y el mío, porque quería agradecerme lo bien que me había portado con ella con todo el asunto de la caída de la bici, la regresada a Luang Prabang en tuk-tuk y mi ulterior intento y fracaso de llegar de nuevo a las cascadas. Fueron 90 minutos de masaje con aceite, forty five de los cuales los pasé en verdad incómodo. El masaje, contrario a mis expectativas, no fue proporcionado por una guapa señorita, sino por un muchacho fuerte de manos duras y callosas. Primero me puso boca abajo y trabajó sobre mi espalda, lo cual fue medianamente placentero y lo habría sido más de no haber sido porque mi cuello estaba torcido sobre una almohada. Luego empezó la parte fea. Subió mi toalla de manera que sólo me cubría -pero muy apenas—los testículos. Comenzó un masaje muy placentero en las piernas, que para poder disfrutar un poco, me vi forzado a abrir mis horizontes mentales. Lo digo porque en repetidas ocasiones el sujeto me rozó. Vaya, hubo rozamientos constantes. Por supuesto, entre un cambiar de posición y otro, el masajista me vio todo. Espero que se haya sentido intimidado. De cualquier forma le dejamos una propina, porque creemos que los salarios aquí deben ser muy bajos.
Todo por una gota de cerveza. Hace unos minutos acerqué mi tarro de cerveza para darle un trago. Una gota de agua condensada escurrió y se derramó sobre mi diario. La tinta corrida en esta página es el estrago de esa gota. Naturalmente procedí a secar el exceso de agua que todavía no había sido absorbido por la hoja. Para hacerlo golpee la agenda contra mi pecho, y lo hice sin soltar la pluma de mi mano. Como al quinto sexto golpe la tapa de mi pluma salió volando. Por unos instantes eternos y fatídicos, escuché como rebotó sobre el piso de la tarima en la que ahora estamos, a orillas del río Mekong. La tapa rebotó una vez y, un segundo después, escuchó cómo cayó al pequeño barranco que nos separa del río. Bajé a buscarla, porque la esperanza muere al último. En un caos de arbustos, basura y materiales de construcción, encontrarla habría sido como hallar una aguja en un pajar. Me rendí y subí a terminarme la cerveza. Después nos subiremos a un camión que, un cruce de río y un cambio de unidad después, nos llevará a Chiang Mai, Thailandia. Un viaje de aproximadamente veinte horas. Ana compró comida chatarra como provisión. Sin la tapa, mi pluma fuente seguramente se arruinará en cuestión de algunos días. Me duele porque le tenía cariño. Ana dice cuidado del cabello que le buscaremos una tapa nueva en Chiang Mai. Espero que sí la encontremos y, si no, me voy a tener que comprar otra pluma fuente, porque ya no puedo volver a escribir con otro tipo de pluma después de acostumbrarme al suave deslizar de la pluma fuente.
Hay que echarle un ojo
El amorfismo literario Cuentos, poemas y alguna que otra cosa buena.
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