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Primer Entrada

PRIMER ENTRADA
LOS DONES DEL AYER
02 > ALMACÉN «LA GALLEGA» > DON MANUEL 15
03 > EL GRAMÓFONO > DON GENARO 19
04 > EL BOLICHE > DON RAMÓN 23
05 > ¡FIERRO VIEJO, COMPRO!… > DON JULIÁN 29
06 > EL ZAPATERO > DON PEPE 35
07 > EL PERCHERÓN > DON FRANCISCO forty three
08 > LA BARRACA > DON ZOILO 51
09 > EL AFILADOR > DON NINO 57
10 > LA ANTENA > DON VALENTÍN 65
eleven > EL PHYSICIAN > DON MARTÍN 77
12 > EL VIVERO > DON HÉCTOR eighty three
thirteen > UN CORTE > DON EMILIO. ninety five
14 > EL MIRADOR > DON VÍCTOR 103
15 > MATE AMARGO > DON CHACHO 119
sixteen > EL FOTÓGRAFO > DON ALEJANDRO one hundred twenty five
17 > POMIDORO SECO > DON JORGE 135
18 > LA FERRETERÍA > DON DANTE 143
19 > UN CANTOR > DON CARLOS 149
20 > NOCTURNO > DON PEDRO 157
21 > LA CHIVA > DON FERMÍN 167
22 > EL BARQUILLERO > DON NICOLÁS 173
23 > LA CONFESIÓN > DON BRUNO 179
24 > EL NATIVE > DON JAIME 187
25 > UN IRLANDÉS > DON PATRICIO 193
26 > LA HERRERÍA > DON XENÓN 203
27 > EL REMEDIO > DON FLORIO 215
28 > EL TRANVÍA sixteen > DON SIMÓN 223
29 > EL CHARLATÁN > DON LORENZO 235
30 > EL MANECO > DON TITO 239
31 > EL BAQUEANO > DON HERMENEGILDO 247
32 > EL MASÓN > DON ROQUE 259
33 > EL EXPENDIO > DON BRAULIO 267
34 > EL ORGANITO > DON PASCUAL 273
35 > UN HOMBRE COMÚN > DON PABLO 277
36 > EL IMPORTANTE > DON NADIE 289
CONCLUSIÓN 293
Este es un libro dedicado a los dones del ayer.
Pocos de ellos lo podrán leer.
Pero, estoy seguro que todos aquellos,
los que tuvimos la dicha de tener esos dones,
lo sabremos compartir en sentimiento.
Una virtud que nos supieron enseñar…
los dones del ayer.
William Imperial, Francisco Serra, Chichito Imaz,
Héctor Bouissa, Beto Lemes, Juan Carlos Aycart…
a los de la barra de la Iglesia Virgen de la Ayuda,
de la escuela Checoslovaquia, del liceo Bauzá,
a todos los que compartieron aquella juventud.
NOTA:
Los personajes y sucesos fueron, en su mayoría, reales.
Los nombres y los lugares, algunas veces, se cambiaron.
Cada cuento es el resultado de unir recuerdos de distintos hechos y diferentes seres, junto a una parte de imaginación.
En ellos se buscó no alterar el orden histórico ni faltar el respeto a la vida explicit de cada persona.
Cualquier alteración con la verdad, es casual.
Pero, la imaginación es la hija rebelde de la realidad.
Marzo 2004
EL LIBRO
Este libro nació de la thought de escribir la historia de don Pablo. Pero, al ir avanzando, me di cuenta que no podía tener el egoísmo de considerarlo sólo como mi creador.
Que también existían cientos de muchachos que habían sido formados intelectual y profesionalmente por él, hombres que con igual derecho, y tal vez con mayor sensibilidad, habían recibido esos dones de él.
También pensé que mi forma de ser, mis sentimientos, mis pensamientos, no eran todos consecuencia de que hubiese tenido ese hombre a mi lado.
Que existieron otros más que habían influido en modelar mi conciencia. Que en un instante, en un hecho, tuvieron la virtud de dar el golpe de cincel oportuno en la multifacética creación que es la personalidad de un individuo.
Creo, como tantos muchachos del ayer, que haber tenido a esos hombres, fue un don.
Hombres que, entonces, se les llamaba con el título de «don». Por eso, este libro se llama: «Los dones del ayer».
Y si queremos buscar toda la heterogénea verdad del sentimiento que ha llevado a escribirlo, nada mejor que la definición del diccionario:
DON (del latín: donum = regalo, homenaje, cualidad).
– Atributo specific que se posee para hacer algo.
– Gracia para atraer la simpatía de los demás.
– Los bienes, respecto de quienes los recibimos.
DON (del latín: dominus = señor, poseedor, distinguido).
– Calificativo honorífico que se daba a muy pocos.
– Título que se antepone al nombre de pila.
– Distintivo que se nombra a los hombres de calidad.
Después de estas definiciones, poco queda por decir.
Sólo agradecer el haber tenido a los dones del ayer.
EL MOTIVO
El muchacho que escribía versos envejeció por dentro mientras el hombre de trabajo envejecía por fuera… Y un día, viéndose en el espejo, el muchacho preguntó al hombre:
-Aquí estamos… ¿Valió la pena?
El viejo vio una figura encorvada, un rostro con huellas de años, unos ojos grises que fueron azules, un cabello blanco que fue rubio. Vio alguien parecido pero distinto a un joven que había bajado de un avión veinticinco años atrás.
El hombre recordó los muchachos que habían aprendido algo a su lado en ese tiempo, pensó en industrias que daban trabajo y ritmo al progreso y en parte se debía a que él, un día, hubiese llegado a esa tierra.
Pero, también meditó en sus hijos, que habían sido nietos sin abuelos, que cada vez que querían ver un pariente debían buscar una fotografía.
En su esposa, desarraigada de un núcleo acquainted y adaptada a otras costumbres. Recordó una familia que siete mil kilómetros y varias décadas separaban, a su padre muerto sin decirle adiós.
A tantos dones y tantos amigos idos.
Pensó que hacía muchos años que no escribía un poema, un cuento. Miró por la ventana, vio una ciudad pujante. Escuchó a través de la puerta, oyó una familia, personas que reían, discutían… vivían.
El hombre viejo volvió la vista al espejo, con una indefinible sonrisa levantó los hombros y contestó al muchacho viejo:
– «No sé, no sé»…
Miré el almanaque, era el año mil novecientos ochenta y dos, tenía cincuenta y tres años.
Tomé un papel y me puse a escribir.
Año 1982
EN EL AÑO 2004
Hoy, con setenta y cinco años vividos, sigo sin saber como contestar esa pregunta.
Los hijos, cada uno tomó su camino.
Todos los dones, y muchos compañeros del camino, ya se fueron.
El progreso y la fortuna oscilaron como el péndulo de un antiguo reloj.
Y los recuerdos me traen otros Dones.
Al resumir veo que, como aquellos dones del ayer, hubo veces que actué bien y otras mal.
Pero esos hechos, buenos y malos, juntos con los Dones del Ayer, fueron la trama de mi vida… mi propio cuento.
Sólo espero que para alguien haya podido ser, en algún momento, un Don del ayer.
Si así hubiese sido, entonces podré responder:
-Sí, valió la pena.
01 > PELUQUERÍA ITALIA > DON UMBERTO
Cinco de la tarde, veranillo. Dejo mi señora con el niño en la plaza y me voy a cortar el pelo.
El barrio está quieto, todavía los ómnibus no han devuelto su carga de humanidad.
Llego. En la puerta, sentados con la silla al revés, apoyando los brazos en el respaldo, dos hombres vestidos de blanco miran lánguidamente pasar las cabezas de sus semejantes en la espera de tomar una entre sus manos.
Subo unos escalones y me siento en el trono giratorio del cliente, el peluquero más joven me sigue.
Poniéndome alrededor de cuello una inmaculada toalla, me pregunta entrecortado:
-¿Come si… se… corta?
-Es un italiano fresquito.
-Igual, pero más corto.
-¿Di dove e lei?
-Ma lei deve aver venutto molto tempo fa.
-Puff… period muy chico, tenía dos años cuando llegué…
Y le aclaro, al ver que no me entiende en español:
-…muy piccolo, due anni.
Se sonríe y erguiéndose comienza a cortar, serio, importante, encerrándose en su mutismo de extranjero.
Pasan los minutos cortados en segundos por el ruido de la tijera cuando de pronto, cristalina, resonante, se escucha una voz de mujer:
-Cuidado Don Umberto, despacito que hay otro escalón.
Es como si hubiese entrado un pedazo de primavera…
No importa si es linda, elegante, atractiva… es voz de mujer joven, y todos miramos hacia la puerta, marco de la profanación que esa figura femenina ha hecho al local donde se igualan las cabezas de los hombres.
Viene guiando, escalón tras escalón, a un anciano canoso, barbudo, de barba perfectamente blanca y ojos entrecerrados por el peso del tiempo.
Lo sienta en la otra silla giratoria. Él balbucea incoherente, y vuelve a sentirse la voz femenina:
-Quédese aquí, espéreme, mientras lo ponen buen mozo.
-¿Eh? -cube el viejo, buscando en su oscuridad.
-Que lo van a poner bello, Don Umberto.
-¿Ah?, je je, si si… -ríe con la picardía de años idos.
La mujer se vuelve hacia el peluquero:
-Avíseme cuando esté pronto. No ve nada, no lo deje ir solo, por favor. Estaré en la tienda.
-Si, vaya tranquila.
Mi peluquero ha vuelto a cortar, silencioso. Por el espejo veo mi cabeza reduciendo paulatinamente su volumen. El otro, no pudiendo negar su oficio, empieza el interrogatorio al viejo que ciegamente se ha abandonado a sus manos.
-¿Nuevo en el barrio?
-¿Vive cerca?
-En Laureles.
-Ah.
Y el silencio se impone nuevamente, pero el viejo quiere huir de su oscuridad y vuelve a hablar, con voz chocha:
-Antes tenía una vista bárbara y de pronto me fui quedando sin ver… Bueno, veo, algunas sombras, pero…
-¿Consultó con algún médico?
-¡Bah! Uno me mandó unos lentes, era igual. Fui a otro, me recetó tres pastillas por día y que dejara el fumo… ¡Tres pastillas! ¡Dejar el fumo!… ¡El fumo no lo lascio!
-¿De donde es usted?
-¿Ah? Di Salerno.
Mi peluquero me mira orgulloso desde el espejo y cube, señalando al anciano:
-Paisano.
Le respondo afirmativo con una sonrisa y él vuelve a su silencio, yo miro celosamente los costados de mi cabeza.
Mientras, el viejo sigue hablando:
-… noventa y pico, sí, noventa y pico…
-¿Siempre en el Uruguay?
-No. Estuve más de diez años en Buenos Aires; después treinta y nueve en la misma empresa aquí, en el Uruguay… la de Novorico. Tiene fábricas, barcos. Novorico se hizo grande… yo lo conocí cuando trabajaba junto a nosotros…
-¿Cuándo dejó de trabajar?
Pensé si la pregunta era por Novorico por el viejo, pero éste respondió cándidamente:
-Novorico me mandó jubilar cuando empecé a dejar de ver, él me hizo todos los trámites… El día que me hicieron la despedida me dio un abrazo… Novorico hizo fortuna pero siempre se acordó de mí… ¿Sabe? A su hijo le puso Umberto… ¡mi nombre!
-¿Vive con parientes? ¿Esa muchacha es su nieta?
-No, mi señora y mi hija murieron en Italia dos años después que vine a América. Tengo parientes, pero… los parientes sólo se acuerdan de uno cuando se tiene plata.
-¿Vive solo? -pregunta preocupado el peluquero.
-Vivía con una sobrina, pero había muchos líos, muchos líos, -balbucea- y entonces…
-¿Vino a una casa de familia?
-Sí, a la casa de esta muchacha. Pago, tengo mi cuarto, mi jubilación. Vivo más tranquilo.
El peluquero termina la anciana cabeza.
-¿Se siente más fresco?
-Ah, sí, sí.
Mi peluquero también ha terminado, me cepilla, me saca la toalla y, al darme vuelta veo un espectáculo maravilloso:
El viejo sonriente y en el piso su cabello blanco, como si fuese un árbol rodeado de copos de nieve.
Pago, saludo y me voy.
Me recibe la calle, la vida constantemente nueva. Y camino hacia la plaza.
Allá queda Don Umberto.
Allá queda el viejo, con el drama de una vida que vino a hacer la América, de una Europa que enterró sus amores…
¿Y el resto? El resto sólo fidelidad a aquellos recuerdos, fidelidad a un trabajo que enriqueció a otros.
Allá quedó el viejo, con su orgullo, que, a pesar de sus noventa y pico, prefirió vivir ciego y solo antes que molestar a quienes no lo querían.
Camino… y en la plaza, desde su sillita, me recibe la vida nueva de mi hijo retozando junto a la sonrisa de mi mujer.
¿Y yo?… yo en el medio..oo0oo…
Manuel Pérez llegó a Montevideo a principio de siglo.
Había embarcado en Galicia, dejando una novia y trayendo escondidos sus sueños dentro del atado de ropa.
Cuando bajó olía a emigrante, a cucheta de tercera y a trabajo. Lo esperaba su tío Antonio.
Ni siquiera vio la ciudad. Se fueron enseguida en una carreta para La Tablada, detrás del Cerro, a trabajar la tierra oscura y fértil del Uruguay.
Trabajó de sol a sol, no sabía hacer otra cosa. En tanto, su tío atendía la pulpería cercana al camino.
Pero Manuel tenía habilidad para el negocio. Compró unos cerdos y en un par de años sus chorizos, jamones y morcillas eran populares.
Pasó a atender la pulpería, mientras su tío ahogaba la nostalgia de Galicia durante el día detrás del mate y durante la noche en el buen vino.
Manuel fue mejorando la pulpería. Y en otro par de años terminó comprándosela al tío. El tío Antonio se fue tras la «morriña» de su vieja patria, llevándose todos sus pesos oro y algunos de Manuel para que la novia viniese.
Cuando la novia llegó, la fue a buscar al puerto en un sulky prestado por un amigo bodeguero. Manuel Pérez había adornado la pulpería y todos los amigos estaban en la puerta para recibir la novia de Galicia.
Hubo baile, comida y vino hasta muy entrada la noche. Y la novia Concepción de la Ría durmió en la granja de unos amigos, mientras Manuel pasó otra noche de ansias en la casa al fondo de la pulpería. El sábado se casaron.
Manuel puso un letrero nuevo sobre la puerta:
«ALMACÉN LA GALLEGA, DE PÉREZ – DE LA RÍA.»
Concepción en pocos años le dio cuatro hijos y una fortuna. Sus fiambres y embutidos eran deliciosos gracias al romero, tomillo y orégano traído de Galicia y que habían plantado al fondo del almacén.
Compraron vacas lecheras y más terrenos para cultivar verduras y criar cerdos. Manuel trajo parientes de Galicia y, junto a ellos, hacía producir esa riqueza.
En tanto, Concepción atendía el almacén, donde los productos porcinos mezclaban su aroma apetitoso con el de la verdura fresca y el de los dulces caseros hechos por ella.
El lugar era parada obligatoria de todos los coches que iban para el Rincón del Cerro y, hasta las distinguidas señoritas Saint Martain bajaban del charret para adquirir algunos dulces para luego seguir al saladero Santa Catalina.
En tanto los cocheros compraban chorizos para la parrilla y los caballos abrevaban.
Pasaron los años. Las señoritas no volvieron.
Los saladeros se acabaron. El frigorífico desplazó al tasajo, y el Camino de las Tropas fue la ruta por donde llegaba la riqueza que se transformaba en progreso del Uruguay.
Montevideo crecía a ritmo vertiginoso y Don Manuel vio el futuro. Compró más tierras, crió más cerdos y trajo más parientes gallegos. Además, siguiendo los consejos de un gringo del Switt, puso una fábrica de productos porcinos en Nuevo París con un local de venta en Paso Molino:
«PRODUCTOS PORCINOS PÉREZ DE LA RÍA»
Un nombre famoso que trajo dinero a raudales y, con él, el ingreso a la nueva clase acaudalada.
Compraron una mansión en Buschental, tenían automóvil con chofer, los cuatro hijos iban al liceo francés, las chacras las cuidaba un italiano, el negocio lo administraba un inglés, y la señora Concepción iba todos los días a tomar el té con sus nuevas amigas.
En tanto, Manuel dejaba de ser un Pérez cualquiera, todos lo llamaban Don Manuel Pérez De La Ría.
Y por más que se riese de su nueva vida y de su apellido alargado, vivía aburrido. Para entretenerse compró terrenos baratos en Carrasco y Punta Gorda, al otro extremo de Montevideo, para poner allí más tambos y crías de cerdos.
Los hijos fueron a la Universidad, uno se recibió de abogado, el otro de ingeniero, y las hijas se comprometieron con jóvenes de la vieja sociedad.
La señora Concepción era dama solicitada para toda reunión social y Don Manuel se iba perdiendo en el fondo de la mansión de Buschental.
Siempre que había una reunión, doña Concepción lo convencía que, como él se sentía mal en esas fiestas se fuera a descansar en el Rincón, en la casa detrás del almacén.
Y él se iba contento en su forchela, a jugar mus y truco con los granjeros, a comer queso y longaniza, a tomar mate y vino casero. A estar en camiseta y zapatillas, viendo el horizonte, sin sentir la mirada compasiva de su mujer ni la sonrisa burlona de sus hijos. Allí, desde el fondo del viejo almacén, veía caer lentamente el atardecer disfrutando el fragrance de la tierra arada, el aroma de las vacas y el olor de los cerdos que lo habían enriquecido.
Los años siguieron pasando. Los terrenos de Carrasco y Punta Gorda fueron otra fuente de riqueza. Los hijos y Concepción lo convencieron de vender los terrenos del Rincón del Cerro, los animales y la fábrica de productos porcinos.
Don Manuel vendió todo su pasado, menos el Almacén La Gallega. Sus hijos invirtieron en los balnearios del Este y en una constructora. Ya el apellido Pérez de la Ría no estaría unido a los cerdos.
Y un día murió Concepción. La hija menor se vino a vivir a Buschental con su marido de apellido gringo.
Don Manuel se sentía solo en el enorme fondo, sin Concepción, sin animales para cuidar. Cada vez pasaba más tiempo en la vieja casa junto al almacén de La Tablada, hasta que se quedó allí definitivamente. Los hijos apenas si lo iban a ver. Los nietos venían algún fin de semana cuando eran pequeños, pero al hacerse grandes iban para Punta del Este.
Para los amigos de la sociedad, Don Manuel estaba en el inside, ya que el aire de la ciudad lo afectaba. Se ponía enfermo, decían. Y Don Manuel se enfermó. Se enfermó de verdad. Cuando llegaron los hijos, ya estaba muerto.
Lo estaba velando los granjeros, los chancheros, los chacareros de uñas sucias y arrugados dedos. Velando en el dormitorio atrás del almacén, donde había vivido con Concepción, donde habían nacido sus cuatro hijos.
Los hijos se lo llevaron para Buschental, y Don Manuel tuvo un velorio distinguido.
Pero, apenados, lo enterraron como él lo había pedido: En el cementerio del Cerro, en un nicho alto, en la pared del fondo. Fue un entierro con mucha pompa, con muchos autos, con mucha gente y hasta con muchos campesinos.
Se fue la pompa, se fue la gente, se fueron los autos… y finalmente se fueron los campesinos.
Y Manuel Pérez se quedó allí, olvidado, lejos de Galicia para siempre.
En un cementerio sencillo, junto a otros emigrantes como él.
En un nicho alto, donde llega el olor de la tierra.
En la pared del fondo, desde la cual se puede ver, allá lejos, muy lejos, el Almacén La Gallega..oo0oo…
03 > EL GRAMÓFONO > DON GENARO
Cuando el barco iba entrando por la escollera, Genaro no tenía intención de quedarse en Montevideo. Apoyado en la borda, estaba ansioso porque el día siguiente llegaría a Buenos Aires.
Un pariente que vivía en La Boca lo había mandado venir. Period después de la guerra, había necesidades. Y la tierra árida del Sur de Italia no alcanzaba para alimentar tantas bocas.
Pero la belleza de la bahía, el verdor del Cerro, las azules aguas, el fresco aire, fueron entrando entre los recuerdos de la tierra lejana y el ansia de llegar a la Argentina.
Se despidió, con tristeza, del otro emigrante que venía a trabajar en los frigoríficos. Y, cuando el barco dejó atrás la escollera, remontando el Río de la Plata, sintió que algo de ese puerto se había unido a sus nostalgias.
Un año después, Genaro bajaba en Montevideo. Venía de Buenos Aires, había pagado el pasaje al pariente y traía un gramófono. Se fue a vivir con el otro emigrante, allá, cerca de la playa del Cerro, en el conventillo de La Paloma.
Genaro empezó a trabajar en el frigorífico y llegó a ser matambrero. Cuereaba de primera y fue asimilándose a esa casta bravía, introspectiva, y specific del gaucho.
En el conventillo daba suelta su nostalgia y los domingos, luego de la parrillada y con un litro de vino, se encerraba en su cuarto, ponía discos de Gigli, Caruso y Schipa en el gramófono mientras miraba por la ventana las aguas azules de la bahía, que le recordaban a otra, allá en el Sur de Italia.
Pero América tiene nombre de mujer, y es mujer joven, fértil y generosa.
La dueña del conventillo, una gallega pulcra y dominante, period la tabla de salvación de esos emigrantes, barcos solitarios que recalaban sus nostalgias en el fondo de la pensión.
Ella les escribía sus cartas a Europa, limpiaba los cuartos, los mandaba al peluquero y les lavaba la ropa.
Doña María tenía una muchachita, traída del inside, que le ayudaba a lavar. Chúcara, tímida e inocente como la tierra de donde la habían traído. Genaro le daba la ropa para lavar y los dos se sonrojaban.
Genaro iba más a la peluquería, ponía menos a Caruso, y se quedaba más a charlar con Blanca luego de la parrillada de los domingos. Se casaron en febrero.
Llevaron el gramófono al fondo del conventillo, se bailó música española e italiana que salía de unos pesados discos y, finalmente, de la guitarra de un amigo salieron los compases criollos del pericón y un pañuelito, en el cual se lució Blanca dentro de un vestido blanco cosido por doña María.
Se mudaron para un cuarto del frente, que period más grande, y un tiempo después se fueron para una casita con terreno. Se llevaron pocas cosas, la ropa, el gramófono y el cariño de todos los ocupantes del conventillo La Paloma.
Bianca, nunca aprendió a llamarla en español, le enseñó a tomar mate, a comer matambre, a bailar tango y lo que period una mujer uruguaya. Genaro, en cambio, le enseñó a hacer pizza, a tomar buen vino, a escuchar música italiana y lo que period un italiano enamorado. Tuvieron cinco hijos.
Y mientras los botijas crecían, el tano Genaro progresaba.
Pasó a ser capataz, la casita de enrejillado y zinc la convirtió en una casa de materials cuya fachada tenía reminiscencia de las casonas de la vieja Italia.
Blanca, en tanto, cuidaba de todos mientras en su cabello negro, brillante, liso, que denunciaba sus ancestros indios, iban saliendo algunos hilos blancos.
Criaba a sus hijos con el orgullo de ser orientales y con el respeto a la nostalgia de su padre para la lejana tierra.
El italiano, de vez en cuando, daba cuerda al gramófono y volvía a escuchar la rayada voz de Gigli, Caruso, Schipa.
Blanca lo miraba con tristeza, sabía que ella no existía en esos momentos; Genaro estaba en el Sur de Italia junto a su madre, sus hermanos, las montañas, a una azul bahía.
Pero los hijos eran uruguayos; y ya había discos de Gardel, de Magaldi, de Canaro. Cuando los ponían, Genaro movía la cabeza y se iba a tomar mate con Blanca bajo el parral.
Pasaron los años. El tiempo se hizo pequeño y los hijos grandes. Algunos estudiaron, otros siguieron la profesión de Genaro, otras la de Bianca, y se fueron casando.
Genaro iba todos los domingos a la parrillada en el fondo del conventillo, a encontrarse con los viejos amigos, a recordar tiempos idos, a mirar la azul bahía.
Y un día; esa criolla que nunca le había dado ningún sufrimiento, le dio el más gran dolor… se murió.
Se fue callada, sin molestar, dándole un beso antes de acostarse, luego de tomarse el último mate «pa’ descansar».
Genaro se jubiló. Pasaba el tiempo en el café hablando de Italia con otros jubilados, yendo los domingos a la parrillada del conventillo y durante la semana escuchando el gramófono a Caruso, a Gigli, a Schipa, junto a Gardel, a Magaldi, a Canaro, mientras cuidaba las plantas del fondo.
Cada mes hacía escribir a su hija una carta para los hermanos de Italia, e iba cubriendo las paredes con postales de la vieja patria, de montañas, de bahías azules.
Un día, cerca ya los fríos de julio, los hijos se juntaron y le compraron un pasaje a Italia, para que viese su lejana patria antes que llegara el invierno. Le dijeron que si quería quedarse allí, lo hiciera. Que ellos le mandarían la jubilación y le escribirían todos los meses.
Los amigos le hicieron una despedida. Fue en el fondo del conventillo de La Paloma.
Allí estaban sus hijos y los hijos de sus hijos, sus amigos y los hijos de sus amigos. Hubo parrilla, buen vino y, al closing, se sacó una foto. Una grande, donde había mucha gente. Donde estaba Genaro con todos sus amigos, sus hijos, los hijos de sus hijos y los hijos de sus amigos, con el gramófono adelante. Y, detrás, pintado por un muchacho uruguayo, un letrero que decía:
«A RIVEDERCI DON GENARO»
Y Genaro tomó el avión, llevaba una valija y el gramófono con algunos discos lo cual, como regalo, le habían pagado el viaje los amigos del conventillo.
Sólo tres viajaban a Europa, pero Carrasco es el aeropuerto del Uruguay: Había trescientos personas para despedirlos.
Pasaron los meses. El verano se acercaba, los eucaliptos de la playa del Cerro desprendían su aroma y las aguas grises de la bahía se iban poniendo azules.
Los amigos se reunían en el fondo del conventillo para la parrillada iban al bar de La Parada a tomar una grappa donde ahogar los recuerdos. Y una tarde de diciembre, mientras miraban la bahía, oyeron una voz conocida:
-¡Eh!… pelandrunes… ¿no quieren jugar al truco?
Don Genaro había vuelto. Don Genaro estaba allí.
Y jugaron al truco, viendo la bahía, mientras Don Genaro contestaba a cada pregunta por su vuelta con un:
-Y… son cosas…
Meses después nos enteramos por una carta del hermano. Había encontrado a Genaro solo, en su cuarto de la casa de Italia, llorando…
Tenía en su mano la foto de la despedida, mientras en el gramófono tocaba La Cumparsita… un tango uruguayo. ().oo0oo…
04 > EL BOLICHE > DON RAMÓN
En la esquina, a media cuadra de mi casa, había un boliche.
No period un boliche más, period el boliche de Don Ramón…
Ese lugar representó el ansia de crecer de mi niñez.
Period una casa grande, nueva, con un gran salón en la ochava, y allí la entrada al bar. Por el lado de la calle que subía se encontraba un pequeño almacén y, por lo otra calle, bajando, la puerta de la casa.
Cientos de veces, al volver de la carnicería, pasaba despacito por la vereda cuadriculada estirándome, sobre mis piernas flacas, para poder ver a través de la vidriera lo que sucedía en el cafetín. Luego, al llegar a la esquina, vichaba de reojo para adentro, mirando esos escalones con la desesperada ilusión de un día subir por ellos.
Entrar en el boliche period el sueño de todo muchacho. Sabíamos que el día que pudiésemos hacerlo, dejábamos de ser botijas, éramos mayores. No por tener una determinada edad, ni por ya tener cédula.
El día que se entrase en el boliche, sin pedir permiso a nadie, sin temer hacerlo, empezábamos a ser hombres.
Jugábamos en la esquina de enfrente, atentos a las voces que salían del bar, sintiendo cada tango que salía de la radio, envidiando saber la causa de las carcajadas, intrigados por el silencio que algunas veces dominaba al bar, silencio roto sólo por el tintineo de las copas.
Ir al almacén al lado del bar, era remedar las ganas de entrar en el boliche.
Era un almacén pequeño, con pocas cosas, separado del cafetín por una pared que no llegaba al techo. Pared incompleta que, por un lado pasaba Don Ramón saliendo detrás del mostrador y por el otro extremo se podía pasar al local.
Era como un biombo de ladrillos, aislaba pero no separaba.
Hacíamos el pedido y nos poníamos a mirar por esa entrada. Sólo veíamos un salón con cuatro mesas con una silla en cada lado, un mostrador largo y, detrás de él, una estantería llena de botellas, en un rincón un billar y en la pared la pizarra con los tacos. Poca cosa, pero era una cosa prohibida, y nada atrae tanto como lo prohibido.
Don Ramón estaba casado con la señora Joaquina, una maestra que, con los años, llegó a directora de la escuela.
El almacén era de Don Ramón, el boliche era de Don Ramón, hasta la esquina era de Don Ramón. Sin embargo, siempre que nos referíamos a la casa, decíamos que period la casa de la señora Joaquina.
Las tres cosas eran un solo lugar. Pero, así era el barrio.
Don Ramón siempre nos recibía con cara seria en el almacén. En cambio en el bar, veíamos desde lejos, que atendía con una sonrisa extraña. Muchas veces, al agarrar el mandado, miraba el papel escrito y nos daba una lección:
-Zanahoria va con hache en el medio… café es palabra aguda terminada en vocal, lleva acento… azúcar es grave llana y terminada en r, va acentuada.
Por mucho tiempo lo miramos con recelo, temiendo que estuviera de acuerdo con la maestra, pero ni él ni nosotros hablábamos de ella.
Luego, fuimos tomando confianza y llegamos a ir, a escondidas de nuestros padres, a consultarle un problema difícil de aritmética la conjugación en pluscuamperfecto de algún verbo irregular.
Siempre tuvimos la sospecha que Don Ramón ayudaba a la señora Joaquina a corregir nuestros deberes. Olíamos los cuadernos buscando el aroma a caña. Nunca lo descubrimos.
Llegamos a sexto año. Nos fuimos de la escuela, algunos íbamos al liceo, otros a la Escuela Industrial a la Academia, pero aún no nos atrevíamos a entrar al boliche.
Nos parábamos en la esquina, haciendo ver que habíamos crecido, pero aún mirando el inside del bar a través de la vidriera, sintiendo latir en el corazón dos ambiciones.
Una, subir esos escalones, que significaba nuestro título oficial de hombres. Otra, ver salir de la casa de la señora Joaquina a sus hijas, muchachas de nuestra edad, rubias, bellas, que acicateaban más nuestras ansias de ser mayores.
El tiempo nos hizo crecer y sin saber cuando, entramos en el boliche… Aprendimos a jugar billar, a hablar poco, a contar menos, a ahogar las desilusiones en una copa. Supimos que el amigo no necesita responder a la pregunta:
-¿Dónde estabas cuando te precisé?
Que compañero es el que escucha y no opina, que comprende más el que calla que aquel que consuela.
Allí estaba Don Ramón. Ya sabíamos que period maestro. Maestro de verdad. Se había recibido de pedagogo y nunca había ejercido. Pero, period un maestro más importante, era el bolichero, el maestro de la vida.
Bastaba que alguno se parase en el mostrador, al lado de la máquina de café categorical, y se pusiera a hablar en voz baja con Don Ramón, para que los demás supiéramos que necesitaba un consejo.
Al igual que en nuestra niñez a él íbamos, a escondidas, para que nos ayudara a resolver un problema complicado y nos dijese la manera de conjugar una situación difícil.
Los otros de la barra nos hacíamos los desentendidos, jugábamos a la carambola, al envido.
Don Ramón nunca fue entrometido. Dejaba que cada uno viviese su propia vida, pero algunas veces se le escapaba alguna lección:
-Pará, todo pasa… el corazón olvida; el hígado, no.
-Hay cosas que hay que hacerlas… y el coraje no viene en botellas.
-Para pasar el rato, bueno. Pero cuidate, no te enredes.
-Pensá… que ella es buena, y el que la hace la paga.
-Son cosas de hombre… no sos el primero.
Así eran sus preceptos: pocas palabras, muchas verdades. Se preocupaba que siguiésemos nuestros estudios, cuidásemos nuestros trabajos, que no abusáramos del alcohol ni del cigarrillo, cosa incongruente con su negocio.
Nos enseñó a filosofar sobre cada suceso y valorizar lo bueno y lo malo de cada uno:
-Ese grita mucho; pura bulla… por que le sobra corazón.
-El Petiso es un poco picaflor… pero amigo de verdad.
-El Rubio es muy callado… es que él mira vivir.
Sin saber como, empezamos a entrar en el boliche.
Y, años más tarde, sin saber cuando ni como, dejamos de ir a él.
::::::
Me bajé del trolebús, puse mi hijo sobre mi cuello a horcajadas y me dirigí a la casa de mi madre. Hacía ocho años que no volvía al barrio. Sabía que Don Ramón había fallecido.
Allá estaba la esquina, estaba el boliche, estaba la casa de la señora Joaquina. Y allí en la puerta, ella sentada en un sillón, viendo pasar las horas calurosas del verano.
Me acerqué con el mismo temor que sentía cuando la maestra me mandaba a la dirección.
Su sonrisa y el peso de mi hijo me devolvieron a la realidad que yo ya no period un niño.
-Buenas tardes, señora Joaquina.
-¡Cómo estás, muchacho! Los años que no te veía. Pero si estás hecho un hombre. ¡Y te conocí como tu hijo! ¡Cómo pasa el tiempo!
Agotadas las frases de saludo, sobre el camino recorrido, y palabras de pena por el fallecimiento de Don Ramón, me animé a averiguar:
-Señora Joaquina. Disculpe, pero por años he tenido esta pregunta… ¿Don Ramón la ayudaba a corregir nuestros deberes?
Una sonrisa triste asomó a sus ojos y, nostálgica, me respondió:
-Muchos de tus amigos, los botijas de cuando yo period maestra, me han hecho la misma pregunta… No, nunca me ayudó a corregirlos.
-Fue un hombre muy bueno, nos ayudaba cuando los problemas eran difíciles, y nos ayudó cuando la vida se nos hizo complicada.
-Yo sabía que hacíaeso. Y no sólo en el almacén. Cuando terminaba yo de corregir los cuadernos, él venía; miraba la plana de castigo, leía en la etiqueta el nombre del botija y siempre tenía un justificativo: «Pero si es hijo de polacos, ¿cómo querés que tenga buena ortografía?»; «Pobrecito, es tan flaco, siempre está temblando, ¿cómo no va a tener mala letra?» «Si los padres no saben sumar… es lógico que se equivoque al dividir.»
-Y dándome un beso, -ella concluyó- me convencía de rebajar la sanción y subir; la nota.
Nos quedamos los dos; en silencio. Allá en el horizonte las aguas de la bahía apenas ondulaban en la tarde calurosa.
Mi hijo se movió, cansado y molesto, sobre mi cuello. Me despedí:
-Hasta luego, señora Joaquina. Voy a ver a la vieja y dejarle el nieto. Quiero volver a ver el bar.
::::::
Dejé a mi hijo con mi madre y subí la calle. Entré en el boliche. Un mostrador moderno sustituía al viejo de cedro y grandes bisagras cromadas. La pared que antiguamente lo separaba del almacén, la habían derruido y quedaba una pequeña división baja como un niño.
Donde estuvo el almacén había un horno de pizza, y varios muchachos y muchachas estaban comiendo, tomando refrescos y jugando a las damas.
Miré el viejo salón, el piso estaba encerado.
En las mesas, jóvenes que en mi época no hubiesen subido los tres escalones de la mayoría de edad, jugaban con cartas inglesas. Desde un reproductor salía música norteamericana. Y el billar, como objeto molesto, estaba arrinconado.
Me acerqué al mostrador.
-Una caña con hielo.
El hielo me pareció caer en el corazón ante tal anormalidad para mi lejana juventud.
Me llegó la servil voz del barman, hueca, impersonal:
-¿Señor?…
Y sintiendo mi boca llena de amargura, sólo pude decir:
-Una grappa… doble… para recordar..oo0oo…
1982
Pasaba por mi casa todos los miércoles de tarde.
Desde el día anterior, en todos los hogares de la cuadra, se repetía la misma cosa. Era como una obligación que se cumplía al sentir, allá, calles lejos, el grito de una voz impostada:
-¡Cobre, bronce! ¡Botellas! ¡Fierro viejo… comproooo!
Nuestras madres nos mandaban recoger todo lo viejo que hubiese en el fondo, juntaban botellas sin uso rotas; y aprovechaban a vender alguna cosa vieja, inservible y molestosa, que algún día nuestros padres extrañarían.
Todo se iba juntando en el zaguán en el corredor de envarillado y al llegar el día, desde la mañana se oía cada vez más cerca, desde cuadras arriba, el grito de Don Julián:
-¡Cobre, bronce! ¡Botellas! ¡Fierro viejo… comproooo!
Period un grito gangoso, de erres guturales, que sonaba metálico, como el gramófono de mi tío.
Don Julián period belga, para nosotros «franchute». Tenía un galponcito en la calle Egipto, cerca de la bahía, en el cual juntaba el materials viejo, lo clasificaba, empaquetaba y llevaba a vender.
No entendíamos quien podía querer esas cosas que ya no servían en nuestras casas.
En el galponcito tenía su esposa, una belga regordeta y muy blanca llamada Ivonne, que parecía un ángel de blancura entre tanta basura.
Un ángel con mirada de infinita tristeza, que siempre olía a jabón y que nunca aprendió a hablar bien el español.
Don Julián llegaba a nuestra cuadra, se paraba con su carrito de mano y destartalado, del cual colgaban tachos de todas formas, tarros golpeados, palanganas rotas, calderas agujereadas. Y dentro, botellas partidas, limas sin dientes, palas gastadas, pedazos de canillas.
El carro era un libro viviente de cosas muertas y que un día fueron importantes.
Don Julián se paraba, como un tenor preparaba su voz, se ponía en pose y:
-¡Cobre, bronce! ¡Botellas! ¡Fierro viejo… comproooo!
Se abrían todas las puertas de las casas a ambos lados de la calle y salían nuestras madres, abuelas y hermanas. Don Julián avanzaba despacio, se paraba, compraba, y algunas veces hasta hacía algún cambalache. En tanto, los botijas nos quedábamos en el jardín.
Y Don Julián se iba calle abajo. Las mujeres entraban de vuelta a sus casas con la íntima alegría de haber visto las cosas viejas de la vecina.
Los botijas íbamos a la esquina. Desde cuadras abajo nos llegaba el grito de Don Julián, que sonaba como un lamento de despedida.
A los hombres nos cuesta desprendernos de las cosas viejas.
Los años siguieron pasando, pero Don Julián ya no pasaba. Había comprado un enorme galpón en lo alto del Cerro, otros fierroviejeros trabajaban para él, compraba todos los recortes de lata, tenía varios carros de caballo para buscar y llevar los sobrantes. Y puso un letrero sobre el galpón:
«BARRACA JULIÉN DU MONDE.»
Compró una casa esquina, de enormes jardines, en la misma cuadra del galpón, cerca del Colegio de las Monjas. Una casa que había sido de una vieja familia, antaño pudiente pero ahora en la ruina.
Dio unos pocos pesos fuertes a lo que quedaba de la familia y puso una reja alta alrededor de la esquina.
Ivonne se encerró tras la reja. Julién se había convertido en hombre de capital, sabía como prestarlo y aumentarlo. Ivonne le dio un hijo y dos hijas.
Vivieron en el barrio, pero nunca fueron de él. Siempre se criaron detrás de la reja entre magnolias, jazmines, rosales, glicinas y las enredaderas.
Ahora era el señor Julién, y su esposa la señora Du Monde. Tenía otra barraca cerca de la Curva. Era dueño del taller de Envases que había sido de un italiano, quien ahogado por los préstamos y la amargura de su esposa e hijas enfermas, lo entregó al señor Julién.
Al llegar los años de escuela, el hijo del señor Julién fue de interno a un colegio francés del Centro y las hijas de medio pupilas en el Colegio de Monjas.
El hijo venía para las vacaciones y las hijas sólo las veíamos, desde la vereda de enfrente, los fines de semana en misa de as soon as custodiadas por su madre y una vieja sirvienta francesa.
Las muchachas eran realmente hermosas. Y nosotros las veíamos aún más bellas, de una belleza inalcanzable. El señor Julién había agregado un muro tras la reja para que ni mirásemos siquiera desde la vereda de enfrente.
Pero había un muro más fuerte, period algo que se sentía.
Nadie pasaba frente a esa puerta, todos caminaban por la otra vereda, no había barra de botijas en esa cuadra, no había muchachos parados en la esquina, no se jugaba fútbol en esa calle, sólo se le nombraba como «la cuadra de la Barraca»… y eso era suficiente.
El señor Julién iba envejeciendo, haciéndose cada año más temido y respetado.
Pero, extrañamente no había podido entrar en los círculos de la sociedad del Centro ni period aceptado en el grupo de las viejas familias del Cerro ni siquiera en los clubes del barrio.
Las muchachas crecieron. Seguían en el Colegio de las Monjas y siendo bellezas inalcanzables.
El hijo continuaba de interno. Cada vez que venía de vacaciones acaparaba la atención de las muchachas en los bailes del membership.
Sus trajes, camisas y educación francesa, arrinconaba a los que teníamos un par de camisas sencillas y habíamos ido a la escuela del Estado.
En Europa estalló la guerra. El señor Julién se asoció con un apellido del Centro y puso una fundición en La Aguada. La hija mayor se casó con el hijo del socio de la fundición.
El hijo dejó los estudios para pasar todas las noches en la ruleta de Carrasco y cambiar en cada una de mujer.
La hija menor se casó con un vividor del barrio, que no sabía hacer nada. El señor Julién lo puso de jefe de la barraca, y recibió en agradecimiento un nieto a los cinco meses de casados.
En Europa se terminó la guerra. La fundición de La Aguada quebró. La hija mayor se divorció y fue a vivir sola en un apartamento del Parque. El hijo siguió viviendo su vida nocturna de casino, minas caras y pervertidos. El señor Julién vendió el taller.
El muro de silencio se hizo más grande, todos sabían lo que pasaba pero nadie comentaba.
::::::
Una mañana encontraron al hijo entre las rocas de Carrasco. Tenía un tiro en la cabeza y dejaba como recuerdo un montón de deudas al señor Julién. Éste tuvo que vender todo, sólo lo quedó el viejo galponcito cerca de la bahía, la casa con una hipoteca y la jubilación.
La hija menor y su marido vividor se fueron para la Argentina, nunca se supo de ellos. Y la mayor… seguía en su apartamento del Parque.
A la señora Du Monde se le vio consumirse en la tristeza, aún el muro seguía alrededor de la casa y seguía sintiéndose dentro de la gente.
Ya sin sirvienta, y vieja, empezó a comprar en la feria, buscando las cosas más baratas; y, poco a poco, la fueron llamando Doña Ivonne.
Pero el viejo se encerró tras el mundo de recelos y rencores, y siguió siendo el señor Julién.
Doña Ivonne se acabó en su soledad. Pocos del barrio fueron al entierro, sólo algunos viejos. Menos aún vinieron del Centro, de la época dorada, sólo su hija mayor y… sola.
El señor Julién volvió del cementerio. Nadie lo acompañaba. Llegó a la puerta de la casa y no pudo entrar. La reja de soledad y soberbia parecía haberse cerrado hasta para él.
Se aflojó la corbata y empezó a caminar lentamente por aquellas calles que, en su juventud, recorrió con su carrito de fierros viejos.
Llegó al boliche de Centro América, cerca de la bahía. Cuando lo vimos entrar bajamos las voces, y con una inclinación de cabeza dimos un callado y frío saludo de formal condolencia, pero cada uno volvió a lo suyo.
Se acercó al mostrador y pidió:
-Un Pernod, por favor…
Sonreímos agriamente ante tal pedido fuera de lugar. En el extremo del mostrador estaba el Negro Basilio, un brasilero que nunca dejó de ser fierroviejero.
El señor Julién lo vio, se le acercó, apoyó una mano en el hombro del negro y, con voz llena de amargura, dijo:
-¿Te acordás Basilio cuando andábamos juntos por las calles comprando fierro viejo?
-Sí, señor Julién… Y yo sigo andando.
-¡Qué señor Julién!.. ¿ te olvidaste cuando peleamos? ¿Y lo que me dijiste después de romperme la nariz?
-Claro que me acuerdo. -el brasilero sonrió- «Mirá franchute, los dos tenemos que comer. De la calle Rusia hasta la playa es pa’ vos, y pa’ la Curva es pa’ mí.»
Los dos rieron como en tiempos viejos.
El señor Julién cortó su risa bruscamente, y unas lágrimas rodaron por sus mejillas.
-¿Sabés, Basilio? -dijo tristemente- Nunca fui tan feliz como cuando compraba fierro viejo. ¡Mozo!… una grappamiel pa’ Basilio y una caña con ruda pa’ mí.
-¿Te acordás todavía que me gusta la grappamiel? -murmuró emocionado el brasilero.
-Me acuerdo de tantas cosas que nunca debí olvidar…
En el boliche había silencio. Un silencio de respeto verdadero.
Cuando habla un hombre caído, se le debe escuchar.
Son lecciones de la vida que se aprenden en la universidad del bar.
-Pero debés haberte olvidado del grito. -musitó el negro.
-¡Qué me voy a olvidar! ¿Querés que lo hagamos a dúo? Como cuando nos encontrábamos en la calle Rusia.
Y un par de voces impostadas hicieron temblar el bar:
-¡Cobre, bronce! ¡Botellas! ¡Fierro viejo… comproooo!
El mozo se acercó con las dos copas:
-Aquí tenés la grappa, Basilio. Y la caña para usted… Don Julián.
Y el viejo belga volvió a ser Don Julián por un Pernod que nunca se tomó..oo0oo…
06 > EL ZAPATERO > DON PEPE
Acababa de ganarle el bochón al Pelado, cuando nuestras risas se cortaron por el traqueteo de unas ruedas sobre los adoquines. Levantamos nuestras caras y vimos subiendo fatigosamente, por la cuneta de la calle Nueva Granada, un pequeño carro tirado por un hombre. Nos separamos para dejarlo pasar. Del carro salió un agradable olor a cuero, a lonja, a zapato nuevo, a cartera de colegio recién comprada.
El hombre se paró unos metros más arriba, apoyó el carro contra el cordón de la vereda, cruzó sobre las lajas de piedras y entró en el conventillo.
Dejamos de jugar a la bolita y nos acercamos al carro, estaba lleno de cuero para zapatos, grueso para suelas, cabretilla para arriba, herramientas extrañas, martillos. Un mundo de cosas fantásticas para nuestros ojos infantiles.
El rato volvió el hombre, nos separamos temerosamente, era un hombre fuerte, enorme. Nos sonrió y, quitándose el saco, se arremangó la camisa. Empezó a sacar cosas del carro, entrándolas al conventillo.
Cada vez que volvía, su sonrisa era más amplia y más sudor corría por su cara. Pero nuestro miedo también period más grande.
Period un hombre feo, su cara estaba curtida y con huecos de viruela, sus manos llenas de manchas y cicatrices. Pero sobre todo era un hombre lleno de pelos, de pelos negros y duros.
Tenía pelos en las manos, en los brazos, en el pecho que se veía por la entreabierta camisa, pelos en las orejas y hasta en la nariz. No dentro de la nariz como nuestros padres, sino por fuera, por encima.
Tenía unas cejas espesas que se juntaban recorriendo la frente sobre los ojos yendo de oreja a oreja. Además, unas enormes patillas que parecían nunca terminar en una mandíbula recia, cuadrada.
El hombre volvió del conventillo y, secándose el sudor con un pañuelo que denotaba cientos de lavadas, nos dijo:
-¡Eh, chavales! ¿Queréis ayudarme?
Largamos la risa al unísono. El Chiquito Terra, que period el más locuaz de la barra, le respondió:
-Como no, señor. Pero nosotros somos botijas, no chavales. Éste es el Tano, éste el Pelado, el Gordo, el Rubio, el Flaco, el Chicho, y yo… -se sonrojó- me dicen Chiquito. ¿Y usted, es gallego?
-¡Por Dios! Que soy navarro y zapatero. Para que lo digáis a vuestros padres. Que navarro soy, no gallego.
Dentro de mi infantil conciencia, hijo de un barrio donde se mezclaban tantas razas, y sintiendo algo del extranjero que period mi padre, tomé una caja llena de herramientas y, descarado, dije mientras cruzaba la vereda:
-No será gallego, pero habla igual. ¿Pa’ que son estos fierros, señor?
Sentí la risa de un gigante a mi espalda y temí darme vuelta. Además, gracias a esta circunstancia podíamos entrar al conventillo. Era una casa prohibida por nuestros padres, quienes nos contaban que había sido la caballeriza de antiguos carruajes, pero que no nos acercáramos ahora, que allí vivía mala gente.
El patio del conventillo period de adoquines como los de la calle, el portón de madera gruesa. Alrededor del patio había cuartos con puertas desteñidas, ventanas de distintas pinturas. Y al fondo, un aljibe.
Ayudamos a mudar sus cosas al cuarto del frente. Nunca le dijimos gallego, ni supimos que era eso de navarro. Cuando terminamos, él nos regaló unos aros de cuero:
-Para los grifos de vuestras casas… Me llamo José Osorio, pero para los amigos soy Pepe.
Otra vez salió el Chiquito a aclarar:
-Dice que son para las canillas; -volvió a sonrojarse- mi viejo también habla así.
::::::
Pepe Osorio abrió las puertas del conventillo para el barrio. De una zona prohibida para los muchachos, donde las mujeres cruzaban para la vereda de enfrente cuando tenían que pasar, se convirtió en una vereda más. Y hasta nuestras recatadas madres llegaban al zaguán del conventillo para dejar sus zapatos al remendón.
Sólo los botijas de la barra supimos como fue eso. Por días sentimos el clavetear y serruchar de horas, a través de la reja, mientras jugábamos a la bolita y a la payana.
Empezábamos a jugar al trompo y al chinchirivela, cuando Pepe Osorio abrió la ventana que daba a Nueva Granada y puso el letrero:
«SE REPARA CALZADO»
Luego nos llamó:
-¡Eh!… -pensó un rato- botijas, venid a ver mi taller.
Fuimos: Una banqueta de cuero, una mesa de tablas, un estante de madera, las ruedas del carro como adorno, llenas de zapatos y botas, una cortina y, detrás de ella, una cama con colchón de cuero. Una baranda hecha con los borde del carro, separaba todo esto de los clientes.
Nos miró y dijo:
-Pizarro quemó las naves. Yo no podía quemar el carro.
Y sentándose, empezó a fabricar un zapato. Por horas nos quedamos embobados, mirando como el cuero tomaba forma en sus manos.
::::::
El mundo de Pepe Osorio fue su cuarto de remendón donde, desde la mañana hasta la noche, arreglaba zapatos, carteras, todo lo que fuese de cuero. Los sábados de tarde iba al boliche de la esquina, tomaba un par de cañas y jugaba a las barajas con otros gallegos.
Todos los días soportaba la visita de la barra de los muchachos, le enseñábamos a hablar en reo y él nos enseñaba como trabajar el cuero. Los lunes iba al banco, al correo y tomaba el tranvía 16 para ir a buscar cuero. Un día, mientras Osorio clavaba media suela y yo trataba de dejar brillante el borde de un taco, nos dijo contento:
-¿Saben, botijas?… Me voy a casar.
Largamos la risa en conjunto. No podíamos creer que ese hombre tan feo pudiera hablar en serio, pero él siguió:
-Ya fui a hablar con el cura. Y en el juzgado. Me hicieron llenar un montón de papeles. Y ya los mandé para España.
No quedamos callados. Sobre el cuero ocre de la media suela había caído un par de gotas, hacía frío, no eran sudor. Eran lágrimas. Y con su voz llena de eses murmuró:
-Dejé mi novia hace diez años. Es la mujer más hermosa. Y navarra… ¡como yo!
Cuando supimos que ella había salido de España, todos ayudamos. Pepe compró un colchón usado, los botijas cardamos la lana y doña Ángela, la dueña del conventillo, le cosió un forro nuevo.
El zapatero limpió el taller, sacudió la cortina, hizo otra cama más grande y pintó las paredes.
Nuestros padres nos explicaron que era eso de casarse por poder. No lo entendimos.
Pero, cuando llegó la señora, nos quedamos atónitos. Ya estábamos en la edad de saber lo que period una mujer… y esa mujer period de una hermosura increíble.
Ayudamos a subir el baúl desde el carro del lechero en que la había ido a buscar al puerto. Pepe nos presentó:
-Ésta es mi María… Ellos son los chavales, los botijas que me han acompañado, mis botijas.
Ella nos sonreía. Y nosotros la contemplábamos, como papanatas, sin entender cómo una mujer tan bella miraba con tanto amor a ese hombre tan feo.
Doña Ángela vino y nos gritó:
::::::
La zapatería de Pepe el Oso, como lo bautizamos, fue nuestra escuela de artes y oficios. No permitimos que le llamaran remendón.
Fuimos aprendices sin horario, que desaparecíamos en verano y volvíamos en marzo con el frío otoñal y el aburrimiento de las primeras clases en la escuela.
En ese antiguo cuarto de caballeriza, Pepe Osorio nos enseñó como cortar el cuero, coser suela, pulir borde, abrir ojales, repujar, preparar cola, en fin: una artesanía.
Cuando llegó María, agregó más cosas agradables, además de su belleza. Ese cuarto siempre había tenido una mezcla de olores que nos atraía.
El olor del cuero curtido, el de la cola, el del betún, el de zapato viejo remendado, el de tacos de goma y hasta el olor del zapatero, quien olía a cuero viejo.
María agregó olor a comida, a morrones, a jabón, a ropa planchada. El fondo del conventillo se llenó de ropa lavada, tendida detrás del aljibe y del último cuarto.
En ese cuarto vivían dos mujeres que salían a trabajar a las cinco de la tarde para mantener al morocho Damián, un compadrito de pañuelo al cuello y puñal a la cintura.
Luego María planchaba toda esa ropa, con una enorme plancha que llenaba de brasas, y salía a repartirla por las casas de los viejos ricos del barrio.
Al volver, se sentaba en un rincón y de sus manos salían enormes carpetas hechas a crochet, a una velocidad que no veíamos la aguja, mientras hablaba y reía con su marido en un idioma extraño.
-Eso es vasco, botijas. -decía Pepe, al ver nuestras caras de asombro.
-Ésa es mi María. ¿No les decía que period la más hermosa? -repetía, cortando la mirada de admiración de alguno de nosotros.
Ella se sonrojaba y el coloration en sus mejillas la hacía aún más bella.
Pasaron los meses, el zapatero empezó a atender con camisas de cuellos postizos y un delantal bien cosido.
Había botijas más chicos aprendiendo y nosotros nos íbamos alejando en la preparación de nuestra juventud. Algunos al liceo, otros a la Escuela Industrial y la mayoría a la Academia del Maestro Bla para aprender Comercio y Contabilidad.
Vivíamos esa edad en la cual, mientras llevábamos un libro bajo el brazo teníamos un trompo en el bolsillo, donde junto a las figuritas con jugadores había una carta de amor de alguna muchacha.
Fue un sábado de tarde. Estábamos en la esquina. Pepe en el boliche, jugando con sus amigos. Por la puerta del conventillo salió el morocho Damián apretándose la cintura, por sus manos corría un chorro de sangre. Detrás venía la señora María gritando en su idioma extraño. Aún tenía una lezna en su mano. Apareció corriendo doña Ángela y se la llevó para adentro. El morocho se apoyó contra la pared de ladrillos viejos.
Nos arrimamos recelosos y él murmuró:
-Me caí… y esa lezna estaba de punta…
Para su fama de guapo, period inconcebible que una mujer lo hubiese cuereado. Fui corriendo al boliche de la esquina y, sin entrar, grité que el morocho Damián estaba herido.
El milico García se puso la gorra y todos salimos detrás de él. Cuando llegamos a la puerta del conventillo, las dos minas ya estaban cuidando al compadrito. Doña Ángela ni dejó preguntar:
-Fue a buscar los zapatos de una de éstas; -las señaló con desprecio- y se cayó arriba de esta lezna. ¿No es cierto?
Doña Ángela entregó la lezna al milico en tanto miraba a Damián. Detrás, en el zaguán, la señora María sollozaba abrazada de Pepe, murmurando cosas en su idioma.
-Así es, García… -dijo con voz adolorida Damián.
Las minas iban a abrir la boca, pero él con una mirada las hizo callar.
-Bueno, García, llévelo para la Asistencia; -siguió doña Ángela- sáquelo de aquí, mire como está nerviosa la María. Le puede hacer mal, está embarazada.
Fueron las palabras mágicas. Todos empezaron a irse. El milico ayudó a Damián a caminar y se le alcanzó a oír decir en voz baja:
-¡Andá!… Que sólo es un puntazo. Te salió toruna la ternera. Ojalá te hubiera dado más arriba.
-¡Callate, García!… Me caí, no sé de que hablás. -musitó Damián.
Y el barrio volvió a la normalidad. Unas semanas después, Damián y las dos mujeres se iban del conventillo.
Nuestros padres empezaron a llamar Don Pepe al zapatero; y a su esposa, Doña María.
Nos prohibieron hacer bromas de su manera de hablar, y cada vez que llegaba a una casa los hacían pasar a tomar un mate una copa de vino.
La vida pasó. Nació el hijo de María. Se mudaron para una casa cerca de la Iglesia. La barra de muchachos se fue separando, cada uno tras su destino.
En tanto, Don Pepe seguía con sus zapatos en el cuarto del frente del conventillo, enseñando a otros botijas.
El hijo creció, se hizo jugador de fútbol, llegó a primera. Y cuando alguno de la vieja barra llegaba a la zapatería y preguntaba:
-¿Cómo está, Don Pepe? Media suela y taco, por favor. ¿Cómo anda Ignacio? Le salió bueno su botija.
Don Pepe contestaba:
::::::
Estaban derrumbando al conventillo.
Ya hacía mucho tiempo que Don Pepe y su María habían vuelto a España con su hijo, profesional de renombre en el fútbol.
Se habían ido también en el tiempo en la distancia, Doña Ángela, los muchachos de la barra, nuestros padres; y yo.
Me acerqué a los escombros…
Me paré sobre lo que había sido la zapatería.
Un olor a cuero viejo, a betún, a cola, aún salía de esos ladrillos rotos. Un olor a niñez ida.
Olor a Don Pepe… un zapatero gallego…
¡Por Dios, navarro!
07 > EL PERCHERÓN > DON FRANCISCO
En al bajada de la calle Chile había un galpón enorme, casi llegaba de esquina a esquina.
La entrada principal estaba en la calle de arriba, en la de abajo quedaba un terreno cercado, donde podíamos ver los caballos descansando y comiendo alfalfa.
Era el depósito de los carros, la caballeriza de los transportes de nuestra niñez.
De su enorme portón salían, como por arte de magia, carros sencillos como el del verdulero, campanilleantes como el del lechero, con adornos como el del panadero, esporádicos como el del repartidor de hielo.
También había otros carros simples, chatos, feos, de dos cuatro ruedas, tirados por un par de percherones fuertes, vigorosos, peludos, de patas musculosas y que parecían siempre estar sudando aunque estuviesen quietos.
Eran los carros de trabajo, carboneros, los de la leña, recolectores de basura, transportistas de piedra, enviornment, hierro y portland.
Salían temprano del depósito y volvían tarde, cansados. Como nuestros padres.
Los carros de los repartidores, en cambio, paseaban por las calles del barrio. Iban y venían recogiendo y entregando pequeñas cargas.
Hasta tenían tiempo de parar a mediodía para ir a comer.
Eran caballos elegantes, de patas finas, con adornos en la cabeza, anteojeras chaponeadas de monedas y correas llenas de colores.
Eran caballos sociales, permitían que los acariciásemos los botijas, se paraban en la puerta de cada cliente sin que el repartidor se lo dijese.
Eran más responsables que el cochero; si éste se entretenía mucho tiempo charlando con la vecina, le recordaba con un bufido que había que seguir el camino.
Cada caballo tenía su carro y cada carro su cochero, pero el caballo se sentía dueño de coche y cochero.
Conocían cada cuadra a recorrer, el peso del carro, la forma de caminar, la voz, la salud del cochero.
Si le cambiaban de carro de cochero, se les veía andar nerviosos, relinchando, bajando la testuz en cada parada, como si estuviesen amargados.
Llenaban el día con la música del traqueteo de sus herraduras y el repiquetear de las ruedas en el adoquín, y hasta dejaban generosamente un poco de abono para las plantas de la huerta.
Antes del anochecer todos volvían al depósito: petisos, percherones, árabes, zainos, todos volvían.
Don Francisco los esperaba con el portón abierto, los soltaba del carro, les quitaba las riendas, las pecheras y los arreos.
Los cepillaba, curaba alguna matadura y, con palabras tiernas, llevaba cada uno a su corral.
Les daba su ración de agua, de alfalfa, el postrecito de alguna zanahoria y hasta un terroncito de azúcar para algún consentido.
Todos retribuían el cariño con un suave topetazo de sus grandes cabezas y con brillo de ternura en sus enormes ojos.
Una de nuestras diversiones era verlos salir y volver cada día, conocer el nombre de cada uno, que nos mostraran un potrillo recién nacido, salir a dar una vuelta por el barrio ayudando a algún repartidor.
De especial manera, si era verano y en el carro del repartidor de hielo.
Eran caballos de trabajo y, por tanto, descansaban los domingos.
Don Francisco los soltaba en el potrero del fondo y allí, como niños libres, correteaban.
Siempre había algunos nostálgicos que miraban, desde la cerca, hacia la calle de sus andanzas.
Los petisos eran los más mansos.
Había veces que Don Francisco les ponía unas riendas y nos dejaba dar una vuelta, montados en pelo, por el baldío de enfrente.
Quizás un jockey sobre una montura tenga el acicate de ganar la carrera, pero nunca la emoción de un muchacho montado sobre el lomo de un caballo, cuero con piel, sintiendo cada pulsación del animal, cada temblor. En esa compenetración que hace de caballo y jinete, un centauro.
::::::
Don Francisco era un hombre extraño, hablaba poco, mirando lejos, como viendo el pasado.
Nuestras madres nos aconsejaban que no estuviésemos mucho con él, que era algo redomón.
Nuestros padres, en cambio, nos decían que lo dejásemos tranquilo, que bastante tenía con lo suyo.
Sin embargo, nos gustaba quedarnos con él, preguntarle cosas de los caballos, de los carros, saber el nombre de cada correaje.
::::::
Era diciembre, yo ya había terminado la escuela y me estaba preparando para el examen de ingreso al liceo.
Volvía de la heladería. Cerca de las diez de la noche. El aire estaba tibio.
-Buenas noches, Don Francisco.
-Ah… Eso es bueno.
De pronto el estrépito de relinchos, golpes, patadas, bufidos, llegó del fondo. Un ambiente de nerviosismo, de locura, iba invadiendo la caballeriza.
Don Francisco se levantó asustado y corrió para adentro mientras me decía:
-¡Pucha!… La Linda debe estar en celo… Y los percherones están sueltos en el corral grande… ¡Ayudame! Cerrá las puertas de arriba de los bretes.
Asombrado de oírlo hablar tanto, comprendí que algo serio pasaba para angustiarlo así.
Fuimos cerrando los portalones y, cuando llegamos al fondo del galpón, vimos que dos percherones, enloquecidos, peleaban como fieras.
Se levantaban de manos, se pateaban, se mordían a dentellazos. Eran el Negro y el Pibe, compañeros inseparables del carro de la barraca.
De pronto el Negro levantó las manos y las descargó con rapidez sobre el pescuezo del Pibe quien no esquivo a tiempo… y cayó con un relincho ahogado.
Su cuerpo se quedó quieto, sólo se notaba la respiración aún convulsionada.
El Negro se iba a levantar de manos para rematar, pero Don Francisco lo detuvo con un grito:
-Sooo… quietooo… quieto…
El caballo resopló y dio vuelta. Y, dando pequeños bufidos, fue hasta el corral cercano donde estaba la yegua.
Linda lo esperaba agitada, sudorosa, asomando su cabeza sobre la puerta cancel, dándose de golpes contra la misma, queriendo recibir al Negro.
Éste se le acercó, se cruzaron los cuellos, se mordían tiernamente, con una dulzura tal que el Negro no parecía el mismo animal asesino de un momento atrás.
Don Francisco se le acercó, y hablándolo suavemente le fue calmando, le puso el bozal, cerró el portalón superior de Linda. Luego, poco a poco; metió al Negro en un corral, maniatándolo.
El viejo cuidador se arrimó al Pibe. Le levantó la cabeza. Un quejido apagado salió de su boca entreabierta. El cuerpo no se movía.
-Pobre Pibe. Tiene el cuello partido. Hay que despenarlo.
-¿Despenarlo? -pregunté hipnotizado y aturdido por los sucesos.
-Sí. Vení. Quedate en la puerta.
Fuimos para la oficina que estaba adelante, cerca de la puerta. Recién pude empezar a hablar.
-¿Por qué se pelearon? Si eran tan compañeros. ¿Se volvieron locos?
-Cosas de la vida… Por una hembra.
-Pobre Pibe, pobre Negro, -musité rabioso- por culpa de esa yegua…
-No. No la culpes. Es sólo una yegua… una hembra.
Sacó un revólver del escritorio. Lo cargó. Se lo puso al cinto y me repitió:
-Sólo es una yegua… Y se pone así cada tanto, -su mirada se llenó de tristeza- pero hay otras…
Y, sin terminar la frase, se dio vuelta mientras me decía:
-Avisá a los vecinos cuando oigan el tiro.
Se fue para el fondo. Me quedé pensando.
De pronto, un disparo resonó en la caballeriza.
Los vecinos llegaron hasta el portón. Conté lo sucedido. Todos se fueron, menos el viejo borracho del bar.
-Pobre Francisco, -murmuró- la misma historia…
Llegó de vuelta el cuidador, tenía los ojos húmedos.
Descargó el revólver y lo guardó en el escritorio.
El borracho se le acercó:
-Paciencia Francisco, qué se le va a hacer, son cosas…
-Sí, viejo, son cosas…
-Hasta mañana. -dije, sintiéndome de más.
-Adiós botija… gracias. -me extendió su mano y estrechó la mía.
Volví para mi casa, aún sentía en mi mano el temblor de la de Don Francisco.
::::::
Mi madre me lo contó la mañana siguiente:
Francisco y un amigo pretendían, en su juventud, a la misma china. Eran amigos desde la infancia.
Pero un día pelearon por ella y el facón de Francisco se clavó en el pecho de su amigo. A Francisco le dieron siete años de cárcel, al amigo sepultura y la china se acollaró con un gaucho que pasó por allí.
Mi madre terminó diciéndome:
-Son cosas que pasan. No vayas a contar lo que te dije.
Era un consejo innecesario. Yo ya no era un botija.
Esa tarde al volver de la clase, en vez de bajarme en la parada de mi casa, me largué del tranvía en la esquina de la caballeriza. Subí una cuadra.
Don Francisco estaba sentado en su taburete, mirando las vueltas sin fin de los palitos de yerba en el mate.
-Buenas, Don Francisco. ¿Cómo está?
-Ah, sos vos. -esbozó una sonrisa- ¿De donde venís tan empilchado?
-De la clase… ¿Y los caballos?
-Al Pibe se lo llevaron esta madrugada para la fábrica de cola.
Me quedé en silencio, me di cuenta que quería hablar.
-A la Linda la llevaron para el Paso de la Enviornment, parece que allí hay un buen padrote… de raza pura.
-¿Y el Negro?
-¿Y?
-Lo querían matar. Por estar lastimado, por asesino. No los dejé.
-Qué suerte. Gracias, Don Francisco…
-¿De qué? Si mataran a todos los lastimados… qué pocos viviríamos.
Movió la bombilla y volvió al mate. Me despedí.
::::::
Mientras iba pasando mi juventud en la aulas del liceo, la vida fue modernizándose.
Vinieron unos camiones grandes con nombre alemán, las calles se hicieron de asfalto y cemento, llegaron los automóviles, remolques y camioncitos.
Los carros fueron desapareciendo, los cocheros se volvieron choferes y los caballos volvieron para el campo fueron entretenimiento para los niños en los parques.
Yo ya estaba trabajando en Bella Vista, casado y vivía en Capurro.
Un domingo, visitando a mi madre, me dijo que iban a derrumbar la caballeriza, que sólo quedaba un caballo y el viejo Francisco.
También me dijo que el viejo se iba para La Tablada y que esa tarde le estaban haciendo una despedida en el boliche.
Cuando llegué allí, ya no había nadie.
Salí para la esquina de Chile.
Los vi venir. Me quedé quieto. Pasaron a mi lado.
-Adiós, Don Francisco. -dije con voz acongojada.
-Adiós… -me miró, reconociéndome- adiós botija…
Y los dos se alejaron.
Un hombre viejo llevando de la brida a un caballo viejo.
Los dos se alejaron, cojeando, con la cabeza gacha, como contando cada paño de la calle.
Adiós, Don Francisco…
Adiós, Negro percherón….oo0oo…
1982
08 > LA BARRACA > DON ZOILO
La barraca de Terra fue la nodriza de todas las casas del barrio.
No importaba quien hubiese concebido la idea de hacer una casa. Podía ser su dueño, un arquitecto, un simple constructor.
Pero, había una cosa segura: quien iba a dar los materiales, la enviornment, el portland, la cal… Es decir, el alimento que diariamente necesitaba la construcción para convertir un sueño en realidad.
Esa nodriza que amamantaba y luego quedaba olvidada, period la barraca de Terra. De allí salía todo para que fuesen creciendo las casas. Criaturas que se formaban como fetos feos de vigas, columnas, paredes sin fretachar, sin techos, con una rama seca en lo alto.
Rama que esperaba el día de ser quemada, como una ilusión, cuando la realidad de una casa terminada la convirtiera en brasas de una parrilla para los constructores de esa realidad.
La barraca de Terra estaba pegada al mercado. Parecía parte de él. Period parte de él. Del mercado salía la comida con crecía nuestra niñez, de la barraca salía el materials con crecía nuestro barrio.
Ir a la barraca period el deseo de todo botija. No necesitaban repetir la orden nuestros mayores. Salíamos contentos con el mandado y, juntando la barra de amigos por la calle, llegábamos hasta el portón de la barraca.
Allí dejábamos nuestra algarabía, nuestro atrevimiento, nuestra desfachatez. Seriamente, y en hilera, entrábamos por el portón pisando restos de pedregullo, de enviornment, de cal.
Era la entrada de los del barrio. Sólo los pajueranos y las mujeres entraban por la puerta principal, la de la ferretería.
Pasábamos muy circunspectos delante de la ventana de la oficina, saludábamos con respeto al señor Terra, quien desde su escritorio nos devolvía el saludo con una inclinación imperceptible de su cabeza, pero para nosotros period el permiso oficial para entrar al mundo de la fantasía.
De ahí en adelante cada muchacho vivía su propio sueño, su private ambición, su íntima emoción que disimulaba con una sonrisa cachafaz.
Mirábamos las paredes llenas de palas, rastrillos, hachas, hachuelas, fretachos, marrones, tubos, llaves inglesas, marcos de puertas y ventanas. Recorríamos corredores repletos de piletas, termofones, waters, tanques.
Cruzábamos un galpón lleno de bolsas de portland, tomábamos en las manos puños de cemento blanco. Nos divertíamos viendo pilas de baldosas iguales a las que estaban en nuestras casas.
Pasábamos a un patio lleno de montañas de arena de distintos grosores, luego a otro de pirámides de pedregullo, donde siempre robábamos piedras atornasoladas. Y, llegábamos al lugar temido y deseado: El horno de cal.
Allí period un mundo aparte. Parecía estar a cientos de años y de kilómetros de la oficina. En grandes agujeros en la tierra, la cal hervía. Period una sustancia viscosa, espesa, blanca, llena de burbujas. Nos parecía que cada agujero estaba conectado con el infierno.
Luego estaban los depósitos de cal apagada, mansa, como leche cremosa, serena, pacífica. Y finalmente, un galponcito, un rancho, bajo, tenebroso, con olor a brujería, a misterio, rodeado de yuyos raros, con ramas secas colgadas del techo.
Era el cuarto… el lugar del capataz.
Period donde estaba Don Zoilo. Nunca supimos como llamar a ese lugar, bastaba con decir:
-Andá a lo de Don Zoilo.
Y todo el mundo sabía donde ir.
Don Zoilo period indio, criollo para otros, unos decían del Paraguay, otros de Rivera, y algunos del Perú. Su piel era morena, su pelo lacio, sus ojos hacían temblar.
Hablaba poco y llegaba a todos lados sin parecer caminar. Sabía de muchas cosas, de cosas raras: masajista del membership de fútbol, curandero de lo incurable, yuyero de malestares extraños, conocía el poder de cada yerba y volver a su lugar un hueso que se había salido.
También sabía para que servía la cal. Sabía que tipo de cal period para lo que se precisaba. Si era para pintar los troncos de los limones, si period para matar las hormigas, si era para hacer revoque, para fretachar, si period agua de cal para curar la matadura de algún perro, de un caballo… y hasta la «peladura» de las manos de algún humano.
Ir a la barraca de Terra era ir a comprar cosas de este mundo. Ir a lo de Don Zoilo era entrar en el mundo de lo desconocido.
La barraca era del señor Terra, y el señor Terra pasó su vida en el barrio siempre siendo sólo y nada más que el señor Terra. Pero Don Zoilo era el que poseía el fondo, el mundo de las cosas inexplicables. Don Zoilo nunca fue señor ni sólo Zoilo ni tuvo apellido. Llegó siendo Don Zoilo y vivió siéndolo. Todos lo trataban de «usted».
Si alguien le hubiese dicho que llegaría un día que lo llamasen naturista, parasicólogo, homeópata, habría sonreído con su sonrisa enigmática y se hubiese cambiado la ramita de ruda de una oreja a la otra, para «espantar el gualicho» de esas palabras.
No sabíamos donde vivía, si tenía mujer, si tenía hijos. Salía tarde de la barraca, con un tacho de sanguijuelas para «sacar la sangre mala», y subía para la Fortaleza, perdiéndose en las sombras del atardecer.
En la mañana llegaba con los primeros rayos del sol, trayendo un atado de yuyos que olían a rocío, a recién cortados. Abría la barraca y se dedicaba a colgar las hierbas para que se secasen.
Period la hora que llegaban los clientes más raros, aquellos que tenían vergüenza de decir que habían ido a lo de Don Zoilo. Éste los escuchaba como un confesor y musitaba:
-Vos lo que tenés es «yeta». Vamos a tener que «voltear la pisada»
Y lo llevaba hasta el barro, al lado de la cal, haciéndole estampar la huella al desafortunado. A otro le decía:
-Eso es «mal de ojo», estás «engualichado». Ponete esta ramita de ruda en la oreja… y cambiá de lugar el crucifijo.
Y así seguía dando sus curas, sin cobrar nada.
-Traeme vaselina de la farmacia…
Y le agregaba polvos que tomaba de unos frascos, para sacar una eczema reticente, de una mano que el physician no había podido curar.
Don Zoilo iba poco a las casas. Y cuando lo hacía estaba más callado y enigmático que nunca. Solamente iba si el enfermo no se podía mover. Entonces pedía permiso al señor Terra y salía. Nunca se le negó el permiso… Hubiera sido en vano. Don Zoilo trabajaba allí, pero no pertenecía a nadie. No tenía patrón ni dueño.
Y llegaba con sus órdenes que nadie replicaba:
-Póngale cataplasma de mostaza… Para ese espasmo una de toronsil…
-Dele un té de violeta pa’ que sude el malestar… Está con el diablo, dele un té de amapola.
-Aguantá, tenés el tobillo salido, -lo masajeaba, el dolor se iba, daba un tirón y-..ya está, ponete unas hojas de palán-palán pa’ la hinchazón. Y caminá con bastón por unos días.
::::::
Un domingo salir a pasear. Subí al Cerro. Estaba en la edad de sentirme independiente. Fui cruzando el campo salpicado de ovejas y vacas que miraban extrañadas. Bajé por el otro lado de la Fortaleza.
Cada vez que pisaba, un olor a pasto, a manzanilla, a trébol, subía de la tierra llena de piedras.
Sin darme cuenta llegué a un rancho. Apenas se notaba entre las rocas negras. Me sorprendí al ver a Don Zoilo sentado en una piedra.
Estaba tomando mate. A su lado una china, una india más india que él, se lo cebaba.
Los dos miraban el horizonte donde se perdía el mar, luego de recostarse en las playas de La Sopa, Santa Catalina, Punta Yeguas, Pajas Blancas.
No hablaban. Sólo miraban, mientras iban tomando el tiempo junto con el mate.
Me oyeron, me miraron sin asombro, indiferentes.
-¿Estás perdido, botija? -murmuró Don Zoilo con su sonrisa enigmática.
-No, Don Zoilo, paseando… -y me quedé mirando el mar- Lindo lugar, se pierde la vista en la distancia.
-Sí… -siguió susurrando el indio- Pero caminá con cuidado, hay alacranes bajo las piedras. Si te pican, chupate enseguida la picada.
Don Zoilo y la china se encerraron en su mutismo.
::::::
Me fui. Me fui del rancho de Don Zoilo, me fui del barrio, me fui de mi juventud, me fui en el tiempo.
Muchas cosas sucedieron. Cambió mi vida, cambió el barrio, cambió el país.
Muchas cosas se fueron, muchas cambiaron, algunas vinieron, otras desaparecieron.
Desapareció Don Zoilo, se fue el señor Terra, se construía menos. Se reformó la barraca, se tenía que entrar por la puerta de la ferretería.
Fueron años de «barranca abajo», costaba mucho vivir y la barraca de Terra la vendieron.
Vinieron épocas mejores, la barraca otra vez fue importante.
No se construía como antes, no había tantos botijas como antes, no había tantos baldíos donde jugar fútbol hasta que se hiciera una casa.
Pero, la barraca vivía.
Y al fondo tenía una cerca de ruda…
Cosas de brujería.
09 > EL AFILADOR> DON NINO
Plácida tarde de verano. El sol de enero, con todo su esplendor, se cuela entre las hojas de las acacias.
Allá arriba apenas susurra la brisa en las copas de los pinos. El único ruido que se siente es el caer esporádico de las cónicas semillas del eucalipto sobre la hojarasca.
Meciéndome en una hamaca colgada entre dos troncos vetustos, veo lánguidamente pasar las horas de la tarde.
Lejos, en el oeste, a varios kilómetros, ha quedado el bullicio de una ciudad que enloquecida por la canícula, la agitación y los turistas, se vuelca sedienta sobre su costa a beber el agua salada de sus playas. Mientras, miles de seres humanos forman un cordón multicolor semejante a una larga lombriz que, sintiendo su piel resecarse por el ardiente sol, se retuerce entrando y saliendo del mar.
Pero aquí todo es distinto, sereno, pacífico. Quizás sea la mezcla del aroma de los pinos con el de los eucaliptos lo que produce ese sedante natural. Éste es un balneario para reposar, no para veranear.
Es aún nuestro, sin influencias extranjerizantes, sin playas pisoteadas por una rambla, sin pinares chamuscados por la carretera, sin tocones como recuerdo del paso del hombre.
Sólo con casas que se ocultan entre los árboles, como avergonzadas de dar una nota rectilínea de civilización. De vez en cuando, la brisa trae el agradable olor de las secas piñas quemándose junto a las hojas caídas de eucalipto. Olor producido por un pulcro jardinero que incinera en alguna esquina lo barrido en un jardín.
Levanto mi vista al azul cielo donde unas pocas nubes ponen su estela blanca. La brisa ha aumentado suavemente su intensidad y las ramas sacuden, como muchachas coquetas, la melena de sus hojas a la caricia del viento.
Y con el viento llega un sonido lejano, casi imperceptible, una armoniosa cadencia de flauta, que despierta mis recuerdos.
El sonido se aproxima:
::::::
Apenas desaparecía el frío del invierno, aparecía don Nino. Aparecía un día cualquiera, sin aviso. Lo único que lo anticipaba era el distante sonido de su pito de afilador.
Don Nino era un hombre delgado, con grandes bigotes, de alta estatura, que venía empujando un artefacto extraño. Artefacto que parecía el hijo híbrido de una mesa de carpintero con un carro de mano. El carro, por llamarlo así, tenía cuatro patas de madera, una pequeña mesa con cajoncitos, y sobre ella una gran piedra gris.
Pero, tampoco parecía a una mesa, si bien las patas eran inclinadas como queriendo tener más base en el piso, al levantarlo tenía dos ruedas para poderlo llevar.
Don Nino llegaba hasta la esquina, depositaba su carro en la calle, sacaba su pito y entonaba su melodía:
-Do, mi, fa, sol…
Y de todas las puertas salían vecinos y vecinas con sus herramientas para afilar: las señoras con sus tijeras y cuchillos de mesa, los matambreros con su colección de facones, los compadritos malevos con su puñales, y nuestros padres con sus navajas de afeitar.
Don Nino empezaba a pedalear dentro del artefacto, aquella rueda gris comenzaba a girar con gran velocidad y así iba dando nuevo brillo al filo de cada instrumento.
Luego sacaba unas piedras negras de dentro de los cajones y pasaba suavemente sobre ellas el agudo borde recién afilado. Algunas veces dejaba caer unas gotas de aceite sobre la piedra, y otra veces gotas de sudor.
Pero, siempre terminaba pasándolos sobre una piedra que tenía una curva de tanto pasar cuchillos por ella. En esta piedra escupía y le daba una «asentada», como él decía.
Era la piedra donde se asentaban las navajas de afeitar, donde se le daba el toque de perfección a los facones y el punto ideal a las tijeras.
Muchas veces he pensado que nuestras madres, las costureras, los matambreros, los peluqueros, y hasta los malevos, no habrían podido ser lo que fueron, si no hubiese existido la saliva de Don Nino.
¡Cuánta ropa, cuanto cuero, cuánto pelo y cuántos dramas habrán tenido una célula de esa saliva!
Don Nino llegaba casi al atardecer a mi calle. Es que él tenía una serie de paradas, en las cuales dejaba su carro guardado en alguna casa y se iba en tranvía para su hogar. A la siguiente mañana volvía a buscar su artefacto y seguía su recorrido. Así hacía viajes donde, poco a poco, recorría los barrios para, de tanto en tanto, terminar cada periplo en una pequeña ferretería en Belveder, donde tenía su casa.
Cuando llegaba a nuestro barrio guardaba su carro en el garaje del vecino de enfrente. Al llegar, lo rodeaba la barra de botijas para ver toda la artesanía que salía de sus manos.
Porque Don Nino no solo era afilador.
Ajustaba las tijeras flojas, ponía mangos nuevos a cuchillos viejos, apretaba remaches a facones, arreglaba las varillas de paraguas y sombrillas, ajustaba los mangos sueltos de ollas, sartenes y pavas.
Nos quedábamos a su lado boquiabiertos de todas las maravillas que salían de esos cajoncitos y del aspecto nuevo y brillante de las cosas que sus manos hábilmente reparaban.
Y él pedaleaba tarareando viejas canciones. De vez en cuando sacaba su escalonado pito de afilador y lanzaba al aire su corta melodía.
Creo que si un día hubiese decidido tocar sin interrupción su «do, mi, fa, sool…» y hubiera comenzado a caminar, se habría llevado todos lo niños del barrio tras él, como el flautista mágico.
Al llegar el atardecer, guardaba su artefacto en el garaje, muy cortésmente pasaba al fondo de la casa a lavarse, y luego se ponía a charlar con el vecino, sentado en un taburete en la vereda.
Los muchachos nos quedábamos ronceando por los alrededores. A las nueve de la noche nos íbamos a cenar, para volver enseguida a esa calle. Después de la cena, Don Nino volvía a salir a la vereda con sus anfitriones. Los demás vecinos se acercaban y los muchachos hacíamos rueda alrededor del grupo.
Los viejos traían sus sillas y comenzaba el preámbulo de recuerdos y charlas llenas de nostalgia.
Don Nino carraspeaba, sacaba de su bolsillo un estuche y de éste una armónica de verdad, brillante, de maderas pulidas, que al sacarla olía a rapé. Y comenzaba la función que todos habíamos estado esperando.
El vecino sacaba otra armónica y su esposa traía, desde adentro de la casa, una mandolina. Se acababan las palabras y empezaba el lenguaje universal que une todos los pueblos, todas las razas y todas las edades… la música.
Don Nino era italiano, es superfluo explicarlo.
El aire se llenaba de románticas melodías del sur mediterráneo, y de sus labios iban surgiendo las melodías de: «Catarí», «Cuore Ingrato», tarantelas y hasta algunas arias de ópera… y los tanos dejaban caer unas lágrimas sobre el vaso de vino que habían traído de sobremesa.
Luego pasaba a tocar trozos de zarzuelas, pasodobles, piezas de Albéniz y de Falla, y le tocaba el turno a los gallegos para lagrimear.
Ya casi al final, tocaban algunas piezas francesas, otras alemanas y la única polaca que conocían, es decir: «Ojos Negros»… y allá, en el extremo del grupo, un gigantón rubio se secaba los ojos con sus enormes manos.
Cada tanto descansaban. Los hombres ahogaban la nostalgia en los vasos de vino, las mujeres se ocultaban tras sus comentarios hogareños, y los botijas liquidábamos las sandías los duraznos traídos desde las casas.
Ya cerca de las doce de la noche, comenzaba a tocar tangos: «Julián», «La Cumparsita», «Madreselva»; y cuando tocaba «El Choclo» sabíamos que había terminado la función.
Todo el mundo agradecía, y cada uno volvía a su hogar con el alma llena de recuerdos, pero felices de ese viaje musical por las lejanas patrias de Europa. Viaje que había terminado como nuestros padres… en esta tierra.
Luego Don Nino bajaba la calle para tomar el tranvía. A la mañana siguiente vendría a buscar su extraño carro, haría otro recorrido, daría otra función de nostalgias en otro barrio y… dentro de varios meses volvería a nuestra calle.
Cuando llegase el invierno, desaparecería resguardado en el tibio calor de la ferretería y de su hogar. Sólo el ulular del viento entre las ramas secas, nos recordaría los sones de una armónica.
Un año, Don Nino nos sorprendió. En lugar del carromato extraño, apareció en una bicicleta. Detrás del sillín venía la misma piedra redonda y gris, y a los lados había ideado un soporte donde estaban las cajitas maravillosas.
Tocó su pito de afilador, levanto la rueda trasera de la bicicleta y, cómodamente sentado, comenzó su labor pedaleando los estribos.
Le preguntamos por la innovación, y nos dijo con su voz italiana:
-Eh, ya me pesan los años… y los tiempos cambian.
En lo demás siguió igual: su pito, su armónica, su estuche con olor a rapé, sus conciertos populares. La única diferencia es que se iba a las as soon as y en su bicicleta.
Hubo una noche que tocó más triste que nunca, más melancólico. Así me pareció a mí.
Don Nino se fue esa noche montado en su bicicleta. Y yo me fui al día siguiente montado en mis ilusiones.
::::::
Un hombre en una bicicleta viene desde el horizonte. Me siento en la hamaca para ver como, poco a poco, deja de ser una figura para definirse completamente.
Viene haciendo equilibrio al cruzar los pozos de area entre el asfalto. Se detiene frente a nuestra casa, deja un pie en el pedal y el otro lo apoya en la calle. Saca de su bolsillo un pito y, llevándolo a la boca, lanza su sonido:
-Do, mi, fa, sol… a, fi, la, door.
Mi señora viene corriendo del fondo de la casa para decirme que hay que afilar todos los cuchillos y tijeras del hogar. Yo no tengo nada: la navaja de mi padre está guardada como una reliquia en su estuche… ahora hay máquinas eléctricas, los vecinos no son matambreros y los malevos se fueron para no volver.
El hombre pasa a nuestro patio. Levanta el soporte de la bicicleta. Se sienta y comienza a pedalear. La rueda gris toma velocidad y los cuchillos renuevan su filo. Agarra una tijera, ve que está floja y… para mi asombro, saca de un soporte lateral una cajita de la cual sale una sufridera y un pequeño martillo. No puedo creer lo que mis ojos me dicen. La cajita tiene una «N» grabada, y pregunto emocionado:
-Disculpe… ¿Cómo se llama usted?
-Julio, -ve mi mirada- pero todos me dicen Nino.
-Como su padre, -murmuro- Don Nino el afilador.
-Así es, -se nota que él también está emocionado- veo que usted es otro más que lo conoció…
Saca la piedra de asentar, un frasco con agua y echa unas gotas en ella.
-Si no la escupe, no va a quedar bien. -digo con nostalgia.
-Usted vio afilar a mi padre de verdad… Hoy la vida ha cambiado. Si la escupo, a la gente le da asco… pero no hay asentada como ésa.
-¿Qué se hizo de Don Nino? Hace años que no sé de él.
-Falleció. Pocos después de morir mi madre. Mi padre siempre fue un poco trotamundos, la ferretería la llevaba mamá. A él le gustaba ir por los barrios con su carro, y luego con la bicicleta. Así calmaba sus ansias de andar. Pero adoraba a su Mariú. Por muy lejos que hubiese ido con su piedra de afilar, todas las noches volvía a casa.
-Sí, después de tocar su armónica se iba a tomar el tranvía… ¿Quiere un vaso de vino? -le pregunto añorando aquellos tiempos.
El hijo de Don Nino lo acepta. Traigo el vino, dos vasos, y un taburete para él. La conversación continúa:
-Después que murió mamá, él no volvió a salir. Me pedía que fuese por él a los barrios. Que la gente necesitaba quien le afilase las cosas.
El vaso de vino va abriendo la confianza.
-¿Sabe?… Yo soy contador. Tengo una casita en el balneario. Pero no olvido el ruego del viejo; por eso tomo la bicicleta y, mientras paseo, voy afilando en el camino.
-Pobre Don Nino, -una lágrima asoma a mis ojos- presentía que el progreso haría perder su profesión, el sonido de su pito… sus conciertos.
El hijo sonríe. Va a la bicicleta y trae un estuche. Lo reconozco. Lo abre y un olor a rapé llega hasta mí.
-¿Los conciertos con esto?
Y poniendo la armónica en su boca interpreta «Catarí».
Cuando termina, vemos que estamos rodeados por mi señora, mi familia, y algunos vecinos.
Pero nosotros dos estamos a muchos años de distancia, en una calle de barrio, en una noche tibia, rodeados de emigrantes.
Y el hijo va renovando aquellas canciones, pedazos de zarzuelas, «Ojos Negros», «Julián», y por fin… «El Choclo».
Sé que ha terminado la función.
-¿Sabe, señor? -su voz es triste- Esta pieza fue lo último que tocó. Cuando entramos al cuarto, estaba junto a la foto de su Mariú y a su viejo banco de afilador… se había ido.
Me da los cuchillos afilados. Entrega a mi señora las tijeras. Los muchachos y los vecinos se dispersan.
El hombre busca su bicicleta.
Y, desde mi nostalgia, le digo:
-Hubo una cosa que quise siempre preguntar a su padre… ¿Cuál es el filo que entra más hondo?
Se monta en la bicicleta; pensativo, sonríe melancólico:
-Tampoco a mí me lo dijo. Pero, creo que es el de los recuerdos.
Y pedaleando se pierde en el camino entre pinos y eucaliptos.
El viento me trae un sonido que se aleja, cada vez menos perceptible, una armoniosa cadencia de flauta que se va con mis recuerdos:
-Do, mi, fa, sol… a, fi, la, door.
Adiós, Don Nino.
10 > LA ANTENA > DON VALENTÍN
El primer recuerdo que existe en mi memoria es una antena y Don Valentín.
De esa edad no recuerdo mucho más. Solo sé que era tan pequeño que todas las personas eran más grandes que yo, y siempre que hablaba tenía que mirar hacia arriba. Pero con la antena fue distinto.
Estaba hecha con varios tubos en forma decreciente y le habían puesto en el techo de la casa de al lado. En su extremo tenía una lámpara, un sombrero de chapa, un pararrayo y una roldana.
En la casa de enfrente habían colocado una antena igual y entre las dos iban a colgar un alambre con el cual poder escuchar el primer receptor de radio que tendría el barrio.
Cuando subí al techo, acompañado por mi padre y Don Valentín, levanté mi cara para ver el sombrero brillante de esa columna. Estaba tan alto que me dolía el cuello de tanto torcerlo y me parecía que la punta dorada del pararrayo rasgaba las nubes blancas del cielo.
Don Valentín tomó una cuerda que bajaba de los extremos de la roldana, en uno de ellos ató un sillín, tiró del otro y el asiento quedó colgando. Me alargó una pieza circular de porcelana marrón que terminaba en un aro. Se dirigió a mí:
-Es igual que una hamaca, vos vas sentado, te agarrás del poste, yo te subo y, cuando llegás allá arriba, ponés este aislador en un gancho que hay allí.
La emoción que sentí es indescriptible aún hoy día, period una mezcla de temor y de ansias de subir. Busqué la mirada de mi padre y encontré su sonrisa para darme confianza. Don Valentín seguía convenciéndome:
-No te asustes. Es como la roldana del aljibe. Si tenés miedo, gritás y te bajamos enseguida.
Pensé que si el balde del aljibe subía y bajaba, y nunca tenía problemas aun siendo tan pesado; menos tendría yo… y podría tocar las nubes. Y, sin más, me senté en el sillín.
Hasta la mitad del poste tuve temor, me iba agarrando del tubo con tal fuerza que tenía las manos manchadas de pintura. Mientras, llevaba apretado entre las piernas el aislador. Pero, de allí para arriba se perdió el miedo y cuanto más subía más quería subir.
Por fin todo quedaba debajo mío. Para ver las cosas, las personas, y hasta los árboles, tenía que agachar la mirada. Desde allí todo era pequeño, chico como yo, quizás más.
Enganché el aislador. Y, tomado con una sola mano, me dediqué a disfrutar de la sensación de estar en las alturas.
Allá abajo volaban los gorriones, y las palomas pasaban planeando cerca de mis pies. Creo que, si no hubiese estado atado al asiento, me habría lanzado a volar también.
El paisaje de la bahía period maravilloso y podía ver calles, casas y plantas que nunca había visto. La brisa me acariciaba, miré para arriba y el cielo me pareció más azul. Pero, las nubes aún estaban lejos…
Miré hacia abajo y vi el patio de mi casa, la boca del aljibe parecía un aro, las hortensias unas margaritas.
Al pie de la antena estaban mi madre, mi tía, mi padre y Don Valentín. Parecían seres pequeños, como los soldaditos de plomo. Desde abajo me llegó el grito de Don Valentín:
-¡Eh!… ¿Te pensás quedar ahí arriba?
Vi la mano de mi madre moviéndose. Si no hubiera sido por eso, creo que hubiese contestado que sí. Me bajaron.
Después volví a subir varias veces: a colocar la lámpara, a colgar el cable de la antena, a limpiar el sombrero esmaltado. Pero, ya la emoción no period igual.
Para todo, sólo hay una primera vez. Las otras veces dejan de ser sensación, son únicamente repetición.
El día siguiente trajeron la radio. La trajeron en un carro grande, period un montón de cajas.
A una de ellas le conectaron el cable que bajaba de la antena, otra tenía un cable que enchufaron en la electricidad, y a todas las unieron entre ellas con más cables.
De la caja más grande salía un hilo que terminaba en unos artefactos que me dijeron se llamaban auriculares.
Vinieron todos los mayores: mis padres, los vecinos de enfrente, los de al lado y hasta el de la esquina.
Don Valentín y su señora pusieron sillas frente a los cajones e iban pasando los auriculares, persona por persona. Cada uno que los recibía se los ponía sobre las orejas, su rostro tomaba expresión de perplejidad, después sonreía y su cara estaba radiante de felicidad. Al tener que pasarlo al compañero de la otra silla, se entristecía y lo miraba con envidia. Entre tanto, Don Valentín, frente a un cajón, giraba una aguja dentro de un dial lleno de colores y números.
Finalmente me pusieron los artefactos, escuché unas voces metálicas que decían no sé qué, y luego una música llegó a mis oídos. No puedo decir que escuchar la primer radio, me agradó. Más bien, me asustó. Pensé que algo invisible, fuera de mí, estaba invadiendo mi cerebro y no lo podía evitar.
-¿Y… qué te parece? -preguntaron- Esto llega por la antena que vos pusiste. Lo inventó Marconi.
-No me gusta. -dije- No sé lo que es…
Y me saqué los auriculares Todos largaron la risa, mi padre acarició mi cabeza y Don Valentín quedó pensativo. El siguiente día apareció con una tabla, en ella venía una piedra, una gillete, unos alambrecitos y otras cosas raras.
Me llevó a la azotea, me explicó como llegaba el sonido a través del aire y la antena lo recibía. No entendí, nada veía. Me hizo mover unos cablecitos sobre la gillete y de pronto escuché la voz metálica que había oído en los auriculares.
Según como pusiera la tabla moviese los alambres podía escuchar mejor y oír voces distintas. Entonces sonreí, no sabía lo que era, pero lo podía controlar. Después supe que eso se llamaba radio de galena.
El tiempo pasó y las radios se achicaron, tanto que se ponían arriba de una mesita, ahora hasta se pueden llevar en un bolsillo. Pero aún no sé como funciona una radio y sigo sin comprender cómo el sonido llega hasta el aparato.
Hace poco volví al galpón y encontré, herrumbrada, aquella radio de galena. La limpié, puse una hojilla nueva y… ¡aún funcionaba! Esa radio me la había regalado un hombre muy specific. Un hombre que cuando decía una cosa, uno sabía que tenía que hacerla.
Por eso, cuando llegaron las vacaciones del tercer año escolar y mi madre me dijo que las pasaría trabajando en el taller de Don Valentín, ni me animé a preguntar.
Uno, por que el año que había hecho en el colegio no era un modelo de aplicación ni nada semejante. Dos, por que si así lo habían decidido mis padres, y sobre todo Don Valentín, nada quedaba por decir. Y tres, por que ansiaba conocer un taller, un lugar de los tantos en los cuales se perdían durante el día los hombres del barrio.
Así, envuelto en un pulover, del cual apenas me sobresalían las narices y las manos; con una gorra que me llegaba hasta los ojos y llevando un overol hecho por mi madre, un jabón, una toalla, una taza, un plato esmaltado y un juego de cubiertos, me aparecí con las luces de la madrugada en el garaje de Don Valentín.
Éste ya se encontraba calentando el motor de su primitivo automóvil que, entonces, period lo más moderno de la zona.
Su esposa me acarició con una mirada compasiva y me dio otro café con leche, el cual tomé muy orgulloso junto a su marido.
Éramos dos hombres que íbamos a trabajar. Subimos al coche. Nunca me sentí tan importante en un asiento delantero, a pesar que mis pies apenas llegaban al piso.
El calor del motor, junto al del sol que iba desperezándose en un hermoso amanecer, dio rienda suelta a nuestra conversación sintiendo la emoción de la velocidad. Esa mañana aprendí que los autos se hicieron para correr, y los demás vehículos para transportar. Llegamos al taller.
Don Valentín llamó al capataz y me presentó:
-Éste es mi sobrino. No quiero preferencias. Es un aprendiz más.
Los hombres sonrieron mientras yo miraba asombrado al saber el parentesco. Nunca creí que eso fuera un inconveniente. Ya siendo grande, supe el significado de la palabra nepotismo. Don Valentín nunca lo usó.
Al fondo del taller había unos galpones. Allí estaba la cocina, el cuarto de las herramientas y los escusados. El capataz me llevó a la cocina y me dejó con otro aprendiz.
Le dijo que me enseñara. Nos miramos. Dijimos nuestros nombres y congeniamos de entrada. En pocas palabras me resumió cuales eran mis obligaciones.
Me cambié de ropa y apenas estuve metido en mi overol supe lo que significaba ser aprendiz. Period el muchacho que debía barrer el taller, limpiar las máquinas, pelar las papas para el puchero del mediodía, lavar platos, aguantar bromas de todo tipo, rezongos por la mínima equivocación, soportar que lo llamasen con las grosería más grandes y… además, estar agradecido por que le estaban enseñando.
En las primeras diez horas de trabajo aprendí todo eso.
Poco antes de las doce, cuando había terminado de limpiar las verduras del puchero, me llamó un obrero para que le ayudara. Me entregó una manguera que salía de un tacho. En tanto, él le daba a una bomba que tenía el recipiente.
-Avisame cuando sale algo del pico. -me indicó con una burla que no entendí.
-No sale nada. -dije, mirando el extremo de la manguera.
A los aviadores los bañan en aceite cuando ya pueden volar solos. A mí, como era un pichón, me bañaron de grasa.
Luego que me hubiese lavado, servido la comida, limpiado los restos, y mientras los mayores dormían las siesta; Romeo, como se llamaba el otro aprendiz, y yo, fuimos al fondo del terreno. Aquello period el sueño de un niño vuelto realidad. Estaba lleno de rieles, viejos vagones, antiguas locomotoras, oxidadas zorras de ferrocarril.
Eran viejas máquinas destinadas para el desguace pero, nunca el ingeniero que las construyó habrá pensado en las horas de felicidad que esos trastos dieron a dos niños.
Dos niños que aprendían a ser hombres, mientras soñaban sobre esos artefactos que eran maquinistas y conductores de un tren. Tren que iba a todos los lugares de la imaginación sin salir del fondo de un taller, donde unos seres mayores, y con el estómago lleno, dormían la modorra de la siesta.
A las dos de la tarde se despertaba el capataz, le daba vuelta a una manija y de un aparato salía un chillido ensordecedor: period la sirena. Los hombres volvían al trabajo y los aprendices a su dura escuela.
Romeo dijo que me mostraría el árbol de las máquinas. Me pareció que me estaba cachando y me reí. Con rostro serio él me llevó dentro del galpón y, señalando arriba, me explicó:
-Ése es el árbol de las máquinas… ese eje lleno de poleas que va de un lado a otro.
En aquel entonces las máquinas se ponían en hilera, encima pasaba un eje que tenía una rueda sobre cada una de ellas, desde esa polea salía una correa que transmitía el movimiento a dos poleas que poseía la máquina, una para dar movimiento y otra para tensar la correa.
También existían máquinas con dos juegos de correas, una normal y otra en forma de ocho para girar en sentido inverso. El operario, con una palanca, hacía entrar el movimiento que desease. Todo el árbol eje principal estaba accionado por un gran motor que se encontraba en el extremo del taller. Arrancar ese motor period responsabilidad del capataz, quien iba haciendo girar lentamente una palanca en una caja gris. La palanca pasaba sobre un círculo de botones y el motor iba tomando más y más velocidad, con un zumbido que iniciaba suave hasta terminar ensordecedor.
Las correas eran de cuero y, dos por tres, se partían. En ese momento se juntaba una serie de acontecimientos.
Se unían las maldiciones del obrero con las del capataz, se repartían el pedazo de cuero que ya no se podía arreglar pero sí aprovechar como remiendo de suela para zapatos, y finalmente se probaba la capacidad del aprendiz en saber poner el pedazo nuevo con la grapa derecha.
La grapa period una tira de dientes que recordaba la boca de un cocodrilo. Se ponían esos dientes sobre el cuero, se les hacía entrar y morder la correa con un martillo, y luego se unía, ya puesta en el árbol, con la grapa gemela del otro extremo de la correa mediante un pasador.
Esto último fue lo que hice yo por varias semanas. Recién al terminar las vacaciones pude poner una grapa bien. Hacía ya casi cuatro meses de aquel primer día.
Pero ese primer día, al terminar la jornada de trabajo y volver a sonar la sirena, me sentía agotado, sucio y sudoroso. Fui a buscar mi toalla y mi jabón.
Al llegar al cuarto donde se estaban bañando, me quedé asustado. Period un galpón de cuyas paredes salían, cada tanto, tubos que tenían en su extremo una regadera. Debajo de cada una había un hombre. Hablaban como hombres, pero a mí me parecían monos por lo peludos y musculosos.
Fui hasta la oficina de Don Valentín y le dije si me podía bañar en otro lado.
-¿Tenés miedo?
-Está bien, lavate en un tanque que hay afuera.
Muy feliz me encontraba bañándome, cuando sentí unas risitas cristalinas. Asomé mi cabeza por el tacho y vi a todas las vecinas del barrio asomadas en la cerca, riéndose de mí. Habrán sido pocas, pero aún hoy día me parece que eran todas las mujeres de la ciudad.
Salté del tanque y salí corriendo hasta los baños. Cuando llegué estaba seco, no sé si de la corrida del calor de la vergüenza. Las mujeres reían más fuerte.
Entré en el baño, dije una grosería para desahogar mi rabia. El capataz me dio su jabón, era azul, arenoso, áspero… para hombres de trabajo. Un oficial me fue a buscar la toalla.
Otro obrero terminó de bañarse y me ofreció la regadera, nadie reía de mí. Me habían aceptado, period uno más de ellos.
De abajo de una regadera de la pared de enfrente me llegó la voz de Don Valentín. Se acercó, me limpió las orejas. Lo miré, period un mono más, quizás el más peludo. Y, mientras nos vestíamos, me dijo:
-¿Estás bien? -le contesté afirmativamente, y él continuó: -Nunca te avergüences de estar entre los tuyos…
El último sábado que me bañé allí, en esas primeras vacaciones en el taller, tuve tristeza de alejarme de los míos. Yo ya period un buen aprendiz, ya sabía poner grapas a las correas, ya no me hacían tantas bromas.
Todavía me faltaba mucho para aprender, había tantas cosas que necesitaba saber. Aún no period un mono peludo… pero me sentía como uno de ellos.
Don Valentín me llevó hasta la entrada de mi casa. En ese viaje hablamos poco. Al abrir la puerta del auto, me dijo:
-¿Te gustó el taller? ¿Querés volver el año que viene?
-Claro que sí. Sólo soy un aprendiz.
-Bien. Volverás. Pero, aprendices somos toda la vida…
Al llegar las vacaciones del año siguiente, nadie tuvo que decirme si quería ir al taller, yo lo pedí. Pero, había pasado un año. Me tuvieron que hacer un mameluco más grande.
Cuando llegué al taller, no hubo necesidad de decirme donde ir y que hacer, ya sabía cual period mi lugar.
Romeo me saludó alegremente y me contó lo sucedido durante esos meses. Él también había ido a la escuela, pero en las mañanas venía al taller a seguir su aprendizaje. Le tuve envidia, dentro de poco sería ayudante de mecánico.
En la siesta fuimos al fondo del terreno. Las locomotoras y los vagones y estaban desguazados, les faltaban pedazos por todas partes, parecían atacadas por una enfermedad. Sentí lástima por ellas, las veía viejas, ya no invitaban a soñar.
Nos sentamos en una zorra y comenzamos a recordar.
Esa tarde, al volver para la casa, le pregunté a Don Valentín si podía ser ayudante. Me explicó que aún no estaba preparado. Me quedé tristemente callado. Luego, él me miró y volvió a hablar:
-Está bien. Harás la prueba. Pero más sencilla…
Mi alegría period enorme, ni escuché lo que a continuación me decía: que próximamente se mudaría para un taller más moderno, que se iba para una parte más céntrica, que allí haría su casa, y tantas cosas más.
El día siguiente, Romeo y yo comenzamos la prueba.
Consistía en cortar un trozo de hierro lo más cuadrado posible, y a pura lima, convertirlo en un cubo perfecto.
El de mi amigo tenía que ser de cien milímetros de arista. El mío, por ser yo menos experimentado, sería de cincuenta.
Todos los días, mientras los mayores dormían su siesta, nosotros nos dedicábamos a nuestros cubos.
Una vez llegó Don Valentín, me sacó la lima y me dio con ella en el trasero. La puso frente a mis ojos, rezongando:
-¿Para qué creés que tiene dientes en la punta y atrás? ¿Sólo para limar en el medio? ¿ pensás que se los pusieron de yapa? Se lima de punta a cabo.
Y acompañando lo dicho con el hecho, dio un golpe de lima al pedazo de hierro, con el cual emparejó una zona que me hubiese costado dos horas hacerlo yo.
Muchas fueron las enseñanzas que tuve de Don Valentín, y todas ellas rubricadas de una manera práctica, con un coscorrón, una nalgada, un tirón de orejas y siempre con el infaltable rezongo… period un gruñón nato.
Cada vez que me mandaba hacer algo, me repetía:
-Las cosas hay que hacerlas, aunque sea mal, pero hacerlas, -y terminaba- pero siempre hacerlas mejor.
Si uno clavaba con la pinza, daba un pellizcón con ella y:
-Usá la herramienta adecuada, no seas chambón.
Cuando decíamos que no se tenía la herramienta con que hacer algo, explotaba:
-Hacelo de alguna manera, inventá la forma. Tenés las mejores herramientas… tus manos y la imaginación.
Don Valentín y Don Pablo se hicieron en la misma escuela, en lo básico eran iguales, pero en la vida fueron totalmente distintos. Don Valentín fue un industrial realista, un inventor orgulloso de sus inventos. Debe haber patentados cientos de ellos. Don Pablo, en cambio, fue un idealista de la industria. Para él, los únicos inventos de la humanidad fueron la rueda, la palanca y el plano inclinado… los demás sólo eran aplicaciones de aquellos tres.
Las vacaciones pasaron velozmente. El cubo de mi amigo period de una perfección admirable. Su trabajo brillaba de lo bien hecho que estaba. Me había ofrecido ayudarme con mi pequeño y deforme cubo, y siempre le respondía:
-Gracias. Es mi trabajo… mal bien, pero es mío. No me gusta que alguien me haga lo que yo debo hacer.
Faltando pocos días para terminar mi última temporada en el taller, se dio por finalizada la prueba. El cubo de Romeo era perfecto, exacto. Lo pasaron a la categoría de ayudante. Lo felicité, lo merecía con creces.
Mi cubo debe haber sido el único cubo del mundo con seis caras diferentes.
Vino Don Valentín, lo agarró, lo miró y sonrió diciéndome:
-Vos también subiste de categoría.
Y viendo mi cara de asombro, continuó:
-Sé lo que le dijiste a tu amigo cuando te quería ayudar. Tu cubo es raro… pero vos también, aunque no sepas limar.
La vida siguió pasando, las cosas sucediendo. Nos separamos, nos fuimos a barrios distintos. Cada uno siguiendo en lo suyo: yo en mi estudios, él en sus inventos. Pero, cada vez que desarrollaba uno de ellos me llamaba y, muy sigilosamente, me llevaba al cuarto donde lo estaba construyendo. Me confiaba sus ideas, sus obras, quizás añorando en mí el hijo varón que soñó tener.
Y cuando en mis comentarios decía algo que parecía un desatino, me daba un coscorrón, levantando ahora su mano para llegar a mi cabeza, mientras repetía:
-Andá. Callate… si nunca aprendiste a limar.
::::::
Los años siguieron pasando.
Nuestros caminos se separaron aún más, yendo a tierras distintas. Yo a una tropical, él a la de su nacimiento.
Un día estaba paseando, de vacaciones con mi esposa, por su tierra. Bajaba la escalera mecánica del subterráneo cuando vi que, por la escalera contraria, venía Don Valentín.
Yo descendía cómodo, dejándome llevar por la máquina, él subía corriendo sin importarle que fuese automática.
Lo llamé. Me saludó alegremente, emocionado.
Al llegar abajo, yo subí… y él bajó.
Nos reímos al volvernos a cruzar y me dijo:
-Esperame arriba.
Le hice caso, sabía que era un hombre que cuando decía una cosa, había que hacerla. Hablamos de la familia, de mis primas, de los hijos, de sus nietos, del trabajo.
-Está bien, sigue adelante, -me dijo- llevás el hierro en la sangre. No te achiques. Desde botija, allá en la antena, yo sabía que ibas a llegar.
-Es que lo aprendí de ustedes dos: Don Valentín me enseñó que las cosas hay que hacerlas… y Don Pablo que, una vez hechas, no hay que darle demasiado importancia.
Nos despedimos. Me miró. Sonrió.
Alargó su mano y me dio un coscorrón:
-Adiós. Seguí adelante. Pero… nunca aprendiste a limar.
::::::
Hace poco supe de él, está jubilado. Eso en él es una forma de decir. Sigue inquieto, dominante, dinámico.
Sigue inventando en su casa. Sigue adorando a su familia y recordado por sus aprendices.
Miro desde mi oficina una fábrica moderna, de máquinas automáticas, cada una independiente, funcional.
Analizo el trabajo de hoy, donde todo es perfección, precisión, calidad.
Pienso en el ayer, en una antena, en un cubo de seis caras distintas. Pienso en un viejo gruñón.
Gracias, don Valentín..oo0oo…
1982
11 > EL PHYSICIAN > DON MARTÍN
En el barrio hay una calle que se llama Dr. Martín Pietri Etche. Eso es lo que cube la chapa y, además, indica que es una avenida.
La verdad es que Martín fue un chiquilín del barrio, uno más, otro que jugó trompo en las calles, que remontó cometas en la ladera de la Fortaleza, que se zambulló a escondidas en el muelle.
Su padre period un italiano que trabajaba en la barraca y su madre una vasca que repartía la leche en un carro de caballo, antes que apareciera la Cooperativa.
sea: fue un botija más.
Cuando yo era niño sentía hablar de Martincito, del practicante Martincito; porque, como comentaban las viejas, desde pequeño dijo que quería ser médico y el tano se sacrificó para que su hijo siguiera esa carrera, ayudado por la vasca que, ahora en su casa, vendía dulce de leche y productos Conaprole. En tanto, Martín se dedicaba a sus estudios, ayudaba en la farmacia, ponía ventosas y colaboraba con el entrenador del cuadro de fútbol.
Pero period un muchacho de barrio. Jugaba en cuarta división, los jueves echaba una partidita de baraja en el club, tenía tiempo para una competencia de billar en el cafetín, hacer su escapada a la playa y dragonear a alguna muchacha.
Cuando llegó a practicante, sus padres se sintieron orgullosos y el barrio también. Uno de los nuestros iba a ser doctor, el hijo de un emigrante analfabeta y de una lechera, pronto sería profesional.
Un muchacho criado entre los frigoríficos, los baldíos y el cerro, había llegado a la Facultad de Medicina.
No period Martincito que había entrado… había entrado un botija del barrio, de nuestro barrio.
Martincito logró un puesto en la Asistencia Pública de la calle Grecia, daba inyecciones, nebulisaciones u otras cosas de nombres raros.
Se ennovió con una muchacha vecina, con el beneplácito de los padres y con un suspiro de resignación de los mismos, ya que sabían que noviazgos con estudiantes de medicina son a largo plazo.
Para llegar a ser médico son años de repeticiones, de exámenes perdidos, de amarguras, de sacrificios, de necesidades, de llegar a tener canas en las sienes, pocos pesos en el bolsillo y aún no poseer el título.
Y saber que casarse antes de recibirse es, con seguridad, no recibirse nunca. Es resignarse a ser un eterno practicante que, si bien puede ganar para mantener su hogar, íntimamente se sentirá un médico frustrado.
Pero Martín siguió estudiando, ella siguió esperando y el tiempo pasando.
El practicante Martincito pasó a ser el señor Martín Pietri, iba a un sanatorio para pobres que tenían unos sacerdotes detrás del Cerro, de mañana se pasaba en el hospital, en la noche iba a los ranchos del barrio obrero para atender a algún viejo y aún le quedaba tiempo para seguir ayudando al masajista del club en cada partido, charlar con la barra, ver la novia y estudiar.
Faltando un año para recibirse, los suegros compraron el terreno pegado a su casa y empezaron a construir una casita como regalo de bodas para la Nena y Martín.
La casa tardó un año en construirse. El practicante Pietri, dos en obtener el título, otro más para ser physician… y se casó.
Ir a lo del physician Pietri Etche era como ir a la panadería, a la casa de un vecino. No se sentía el temor ni el respeto que teníamos cuando íbamos a la Asistencia, a la casa del viejo doctor francés al dentista.
Tenía el consultorio en la habitación del frente, se entraba por el zaguán, luego venía el corridor y finalmente el residing, de allí se pasaba para el consultorio para adentro de la casa.
Si la puerta estaba abierta, el doctor tenía consulta. Si se encontraba cerrada, estaba visitando a algún paciente.
Al entrar al dwelling se sentía olor a bife, a puchero, a mate, a café, como en cualquier otra casa. Nunca olía a formol, a agua oxigenada, ni a alcohol, como en lo del viejo doctor.
Hacía pasar al consultorio, con su sonrisa bonachona escuchaba nuestras penas, y luego nos atendía.
Hablaba de cosas del barrio, comentarios de fútbol, chismes de noviazgos y peleas, en fin: un vecino más.
El physician Pietri Etche period sencillo como la chapa que estaba en la puerta de su casa, chapa pequeña y sin ostentación. Period easy en sus prescripciones y estaba afiliado a todas las sociedades médicas.
Nunca fue pretensioso y no se avergonzaba de pasar el enfermo a alguien más experto: el mejor cirujano para una operación, a un especialista para los riñones, al masajista para una dislocación y… hasta al yuyero para una eczema.
Sus recetas fueron de medicamentos económicos: caldo, churrascos, verduras, frutas, puré, té de orejones, vahos de eucalipto, sudar, descansar, cremas, algunas emulsiones, jarabes, pocas pastillas y, aún mucho menos, inyecciones.
Nos daba la receta, preguntaba por la familia, y así nos acompañaba hasta el corredor. Nunca quería decir cuanto eran sus honorarios. Se despedía y se iba a lavar las manos.
En el corredor había una mesita con un plato y una alcancía para los pobres del ancianato Padre Viejo”.
Dejábamos un sobre con cinco pesos en el plato y poníamos algunas monedas en la alcancía.
No tenía enfermera. Y si se presentaba un caso grave, él mismo lo llevaba hasta la Asistencia al hospital.
El physician Pietri Etche no atendía de mañana. Y todos tratábamos de no enfermarnos de mañana. Iba al ancianato, al sanatorio para pobres, estaba en la cátedra de pediatría en el hospital de niños. Experiencia no le faltaba, ya que tuvo once hijos, su cuadro de fútbol como él decía.
Además, los sábados y domingos, atendía a los jugadores en los clubes del barrio. Y todos lo días, en las tardecitas, sacaba su forchela para hacer las visitas.
La visita del médico era anticipada con un ceremonial en cada casa: Se ponía sábanas nuevas en la cama, sobre la mesita de toilette una palangana y una jarra de porcelana con agua, a su lado una inmaculada toalla del ajuar y el jabón perfumado. Más atrás un frasco de vidrio con algodón y otro con alcohol.
Se acomodaba al enfermo perfectamente en el centro de la cama. A los pies de la misma el cubrecama, y sobre éste una toalla de lino para la auscultación.
Se entornaban las persianas para que entrase apenas la luz del atardecer se encendían las lámparas de las la mesitas de luz, poniendo una tela sobre ellas.
Era una escena en la que Alejandro Dumas debió inspirarse para La Dama de las Camelias.
Venía el doctor. Encendía las luces. Auscultaba. Salía de la habitación, charlaba con la familia. Recetaba. Hacía comentarios sobre los sucesos del vecindario. Recibía un sobre que, avergonzado, guardaba en el bolsillo y se iba.
El tiempo fue pasando y los as soon as hijos creciendo.
El physician Pietri Etche period famoso en el barrio. Presidente del membership de fútbol, director del ancianato, profesor de la Facultad, catedrático, vocal de cuanto club, sociedad asociación deportiva humanitaria hubiese.
El hijo mayor ya estudiaba medicina y el viejo doctor seguía con su forchela y en su consultorio que olía a mate.
Sábados y domingos llegaban a la casa regalos de sus pacientes. No eran flores, ni bombones, ni cristales.
Eran regalos prácticos: comida, gallinas, huevos, carne, ropa… el doctor los ponía en su viejo coche y los llevaba para el ancianato.
En unas elecciones lo postularon para diputado. Como period lógico, el partido que lo llevaba ganó.
El doctor logró que embaldosaran las veredas del barrio, que asfaltaran las calles, que trajeran las obras sanitarias, el agua corriente y mejor luz en las esquinas.
Pero no le consiguió ningún puesto público a nadie, no dio ni aceptó coimas y el sueldo de diputado lo cedió al ancianato. En las siguientes elecciones ni lo fueron a buscar.
Period demasiado honrado.
Volvió a su consultorio, a su club, a su gente, a su barrio.
Un barrio que lo llamaba don Martín, ya que el doctor Pietri ahora period su hijo mayor. Éste atendía en la habitación siguiente, tenía una enfermera que recibía en el dwelling.
Don Martín y su familia se habían mudado al lado, a la casa de los abuelos. Seguía atendiendo a los niños y a los ancianos. Su hijo period un buen médico. Sin embargo, para los viejos del barrio period un botija. Y el viejo doctor, nuestro physician. Pero, como antaño, Don Martín seguía siendo sencillo e iba pasando a su hijo cada vez más pacientes.
El consultorio del viejo doctor fue cubriéndose de diplomas, de títulos, de marcos con constancias, con agradecimientos, con méritos. Allí había menciones de hospitales, de cátedras, de cursos, de sanatorios, junto a las de clubes de fútbol, de básquetbol, de asociaciones de billar, de sociedades médicas, de sociedades filantrópicas.
Don Martín salía de tarde, recorría el barrio, iba al club, charlaba, recordaba y, siempre que le decíamos doctor”, nos respondía con una frase que se hizo famosa como él.
Hace algunos años, don Martín falleció. Su velorio fue un duelo general. Todos lo fueron a despedir.
Los clubes de fútbol del barrio pusieron la bandera a media asta y, cuando ese domingo los jugadores salieron con el brazalete negro y se formaron en el medio de la cancha, nadie tuvo que decir nada.
El público se puso de pie e hizo un minuto de silencio. Luego se jugó el partido, Don Martín no hubiese perdonado que se dejara de jugar por causa de él.
Una semana más tarde vino el cura del ancianato y nos propuso una idea, todos estuvimos de acuerdo.
Al cumplir un mes del fallecimiento, fuimos hasta la casa de Don Martín y, al lado de la chapa pequeña que un physician recién recibido colocó, se puso una grande de bronce, con letras chiquitas, para que entrase todo lo que él había sido. Y al pie, con letras destacadas, la frase que Don Martín tantas veces repitió:
De todos los títulos,
Pero, el de Don… me lo dio la gente.”
Nadie hizo discursos.
Colocamos la placa, saludamos a los hijos y nos fuimos.
Un año después, el Municipio puso su nombre a esa calle. Por eso, en el barrio hay una calle que se llama:
Dr. Martín Pietri Etche.
Eso es lo que dice la chapa y, además, indica que es una avenida. Pero, para nosotros, los del barrio…
es la calle de Don Martín..oo0oo…
1982
12 > EL VIVERO > DON HÉCTOR
Estábamos cerca de la vacaciones cuando mi amigo me invitó a pasar la tarde del sábado en su casa.
Habíamos sido buenos compañeros durante el año, viajábamos juntos en el tranvía, nos gustaban las mismas materias y había cierta compatibilidad de caracteres:
Él era parco, responsable e idealista; yo era callado, serio y soñador; él se destacaba en geografía y yo en matemáticas.
Muchas veces me había contado, en el tranvía, que su padre era el guardián del vivero, que tenían caballos, que él hacía los mandados montado en un zaino. Me narraba que el vivero era hermoso, de hectáreas y hectáreas con árboles de todos tamaños y tipos.
Tomé esa tarde el tranvía con un nudo de emociones en el corazón. Llevaba la alegría de poder ir a pasar una tarde en el campo y con la posibilidad de andar a caballo.
En la Curva descendí del tranvía 16 y tomé el ómnibus que iba a La Paloma.
Period un recorrido corto, en distancia y en tiempo, poco más de un kilómetro. Sin embargo, era dejar atrás la ciudad, las calles cuadriculadas, las veredas de baldosas, el ruido de tranvías y coches, las casas pegadas, los vecinos y sus gritos.
Un recorrido de cincos minutos atravesando campos bajos, llenos de pajonales que llegaban hasta el arroyo Pantanoso.
Cuando llegué al segundo camino lateral, el cual desde lejos se veía bordeado de añosos eucaliptos y cipreses, me bajé.
Sentado en la raíces de un árbol esperaba mi compañero. Se levantó y me fue a recibir. Lo miré extrañado.
No period el mismo muchacho del liceo. Parecía más fuerte, más grande. Period como si fuese parte de la naturaleza que nos rodeaba, vigorosa, easy y llena de vida.
Yo había ido como él me lo había dicho: con pantalones viejos, camisa de invierno, un pulover y championes. Sin embargo, se notaba a la legua, que estaba fuera de lugar.
No por la forma de vestir, sino por algo más profundo. Para ser parte de algo, de un lugar, hay que vivirlo, hay que sentirlo, no sólo adaptarse… hay que ser de él.
Necesité años para ser parte de esa tierra, pero empecé a serlo mientras iba caminando con mi amigo por el camino hacia su casa.
Era un camino de tierra, ancho, con surcos formado por la lluvia, con árboles a ambos lados, árboles cuyas copas se perdían en el cielo abanicándose entre las nubes.
El viento pasaba entre las ramas entonando susurros, los pájaros volaban de un lado a otro, los venteveos daban el brillo de su colorido y su grito, las torcazas murmuraban a nuestro paso.
Se oían lejanos relinchos, distantes mugidos… y llegaba un sin fin de olores entremezclados y distintos.
Olores naturales, a tierra mojada, a pasto seco, a pino, a eucalipto, a madera, a animales… a vida.
Íbamos hablando, mejor dicho: yo iba preguntando y él explicando, porque todo period tan extraordinario para mí que no cesaba de preguntar.
Finalmente llegamos a la casa, era una casa de campo, sencilla, con un palenque, malvones, con techo inclinado y debajo de un árbol.
Period una casa que hacía parte de la tierra, sin despreciarla, sin ahogarla.
Me presentó a su familia, gente de campo, noble y sencilla. Su hermano, un mozo fuerte, fornido, de pocas palabras. Su madre, una criolla hermosa, pulcra, llena de ternura y bondad. Su hermana, la viva imagen de la madre en una niña de pocos años.
Luego de charlar un rato, en el cual se divirtieron con mis preguntas sobre cosas para ellos simples, y de mi asombro ante hechos comunes de su vida cotidiana, llegó Don Héctor.
Cuando llegó, comprendí lo que significa ser caballero. Caballero es el que anda a caballo. Él que es una unidad con la montura. Venía en un alazán brioso, soberbio.
El hombre period un ser imponente sobre la montura.
Paró al lado del palenque, bajó con agilidad, ató las riendas al travesaño, se acercó con una agradable sonrisa y me extendió su mano.
Un apretón viril estrechó la mía… recién vi que le faltaba un brazo, pero de Don Héctor emanaba tal seguridad, tal naturalidad, que parecía que lo regular period que fuese así.
Su rostro estaba curtido por el sol y el aire, tenía los ojos claros, el cabello liso y renegrido, su voz era serena, con cierto dejo de picardía y enseñanza. Luego de unos momentos de conversación, me hizo la ansiada pregunta:
-¿Querés dar una vuelta a caballo por el vivero? -vio la respuesta en mis ojos antes que abriera la boca- Está bien… andá con m’hijo hasta el potrero. Agarrá el zaino. Así sabés como se ensilla. Las cosas hay que aprenderlas desde el principio. Estar arriba es muy fácil, pero para saber estar arriba hay que conocer lo que se tiene abajo.
Salimos con mi amigo a buscar el caballo, lo acorralamos, aprendí a ponerle la brida y lo llevamos al establo.
Allí siguió la enseñanza, lo delicado que es poner el freno, la sensibilidad de las riendas y todo el arte que es colocar una montura.
El recado comienza con un cuero suave sobre el animal para que no se despelleje, luego los jergones de tela, la carona acolchada, otra pieza de cuero, la silla, la cincha, el sobrepuesto y la sobrecincha.
Estaba ya cansado cuando terminé de acomodar todo eso sobre el lomo del noble animal.
Pero todavía me faltaba aprender a tensar la cincha en su justo punto y hacer ese nudo que, con solo tirar aprieta y, sin embargo, no se afloja solo. Afortunadamente me ayudó mi amigo, sino no hubiésemos salido.
Llevando el animal por la brida, y con las riendas en la mano, volvimos caminando hasta la casa para que Don Héctor me diera su visto bueno.
Mi amigo había ensillado una petisa, la cual le daba topetazos de cariño a medida que caminábamos. El caballo mío me miraba con recelo… y yo, de reojo, lo miraba igual.
Don Héctor sonrió socarronamente, revisó la montura, y:
-Está bien, no te han hecho ninguna judeada… ¡montate!
Mi amigo me había prevenido en el tranvía, así que fui para el lado izquierdo, puse el pie en el estribo, me agarré de la cruz de la silla, tomé impulso, salté y… volví a caer en el mismo lugar.
Don Héctor vino en mi auxilio y, asestando en golpe en las nalgas (en las mías, no en las del animal), me dio un envión y quedé sentado en la montura.
La emoción de ver la tierra desde allí arriba me hizo olvidar la vergüenza de los momentos anteriores.
Period una sensación de poder, de dominio sobre todo lo que abarcaba mi vista, de que estaba sobre las cosas pero que el caballo, en lugar de alejarme de ellas, me unía a través de su cuerpo vivo a todos los seres vivos.
El único que no parecía haber disminuido era Don Héctor. Aún por debajo de mi altura, seguía grande… period un hombre con estatura propia. Mi amigo montó su caballo. Don Héctor me dio las riendas.
-Agarralas… -dijo- nunca las pierdas. Mientras las tengas, vos sos el que dirigís. Sin ellas, los dos están perdidos.
-Gracias, Don Héctor…
-No hay por qué. Pero acordate, es un animal, un ser vivo, el más inteligente, casi como un hombre, igual que la gente. Si lo llevás con las riendas muy cortas, se encabrita. Si se las das muy largas, se sale del camino buscando la sombrita y el pasto fácil. Y… vayan a pasear.
Salimos al trote por los senderos de la plantación. Mi caballo se aparejó a la petisa y así fuimos charlando.
Era tal mi satisfacción que no sentía que me sacudía como una bolsa sobre el animal y que iba de un lado a otro de la montura. Creía que era yo el jinete, y lo que el zaino hacía era soportarme y seguir el derrotero de la petisa.
Conocí el vivero como lo quería Don Héctor, desde el principio. El vivero es lo que cube su nombre: un lugar donde se cultiva la vida.
Los árboles son seres vivos. Comienzan como niños en los almácigos, allí asoman sus cabezas tímidos, delicados, sensibles, débiles. Luego, ya crecidos, pasan a las macetas, allí son como jóvenes estirados, flacos de tanto crecer, con muchas hojas en las copas y un tronco largo, queriendo seguir creciendo. Cuando están desarrollados, pasa lo de siempre: a la mayoría se los llevan, se van para otras tierras, a distantes calles de la ciudad, a florecer en lejanas plazas, a vivir en otros lugares.
Pero algunos se quedan, echan raíces allí, donde se criaron, y brindan su sombra a los retoños que en los almácigos empiezan otra generación.
Una vez le pregunté a Don Héctor por qué no se transplantaban ya grandes. Y él me respondió:
-No se puede cambiar después que se ha echado raíces. Aunque se adapte a la nueva tierra, el desarrollo no es igual, siempre será diferente, desarraigado.
Ya caía el atardecer cuando llegamos de vuelta a la casa.
Mi mente estaba llena de nombres, de hojas, de ramas, de perfumes. Resonaban en mis oídos cosas como: sauces, urunday, quebracho, álamos, sarandíes, el humilde paraíso, el criollo ombú, y tantos que no puedo recordar.
Al vernos llegar, Don Héctor se paró, acercándose:
-No te agarres con las manos de la montura. El criollo se agarra con las piernas.
-Es que me venía cayendo. -murmuré, como excusa, con voz cansada.
-Lo que pasa es que tenés los estribos muy largos, hay que tenerlos a la medida. Y siempre saber donde están. Llevarlos en la punta del pie. Mucho estribo es peligroso. Llevándolos en la justa medida pueden salirse algunas veces, pero hay que saberlos encontrar y tenerlos otra vez.
Y con su única mano, procedió a ajustarlos a mi pierna.
-Gracias, Don Héctor, ahora me siento cómodo. -dije, afirmándome en ellos.
-Ya es tarde para sentirte cómodo, estás zamarreado… pero nunca es tarde para aprender. -y siguió, largando una carcajada- Esta noche te vas a acordar de la montura.
Llevando mi cuerpo como si fuera el de otro, acompañé a mi amigo hasta el potrero. Allí desensillamos, aunque la verdad, lo único que hice yo fue bajar del caballo.
Mi amigo hizo todo lo demás, tanto a la petisa como al zaino… Allí aprendí dos cosas: lo que es un amigo y cuantos huesos tiene el cuerpo humano, me dolían todos.
Esa noche dormí boca abajo. Tenía razón Don Héctor, me acordé de la montura, pero también de una tarde maravillosa donde empecé a sentirme parte de la tierra.
Esa temporada de vacaciones fue la más hermosa de mi juventud. Aprendí a andar a caballo, recorrí con mi amigo todos los campos aledaños al vivero, nos perdíamos en el horizonte cruzando bajos llenos de cardos y charcos.
Pescábamos ranas y hasta llegamos a robar naranjas en las chacras vecinas, siendo algunas veces perseguidos por el granjero con su trabuco.
Cuando estábamos cansados nos deteníamos debajo de un árbol, nos apeábamos, dejábamos que los caballos pastaran tranquilos y nosotros nos recostábamos contra el tronco del árbol. Allí dábamos rienda suelta a nuestra imaginación, comentábamos lo que haríamos cuando fuésemos grandes, la carrera a seguir al terminar el liceo… y lo bonitas que eran las muchachas que dragoneábamos en el tranvía.
En tanto, las lagartijas correteaban a nuestros pies, los pájaros cantaban sobre nuestras cabezas y el horizonte period un cuadro bucólico imposible de reproducir.
Volvíamos a montar nuestras cabalgaduras, llegábamos hasta las palmas datileras, nos subíamos sobre la montura y arrancábamos los sabrosos frutos. Otras veces llegábamos los guayabos nos atrevíamos a arrancar un panal de avispas, para salir corriendo con muchas picaduras y poca miel, pero muy sabrosa.
Ir a la casa de Don Héctor se convirtió en un hábito durante esa temporada para mí. Fue mi segundo hogar, hasta el abuso de su amabilidad, pero ellos eran gauchos y para el gaucho no hay límite en la amistad.
Había veces que llegaba y mi amigo había salido a hacer un mandado. Don Héctor me daba la petisa, mientras tanto, y me decía que fuese a pasear por el campo.
Entonces salía al paso, por el camino bordeado de árboles, imaginado que se parecían a las personas.
Los eucaliptos semejaban hombres recios, rudos; los pinos con aspecto de señores soberbios, altivos; y las palmeras como románticos que perdían su cabeza entre las nubes.
Pero, al estar lejos de las casa, taconeaba la verija del animal y salía a campo traviesa a todo galope.
Nada es tan hermoso como sentir el viento cortándole la cara e, inclinado sobre el cuello del caballo, tener la emoción de la carrera cuya meta es el horizonte.
Hubo una vez que, yendo al galope, quise pasar entre dos árboles. La petisa frenó de golpe y yo salí volado sobre su cuello, quedando abrazado a su testuz.
Me paré maldiciéndola, pero al montar vi que delante mío, entre los dos troncos, estaba tendido un alambre que me hubiese degollado. Palmotié agradecido el cuello de la noble yegua y al paso volví para la casa, aún asustado.
Don Héctor me recibió. Acarició el cuello sudado del animal, lo puso al abrigo para que no se enfriara, se sentó a tomar mate y me habló:
-Es lindo galopar, y al caballo le gusta hacerlo. Pero, todas las cosas hay que hacerlas con medida. También le gusta andar al paso y algunas veces pituquear yendo al trote. Son como la gente. Si lo llevás mucho tiempo a la carrera se mueren, y si siempre vas al paso se aburren. Lo importante es que seas vos el que lo decide, pero que él crea que es quien lo hace.
-Tiene razón, Don Héctor… además, es un animal muy bueno. Me salvó la vida. -y le conté lo sucedido.
-Es que así son las cosas. Si vos estás arriba, pero sabés tratarlos, ellos mismos te cuidan. Y esa petisa sabe que vos sos el jinete y se ha encariñado contigo. Ahora andá a sacarle los aperos y cepillarla.
::::::
En las vacaciones siguientes volví a ir a la casa de mi amigo. La yegua alazana ya no estaba. En su lugar había un caballo cenizo con cara de dormido.
Don Héctor me previno que period muy mañoso.
Pronto lo comprobé, no abría la boca para el freno, largaba tarascones y se recostaba contra el potrero para que no le pusiera la montura. Pero, finalmente, lo pude enjaezar.
Mi amigo iba en el zaino. Me monté en el cenizo y salió a un paso que parecía que iba en una procesión fúnebre.
Por más que lo espoleara con los tacones, lo azuzara con gritos y fustazos en el aire, él seguía impertérrito.
Cuando llegamos a la casa, el zaino me llevaba como diez metros de ventaja.
Don Héctor largó una carcajada y me recordó:
-Te avisé que era mañoso y, además, redomón. Salí al camino, recortale las riendas, apretate fuerte a la silla, espolonealo, y dale unos cuantos rebencazos.
Lo miré asustado, ya viéndome salir desmontado por arriba del caballo, pero los ojos firmes de Don Héctor me infundieron confianza.
-Tratará de sacarte de encima, -continuó- se encabritará, resabiará Pero, al closing, verás que sale al trote.
Obediente, hice lo que me dijo. Hubo momentos que me sentí más en el aire que en el recado, y el corazón más en la boca que en el pecho, pero al remaining el cenizo salió al trote. Respondía al mínimo toque de riendas y hasta caracoleaba.
Llegué donde estaban Don Héctor y mi amigo.
-¿Viste, botija? Son como la gente, hay veces que hay que enseñarles quien es el que manda sinó se burlan de vos. Eso sí, el castigo debe ser justo y a tiempo.
Y salimos emparejados, zaino y cenizo, por el vivero.
::::::
Las anécdotas de esa época serían interminables.
Como cuando fui hasta mi casa montado en la petisa, en pelo y sólo con la brida.
Había llegado a tal grado de compenetración con el animal que, con sólo tocar su cuello giraba para el lado que yo quería, y con un simple taconear se ponía a correr.
Cuando llegué a mi casa lo amarré en la vereda en el único árbol que sobrevivía, ahogado dentro de un cuadrado de tierra, rodeado de baldosas de cemento.
Me conmovió la mirada triste de la petisa viendo el sucio y ralo pasto que crecía en ese aprisionado pedazo de tierra. La desaté y llevé hasta el baldío de la esquina.
Allí había pasto verde, pisoteado por los botijas al jugar fútbol, pero más natural, aún era un pedazo de campo.
En otra ocasión, fuimos con un grupo de amigos del liceo al vivero. Como buenos criollos, les dimos los mejores caballos, sólo quedaba el cenizo y un caballo de tiro para mi amigo y yo. Nos los sorteamos a cara cruz, y la suerte favoreció a mi amigo. Me tocó ir en el caballo para carros.
Salimos todos en barra. Pero, cada vez que teníamos que doblar, cuando los jinetes iban para la izquierda, mi caballo agarraba para la derecha. Los animales para carros responden al tirón de la rienda, sea, al revés.
Cansado de las risas y de ir con una rienda en cada mano, bajé del caballo, crucé las riendas por debajo del cuello del animal y se acabó el problema. Fui uno más de la tropa.
Al llegar de vuelta a la casa, Don Héctor vio lo que había hecho y se acercó para decirme:
-Has aprendido, muchacho. Y no sólo a andar. Todo problema tiene solución, y es de hombre saberla encontrar. Cuando los demás te aventajan, hay que encontrar la maña para no quedar rezagado…
Mi amigo me dio su hogar, su tierra, sus costumbres. Yo, en retribución, sólo recuerdo que le di una cuchilla para grabar y tallar. Poca cosa, pero creo que lo más grande que nos dimos mutuamente, fue la amistad.
Al finalizar las vacaciones de tercer año, los paseos eran más largos, ya no necesitábamos galopar, íbamos al paso.
Tampoco hablábamos mucho. El próximo año ya no seríamos compañeros, ya sabíamos que camino iba a tomar cada uno.
En los últimos días grabamos nuestras iniciales, cada uno la suya, en dos cipreses jóvenes que estaban creciendo juntos.
Años después supe que uno había echado raíces allí.
::::::
Terminaban las vacaciones, terminaba nuestra juventud.
Dimos un paseo a caballo, casi en silencio, recordando, queriendo percibir el aroma de cada árbol, el trinar de cada pájaro, la impresión de cada paisaje.
Al llegar a las casa saludé a Don Héctor. Me abrazó con su único brazo, pero fue el abrazo más fuerte, más cariñoso y más varonil que jamás volví a sentir en mi vida.
-¿Cómo agradecerle, Don Héctor? Me llevo tantas cosas de aquí.
-Nada debés. Lo que llevás, lo llevás dentro de tu alma. Sé que han grabado sus iniciales en algunos árboles. Y los árboles, como los sentimientos, crecen desde adentro. Cada año lo grabado se irá haciendo más grande… como los recuerdos.
Nos despedimos con un hasta luego. Ellos eran gauchos y yo había aprendido a serlo. Nunca se dice adiós, y si los ojos están húmedos es por el polvo del camino.
Por ese camino de tierra fuimos con el cenizo y el zaino hasta el puente que cruzaba el arroyo hacia el barrio La Victoria.
Period el camino más largo, pero no quería ensuciar esos momentos naturales con el humo del gasoil de un ómnibus.
En el puente nos despedimos mi amigo y yo. Montados a caballo, a lo criollo. Me bajé del caballo, le di las riendas, sentí que estaba entregando una parte de mí mismo.
Crucé el puente, subí por el camino del otro lado, aún period de tierra, metros más adelante se convertía de cemento. Seguí caminando un par de cuadras y me di vuelta.
Del otro lado del puente aún estaba mi amigo montado en su caballo. Me saludó con la mano y me pareció que el cenizo sacudía su cabeza como despidiéndose también.
Mi amigo recortó las riendas y se dio vuelta. Yo también.
::::::
Todo aquello son lejanos recuerdos.
Cada uno siguió su sendero en la montura que había elegido.
De mi amigo sé muy poco, de Don Héctor aún menos.
Sin embargo, nunca podré olvidar que mi amigo fue un gran amigo, y Don Héctor un gran hombre.
Me enseñó el cariño, el respeto, el ser parte de la tierra, de las plantas, de los animales, de la gente.
No sé si yo llegué a ser un buen alumno, un buen jinete, pero Don Héctor fue un gran maestro, un gaucho.
Fue… un hombre con estatura propia..oo0oo…
1982
thirteen > UN CORTE > DON EMILIO.
La carnicería de Don Emilio period una casa como las demás. Se llegaba a ella sin que hubiese nada que la distinguiese, no tenía letrero, ni anuncio, y aún menos un aviso con luz.
Lo único diferente era la puerta y la ventana. La puerta no estaba hecha de madera como la de las demás casas.
Era de hierro, con su parte superior forrada de tejido mosquitero y, detrás de éste, una vidriera de cristales martillados, que se podía abrir. La ventana era alta, más que la puerta, y también forrada con tejido.
Se iba a la carnicería después de la nueve de la mañana.
Antes de esa hora ya estaba abierta, pero nadie osaba a entrar mientras Don Emilio se dedicaba a despiezar, acomodar y limpiar.
A partir de esa hora, las viejas del barrio y los botijas mandados por sus madres ocupadas, hacían el desfile diario por ese lugar.
Se empujaba la puerta y se encontraban tres escalones brillantes de mármol, al subirlos se pasaba a un pequeño local forrado de azulejos blancos, el piso también era de marmolina inmaculada.
Para esperar había un banco tosco de madera apoyado debajo de la ventana. En el centro del cuarto, un mostrador de mármol blanco con vetas tenues de gris, separaba al público del carnicero.
En un extremo del mostrador se hallaba la sierra; y en el otro la balanza. Todo estaba siempre limpio, reluciente, con olor a aguajane en el ambiente.
Detrás, contra la pared del fondo, la nevera, enorme, forrada de esmalte blanco, con una gran puerta de bisagras y cerraduras cromadas.
A continuación de ella y hasta la pared, un tubo de hierro galvanizado, brillante de tanto rozar los ganchos en él, en el cual se colgaban las reses para el despiece.
Y, más allá, una pequeña puerta que period el vínculo de unión de Don Emilio con su propio hogar.
Atrás del mostrador se paraba el carnicero sobre unas rejillas de madera, las cuales tenían virutas de tanto limpiarlas.
Se paraba e iba colgando de un tubo más fino, que estaba sobre el mostrador, la carne despiezada como si fuese un cuadro de naturaleza muerta y apetitosa, a la vista y demanda de los paladares conocedores del barrio.
Allí siempre se encontraría carne vacuna, de ternera, algunas veces de cordero.
Y, oculto en la nevera, guardado, algún trozo de capón.
Pero, nunca, nada de cerdo.
Hubiese sido vergonzoso para Don Emilio, rebajante para él y para quien lo pidiese.
El chancho era considerado una carne que se pedía sólo en el puesto del gallego del mercado.
En cambio, con qué gran satisfacción y orgullo, tanto para el carnicero como para los clientes, se mostraban colgados de los ganchos la pulpa de aguja, falda, asado de tira, rabos, mondongos, chinchulines, las restas de chorizos, morcillas, butifarras.
Todo como pendientes guirnaldas sobre el mostrador, en el cual estaban las bandejas de esmalte blanco, llenas de huesos, caracú, riñones, hígado.
Había todo un preámbulo de conversaciones con el carnicero sobre la calidad de cada carne y la crítica de cada comprador, cada vez más exigente según fuese mayor su edad..
Y comenzaba la función teatral de Don Emilio:
Se erguía, con su juego de cuchillos hacía pases de taumaturgo sobre cada trozo de carne y, como hábil prestidigitador, sacaba churrascos, bifes, asados.
Luego pasaba a la sierra e iba cortando los huesos del asado de tira los p’al caldo, con un ruido impresionante, que hacía recorrer un frío por nuestros propios huesos, haciéndonos recordar las crueldades del villano de una película muda.
Finalmente pasaba a la balanza, también de blancura ebúrnea, donde en su parte superior una aguja fiel marcaba con extrema honradez, tanto para el comprador como para Don Emilio, a ambos lados del vidrio, el peso de la compra. El carnicero volvía a mostrar al experto lo adquirido y procedía a envolverlo.
También en esto había un ceremonial prefijado: primero era envuelto en un papel parafinado, luego en hoja de papel absorbente, blanco, ligeramente áspero.
Y, por último, si el cliente no había traído bolsa, se cubría la compra con un envoltorio de papel de astrasa.
Ninguno pensaba en el costo de la carne del papel.
Sólo se miraba, al llegar a la casa, nuevamente la calidad de la carne.
Don Emilio period un hombre parco, sabía escuchar, sabía responder, y sabía dar lo que las viejas exigentes, virtuosistas de la carne y su corte, solicitaban.
También period un hombre alto, fuerte, delgado y ligeramente encorvado.
En su juventud había trabajado en los saladeros, luego pasó a los frigoríficos, fue matambrero, repartidos de carne y, finalmente, dueño de esa carnicería, luego de casarse con la prima de un distribuidor del producto.
En la calle era un hombre más, pero dentro de la carnicería parecía un cirujano, siempre estaba de blanco.
Pantalones blancos, camisas blancas, sin corbata, un saco de hilo blanco, y un delantal de hule brillante y blanco, que cambiaba varias veces en la mañana a medida que se iba manchando.
Lo único negro de esa figura, eran los extremos. Tenía el pelo renegrido, brillante y peinado a la gomina, lo otro eran las galochas de goma negra que cubrían sus zapatos.
Pero, lo que más lo caracterizaba era su pulcritud. Todo resplandecía de limpieza, nunca había olor a carne vieja, y sus manos no tenían ningún resto de fibra.
Era imposible, porque se pasaba lavándolas en la pileta, al lado de la nevera, donde un hilo continuo de agua y un jabón azul no tenían que esperar mucho por Don Emilio.
Desde muy pequeño, mi madre me envió a la carnicería. Aquellas reses colgadas, me parecían que iban a caer sobre mí. Tenía miedo, además period olvidadizo.
Tenía que comprar ternera. Sabía que era la hija de la vaca, pero olvidé el nombre. Recuerdo la vergüenza que padecí, ante las risas de la viejas, cuando humilde pedí:
-Medio kilo de pulpa de… -pensé, y pensé, y finalmente dije-..de la hija de la vaca.
Todas las viejas largaron la carcajada, y yo me sentí más pequeño que nunca.
Don Emilio, comprendiendo el oprobio a que yo estaba sometido en esos momentos, tomó su enorme cuchillo y lo asentó varias veces contra la chaira hasta que salió un chillido de refilo.
Miró seriamente a las mujeres, cortó un trozo de la mejor pulpa y lo envolvió pausadamente:
-Aquí tenés medio kilo de pulpa de la hija de la vaca, como lo pediste. Porque… doñas… como ustedes saben, la ternera es hija de la vaca; y los niños son hijos de los hombres.
Y salí de la carnicería en medio del silencio de aquellas viejas normalmente parlanchinas.
Desde aquel entonces, prefería ir a la carnicería un ratito antes de las nueve. No encontraba a las viejas y podía hablar con Don Emilio.
Los cuchillos de Don Emilio siempre tuvieron una extraña fascinación sobre mi curiosidad.
Y que no decir la chaira amoladora, aún no comprendo como esa varilla redonda, brillante, resplandeciente, podía dar tal grado de corte a los facones de distinto tamaño, y con sólo pasarlos en ritmo de ballet contra su superficie.
Había cuchillos de todas las formas, desde los humildes punteros, que sujetaban la carne, hasta los rebuscados con figuras parecidas a un pico de loro.
Recuerdo una mañana que llegué tempranito. Me senté en el banco de madera, debajo de la ventana, a esperar que Don Emilio terminara de despiezar.
El carnicero me charlaba. Sobre el mostrador de mármol estaba la hilera de cuchillos recién afilados.
Su borde brillante acicateaba mi curiosidad, el resplandor del filo despertaba mis ansias de saber.
Don Emilio, de espaldas, seguía cortando la res mientras hablaba de cosas que no recuerdo.
Me levanté despacito. Sin hacer ruido me acerqué al mostrador.
Alargué mi mano y pasé el índice sobre el filo reluciente del cuchillo más grande…
No sentí ningún dolor, el cuchillo fue entrando en la yema de mi dedo; y, cuando lo retiré, unos borbotones de sangre salían de él…
Lo miré con asombro. Creo que en aquel momento empecé a comprender la diferencia entre un pedazo de carne y un dedo vivo.
Don Emilio se dio vuelta, posiblemente extrañado de mi silencio:
-¡Pero, muchacho de porra! ¿Qué hiciste?
Su voz sonaba a enojado, y tímidamente murmuré:
-Quería saber por qué cortaba…
-Ahora ya lo sabés. -exclamó, mientras salía de detrás del mostrador, aún con enojo en la voz.
-No… sólo sé que corta, pero no sé por qué.
Le respondí mirándolo de frente.
Le respondí eso entre el miedo a su enojo y a la sangre que salía del dedo.
Me apretó contra su delantal de hule blanco, acarició tiernamente mi cabeza y me llevó hasta el banco tosco de madera.
Me miró la herida, la envolvió con el absorbente papel blanco y, con voz emocionada, dijo:
-Ah, botija… botija…
Temeroso aún, levanté la cabeza. Yo no sentía ningún dolor.
Don Emilio sonría con una sonrisa incomprensible.
Y volvió a repetir, mientras unas lágrimas brillaban en sus ojos:
-¡Ah, botija… botija!…
Me curó, me dio el pedido de mi madre. Y me regaló unos riñoncitos de cordero.
Llamó a su señora. La doña me acompañó hasta mi casa.
Mi madre hizo los riñoncitos a la plancha.
Estaban riquísimos.
En la noche, cuando llegó mi padre, me miró el dedo, me abrazó y sonrió.
::::::
Con los años fui dejando de ir temprano a la carnicería, prefería ir cerca de la once, antes de salir para el liceo.
Don Emilio me esperaba sentado en el banco tosco de madera, con el diario de la mañana a medio leer.
Comentaba sobre los sucesos mundiales y nacionales, me preguntaba, sonreía, movía su cabeza sin comentar.
Cuántas cosas pueden decir los momentos sin decir nada.
Me daba el pedido de mi madre. Me daba la yapa de los riñoncitos de cordero. Y volvía a decir aquellas palabras:
-¡Ah, botija… botija!…
::::::
Había cosas que nunca se pedían de manera formal en la carnicería. Existía una serie de eufemismo para solicitar otra serie de cosas comunes, populares. Pero que se debían disimular bajo ciertos convencionalismo:
-Por favor, Don Emilio, un real de hígado p’al gato.
(Delicia que iba a saborear, encebollada, mi padre)
-¿Me puede regalar algo de bofe p’al perro?
(Sabroso guiso, que el vecino iba a paladear con papas)
Y, cuando todos se habían ido, se pedía en voz baja:
-Oiga… Don Emilio, deme un kilo de carne de puchero…
Se llevaba oculto como un pecado. Se cerraban todas las ventanas. Se abría el frasco de perfume. Se echaba creolina a la basura y se lavaba toda la casa con aguajane.
Eso no quitaba que, a la hora del almuerzo, se saboreasen los ricos choclos, se repartiesen los sabrosos chorizos en convencionales discusiones, para finalizar en una debacle por los boniatos y una pelea por el caracú.
::::::
Por muchos años fui a hacer el mandado a la carnicería.
Después fui al liceo y empecé a trabajar.
El mandado lo hacía mi hermano. Algunos años lo hizo mi madre.
Mi padre se jubiló. Don Emilio también.
Ahora voy a otra carnicería.
Ahora todo viene envuelto. Encerrado en plástico.
Todo está tras vidrieras esterilizadas. La res la cortan lejos, detrás de una pared.
La gente parada, contra una vitrina que le llega a las narices, mira el precio y luego la calidad.
Todo huele a neutro, a necesidad, a indiferencia.
Recuerdo un mostrador de mármol que llegaba a la cintura, cerca del estómago, que period el que pedía la carne.
Recuerdo las viejas discutiendo la mejor calidad.
Recuerdo un banco tosco de madera, los comentarios sobre el diario, las enseñanzas de cómo se cortaba la carne, el real de hígado p’al gato.
Recuerdo los riñoncitos de cordero como yapa.
Recuerdo a Don Emilio curando el dedo de un niño… que aún quiere saber el por qué..oo0oo…
1982
En el fondo de mi casa había un mirador.
En realidad era el techo del cuarto de herramientas de mi padre y del lavandero de mi madre. A esa azotea le habían puesto un murito como baranda y dos asientos de cemento. La baranda nos separaba del vecino, cuyo terreno estaba seis metros por debajo.
Se llegaba al mirador subiendo por una escalera de hierro que, junto con mi padre, construimos a puro remaches.
En la azotea, mi madre tendía la ropa y, en las tardes de verano, se sentaba en los sillones a disfrutar de la brisa que llegaba desde la bahía. Los fines de semanas se sentaba junto a mi padre y, desde allí, añoraban la lejana Europa, viendo el puerto por donde entró un día el barco que nos trajo. Desde ese mirador vi crecer la ciudad al otro lado de la bahía y, de este lado, fui creciendo yo en mi barrio.
El paisaje es, fue y será de una belleza extraordinaria.
El mar va suavizándose en los rompeolas, entrando mansamente en la bahía, la ciudad se recuesta alrededor de la costa, los barcos reposan sus fatigas en el puerto y una isla pone la nota de sus galpones coloridos.
Aquí, a pocas cuadras, las calles del barrio van a morir en las grises orillas. Algunas son audaces y se atreven a entrar en el agua con sus muelles, pero se detienen bruscamente como si se asustaran de haberse alejado de la tierra. Mirando en sentido opuesto, se ve la ladera de la Fortaleza, verde, salpicada de piedras negras y en su cumbre el fortín de los años de la Conquista.
En el Cerro, las calles suben queriendo llegar a la cima pero, fatigadas, se van quedando a mitad camino, el cemento se convierte en tierra y la tierra en pasto.
Y todo alrededor está el barrio.
::::::
Los años me alejaron de ese mirador. Hace poco volví. Yo ya estaba viejo, el mirador seguía igual, el paisaje period el mismo.
Pero, mi padre no se sentaría más en el banco de cemento y mi madre ya no podía subir la escalera de hierro y remaches para tender la ropa.
Me acerqué a la baranda, miré hacia abajo y el temor me invadió, tenía miedo de caer.
Recordé a un botija flaco y rubio que bajaba por esa pared, buscando poner los pies y las manos en los huecos dejados por los travesaños durante la construcción.
Bajaba por el motivo más mínimo: a buscar una pelota, sólo para escaparme al baldío de al lado a jugar fútbol… y nunca tuve miedo.
Pero, entonces period un niño y ahora un hombre viejo.
Y nos aferramos más a la vida cuanto menos tiempo de ella nos va quedando. Me senté en el duro banco mirando las lejanas olas romperse en espuma contra la escollera.
Las añoranzas de la niñez fueron surgiendo.
Recordaba las lejanas tardes en las cuales, sentado en ese banco, hacía los deberes de la escuela sobre una carpeta de cartón duro.
Recordaba a un niño huraño y desconfiado que bajó en el puerto, que ahora veía enfrente, extrañado de la forma de hablar de la gente que me recibió.
Recordaba a un botija delgado y nervioso que entró en la clase de cuarto año, clase que period temida por todos a causa del carácter drástico del maestro. Hasta su nombre inspiraba temor, se llamaba Don Víctor Fierro.
::::::
Cuando entró el maestro, todos nos pusimos de pie.
Entró con paso rápido, con el ceño arrugado, se paró sobre la tarima, nos midió a cada uno con la mirada y se sentó. Nos ordenó que hiciéramos lo mismo, su voz era profunda, gruesa y retumbaba como el trueno.
Nos fue señalando a cada uno, recorriendo entre los bancos, preguntando nombre y apellido. Cada muchacho se levantaba, con esfuerzo tragaba saliva, y respondía.
Me llegó el turno. Tenía un nudo en el estómago y dije mi nombre con un susurro. Me clavó la mirada y tronó:
-¡Dígalo más fuerte!
No sé si se fue el orgullo los nervios, pero lo repetí casi gritando. Me miró con una mueca socarrona y preguntó:
-¿Con elle?
-No, señor.
-No, señor. -respondí, sintiendo amargura en mi boca.
Don Víctor se paró en la tarima, y me tiró el borrador.
Lo esquivé con un movimiento, pero me hervía la sangre. Recogí el borrador y, sin pedir permiso, fui al pizarrón. Escribí mi nombre, me di vuelta, me acerqué al escritorio del maestro. Éste me miraba furioso.
-Su borrador, señor. Se escribe con ge.
Se lo entregué. Volví a mi pupitre y me senté. No había terminado de hacerlo, cuando:
-Póngase de pie, señor… -leyó en el pizarrón mi nombre y esbozó una sonrisa- Yo me llamo Víctor Fierro… y creo que nos entenderemos. Puede sentarse.
Pero al sentarme, grité. Mi compañero había puesto un abrojo en el asiento. Me levanté como una fiera. Tomé la carpeta de cartón piedra y la descargué, con toda la furia contenida hasta ese momento, sobre la cabeza del muchacho quien convirtió su expresión burlona en un gesto de dolor.
El maestro repitió mi nombre, preguntando enojado:
-¿Qué es lo que ha pasado?
-Nada, señor.
Y, por más que insistió, nada dije. En castigo, me mandó al rincón y de espaldas. Mientras miraba con rabia la unión de las dos paredes, sentí su voz dirigiéndose a la clase:
-Mírenlo. Está castigado. Pero puedo estar orgulloso, porque él… es derecho.
::::::
A medida que pasaron los días de clase, fuimos conociendo quien period el maestro Fierro. Fuera de la clase todo el mundo lo llamaba Don Víctor, pero para sus alumnos del año lectivo era el señor Fierro.
Pronto supimos que en su juventud había sido campeón novice de boxeo en peso gallo, jugador de fútbol, que aún period pelotaris de pelota vasca, que había estado en la Escuela Militar y, finalmente, fue al Instituto Pedagógico.
Además, tocaba el bandoneón y representaba en la seccional a la Asociación de Músicos. Todo esto hacia de él un hombre polifacético y ecléctico.
Fuimos perdiendo, poco a poco, el miedo que inspiraba, convirtiéndolo en respeto y atención.
::::::
Hacía tres meses que estábamos en clase, un muchacho llegó con traslado del turno de la mañana.
Por su nombre, le correspondió sentarse a mi lado, y mi antiguo compañero pasó al banco de atrás.
Cuando entró Don Víctor, en forma ordinary se paró sobre la tarima, nos mandó sentar, nos recorrió con la mirada y, al ver el nuevo, se detuvo e inquirió:
-¿Nuevo alumno? -y, sin dejarle responder, siguió- ¿De dónde viene?
-De la mañana, señor. -contestó con voz temerosa.
-¿Por qué? ¿No habrá sido expulsado?
El señor Fierro lo miró severo. En la clase había cuarenta y dos muchachos, pero no se oía ni el respirar.
-No, señor… -la voz se notaba violenta- Tuve que pedir el cambio para ayudar a mi viejo, que le salió una hernia.
-Así es como deben ser los hijos. ¿Qué es su padre?
-Mi padre es checoslovaco y repartidor de leña.
-Excelente. Un hombre de trabajo. Dios quiera que se treatment rápido. ¿Cuál es su nombre y apellido, el suyo?
-Estanislao… -y siguió con un apellido lleno de c, z, ok, y que terminaba en algo como slerk”.
-Pase al frente y escríbalo. -dijo el señor Fierro, quizás recordando lo sucedido conmigo.
Pasó al frente. Lo escribió. Y… seguimos sin poderlo pronunciar.
Volvió al banco y se disponía a sentar cuando vi que el compañero de atrás le había puesto un abrojo.
Intenté quitarlo, pero Estanislao se sentó tan rápido que se posó sobre el pincho y mi mano.
Sólo lanzó un quejido, aguantando, y una mirada de odio hacia mí mientras yo retiraba la mano. Don Víctor tronó:
-¿Qué pasa allí?
-Nada, señor. -respondió Estanislao- Me golpeé contra el pupitre.
A la hora del recreo, el checo vino a buscarme, me dijo que me esperaba a la salida de la escuela.
Le respondí serenamente:
-Sos un maula. -gritó delante de todos.
Sentí que la sangre subía mi cara, adelanté un paso y centré mi pie en una baldosa.
Lo miré fijo a los ojos y, desafiante, dije:
-Pisame esta baldosa…
Estanislao, sin quitar la mirada, no sólo pisó mi pie, sino que, además, se mojó el índice con saliva y me tocó la oreja. Era la ofensa más grande entre la barra de botijas. Extendí mi meñique, arqueándolo mientras murmuraba furioso:
-Enganchá para la salida.
Estanislao enganchó su meñique al mío.
Los separamos enseguida. Los dos escupimos el suelo y pisamos el salivazo. El pacto estaba sellado.
La pelea fue en el baldío que había detrás de la carnicería que estaba a tres cuadras de la escuela.
Los muchachos hicieron rueda. Entre ellos y los pajonales de la quebrada cercana, nadie nos podía ver desde la calle. Fue una pelea brava, él no aflojaba, yo tampoco. Él period altanero, yo también. Él peleaba limpio, yo igual. Él estaba lastimado, yo lo mismo. Él period orgulloso y yo también. Period una lid singular, y no sé en que hubiese terminado si no aparece el carnicero y nos separa.
Unos compañeros aguantaron al checo, y otros a mí, pero la mirada de encono aún mantenía la riña contenida. El que había puesto el abrojo se adelantó, empujado por los demás, y se disculpó:
-Perdoná, Estanislao… pero el Tano no fue… fui yo…
Había tanto miedo y tanta vergüenza en su voz, que el checo y yo nos miramos. Vimos como estábamos los dos.
De mi nariz salía un hilo de sangre, él tenía un ojo medio cerrado. Ambos, las piernas y la cara llenas de machucones y arañazos de las piedras al rodar sobre ellas.
Los uniformes, que habían sido blancos, llenos de tierra y desgarrados. La moña azul, un trapo deshilachado.
Miramos al desgraciado que había provocado todo eso, nos tentamos y largamos una carcajada al unísono desde nuestras bocas adoloridas. Nos dimos la mano y, juntos, nos fuimos calle arriba mientras la barra se dispersaba.
Al día siguiente, Don Víctor entró en clase. Sin saludar, nos llamó a Estanislao y a mí al frente. Nos puso mirando la clase y, como si fuésemos una lámina de ejemplo, empezó:
-Artigas dijo: Sean los orientales tan ilustrados como valientes”. Ustedes son orientales. No sé si nacieron aquí en otras tierras, pero uno es de donde se forma. Para ser valiente no basta con pelear, hay que saber para qué se pelea, por qué se pelea y… cómo se pelea.
Estanislao y yo nos miramos, él tenía el ojo amoratado y yo la nariz hinchada. El uniforme de cada uno, lleno de remiendos y la moña no había forma que estuviera derecha.
A los dos nos dolían las asentaderas de los chancletazos que nos habían dado nuestros respectivos padres. Dentro de todo, period un beneficio estar parados. El maestro continuó:
-Si alguien se vuelve a quejar al sentarse, todos tendrán una plana escribiendo cien veces: Al compañero se le debe respetar”.
El terror recorrió la clase. Una plana period el peor castigo. Period estar toda la mañana repitiendo la misma frase, renglones y renglones, en vez de jugar fútbol en el campito.
-Espero que hayan entendido. -se volvió hacia nosotros dos- En cuanto a ustedes, en penitencia, irán después de clase a mi casa.
Al salir, fuimos tras él como perros mansos y apaleados. En la casa nos enseñó el arte del boxeo, las técnicas, el saber defenderse, proteger la cara, como bailar, como atacar, terminando con un consejo:
-Si te atacan, defiéndete; pero nunca ataques sin razón. El que pelea por guapear es sólo un cobarde que necesita demostrar que no lo es. El verdadero valiente es el que tiene miedo pero, si es necesario, vence su miedo y pelea.
Y, dándonos un café con leche, que tomamos junto a su familia, nos mandó para casa. Esta vez, fuimos dos los que entendimos porqué lo llamaban Don Víctor.
Meses después, avecinándose una fiesta patria, el señor Fierro dijo que ese día premiaría al uniforme más prolijo.
Es que la limpieza, la pulcritud y la prolijidad, eran una manía en él. Nos iba revisando manos, orejas, cuello, pelo, guardapolvo, medias, moñas, zapatos, mientras recorría el pasillo entre los bancos. A la vez que dictaba y escrutaba nuestros cuadernos con ojo avizor.
Para Don Víctor period tan importante que un deber viniese bien hecho como prolijo, sin manchas, ni borrones.
Al saber la noticia, mi madre y las madres de los demás alumnos hicieron uniformes nuevos, de costuras perfectas, con iniciales bordadas con hilo azul en el bolsillo superior, y la moña nueva, planchada, y pespunteada.
Estanislao fue con el suyo de siempre, lleno de zurcidos impecables por tardes partes, muy almidonado, la moña azul con el borde recortado esmeradamente, los hilos de las costuras amarillentos de tantas lavadas, los bolsillos con arrugas planchadas para disimular lo bocones que estaban de tanto uso.
Estanislao se llevó el premio.
-Ser prolijo no es tener cosas nuevas, es mantenerlas como si fueran nuevas.
Fue lo que dijo con voz grave el señor Fierro mientras ponía, en el bolsillo superior del amarillento guardapolvo, una medalla plateada en cuyo centro estaba el escudo de nuestro país.
Otra faceta que nos quedó de Don Víctor es que period un romántico, un idealista y que, a pesar que daba clases de mañana en el colegio de curas y de tarde en nuestra escuela del estado, laica y atea, respetaba ambas tendencias.
Era un socialista de mentalidad common y lo conjugaba con la moral cristiana.
Le sobraba hombría para hablar en ambas escuelas tanto de Dios como de la Revolución Francesa.
Teníamos un libro basic para dar las clases.
Dentro del mismo se mezclaban, como en un conventillo, trozos literarios, aritmética, poemas, geometría y poesías.
El maestro Fierro nos hacía pensar, analizar cada verso. Y luego nos iba preguntando la opinión a cada uno.
Cerca de finalizar el año, recuerdo una poesía sobre un estudiante de química que quiso saber de qué estaba hecho el diamante para comprobar, entristecido, que sólo era negro y oscuro carbón. La poesía terminaba con el verso:
Si quieres ser feliz como dices, no analices, no analices.”
La mayoría de los alumnos respondieron apoyando ese principio, que period mejor dejar las cosas como eran, que la felicidad está en aceptar lo hecho, que no importa de que está hecho…
-No estoy de acuerdo; -indicó Estanislao, al tocarle el turno- vivir feliz con una mentira, es vivir de mentira. Creo que la felicidad es vivir la verdad, aunque a veces duela.
-Y tú… ¿qué opinas? -dijo el maestro, dirigiéndose a mí.
-Que el estudiante hizo bien. -respondí- No comprendo por que se puso triste, más bien debería estar contento. Había descubierto el porqué de lo que buscaba y de qué estaba hecho eso.
Don Víctor siguió preguntando hasta finalizar con el último alumno. Luego empezó a caminar de un lado para el otro en frente del salón. Se detuvo al lado del escritorio. Se sentó. Pronunció el nombre del checo y el mío.
Nos paramos al instante… Éramos los únicos que no coincidíamos con los demás muchachos de la clase. El señor Fierro nos habló, su voz por primera vez era suave, ronca pero suave:
-Muchachos, ustedes son diferentes; -pareció meditar- cada uno a su manera, pero ambos son diferentes a la mayoría… Dios los ayude.
Nos sentamos sin entender lo que nos quería decir.
Poco después terminaba el año lectivo. Nos despedimos del maestro Fierro con cariño.
Todos los muchachos le dijimos:
-Hasta luego, Don Víctor.”
::::::
Al terminar la escuela, solo seis de la clase pensábamos ir al liceo. Los demás seguirían para la Escuela Industrial irían a la Academia de Comercio. Lamentablemente, la preparación que nos brindó el colegio no era lo suficiente buena como para ganar el examen de ingreso a secundaria.
Supimos que Don Víctor, en las vacaciones, preparaba muchachos para dicha prueba; y con él fuimos a estudiar. Daba las clases en el comedor de su casa. Y éstas eran de tres a siete de la tarde.
La casa period una casa más del barrio, con flores en el jardín y en el fondo un gallo que cantaba su señorío.
Pero, también, en la casa estaban las hijas de Don Víctor. Sus nombres las representaban, se llamaban Azucena y Rosa. A la semana de empezar las clases, Estanislao y yo íbamos más temprano y charlábamos con las muchachas en el jardín. Luego pasábamos, al llegar los demás alumnos, al salón donde nos esperaba nuestro educador.
En su casa, el maestro Fierro era distinto: más hablador, más campechano y más severo. Tenía una regla de treinta centímetros la cual nos daba por la cabeza a cada error, mientras hacía su recorrido alrededor de la mesa, analizando lo que habíamos escrito. Si alguien protestaba, siempre respondía con una sonrisa y la misma frase:
-Quien te quiere te hará sufrir… y yo los quiero mucho.
Un día mandó una composición que tratara sobre una flor, nosotros escogeríamos la flor, su voz se volvió burlona:
-Por ejemplo, puede ser la azucena, la rosa…
Yo no me animaba a levantar las cara, sentía la sangre ardiendo en mis orejas. Subí imperceptiblemente los ojos para ver a Estanislao, sentado frente a mí, y comprobé que él estaba igual de colorado.
Hicimos la composición, el checo hizo la de la rosa y yo la de la azucena, ambos sacamos una enormidad de faltas. Aún recuerdo que tuve diecinueve en una sola carilla.
Don Víctor nos enseñó las reglas de la ortografía, las habilidades para saber como se escribe una palabra difícil. A multiplicar y dividir buscando simplificaciones y hacer la prueba en forma veloz.
Nos preparó en geografía, en historia, en todo lo necesario para ganar el examen de ingreso. Y todos los que nos sentamos en esa mesa, lo ganamos.
Cuando estábamos cansados, a mitad de clase, nos daba un reposo. Entonces aparecían sus hijas con unas bandejas donde venían las tazas de café con leche para cada uno y platos con masitas.
¡Qué rico estaba el café con leche, qué ricas estaban las masitas¡… ¡Y qué ricas estaban las hijas de Don Víctor!
Luego, la clase cambiaba de tónica, no se puede ser severo con el estómago lleno.
Pero, en esos momentos nos enseñó cosas de valor para el resto de nuestras vidas. Nos hablaba de la sociedad, de los problemas humanos, nos comentaba citas de Sócrates, de Descartes, de Emerson.
::::::
El viernes, al terminar la clase, don Víctor se puso un saco y tomó una libreta del armario. Estanislao y yo éramos los últimos en salir.
Alargábamos el tiempo en la espera de echarle una ojeada más a las dos flores del maestro. Éste nos miró con una sonrisa burlona y nos preguntó:
-¿Quieren acompañarme, muchachos? Voy a cobrar lo de la Asociación de Músicos. A ustedes les va a gustar por donde iremos.
Inmediatamente dijimos que sí. Pero Don Víctor nos advirtió que volveríamos tarde, por tanto, pasaríamos por nuestras casas, para él avisar a nuestros padres. Así lo hizo.
A las nueve de la noche terminábamos nuestro recorrido por los clubes y pistas de baile, cobrando los derechos de autor. El último period un local detrás del Cerro, parecía una antigua caballeriza.
Era un patio de ladrillos viejos, gastados por los cascos de los caballos del pasado y los taquitos militares de los malevos actuales.
Estaban bailando parejas de taitas y minas, de compadritos milongueros y chinas milonguitas.
Estanislao y yo mirábamos desde el portón, ensimismados por la escena. Era otro mundo, como ver una película con fondo de polcas, valses, tangos y milongas.
Alrededor del patio había cuartos de donde entraban y salían las parejas. En el frente, un salón más grande servía como boliche y otro más pequeño como escritorio, en el cual una señora morocha le pagaba a Don Víctor el impuesto de la Asociación.
Al fondo, una orquesta compuesta de guitarra, bandoneón, piano y violín, interpretaba las piezas, sobre las cuales estaba cobrando el impuesto nuestro maestro.
Se nos acercó un hombre con cara deforme por los golpes, su musculatura asustaba. Nos separamos para dejarlo entrar al cuarto donde estaba la morocha. Nos miró severamente y. con voz que parecía salir de una caverna, nos dijo:
-No vayan a entrar… ustedes son menores.
Al llegar al cuarto, se abrazó con Don Víctor. Era un antiguo compañero de la época de boxeo, pero uno había seguido el camino de la inteligencia y el otro el de la fuerza bruta. Ahora el negro era un boxeador maltratado y olvidado, que lo tenían para mantener el orden en ese patio milonguero.
Nos fuimos de allí. Veníamos bajando la calle de la Fortaleza, cuando don Víctor preguntó qué opinábamos de lo que habíamos visto. Nos pareció volver a oírlo en la clase de cuarto año, indagando nuestra ideas.
-Tiene algo que atrae. -dije, aún emocionado- algo que se siente, es algo morboso, amargo, malevo… pero excitante. Quisiera crecer, ser mayor para poder entrar allí, estar entre esa gente. Quisiera saber qué es lo que sienten y por qué lo sienten.
-Y tú, Estanislao, ¿qué dices? -siguió Don Víctor.
-Es un lugar de vividores, de pobres mujeres. -su voz se notaba agria- Lo que yo quisiera saber es por qué llegaron a eso, por qué tienen que llegar a eso, qué es lo que los lleva a llegar a ser así.
-Siguen siendo diferentes, por eso quise que vinieran.
Murmuró Don Víctor, carraspeó y continuó:
-Estanislao, todo siempre está cambiando. Cada instante de la vida es consecuencia de otras causas y causa de otras consecuencias. Cada ser humano es hijo del pasado y padre del futuro.
::::::
Una semana antes del examen de ingreso, terminaron las clases. Fueron más de dos meses.
Le pagábamos por quincena al maestro. Cada vez que cobraban los viejos.
¿Cuántos sacrificios habrán hecho nuestros padres para que pudiésemos saber algo más?
Don Víctor nos despidió con una merienda que más bien fue una cena. Nos dio un abrazo a cada uno y dijo:
-Esta semana no estudien. Jueguen, diviértanse, pero no traten de repasar. Lo que saben lo tienen en su mente, en la memoria. Leer a último momento es sólo enredar los pensamientos. Y… no importa lo que hagan en la vida, lo importante es que sean derechos.
Estanislao y yo recogimos nuestros útiles. Lo hacíamos por última vez, despacio, queríamos ver a Azucena y a Rosa una vez más.
Don Víctor nos esperaba en el jardín, nos tomó de los hombros, llevándonos a cada lado.
Miró la calle y nos dijo:
-De ustedes dos espero mucho. Dios los ayude, ustedes son diferentes y es muy difícil ser diferentes.
Cerró la puerta cancel y se dio vuelta.
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Pobre Estanislao. Lo último que supe de él, hace algunos años, es que se había unido a un grupo extremista y que fue encontrado muerto a balazos en un monte lejano.
Pobre compañero.
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Mi hijo subió a la azotea y me devolvió a la realidad. Se acercó al muro y le grité que tuviese cuidado. Luego sonreí recordándome a mí mismo y a esa edad.
Me paré y recorrí el paisaje, la bahía, el barrio, la vetusta escuela, la casa del maestro allá próxima al mar y, arriba, cerca del cerro, la casa en que vivió Estanislao.
Bajamos la escalera, mi hijo iba adelante, por la mitad se dio vuelta y me preguntó:
-Qué fuerte es esta escalera… la hiciste tú… ¿No es cierto, papá?
Lo miré. Vi a un niño rubio haciendo una pregunta, y me pareció ver a otro niño muy parecido a él, que veinticinco años atrás, hizo una igual.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y respondí con la misma respuesta que me habían dado:
-No, la hicimos juntos…
Y pensé que todo lo del pasado lo habíamos hecho todos juntos.
Volví a mirar el paisaje. La casa de Don Víctor, la de Estanislao, la escuela, los fondos con gallinero.
Pero ya no estaba el maestro, ni estaba el compañero checo.
Bajé al patio, bajé a la realidad.
Pero, dentro mío siempre estará el recuerdo de Don Víctor.
Un hombre que respeté.
15 > MATE AMARGO > DON CHACHO
Eran las diez de la mañana cuando el tren paró en la Estación Central.
Hipólito Gumersindo bajó con temor. Estaba impresionado por las estructuras de hierro que se levantaban sobre su cabeza y el vaivén de la gente que recorría los andenes.
Apretó el atadito de ropa bajo su brazo y el miedo de sus quince años dentro de corazón.
Venía de un pequeño pueblo, allá en San José, cercano al arroyo de la Virgen.
Un pequeño pueblo donde el tren solamente paraba para recoger los tarros de la leche y, algunas veces, un muchacho que se iba para Montevideo buscando hacer unos pesos.
Subió por la calle Paraguay.
Temeroso, preguntó para tomar el 16. Subió al tranvía y, sacando un real de su pañuelo anudado, pagó.
Soportó la mirada socarrona del guarda y, humilde, le pidió que hiciera el favor de avisarle cuando llegar a Llupes. El guarda sintió lástima y le dijo:
-Quédese aquí, a mi lado.
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Recordaba la noche aquella en que trajeron a su padre con las vísceras afuera, luego de una pelea por líos de faldas.
Recordaba los años siguientes, donde su madre lavaba, cosía, araba, servía en la pulpería y aún tenía un momento de cariño para él y su hermana.
Apenas Hipólito tuvo fuerzas para trabajar, lo pusieron en una chacra a cuidar vacas y limpiar el establo.
Luego pasó a ordeñar, llevar la leche a la estación y cualquier cosa que pudiera hacer.
Era el muchacho de los mandados y así lo llamaban.
Y de tanto decirle muchacho” le quedó el apodo:
-¡Eh! Chacho, andá a recoger las vacas.”
-¡Chacho! Que el redomón se escapó. Traelo enseguida.”
Un día llegó un hermano de su madre que, años atrás, se había ido a Montevideo.
Le prometió conseguirle trabajo al Chacho en una curtiembre de Nuevo París, donde él estaba.
::::::
Chacho volvió a la realidad al oír que el guarda le hablaba:
-Ya llegamos a Belveder, ésa es la calle Llupes. ¿A donde vas, botija?
-Gracias, señor. A la casa de mi tío. -sacó la dirección del bolsillo- Es en Santa Lucía 7523.
-Debe ser como ocho cuadras derecho y luego una a la izquierda. -le indicó el guarda.
Pero, vio la mirada de oveja guacha del Chacho, y agregó:
-Si te perdés, preguntá a cualquier viejo… cuidado, botija.
Un año después, Hipólito volvía por esa calle y a nadie tenía que preguntar.
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Maruja trabajaba en la curtiembre. Era una obrera.
Joven, de piel blanca, cabellos renegridos que le llegaban a la cintura, senos bien formados, caderas excitantes, piernas bien torneadas, ojos brillantes, mejillas rosadas, boca carnosa, sensual, vivaz, atrevida, divertida.
En fin… toda una hembra, demasiado hembra para un solo hombre, y muchos ya habían pasado por ella.
Iban por un rato, pero hubo dos que se quedaron en su vida. El Flaco, un malevo vividor y degenerado.
Y el Chacho, que se enamoró de ella.
Todos creyeron que era ceguera de pasión, pero las miradas furiosas de Hipólito acabaron, frente a él, con los comentarios sobre María Julia.
El Flaco mató a un muchacho, allá por Garzón. Lo pusieron preso.
Chacho se convirtió en la sombra de Maruja, y ella era el sol para él. Se casaron.
Dentro del vestido de novia iba una hembra y dentro de la hembra, un hijo del Chacho.
Hipólito fue progresando en la curtiembre, trajo a su hermana, levantó una casita cerca del camino Common Hornos… y tuvo otro hijo con Maruja.
Por los misterios de la naturaleza humana, María Julia fue demasiado hembra para un solo hombre, pero los dos hijos sólo fueron de uno: del Chacho. Eran su viva imagen, tanto Enrique el mayor, como Elena la segunda.
Pronto Maruja no soportó la monotonía de un hogar regular y volvió a trabajar en la curtiembre.
Pronto hubo otros hombres para visitar amuebladas y Chacho el hombre bueno para soportar las excusas de que iba al centro con las amigas.
Los años acabaron con las excusas y al volver tarde sólo encontraba al Chacho que, detrás de la bombilla, ponía una barrera de silencio a la mentira y tragaba con el mate amargo su propia amargura.
La hermana, ya casada, y la madre del Chacho se fueron a vivir a otro barrio. El hogar quedó en manos de Hipólito y sus hijos.
Maruja period la señora que llegaba tarde y que los sábados se iba con una amiga al cine.
Se había convertido en la amante fija de uno de los gerentes de la curtiembre, veía a menudo al Flaco que, ya salido de la cárcel, seguía con dominio sádico sobre ella. Y un día, el Flaco apareció en un baldío con un puñal que alguien le puso dentro del pecho.
Don Chacho vio venir a Maruja temprano, sentarse en el sillón delante de él, bordar nuevamente como en los primeros años, pero el muro de silencio tenía piedras muy grandes de recuerdos.
Los hijos se hicieron mayores, se casaron, se fueron. Siempre invitaban a Don Chacho para que fuera a sus casas, pero ellos jamás volvieron a la de su madre.
A Maruja ya se le notaban los años en su cara, pero no en el cuerpo. Pasaba más tiempo bordando en el sillón, frente a Hipólito. Pero, siempre tenía una escapada con el gerente con alguno de los empleados jóvenes, su nueva afición en la curtiembre.
Don Chacho se había hecho querer y respetar por todos, a pesar de su esposa.
Algunos hasta lo defendían, decían que tal vez no supiera quien era María Julia, que el marido es el último que se entera.
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Pasaron los años. Maruja se jubiló. Le sobraba el día para disfrutar. De noche bordaba cerca de Don Chacho.
Hipólito podía jubilarse, pero no lo hizo. El trabajo suele ser una droga donde ahogar la tristeza de la realidad.
Eran las diez de la noche.
Don Chacho dejó de tomar mate, revolvió la yerba con la bombilla, sintió en el pecho una extraña sensación.
Miró a María Julia, ésta bordaba. Por la radio cantaban un tango.
Se escuchó a sí mismo diciendo:
-Maruja.
-Sí, Chacho.
Maruja respondió asombrada, sin atreverse a levantar los ojos del bordado. Él continuó:
-¿Sabés una cosa?…
-¿Qué, Chacho?..
-Yo siempre supe lo del Flaco… y lo del gerente… lo de todos.
Maruja sentía rabia. Quería gritarle a ese hombre. Pero él hablaba sereno, mirando el fondo del mate, y seguía:
-Por años he tragado la amargura de saber que siempre tenías otro. Me mentía a mí mismo, diciendo que callaba por los botijas, después que ya era viejo para divorciarme.
-¿Y ahora?… -susurró ella, mientras simulaba seguir bordando.
-No sé. Antes, cuando volvías, sabía hasta con quien habías estado. Odiaba el fragrance de jabón de amueblada que traías. Pero prefería tomar el mate y escuchar a Gardel…
Unas lágrimas calladas bajaron por las mejillas de María Julia para llegar a su boca, aún carnosa y sensual. Seguía mirando el bordado.
-¿Por qué no hablaste? -murmuró con voz quebrada.
-No lo sé. Cada vez que tomaba mate, sentía que la angustia me abría un agujerito en el estómago y por él se me iba pasando la amargura con el mate. Pero hoy creo que el agujero se cerró. Será que ya no siento angustia ya no pasa el mate, pero tenía que decírtelo.
-¿Ahora?… ¿Para qué? -Maruja levantó la mirada.
-¿Para qué?… Para que supieras que nunca me engañaste, que siempre lo supe… y que, a pesar de todo, siempre te quise.
Dejó el mate sobre la mesa y se fue a acostar.
María Julia, por primera vez en su vida, se sentía avergonzada, se sentía lo que period.
Comprendía que había tenido un hombre de verdad a su lado, un hombre que ella creía humillar y la que se había rebajado era ella… y lloró.
Lloró por él, lloró por ella, lloró por una vida perdida.
Don Chacho murió esa noche.
El médico dijo que fue de un infarto.
Pero hay quienes piensan que fue la amargura que, no pudiendo pasar con el mate, le llegó al corazón..oo0oo…
16 > EL FOTÓGRAFO > DON ALEJANDRO
Cuando llegó Don Alejandro al barrio, la mayoría de los muchachos de la barra no habíamos todavía nacido.
Fue allá, por el veinte y pico.
Dicen las viejas, nuestras madres, que llegó con su máquina fotográfica, con su trípode y sus cajones llenos de latas y botellas con olor ácido.
Sacaba fotos en la entrada del cine, aquél donde pasaban películas mudas, donde la tía del Billy tocaba el piano mientras Rodolfo Valentino rescataba a la muchacha de las garras del villano.
Si no estaba allí, se le encontraba en la plaza de la iglesia, sacando fotos de primeras comuniones, bautizos, y ofreciéndose para tomar placas” de algún casamiento.
En verano solía estar en las escaleras de la playa, para grabar la atrevida foto de un señor mostachudo en traje de baño rayado, el cual le llegaba desde el cuello hasta las rodillas, con un mínimo escote para mostrar su pecho velludo y viril.
Las damas, cuando llegaban al colmo de la valentía y se sacaban una foto, estaban con un montón de niños delante de sus piernas, a fin de ocultar sus curvas, y con unas amplia sombrillas para dar una pudorosa sombra sobre sus sonrojadas caras.
En invierno, su lugar preferido era la puerta del membership de fútbol, siempre listo para imprimir en los clisés el recuerdo de la despedida de soltero de alguno de nuestros viejos.
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Cuando conocimos a Don Alejandro seguía siendo igual a aquel entonces. Parecía un personaje de fotografía antigua, en blanco y negro, con cierto toque ocre de cosa vieja.
Su piel period blanca, los cabellos negros, los bigotes lacios, estirados, renegridos, de porte marcial.
Era delgado pero fornido, de espesas cejas oscuras. Vestía de gris, camisas blancas y corbata negra. Sus modales eran circunspectos y su actitud extremadamente formal.
Según nos contaban, había llegado de Bulgaria, Hungría Yugoslavia. Trajo sólo un pequeño baúl y su máquina fotográfica callejera. Se fue a vivir al cuarto del fondo de una antigua casa de la calle principal del barrio.
Cuarto que le alquilaba una vieja familia de añejo apellido, que sólo le quedaba la casona y una hija flaca y solterona.
Alejandro se casó con ella.
Puso en la sala del frente la casa fotográfica y sobre la puerta un letrero pintado por él, que decía:
FOTOGRAFÍA ALEJANDRO”
Niños – Primera Comunión – Casamiento – Carnet – Pasaporte
Al leerlo, parecía el resumen de la vida de cada individuo.
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Ir a sacarse una fotografía era todo un acontecimiento, el cual llevaba su preparación correspondiente:
Primero se iba al peluquero.
Luego, recién bañado y peinado a la gomina, se ponía la mejor ropa, como mínimo la dominguera.
Se ensayaba delante el espejo la pose, la expresión del rostro, se buscaba el mejor lado de la cara.
Pero nunca la sonrisa, salir sonriente en una foto period una falta de respeto para el fotógrafo y de seriedad para quien tuviese el honor de recibir la fotografía.
Preámbulos inútiles, siempre se salía tieso, con los ojos asustados por el fogonazo del magnesio, el nerviosismo del suplicio de tantos focos y una expresión de intriga por lo que estuviera haciendo el fotógrafo dentro la bolsa negra detrás de la máquina fotográfica.
A los botijas no nos gustaba sacarnos fotografías, nos parecía que nos tomaban algo de nosotros.
Y, al vernos después representados en la placa, teníamos ganas de tocarnos el cuerpo y la cara, para comprobar si estábamos completos y que esa imagen no se había llevado nada de nosotros mismos.
Durante todo el año siempre se podía ir a la casa fotográfica y encontrar allí a Don Alejandro tras la vitrina.
A lo sumo se tenía que esperar un instante para que saliera del estudio del cuarto oscuro, luego de escuchar el sonido de las campanillas que tocaban al abrirse la puerta principal.
Pero en verano sólo se encontraba a la señora. Ella tomaba los encargos y hasta había aprendido a sacar fotos de carnet y pasaporte. Es que en esa época, Don Alejandro volvía a sus viejos tiempos y seguía paseando con su antigua máquina de cajón, su trípode y tachos de líquidos.
Iba, como antaño, a la entrada de la playa, a la salida de los partidos de fútbol y finalmente, en el atardecer, a la plaza de la iglesia ofreciéndose para tomar un bautizo.
Los tiempos se habían modernizado. Había aparecido la máquina Kodak de cajón y con ella surgido los aficionados, que tomaban instantáneas a los de su familia, a los paisajes, a las costumbres.
También el taller fotográfico de Don Alejandro había progresado. Tenía máquinas refinadas que sacaba fotos de carnet, cuatro a la vez, aparatos raros que reducían las fotografías a pequeños discos.
Discos, que los hombres llevaban en la billetera tras una lámina de mica, y las mujeres ocultaban en un medallón que llevaban al cuello y que coquetamente mostraban su inside a una amiga íntima.
Había otras máquinas que ampliaban las fotos en grandes cuadros, que luego se ponían en enormes marcos y con un vidrio combo, para dar la sensación de que estuviesen mirando a través de una ventana.
Casi siempre eran fotos de niñas con su vestido de quince años, mujeres con su traje de novia.
Fotos que parecían cuadros donde el fotógrafo, mediante un pequeño pago further, hacía retoques y daba ligeros matices de colour a la reproducción, de tal manera que todas las mujeres parecían románticas figuras salidas de la portada de un libro de poesías.
Pero ninguna fotografía igualaba en calidad, en realismo, en vivencia, a aquellas duras fotos de la máquina callejera.
Fotos reproducidas sobre una gruesa cartulina, en la cual del lado de atrás ya venía impreso el nombre del fotógrafo, el país donde se había sacado, unos renglones para escribir, un pequeño rectángulo en una esquina para poner la estampilla; y, debajo, tres rayas punteadas para poner la dirección y el nombre del destinatario.
Fueron las fotos que se sacaron para mandar a los parientes que habían quedado en Europa.
Fotos que se enviaban para mostrarles lo que se había podido hacer en América, que la familia aumentaba y que los hijos se parecían a los abuelos lejanos.
Se sacaban una por vez y, si se quería tener más copias, el fotógrafo tomaba la primer foto y la ponía sobre un soporte que salía de abajo de la máquina, como una lengua rígida, y colocándola frente al único ojo de vidrio del aparato, repetía la operación tantas veces como duplicaciones se necesitasen.
-¿Cuántas copias quiere, señor? -decía Don Alejandro, mientras muy profesionalmente estiraba sus bigotes entre pulgar e índice.
Y los gallegos, tanos y demás gringos, empezaban la cuenta discutiendo con la señora:
-Una para tu mamá, otra para la mía y otra para la tía María… pobre, se quedó soltera y le gusta tener fotos de los sobrinos.
-Bueno, tres. Pero nada más. Mire que son caras. -decía la ahorrativa señora.
-Por cuatro le hago una rebaja, -respondía Don Alejandro- guarde una como recuerdo.
Nunca se supo porque prefirió fuesen cantidades pares, debe haber sido algo natural en él. Su esposa tuvo familia una sola vez. Fueron mellizos. Eran iguales a él, iguales entre ellos: tiesos, formales, circunspectos, vestidos de gris. Parecían copias reducidas que hubiesen salido de la misma placa, y el authentic period Don Alejandro.
Su similitud fue motivo de bromas, cachadas y asombro durante nuestra niñez. Recuerdo que una vez me peleé con uno de ellos por un bochón de porcelana que le había ganado a la bolita. Yo obtuve mi bochón y uno de los mellizos un ojo negro.
Al entrar a clase el siguiente día, los dos mellizos llegaron con el mismo ojo en compota.
Luego, me enteré que el bochón era del otro hermano y que habían peleado entre sí. Lo que nunca pude saber, fue con quien de los dos me había peleado.
Don Alejandro tenía la costumbre de poner una copia de todas las fotografías, sobre todo de los del barrio, en vitrinas y vidrieras del frente de la casa fotográfica.
Las vitrinas y las fotos seguían a través del corredor y luego rodearon las paredes del salón del comercio, ha medida que la población aumentaba.
Period un archivo de todos los seres del barrio.
Si fallecía alguien que allí estuviese representado, Don Alejandro sacaba su fotografía y ponía en su lugar alguna de un nacimiento un bautizo reciente. Period como una representación de la continuidad de la vida.
La máquina fotográfica se fue haciendo cada vez más widespread, la tenía casi todo el mundo. Solamente se iba a lo de Don Alejandro a sacarse fotos especiales, con retoques, para regalar a alguien que prefiriese nuestro corazón, para recordar la primera comunión el día de casamiento.
Ya había llegado la fotografía a color, pero Don Alejandro period un profesional y nunca las recomendaba, prefería el blanco y negro, con sus artísticos retoques, sus esfumados y sus matices de tenue coloration.
El negocio prosperaba, se vendían rebuscadas máquinas fotográficas, mediante las cuales se sacaban fotografías de virtuosismo… luego de media hora de estudios de la luz, diafragma, foco, distancia, velocidad del obturador, sensibilidad de la película y la paciencia de los demás.
Había máquinas que parecían cajoncitos cuadrados, otras largas y estiradas, algunas que había que ponerles las placas atrás e ir sacándoles unos papelitos negros.
Otras parecían estuches y se tenía que enroscar para adelante y para atrás el lente.
Las había que, al abrir la tapa, avanzaban para adelante como un resorte, arrastrando tras de sí un cuerpo versatile y plegado parecido a un acordeón.
Algunas traían un trípode de tubitos y un botoncito. Al apretarlo, el que sacaba la foto corría para ubicarse en el grupo s fotografiar…
Casi siempre aparecía en la fotografía mostrando sus espaldas, movido, mal colocado, estirando el cuello mientras preguntaba si ya se había disparado.
También había para sacar instantáneas sin tanto pensar, eran las que más se vendían.
Pero, el principal negocio estaba en vender rollos de películas fotográficas, luego revelarlas y sacar las copias que solicitase el aficionado.
También se vendían marcos, estuches y álbumenes.
Colocar un rollo period labor digna de la paciencia de un santo. Se tenía que romper la caja de cartulina en donde venían, nunca salían por los extremos.
A continuación aparecía un envoltorio de un materials versatile, sellado, el cual se estiraba apretándose contra el contenido y nunca se rompía.
Luego de desgarrarlo con los dientes, se encontraba un canuto negro, del cual sobresalía una lengüeta amarilla que tenía algo escrito en gringo.
Abríamos la máquina por atrás, con delicadeza, nos daba la sensación de violar el recato de una parte prohibida. Todo period negro, oscuro, como un dormitorio cuando se apaga la luz.
Después de varios intentos, engranábamos el carrete negro y enganchábamos la lengua amarilla en otro tubito que tenía la máquina.
Cerrábamos rápidamente la puerta de atrás, en la cual una pequeña ventana nos dejaba atisbar, como chismosos, su inside.
Y… ahí empezaba el suplicio.
Uno giraba la ruedita y por la ventana comenzaban a pasar en una sucesión interminable: cuadros amarillos, puntos, símbolos extraños, letras.
::::::
Con el tiempo, Don Alejandro fue dejando de atender al público, sólo venía al salón cuando alguien necesitaba algo muy especial y, como un patriarca, sus decisiones se escuchaban sin interrumpir y sin derecho a apelación.
Don Alejandro pasaba en su laboratorio, allá en el cuarto del fondo. Dejó el frente del negocio a su esposa y a los hijos ya hechos muchachos. Ellos ya sabían sacar fotos, recomendar el tipo de rollo, revelar.
Nos daban en un sobresito las fotografías y, envuelto en papel celofán, el negativo.
Agarrábamos las fotografías con las yemas de los dedos, por el borde, temiendo tocarlas.
Las sentíamos húmedas, viscosas, como una criatura que estuviese recién saliendo de las entrañas de su madre.
Luego, tomábamos confianza, perdíamos respeto y las barajábamos como naipes de la vida.
Pero con el negativo period distinto: lo ocultábamos, lo poníamos aparte y casi siempre terminaba perdiéndose.
Tratábamos de no verlo, period algo que nos impresionaba, como si allí estuviese grabada la parte mala, negativa, de nosotros. Donde lo que creíamos blanco era negro, y lo oscuro se volvía claro.
::::::
Luego de saludar a mi madre salgo a la calle.
El barrio está igual. Hace veinticinco años que lo dejé.
Sólo hay dos casas nuevas. Las otras siguen allí, con sus frentes grises, sus puertas barnizadas, sus persianas con celosías y sus comentarios detrás de ellas.
Voy hasta la calle principal. Veo un anuncio luminoso:
FOTO ESTUDIO ALEX
FOTOGRAFÍA ALEJANDRO”
Niños – Primera Comunión – Casamiento – Carnet – Pasaporte
Pienso que he pasado por todas esas impresiones. Toda una vida.
Llego hasta la puerta del local. Arriba de ella aún está el letrero. Entro. En las vidrieras se mantiene la costumbre de tener las fotografías de la gente del barrio.
Son caras nuevas, no reconozco a nadie.
De atrás del mostrador sale una copia de Don Alejandro.
Es una copia nueva, moderna, a colores, no en blanco y negro como period el viejo.
El actual es de cabellos castaños, ojos azules, cara sonrosada, vestido con ropa deportiva. En lo demás, es igual al viejo unique. Sonriente me pregunta:
-¿Buscaba alguna cosa, señor?
-Un botija rubio, que entró aquí cuando tenía siete años… uno que se peleó por un bochón de porcelana… aunque, no supe si fue con vos con tu hermano. -señalo una vitrina- Su foto estaba allí.
Me mira fijamente. Me reconoce. Me abraza emocionado.
Charlamos, reímos, cube que su hermano mellizo trabaja en el Centro, que también tiene un estudio fotográfico.
Que ambos se habían casado, y también ellos tuvieron hijos gemelos. Cosas de la fotografía.
Recordamos aquellos tiempos, nuestra niñez y juventud, nos consolamos mutuamente por nuestros padres ya idos.
Por un momento se queda callado, pensativo, y me cube:
-En el laboratorio del viejo, allá en el fondo, están guardadas las vitrinas de entonces. ¿Quién sabe?…
Vamos, revolvemos.
Pasan frente a mis ojos antiguas fotos, rostros de amigos, caras de personas mayores que ya no están, compañeros de la barra.
Imágenes de muchachitas que en cierto momento creí que cada una de ellas era el amor de mi juventud.
Y de pronto… ahí está la fotografía.
Veo a un botija de ojos claros, flaco, formal, muy tieso, esbozando una sonrisa forzada, temeroso, vestido con uniforme de marinerito.
En la gorra se lee el nombre de este país.
Me parece sentir a mi madre peinándome por enésima vez.
Me parece ver a Don Alejandro detrás de su máquina.
Me parece oír la voz de mi padre diciéndome:
-Property quieto. Esta fotografía la va a ver el nonno en Italia.
Y, sin saber porqué, siento rodar por mis mejillas una lágrima.
Alex se va…
17 > POMIDORO SECO > DON JORGE
Hacía poco que habían puesto el almacén en la esquina frente a la plaza.
Era una casa vieja con una puerta muy grande, muy alta, de ventanas enormes, comprar anticaida que se cerraban con persianas pesadas y una tranca de hierro por dentro.
Para llegar al almacén había que subir tres escalones de mármol, dar unos pasos por el antiguo zaguán de granito, que en alguna época debió ser negro, subir otro par de escalones de roble y, finalmente, se estaba en el negocio, antigua sala que en su piso de tablas machimbradas guardaba aún la nostalgia de valses idos.
Los perfumes de Francia, el de los jazmines, los vestidos de seda y los zapatos de charol, habían sido reemplazados por el olor del fiambre, las restas de ajos y cebollas, las bolsas de papas y las chancletas de Don Jorge.
Llegó un día, trayendo todas sus cosas en un camioncito, lo ayudaban otros armenios como él.
Hizo varios viajes y, en el último, venía el mostrador, un montón de tarros, sus hijas de pocos años y su esposa. Todos apretados en la parte de atrás del camión, mientras Don Jorge junto al chofer, traía la balanza sobre sus rodillas.
::::::
Mi madre me llamó y me dijo que fuera a hacer un mandado a Doña Silvina, una vieja italiana que nunca salía de su casa.
Casa que apenas se veía tras un jardín de tupidos árboles.
A regañadientes fui hasta la casa, atravesé con temor el jardín y, con más temor, toqué la campanilla. Mi miedo fue en aumento, apareció una vieja encorvada, toda llena de arrugas, con el pelo totalmente blanco, que me hizo pensar en los cuentos de brujas.
Al hacerme pasar a la casa, el olor de antiguo, a humedad, a flores de cementerio, me cohibió. Pero la voz de Doña Silvina borró todo eso. Era voz llena de ternura, voz de abuela, de abuela solitaria:
-Mirá, traeme por favor, del almacén de la esquina, un cuarto kilo de yerba, otro de azúcar, medio de boniato y medio de zapallo. Está todo anotado. ¿Ya sabés leer, mi viejo? ¡Ah! Aquí tenés la yapa, para vos.
Rechacé con amabilidad el caramelo que me daba. Mi madre me había dicho, bien claro, que no aceptara nada. Que la pobre señora no tenía a nadie, que todos los hijos se habían ido para la Argentina y que, al morir su esposo, se había quedado sola.
Don Jorge me entregó el pedido, abrió un frasco de vidrió, sacó un caramelo y lo puso junto a la bolsa:
-Tomá la yapa. ¿Querés hacerme otro mandado?
Devolví el obsequio, agarré el paquete y respondí:
-No, gracias. Si me deja mi vieja, le hago los mandados.
Mi madre no me dejó. Pero, con las semanas, fue aumentando la amistad entre el armenio y la barriada.
Los muchachos íbamos a verlo, luego de hacer nuestros deberes de la escuela. Nos entreteníamos viéndolo envolver ágilmente los paquetes de azúcar, yerba, sal gruesa, en una hoja cuadrada de astrasa, a la cual convertía en una bolsita de la que nada se perdía.
Pasábamos el rato mirando los frascos llenos de bolitas de diferentes colores, de caramelos, verdes de menta, marrones de leche, de chocolatines brillantes.
Nos asombraba la habilidad de medir el vino, el aceite y el querosén, en unos golpeados tarros de bronce que parecían iguales, pero Don Jorge nunca mezclaba los sabores.
Además, al levantar las tapas inclinadas de los cajones de harina, del afrechillo, del maíz, era como si estuviésemos descubriendo arcones de piratas.
Pero, la mejor diversión era verlo sacar las longanizas y chorizos que, con una caña, descolgaba del techo. Todo eso nos entretenía, y sólo salíamos del almacén sin decir nada en dos ocasiones.
Una, cuando aparecían las dos hijas, siempre estaban mocosas, con la ropa mal puesta y oliendo a pipí.
La otra, cuando veíamos que acomodaba los pedidos sobre el mostrador. Period seguro que iba a pedir si queríamos repartirlos.
Sin embargo, había veces que yo me quedaba y, a escondidas de mi madre, le hacía el mandado. Siempre me daba la yapa, hasta de chocolatines, y siempre la rechazaba.
Hasta que un día me dio un vintén.
Lo agarré. Lo observé por todos lados. Brillaba. Y era mío. Miré a Don Jorge y le pedí:
-Una bolita azul, Don Jorge, por favor.
Y, con mucho orgullo, pagué con el mismo vintén.
El armenio sacó la bolita y, ante mi asombro, rompió un cuadrado de papel de seda, la envolvió con su habilidad y me entregó el paquete.
::::::
Don Jorge trajo parte de sus costumbres y tomó parte de las nuestras. Aprendió a tomar mate, a discutir de fútbol, y hasta tener una botella de caña para alargar las tardecitas frías, mientras hablaba con alguno de los viejos.
Nos dio unas pizzas armenias muy finas de espesor y calidad, unos frascos llenos de berenjenas y morrones en vinagre. Unos dulces exquisitos de sabor explicit.
Y sobre todo nos dio el pomidoro que, aun siendo de origen italiano, Don Jorge lo hacía maravilloso, concentrado.
Juntaba todos los tomates que en verano le sobraban diariamente en el almacén, por estar demasiado maduros, y los ponía en la azotea en grandes frascos. Allí la salsa iba tomando cuerpo y espesando hasta llegar el invierno, para ser el pomidoro, base de guisos y tucos.
En mi casa había un parral que nos daba sombra y buenos racimos de uvas.
Apenas reverdecía, el armenio me pedía algunas hojas tiernas del parral. Luego, mandaba con sus hijas un plato de hojas rellenas con algo de sabor exquisito.
Muchas veces nos dijo su nombre en armenio, nunca lo aprendimos. Lo bautizamos Parra Rellena, y así le quedó.
En compensación, cuando yo iba a comprar pomidoro, sacaba un frasco de abajo del mostrador, servía la cantidad pedida, la envolvía en papel doble, y me susurraba:
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Las hijas del armenio crecieron. Se volvieron muchachas bellas, de pelo negro, ojos negros, de pestañas negras y de piel muy blanca. Y, los muchachos nos olvidamos que habían tenido mocos y que habían olido a pipí.
También el negocio del armenio creció. Compró el almacén que estaba alquilando, luego adquirió un depósito cercano y consiguió la distribución de flamable para toda la zona.
Puso a otro armenio detrás del mostrador del almacén, pero Don Jorge era quien llevaba las libretas.
Yo ya estaba estudiando el último año del liceo, pero seguía dando las hojas de parra en verano y comprando el pomidoro en invierno. Don Jorge siempre me atendía con su sonrisa típica y me repetía:
-¿Querés hacerme un mandado, Rubio?
Y alargando la mano, me mostraba un vintén.
::::::
El negocio del flamable prosperó y casi todo Montevideo dependía de la Distribuidora Asur.
Las hijas se hicieron hermosas señoritas atractivas y, quizás en venganza por los infantiles desprecios de cuando eran mocosas, nunca miraron a ninguno del barrio.
Se casaron con unos hijos de armenios y toda la familia se mudó para el Paso Molino.
Don Jorge, junto con los yernos, puso una oficina y un depósito cerca de Capurro para centralizar la distribución del combustible.
Pero, el viejo venía todas las tardes a visitar su almacén, se sentaba en el escalón de la entrada esperando a los viejos para charlar.
Yo me había casado y estaba tratando de levantar mi hogar sin pedir ayuda.
La situación era difícil pero podíamos vivir, estirando el sueldo como sólo la esposa de un empleado lo puede hacer.
Mi hijo cumplía un mes de nacido y, con lo últimos cincuenta pesos, salí a buscar un regalo para el botija.
En las Barreras compré masitas para mi señora y para él una pelota de colores, una más grande que la criatura.
Los padres siempre ven grandes a sus hijos pequeños, y los ven pequeños cuando son grandes.
Subí al tranvía con los dos paquetes. Hice equilibrio, colgado del pasamano, hasta llegar a la plaza. Me bajé.
No necesité revisarme el bolsillo, tenía la sensación de vacío. Me habían robado.
Llegué a la casa. Apacigüé a mi señora. Puse la pelota en la cuna y, sin decir más, salí para el almacén.
Don Jorge estaba sentado en el escalón.
-Buenas tardes, Don Jorge. -dije impulsivamente- ¿Podría hablar con usted?
-¡Cómo no, Rubio!… ya me estás hablando. -me respondió con su sonrisa burlona.
-¿Podríamos hablar adentro? Es algo personal. -mi voz era un murmullo.
El viejo armenio se levantó lentamente por el peso de su cuerpo y de los años. Le ayudé y, juntos, fuimos al patio detrás del almacén. Aún olía a berenjenas, a morrones, a dulces, a pomidoro, a parra rellena. Le conté lo sucedido.
-Y, Don Jorge, todavía faltan diez días para fin de mes… -dije avergonzado.
-¿Querés libreta? Con mucho gusto. -me respondió.
La sangre me subió a la cara, moví la cabeza negando, me sentía igual que de niño rechazando la yapa. Don Jorge sacó la billetera, agachó la cara para no mirarme:
-¿Cuánto precisás?
-Sólo cincuenta. A fin de mes se los devuelvo. ¿Necesita algo de garantía?
-Sí…
Levanté la vista con rabia, encontré su sonrisa burlona, y repitió:
-Sí… un vintén. Además, no te apurés en pagarme. Yo nunca te pagué las hojas de parra.
Me dio los cincuenta pesos y, como años atrás, con el mismo dinero compré en ese almacén.
::::::
Ya mi hijo jugaba fútbol en el cuadro del barrio y mi vida se había encauzado, cuando un sábado de tarde bajé del ómnibus.
Crucé la avenida, pasé sobre los rieles de un tranvía que hacía años había hecho su último viaje.
Atravesé por la plaza reverdecida de primavera y llegué a la esquina del almacén.
Unas cuadras más abajo se encontraba mi casa.
En la esquina, sentado en el escalón, recostado sobre el marco de la puerta, estaba Don Jorge.
Hacía tiempo que no lo veía, tal vez años. Me acerqué:
-Buenas tardes, Don Jorge… tiempo sin verlo.
-Hola, Rubio… -me miró con melancolía- ¿Querés sentarte un rato?
Me senté en el escalón, apoyándome del otro lado del umbral. Hablamos de tiempos idos, recordamos sucesos y personas pasadas…
De pronto, la brisa trajo hasta nuestros pies un sobre de pomidoro, de esos de plástico.
-¿Te acordás, Rubio, cuando te vendía el más seco?…
-Sí. ¡Y qué sabroso que period! ¡Qué bien lo hacía usted!
-Ahora ya no sirvo ni para hacer eso. Mis yernos manejan el negocio, mis hijas me dicen que los deje solos, que yo no sé administrarlo, que estoy viejo…
-Bueno, Don Jorge, es hora que usted descanse… -dije, por decir.
-¿Y sabés una cosa, Rubio?… -seguía hablando sin escucharme- lo peor de todo, es que tienen razón, ya no sirvo para nada. Ni para hacer pomidoro, ahora lo venden en sobresitos. ¡Qué se le va a hacer, Rubio!
Nos quedamos en silencio, mirando el sobre vacío.
Nos quedamos meditando cada uno en su vida.
No sé cuanto tiempo pasó. De pronto su voz me sobresaltó, parecía como si viniese desde lejos:
-¿Querés hacerme un mandado, Rubio? ¿Querés ganarte un vintén?
-Como no, Don Jorge. -contesté, creyendo que hablaba en broma.
-Pedile a tu vieja una hojas de parra, para hacerlas rellenas…
Temblé. Hacía tiempo que mi madre no estaba más. Hacía tiempo que el parral se había secado.
Levanté la mirada.
Y allí estaba Don Jorge, con lo ojos cerrados, apoyado contra el marco del viejo portón, sin su sonrisa, con la boca abierta…
Se había ido.
Se había ido..oo0oo…
1982
18 > LA FERRETERÍA > DON DANTE
Bajando la calle, hacia el mar, en la parada del tranvía, frente al club, estaba la ferretería. La ferretería de Don Dante. Nunca lo conocí con otro nombre.
Desde que, de la mano de mi padre, iba prácticamente corriendo a ese mundo maravilloso que veía en las vitrinas.
Grandes vidrieras con estantes enormes que me intrigaban como podían tener tantas cosas… ¡Y tan altas, para mí!.
Qué grande me parecía Don Dante, aún más que mi padre. ¡Y eso ya period mucho decir!
A medida que fue pasando el tiempo, fui creciendo y conociendo más de la ferretería y de Don Dante. Él fue mi mentor sin yo darme cuenta, un poco tío, un poco abuelo, algo de maestro y mucho de filósofo.
En esa esquina fui a comprar de pantalones cortos, luego tomé el tranvía para ir al liceo, después bajé con mi novia y, antes de llevarla con mi madre, la presenté a Don Dante.
A esa ferretería entré con un medio para la chaura del trompo, unos pesos para el vidrio de mi cuarto de recién casado y, al poco tiempo, con un montón de dudas a buscar consejo para ver si buscaba un nuevo camino a mis ansias.
Siempre hallé allí a Don Dante, siempre me dio lo que necesitaba. Y siempre lo vi igual, parecía haber detenido el tiempo. A veces pensé que fue un hombre que nació viejo.
Don Dante period italiano, sin embargo no lo parecía. Pronunciaba perfectamente el español con eses, ces y zetas.
Hablaba en francés con mi padre, en inglés con el gringo del frigorífico, en portugués con el brasilero del membership, en alemán con el dueño de la barraca de carbón.
Se entendía con los polacos y, para completar la cosa, conversaba en guaraní, ese idioma dulce y nasal de los indios, con el paraguayo del almacén.
Tenía una memoria prodigiosa. Se acordaba exactamente del vidrio de la cocina comprado hacía tres años, de cuanto barniz se precisaba para las celosías del balcón de cada casa.
Un día, comprando aguarrás, me dijo que había conocido a mi abuelo cuando, junto al General Roca, iban por el norte argentino abasteciendo el ferrocarril y levantando pueblos.
-¡Hombre de coraje, tu abuelo! Nunca se achicó, ni ante la vida ni frente a los hombres… y esos gauchos eran bravos.
-¿Usted lo conoció, Don Dante? -pregunté, aún dudando.
-Claro que lo conocí. Si viví en la pensión que tenía en Santa Fe. Buena cepa tenés, muchacho. Porque al otro abuelo también lo conocí, cosas de la vida, cuando anduve por el norte de Francia. Todo un señor…
::::::
La ferretería de Don Dante era de una manera especial, hecha en escalones, como si fueran etapas de la vida.
Al entrar estaba el bazar, la parte femenina, llena de porcelanas, cristalería, lámparas, bandejas de plata, platos de porcelana y baterías de cocina. Allí atendía normalmente su señora su hija mayor, ambas tenían la misma edad.
La señora period la tercer esposa, las anteriores habían quedado enterradas como mojones de épocas pasadas, la primera en Alemania y la segunda en Asunción del Paraguay.
Luego del bazar se subía un par de escalones y se pasaba a la ferretería propiamente, llena de herramientas, tenazas, fretachos, brochas, niveles, serruchos, pinturas, barnices, trementina, limas, gubias, cortafierros, piquetas, cerraduras, candados. Y… en un rincón esa cosa negra, dura y de sabor extraño, de la que todos los muchachos le pedíamos un pedacito para masticar: el alquitrán.
Apoyados contra la pared estaban los rastrillos, las palas, las hachas, los baldes, los escardillos, las bolsas de yeso.
En la estantería guardaba las cartulinas caladas, con dibujos de cornisas, que nuestros padres pintaban con nostalgia de las molduras de mármol de la vieja Europa.
También estaba el mundo infinito de llaves, canillas, sifones, timbres, tapas, cables, cintas, clavos, tornillos, remaches. Todavía hoy día me cuesta comprender como podía tener tantas cosas en tan poco lugar.
Sobre el mostrador, Don Dante tenía un libro viejo, ajado y hojeado, con figuras de más herramientas, por si alguna aún no estuviese entre las cientos de existentes.
Se volvía a subir otro par de escalones y se entraba al mundo brillante, cristalino, frágil y fantasmal de la vidriería.
Caminábamos casi en punta de pies, acariciábamos la superficie rugosa de los vidrios martillados, juntábamos los pedacitos de vidrios de colores para formar caleidoscopios atornasolados. Nos extasiábamos frente al misterio de los espejos, brillantes por de un lado y oscuros por detrás.
Allí, Don Dante fue mi maestro. Muchas tardes de otoño pasé sentado en el banco mirando como la lámina de cristal cambiaba de forma en sus manos.
Don Dante limpiaba la mesa de madera, tomaba el vidrio y con mucho cuidado lo apoyaba en ella, medía, ponía la regla Té, marcaba, rayaba con el diamante. Levantaba el vidrio, ponía una regla debajo, me miraba con una sonrisa burlona, daba un golpe seco… y el vidrio se partía justo por la raya.
Me daba un retazo de vidrio y me enseñaba como cortar.
Entre tanto me hablaba, de Europa, de América, del hierro, del diamante, de la gente, de hombres que yo estudiaba en la historia, de hechos que sonaban a novelas, a aventuras.
Algunas veces me hacía preguntas sin respuestas, me daba respuestas que me hacían meditar.
::::::
Luego de la vidriería, y de tres escalones más, se subía al último tramo de la ferretería. Period un lugar con algo de misterio, de laboratorio de físico loco.
Allí Don Dante arreglaba las veladoras, ponía resistencias a las planchas, transformadores a los timbres y probaba cualquier artefacto eléctrico mecánico.
Tenía mesas con luces que se apagaban y encendían, botones de colores, agujas que subían y bajaban dentro de relojes, pequeñas máquinas para hacer agujeros, roscas, y unos hilos muy finitos que enrollaba en unos tubos de cartón y los timbres sonaban otra vez.
En ese lugar cambiaba los rulemans a nuestros patines, ponía nuevos alambres al radiador de la abuela, el engranaje al molinillo de café un buje a la rueda del aljibe.
Detrás de esas mesas había una pared con una sola puerta, y en la puerta un vidrio esmerilado. Y en el vidrio la palabra OFICINA y el emblema de una escuadra y un compás…
Don Dante acompañaba a su esposa los domingos a misa de once y se quedaba en la plaza, sentado, esperando.
::::::
Los años fueron pasando y yo tomando cada día el tranvía en esa esquina para ir al liceo. Hacía tiempo que yo no entraba a la ferretería. Pero don Dante siempre me saludaba desde las sombras con una sonrisa enigmática.
En el barrio no había biblioteca, ni liceo, ni escuela de oficios.
Tenía que hacer un trabajo de Historia Moderna e Industrialización, y no sabía como desarrollarlo. Estaba en la esquina. Me acordé del viejo maestro de cosas raras. Entré a la ferretería. Minutos después penetraba con Don Dante al misterioso cuarto. Un enorme ventanal daba a la bahía.
Las otras tres paredes eran una gran librería con todos los temas imaginables. En el centro del cuarto una mesa con varias sillas y más allá un escritorio. Detrás del escritorio, pegado al vidrio de la biblioteca, un cartel con una frase:
«GNOTHI SEAUTON»
Luego de media hora de leer y hablar con Don Dante ya podía escribir sobre la industrialización con lujo de detalles.
Por mucho tiempo ese cuarto fue mi gimnasio mental y Don Dante mi preceptor. Y cada vez que le decía:
-Don Dante… ¿Qué es lo que no conoce usted?
Él siempre me respondía:
-Lo que dice ese letrero. Ese día, no necesitaré más.
Y mientras yo trataba de saber lo que decía ese letrero, pasaron los años, cambió la gente, se fue el tranvía, pusieron una biblioteca, un liceo, una escuela industrial.
El barrio fue creciendo, para unos se hizo grande, para otros se hizo chico, algunos vinieron, otros se fueron.
Primero yo, luego Don Dante.
::::::
Tarde calurosa de diciembre. Ayer estaba muy lejos de aquí. Me separé miles de kilómetros y muchos años, pero me parece haber estado siempre aquí.
Mi cuñada me sirve un vaso de vino y me cube:
-¿Sabés a quien tengo de vecino? A Don Dante.
El vino se mi hizo generoso, dulce, fresco. Y ella continúa:
-Muchas veces hablamos de vos. Siempre te recuerda. Ahora está en la plaza Varela.
Le pido ir hasta allí. Vamos junto con mi esposa y mi hijo.
Sentado en un banco, debajo de un ceibo, reconozco desde lejos a Don Dante. Dejo que mi señora, mi hijo y mi cuñada se le acerquen por el sendero mientras yo me arrimo por detrás al banco. Cuando llego, oigo que le habla al niño:
-Sos el que se llevaron tan chiquito. Yo conocí a tu padre cuando period como vos. Y a tu madre cuando tenía trenzas…
Mi hijo lo mira con la misma desconfianza que debo haberlo mirado yo años atrás.
-Buena cepa tenés, botija… -el viejo sigue- yo conocí a tu abuelo, period un caballero. Y el otro, un santo. También conocí a tus bisabuelos… ¡Qué hombres aquellos!
Veo en los ojos del muchacho la duda. Me apoyo en los hombros del viejo y con voz emocionada afirmo:
-Sí… y este hombre es Don Dante. El que vendía aguarrás de primera calidad… y todo lo que ha dicho es verdad.
El viejo se levanta, sonríe. Apoyado en su bastón, me dice:
-¿Te acuerdas? El animal que anda primero en cuatro patas, luego en dos, y finalmente en tres… ¿Llegaste a saber lo que decía aquel letrero: GNOTHI SEAUTON?…
-Sí, Don Dante. Es griego. De Delfos. De Sócrates… «Conócete a ti mismo»… Pero yo aún no me conozco.
-Yo tampoco… -y, señalando al niño, dijo- Tal vez el único que se conozca sea él. Luego, al crecer, sólo aprendemos.
Y nos pusimos a hablar de cosas cotidianas.
::::::
Ya no hay tranvía ni parada en la ferretería.
Ahora hay dos bibliotecas, un liceo y una escuela industrial. Muchos lugares donde aprender.
Pero, no está Don Dante… ¿Quién les enseñará a pensar?.oo0oo…
1982
19 > UN CANTOR > DON CARLOS
Period una tarde soleada de junio, ya se sentían los primeros fríos que anunciaban la proximidad del invierno.
Mi madre me había puesto un pulover que me hacía picar el cuello. Pero no importaba, estaba feliz haciendo correr detrás del triciclo mi trencito de latas de sardinas.
Mi padre me lo había hecho el domingo anterior.
Los vagones estaban unidos con eslabones de alambre galvanizado, y la locomotora toscamente labrada de un pedazo de madera, de las que teníamos en el galpón del fondo para la cocina de leña.
Giraba y giraba sobre el patio de cemento de portland, que period el techo del aljibe. El ruido áspero de las latas sobre el hormigón y la resonancia que salía del brocal llenaban mi imaginación, haciéndome creer que era el maquinista de un enorme tren que iba atravesando llanuras, cordilleras, cuchillas, playas y… ¿por qué no?… hasta mares.
La imaginación de un niño no tiene límites. Sólo puedo decir que de todos los juguetes que recibí en mi niñez, a ninguno quise tanto como a ese trencito de viejas latas vacías de sardinas.
Mi madre estaba en la cocina, tenía la ventana abierta, por ésta salían los cantos de un mano a mano que transmitían por la enorme radio.
Mano a mano entre Gardel y Magaldi, entre Libertad Lamarque y Azucena Maizani.
Algunas canciones la tarareaba mi madre, y otras las escuchaba en silencio. De vez en cuando asomaba su cabeza por la ventana abierta y me miraba. Cada vez que esto hacía, yo pedaleaba con más fuerza mi triciclo y una sonrisa nos unía.
¡Cuánto representa la sonrisa de una madre para un niño!
Seguía dando vueltas cuando de pronto la radio paró de transmitir.
Luego de un instante de silencio, se escuchó la voz acongojada del locutor:
-«Señores oyentes… Gardel ha muerto… Las difusoras argentinas lo acaban de confirmar… En el aeropuerto de Medellín, en Colombia… Gardel ha muerto»…
Mi madre apareció por la puerta del corredor.
Su mirada de asombro no explicó nada a mi mirada llena de interrogante infantil.
Por la radio empezaron a transmitir detalles: De un avión que se había incendiado, que lo había chocado otro avión, que Gardel había muerto, y ponían tangos de él.
Mi madre salió para el jardín del frente. Yo desenganché mi trencito y salí tras ella arrastrando mi juguete barato sobre las baldosas, hasta llegar a la vereda.
Allí ya se habían reunido todas las vecinas y period tal el entrevero de conversaciones que no entendía nada. Sólo repetían que había muerto Gardel.
Yo sabía que period un cantor, me gustaba como cantaba, pero… ¿Cómo puede entender la muerte un niño de seis años?
Pensaba en mi gato Miñón, que había aparecido muerto unos meses atrás.
Lloré mucho por él, ya no maullaba, ya no me arañaba ni ronroneaba contra mis piernas.
Me trajeron otro gato, me hacía las mismas cosas, pero no era igual, era mi gato pero no period Miñón.
Las viejas seguían en sus comentarios y las radios pasando tangos del cantor.
Bajando por la calle, desde allá arriba, donde estaban los ranchos, apareció Juaquín, un taita, reo, arrabalero, guapo, compadrito.
Pantalones bombilla, saco apretado, con un pañuelo saliéndole del bolsillo, zapatos de charol con cabretilla blanca, taquito militar, sombrero de ala curva que le cubría la mirada, pañuelo blanco al cuello.
Su cintura envuelta con una faja gris plateada, de la que sobresalía el mago del facón.
Venía contoneándose al andar, los brazos separadas del cuerpo, la pinta de un matón…
Pero en sus pasos no se notaba el fanfarrón de siempre, había un dejo de tristeza, de vencimiento.
Cuando pasó cerca del coro de vecinas, una le dijo:
-¿Sabe Juaquín?… Gardel ha muerto.
El hombre se paró. Giró. Miró a las mujeres con una mirada que helaba. Dio unos pasos y subió a la vereda.
Las viejas buscaron refugió en el zaguán de una casa y yo quedé solo en el medio de las baldosas cuadriculadas de la vereda.
Aún tenía mi trencito de latas de sardinas colgando de un piolín y alrededor de los pies. De las radios de las casas salía la voz del cantor repetida en decenas de parlantes.
Juaquín se me acercó. Me miró. Su mirada estaba llena de tristeza, tenía los ojos enrojecidos, quizás de alcohol… quizás de llanto.
Puso una mano sobre mi hombro. Esa mano transmitía sentimiento. Como la de mi padre cuando me hablaba de Europa.
Y comprendí que me unía a su alma de bohemio.
Volvió a observar las mujeres con una ojeada despectiva. Luego me miró nuevamente con su mirada triste y dijo con voz ronca, agria de tabaco negro, de caña paraguaya y de amargura de arrabal:
-¿Por qué dicen que ha muerto?… ¿acaso no oyen que está cantando?
Instintivamente moví la cabeza afirmando, sintiendo que decía la verdad.
El reo se acomodó el pañuelo blanco al cuello y cerró el segundo botón del saco.
Nos sonreímos en un gesto de comprensión. Se dio media vuelta y, bajando por la calle, se figura se perdió.
Las vecinas volvieron a la vereda, volvieron a los comentarios.
Yo levanté mi trencito de latas para no hacer ruido. Entre a la casa. Crucé el corredor de envarillado, algunos malvones se estaban secando.
Llegué a la cocina, miré el almanaque. Mi madre me había enseñado a leerlo.
Era el 24 de junio de 1935.
Tomé una silla y me senté frente a la radio. A mis pies estaba el trencito de lata. En la radio cantaba Gardel…
Y yo me quedé escuchándolo.
::::::
Los años fueron pasando. Yo creciendo. Y Gardel también. Se volvió un mito, una leyenda, una realidad llena de recuerdos y un recuerdo lleno de realidad.
Un recuerdo que en lugar de ir desvaneciéndose poco a poco en el tiempo, fue tomando más fuerza, más vivencia, más sentido de actualidad.
Fui a la escuela. Fui al liceo. Empecé a soñar, a amar, y a seguir escuchando a Carlos Gardel en cada ilusión, en cada frustración.
Me identificaba si él cantaba «Amores de estudiantes», me hundía en la melancolía con «Golondrinas», para ahogarme en la tristeza de «Cuesta abajo» y volviendo a nacer en «Melodía de arrabal».
Mi madre protestaba, mi padre sonría… mi tío rezongaba por que no le cambiaba la púa al gramófono.
Pero cuando arreglábamos los muelles del regulador de velocidad poníamos un disco del «zorzal» para saber si el aparato había quedado bien y, luego de escuchar el pesado y negro disco, me decía:
::::::
Los gramófonos fueron desapareciendo. Se volvieron piezas de museo. Aparecieron los tocadiscos eléctricos.
Los discos se hicieron finitos, luego aparecieron los de 45 revoluciones y, finalmente volvieron a surgir los discos grandes pero de larga duración.
Al ponerlos, en cada cara se podía escuchar seis piezas y la aguja se cambiaba muy pocas veces.
Había llegado la época de la comodidad, de la velocidad, de programar lo que uno quería sentir por media hora de tiempo… sin importar el sentimiento de cada momento.
Surgieron discos de Gardel reunidos en seis tangos por lado en un orden hecho por alguien.
Se perdió el sabor de escucharlo pieza por pieza, de repetirlo cada vez que «la niebla gris de la nostalgia» así lo quisiera.
Pero esa vivencia pure de su voz, de lo que decía, de lo que significaba… volvió a ser actual.
Es que sus canciones tienen un mensaje para cada situación de la vida, no importa en que momento del tiempo de la vida se esté escuchando.
Muchos quisieron parecerse a él. Mejor dijéramos, que fueron alumnos que quisieron parecerse al maestro.
Algunos intentaron igualar su nombre, otros su manera de cantar, y todos su forma de ser, de vestir, de andar, de mirar, de peinarse…
Pero authentic, sólo hay uno.
::::::
Recuerdo aún cuando cobré mi primer sueldo.
Fui a comprar un pañuelo blanco para el cuello, una gabardina, y un par de zapatos de charol.
Salí esa noche para el puerto, me mezcle entre yiras y malevos… creo que Carlitos se habría reído de mí.
Es que todos, en algún momento de la vida, quisimos ser parecidos a él.
Pero… ¿Quién fue él en realidad?…
Sólo un hombre.
Quizás en eso estriba su diferencia.
Muchas cosas se dijeron de él a través del tiempo, unas llenas de fanatismo, otras saturadas de envidia, y entre las dos iban formando el mito de una realidad.
Se dijo que period mujeriego.
¿Qué muchacho de arrabal no deseó en algún instante de su vida tener una mina en el buril de un cuartito azul y sentir el amor de una criollita mientras llovía en el techo de zinc?
Nunca se casó.
¿Acaso cada mujer no se siente la protagonista de su romance personal al escucharlo cantar «El día que me quieras»?
Fue de todas y de cada una en explicit, sin ser de ninguna en personal.
Se cube que nunca supo ahorrar, que fue bohemio, noctámbulo, despilfarrador.
¿Acaso existe un muchacho de barrio que sea avaro, interesado, egoísta?
Para el reo, el dinero sólo es un ave de paso.
Que le gustaba la timba, el juego, los caballos.
¿Quién no sintió que se jugaba el todo por el todo en las patas de un matungo, en un instante, en Las Piedras, Maroñas, San Isidro, Palermo?
Se cube que amó a su madre con obsesión.
Nada extraño eso. Somos una raza especial. Deseamos y despreciamos a las mujeres.
Pero el tango las reivindica, en él somos sumisos esclavos, perdidos enamorados de la mujer mala, la que es buena se muere, y la madre es la perfección.
Resumen de toda mujer: un poco mala, algo de buena, y siempre madre.
Se cube mucho, pero lo que realmente fue sólo se puede sentir.
Amigo de Razzano, cantor del pueblo. Intérprete de Lepera, romántico soñador.
Declamador de Discépolo, filósofo de nuestro pueblo, de nuestra forma de ser.
Si Discépolo fue el Sócrates de nuestra Atenas del Plata, Gardel fue Platón.
Sin él, nunca se hubiera llegado a conocer nuestra filosofía de la vida.
Hasta en su nacimiento fue nuestro. No porque naciera de un lado del otro del río, sino por que fue extranjero.
Fue el gallego, el tano, el francés que, nacido en otras tierras, se hizo tan nuestro que tuvimos la osadía de reclamarlo como nacional… cuando él period universal.
Los libros de historia están llenos de militares, políticos, hombres de letras. Y con ellos se quiere dar a entender la formación de nuestra nación, de nuestra idiosincrasia.
Forma estéril, fatua, de conocernos.
Basta con escuchar a Gardel por media hora y ya se nos empieza a conocer…
Para saber como somos hay que escucharlo una vida.
::::::
Atardece. Por la ventana veo un barrio de techos rojos que se va cambiando por el zinc, por el cemento.
En el equipo de sonido canta Gardel, junto a Razzano, junto a Canaro, junto a orquestas que en su tiempo no existieron… no sé si es más grande la técnica que logró eso si el «Morocho del abasto» existió sin tiempo.
Añoro un trencito de latas de sardinas, que fue mi juguete mejor. El chillido de la hamaca del fondo. El traqueteo de la cadena en la roldana del aljibe.
¿Qué se habrá hecho el malevo Juaquín? ¿Del taquito militar? ¿Del patio de ladrillos rojos donde lo vi bailar?
¿Dónde estará el gramófono de mi tío? ¿La sonrisa de mi madre? ¿El corredor de envarillado? ¿Dónde están los malvones en el aljibe? ¿El eco del balde al caer en el agua? ¿La mirada azul de mi padre?
Todo se ha ido. Todo se ha perdido en el tiempo. Pero Gardel sigue cantando.
Es de noche. Me siento frente al tocadiscos. A mis pies me parece ver un trencito de latas. Es sólo imaginación. Nostalgia del ayer. Estoy cansado. Estoy lejos.
De su voz, me detengo a escuchar: «Volver».
Y una tristeza fina se cuela en mi alma.
::::::
Perdone usted, Don Carlos. Sé que se lo han dicho muchas veces. Eso no quita que sea verdad:
-Usted, Don Carlos, cada día canta mejor.
Y disculpe que lo llame Don.
Es que, aunque no haya vivido en el barrio…
Don Carlos, haberlo tenido… es un don..oo0oo…
1982
20 > NOCTURNO > DON PEDRO
Noche negra del puerto. La niebla sube desde la bahía, dando una nota gris a la pobre lámpara que cuelga en medio de la cruz de las calles.
Mi sombra se ha quedado rezagada en la mitad de la cuadra, cuando llego a la esquina le invade el temor de quedarse en la oscuridad y corre a refugiarse debajo mío.
Luego, se hace la atrevida y se alarga delante de mi cuerpo para ir a curiosear en la penumbra, pero sin soltarse de mis pies.
Una calle solitaria, sin luz, sin vida. Piso baldosas rotas que no veo, y en las veredas los galpones forman un túnel de misterio. Enciendo un cigarrillo para tener la tibia sensación del calor y alejar el frío del temor.
Un bulto se me acerca. Recelo. Tiene la forma de un hombre, encorvado, vencido, anciano.
Es un pobre atorrante, un bichicome.
De la sombra surge una voz carrasposa, agria, que viene precedida de un aliento a alcohol barato:
-¿Me puede regalar un cigarrillo? Aunque sea el pucho, señor…
Saco un cigarrillo. Se lo doy. Enciendo el fósforo y se lo acerco para que prenda. Veo sus ojos rojos. Su rostro arrugado, sus labios agrietados. Su ropa es una mezcolanza indescriptible de harapos. Arrimo el fuego al cigarrillo y, al ver más nítida esa cara no puedo reprimir una exclamación:
-¡Don Pedro!
Me mira con una mirada perdida, en la cual surge un mínimo detalle y sólo por un instante. Luego, el fósforo se apaga. La realidad quema los dedos y aturde mi conciencia, pero reflexiono que no tengo derecho a inmiscuirme en la vida de ese ser perdido en la noche, y murmuro:
-Disculpe. Me recordó a un amigo que conocí hace mucho tiempo…
::::::
Don Pedro era el guardián nocturno del banco que estaba en la esquina de la avenida con la calle por donde pasaba el tranvía. Justo donde terminaba el desvío.
Llegaba a la seis de la tarde, con su termo, su mate y una vianda. Sabíamos que se iba en la madrugada, cuando todavía era de noche.
Cuando los demás comenzaban a vivir, él se encerraba en su pobre cuarto del conventillo y desaparecía de la vida diaria. Y cuando los demás se acogían al calor del hogar y a la tibieza del sueño, él comenzaba su existencia nocturna.
En invierno se arropaba detrás de la puerta principal del banco, cerca del radiador, destilando el tiempo a través de la bombilla del mate, solo, rumiando sus recuerdos, viendo por el vidrio la calle oscura y contando las horas por cada tranvía que, al pasar, ponía un momento luminoso de vida para luego perderse en la distancia.
En verano period diferente. Siempre lo acompañábamos algunos muchachos de la barra. Nos sentábamos en los escalones de la entrada del banco, comentábamos entre nosotros los sucesos, hablábamos de las dragonas y las devorábamos con los ojos cuando pasaban en cuadrilla, tomadas del brazo, paseando por la calle.
Don Pedro sonría, movía la cabeza, y nada decía. Era muy discreto. Sentado en un taburete, en el rellano al lado de la puerta, tomaba su mate y disfrutaba de nuestra compañía. Si alguien le pedía una opinión, la daba en forma concisa para siempre terminar con:
-Yo digo, nada más… Las cosas son según quien las mira.
::::::
Una noche fría de julio me largué corriendo del tranvía al llegar al desvío. La brisa helada me pegó como una fría bofetada. Entré en el bar de la esquina. Estaba amargado, rabioso. Period un día donde no sólo la brisa me estaba dando cachetazos, había perdido un examen y la botija de mi ilusión me había plantado.
Creyendo que estaba en el centro, pedí una grappa doble para matar el frío y las penas. Pero, éste era mi barrio:
-Te la sirvo el año que viene, -dijo el mozo- cuando seas mayor…
Miré por la vidriera y, a través de la calle, detrás de la puerta del banco, vi a Don Pedro sentado en su taburete.
-No es para mí, -afirmé para disimular- es para Don Pedro, debe estar muerto de frío el pobre.
No del todo convencido, el mozo la sirvió. Tomé el vaso, salí, crucé, y toqué a la puerta del banco. El viejo abrió.
-¿Qué te pasa, Blondy? -siempre me llamaba con ese apodo- ¿Qué andás haciendo tan de noche y con este frío?
Le ofrecí la copa, la rechazó con un gesto, me miró, y debe haberse dado cuenta que yo necesitaba hablar con alguien.
-No, gracias. Pero pasá. Frente al radiador está más calentito… y podemos hablar.
El calor, más un poco de alcohol, me hicieron desatar la lengua. Conté mi drama juvenil, la sucesión de hechos que me tenían deprimido, para terminar diciendo, mientras él escuchaba tras el mate:
-¿Qué me cube, Don Pedro? ¿Quién entiende a las mujeres? Hace poco dijo que me quería y, por esto, me larga. Son todas iguales…
-No hables así. -interrumpió severo- Que vos también naciste de una mujer. Nunca generalices, no hay gente del todo mala ni gente del todo buena, sólo hay gente.
-Disculpe… tiene razón. Hay me sale todo al revés.
-Mirá muchacho… Cuando uno se enamora es como comprar un número de lotería. Muy pocos ganan el premio mayor, algunos sacan aproximaciones, otros se llevan los premios cantados, muchos se consuelan con los terminales. La mayoría pierde, pero vuelve a intentar, -quedó pensativo-..y hay quien compra el número equivocado.
Alargó su mano y, tomando el vaso, bebió un sorbo. Miró el fondo del mate y con voz triste dijo:
-¿Querés escuchar un cuento, botija? Es de alguien que compró un número equivocado. Alguien que conocí hace mucho tiempo.
El silencio fue la mejor respuesta. Chupó los recuerdos a través de la bombilla. Y, viendo lejos, comenzó a contar.
-«Hace años, cuando los frigoríficos fueron importantes, un muchacho empezó a trabajar en ese monstruo de la carne que se encuentra en la Punta de la playa del Cerro. A él lo llamaban Morocho. Hábil con las cuentas, cuadraba con rapidez… Pronto ascendió. Había una muchacha que vivía cerca de la Iglesia, de una de las familias más viejas del lugar. Nunca se había visto una mujer tan bella, tan delicada, y tan difícil de lograr… Cuando llegó el Morocho fue distinto. Estaba triunfando en el frigorífico, lo nombraron Encargado de Contabilidad. Y triunfó en ella. Se ennoviaron, y cuando lo nombraron jefe se casaron. Él era un hombre con gran porvenir y ella una realidad muy hermosa. Alquilaron una casita cerca de la playa, en un terreno alto.
Desde el jardín se podía ver el mar y el frigorífico donde él seguía triunfando, mientras le daba a ella todos los gustos. Period la mejor vestida del barrio, todos los sábados iban a cenar al centro, mandaban lavar la ropa con una gallega, y dos por tres bailaban en el club de los gringos.
A pesar que ella period apasionada, no podía convencerla de tener un hijo. Llevaban cinco años de casados pero, cada vez tocaban el tema, ella le decía que había tiempo para eso, que tenían que comprar un auto, que eran jóvenes todavía, que había que disfrutar primero, que ella se iba a deformar… y él le hacía caso. ¡Qué lógicas nos parecen las cosas sin razón!
Él se sentía dueño de ella. Joven, no sabía que creemos ser dueños de lo que tomamos, y sólo tenemos lo que nos dan. A él lo nombraron Jefe de Contabilidad, period el empleado de confianza de Míster Smith, el administrador gringo del frigorífico. Lo invitaba al club de golf, a todas las reuniones y hasta a cenar… con su atractiva esposa. Míster Smith period un hombre mayor, cuyos placeres eran el golf, las mujeres y hacer trabajar a los demás. A algunos le dejaba progresar pero, en los puestos importantes estaban los del norte.»
Don Pedro se interrumpió y me dijo:
-¿Sabés una cosa, Blondy? Cuando los gringos se vayan, se habrán llevado todo lo que sirvió, dejándonos en cambio nada más que sus costumbres sin valor.
Don Pedro sorbió de su mate y yo de mi vaso… y él siguió:
-«Bueno; el hombre pudo comprar un coche, feliz de darle otro gusto a su hermosa mujer. En esa semana tuvo que ir a Buenos Aires a llevar unos documentos a otro frigorífico de allí. Míster Smith le dijo que, por sus habilidades para las cuentas, se quedara para estudiar el stability basic y, como llevaba papeles de valor, period mejor que fuese armado. Salió el miércoles de noche en el barco de la carrera, pensaba volver el martes siguiente. Su esposa lo acompañó al puerto.
Desde la baranda del barco la vio despedirse hasta que fue un punto con un pañuelo diciendo adiós… y sintió que la desesperación lo ahogaba. Por eso y por su destreza con los números, el viernes tenía todo terminado. Compró un boleto en el primitivo hidroavión que lo traería al sábado a mediodía de vuelta a su querida esposa, y la mañana la dedicó a comprar cosas con que alegrarla. A las dos de la tarde estaba amarizando en la bahía. Llevando en una mano su portafolio y en la otra una valija se dirigió al puerto. Tomó el barquito que cruza la bahía. A las tres bajaba en el muelle público y se dirigió a su casita frente a la playa, pensando en el jardín, en el mar… y en ella.»
Don Pedro calló. Estaba absorto en sus pensamientos. Moví mis piernas entumecidas. Sin querer, golpeé el cajón donde estaba la yerba, el termo y el mate. El hombre volvió al presente. Sonrió. Agarró la pava que se calentaba sobre el radiador. Puso yerba nueva al mate y agua en el termo.
-Perdoná, botija. -dijo pausadamente- Me fui con los recuerdos… ¿Querés que siga?
Otra vez mi silencio fue una afirmación.
-Y… tenés razón. Todo tiene que llegar al ultimate. -parecía hablar consigo mismo- «Le faltaba poco para llegar a la casa, la valija empezaba a ser pesada, pero la alegría de estar cerca lo compensaba. Se sentía feliz. Cerca de la esquina vio un coche que reconoció. Period el de Míster Smith, quiso dudar pero los palos de golf dentro del auto se lo confirmaron. No quería creer los que sus pensamientos le decían. Dio vuelta a la esquina y, al ver a una vecina que entraba rápido a la casa sin siquiera saludarlo, la angustia de una cruel realidad le oprimió el corazón. Un instante antes period feliz, ahora se sentía un hombre humillado, desgraciado, engañado. Cruzó el baldío de al lado. Entró por el fondo de la casa. Al llegar a la puerta del patio, vio el auto recién comprado para ella.
Sintió rabia. Buscó en el portafolio las llaves de la casa. Junto a ellas estaba el revólver. Lo tomó. Entró en la casa. En un sillón vio la campera de Míster Smith. En la mesita, un par de copas y una peineta completaban el cuadro. Llegó al dormitorio. Abrió de un golpe la puerta. La escena lo cegó. El gringo saltó de la cama tratando de atajarlo. El Morocho levantó el revólver y apretó el gatillo. El gringo salió rebotado para atrás yendo a caer en un rincón.
Morocho siguió caminando hacia la cama. La mujer le hablaba, se había sentado contra el respaldar del lecho, rogando. Pero, él sólo veía su cuerpo desnudo. Levantó el arma, la mujer se tapó la cara y el hombre tiró… uno… dos… tres… cuatro. Iba contando como cuadrando una suma. La mujer abrió las manos, por cuatro agujeros de su cuerpo empezó a salir la sangre. Elevó los brazos hacia el hombre como suplicando, y cayeron con un quejido animal. Él quedó mirándola. Desde el rincón sintió otro quejido, el gringo estaba allí, revolcándose en su propia sangre, agonizando.
Mientras una mujer desnuda causa deseo asombro, un hombre desnudo es un pobre animal depressing, sin valor, y aún menos si está herido. Tuvo lástima, se acercó, apuntó a la cabeza y lo despenó, como a un animal podrido. Se dio vuelta, vio a la mujer que, aún sentada en la cama, con los ojos vidriosos miraba fijamente el más allá. La vio vulgar, sucia… y tuvo asco de haberla querido alguna vez.
::::::
La narración había terminado. Don Pedro revolvió el mate. El silencio dominaba el ambiente, solo interrumpido por el aullido del viento tras los vidrios. Me tomé lo que quedaba de la grappa.
El ruido del líquido al pasar por mi garganta hizo que Don Pedro me mirara. Sus ojos estaban húmedos.
-¿Sabés una cosa, Blondy? -dijo, mientras volvía a mirar el mate- Ese hombre… fui yo.
-Lo sabía. -murmuré muy quedo.
-Yo me imaginé que lo sabías. Pero sabiéndolo, callaste. Gracias. Somos guardianes de lo que callamos y prisioneros de lo que decimos… Aunque, de una manera de otra, siempre hay un guardián y siempre un prisionero.
No comprendía bien la moraleja de su propio drama para mi insignificante problema de juventud.
Pareció adivinar mis pensamientos.
-Te preguntarás a que viene esto. Que sólo confirma tu amargura.
Afirmé agachando la cabeza, y él continuó:
-Es que unicamente podemos valorar las cosas buenas cuando se ha pasado lo malo. Al salir de la cárcel me perdí en la caña y la vagabundería. Un día apareció una mujer que había conocido como obrera del frigorífico Una alemana flaca, tuberculosa, sin belleza ninguna. Había sabido de mí y me fue a buscar entre los muelles. No sé como me convenció, pero desde esa noche duermo en su cama del conventillo. Me consiguió este trabajo. Me cuida. Nunca me pide nada y hasta ayuda con su pobre sueldo de limpiadora.
-Me alegro por usted, Don Pedro. Es una buena mujer.
-Sí. Pero seguís siendo un muchacho. No te apures en opinar. Esta mujer fue una cualquiera. Durante la guerra, allá en Europa, pasó de mano en mano por los soldados.
Levanté las cejas en gesto comprensivo, y él siguió:
-Después hizo lo único que sabía hacer para llegar a América. Cuando pudo llegar period tarde, estaba minada por dentro, enferma. Sólo consiguió de limpiadora en el frigorífico, ahí me conoció. Yo nunca la vi… y ahora es lo único que tengo.
-Pobre muchacha, -murmuré- lo que habrá pasado.
-Eso sólo Dios lo sabrá. Si fue buena si fue mala. Si pudo evitarlo no. Lo cierto es que tenía hambre. El estómago está muy cerca del corazón y pesa mucho cuando está vacío. ¿Sabés una cosa, Blondy?
Levanté mi cabeza viéndole, pero él hablaba sin mirarme.
-Esta mujer, con la cual estoy acollarado, que no lleva mi nombre, que nada pide, que me sacó de la basura, fea, enferma, acabada… me quiere dar un hijo, sabiendo que con eso es seguro que morirá.
-Y, Don Pedro. -dije con un suspiro de reflexión- La verdad que nadie entiende a las mujeres.
-Nadie entiende a nadie, sea hombre mujer.
Levantó la vista y, al mirar el reloj de la pared, exclamó:
::::::
La vida siguió hundiéndose en la noche del tiempo, alcanzándonos la oscuridad de la disaster económica, envolviéndonos en la tiniebla de los valores equivocados.
Los gringos se fueron dejando los galpones vacíos, unos campos de golf y la costumbre de tomar el té a las cinco.
Y yo por otros caminos buscando fugaces amaneceres.
Cuando volví, supe que a Don Pedro el frío de la noche lo siguió golpeando.
La alemana había muerto intentando darle un hijo, el banco había cerrado no teniendo ya nada que guardar, y… una noche se vio a Don Pedro tomar el último tranvía llevando un atadito debajo el brazo.
Nunca más se supo de él.
::::::
Una brisa húmeda me devuelve de mis recuerdos. El bulto encorvado del mendigo se mueve delante mío. El cigarrillo me quema los dedos. La voz carrasposa, agria, vieja, me llega nuevamente de la oscuridad:
-¿Me deja el pucho?… No lo tire, por favor.
Tristemente pienso que lo que queda de un cigarrillo le puede hacer sentir algo a lo que queda de un hombre.
Le doy la colilla. Saludo y paso al lado de esa sombra.
Doy unos pasos. Enciendo otro cigarrillo. Pero, cuando voy a guardar la cajetilla recuerdo a un hombre sentado tras la puerta de un banco, a un muchacho escuchando un cuento de alguien que compró un número equivocado, pienso en un ser perdido en la noche de su vida.
Busco en mi bolsillo un billete, lo enrollo, lo guardo dentro del paquete de cigarrillos, saco la caja de fósforos.
Vuelvo sobre mis pasos, llego hasta el bulto encorvado que aún se mantiene fumando el pucho.
Le doy el paquete y los fósforos. Me voy.
Al llegar a la esquina, mi sombra se alarga buscando la próxima cuadra.
Desde atrás, desde lejos, me llega una voz:
-Gracias… Blondy.
Sólo oscuridad.
21 > LA CHIVA > DON FERMÍN
El taller de bicicletas estaba en la calle Nueva Granada. Casi llegando a la bahía. Un lugar muy apropiado.
Se podía llegar en bajada hasta él con la bicicleta averiada pero, para subir tenía que estar arreglada. Don Fermín era el dueño del taller. El que reparaba las bicicletas. El mecánico. El señor Fermín… don Fermín.
Nunca he sabido por que no se le puede decir «bicicletero» al que las arregla y «biciclista» al que las usa. Al primero le dicen de muchas maneras. Al segundo, ciclista pedalista, cosa irracional por que no anda en un solo ciclo ni siempre está pedaleando.
Don Fermín hablaba en francés con mi padre, en español con los demás gallegos, y con la señora en un idioma que parecía la mezcla de los otros dos. Él decía que period catalán, barcelonés y socialista.
El taller period muy sencillo, un banco de trabajo con dos morsas como las de carpintero, un tablero lleno de pinzas, tenazas, y varios juegos de llaves. Alrededor, en las paredes, cadenas renold por todas partes, cables trenzados de acero, muchas ruedas dentadas, palos llenos de cámaras, tachos repletos de alambres acerados, pilas de cubiertas y muchos ganchos de los cuales colgaban una variedad indefinida de bicicletas. Había de todas las formas, tamaños, edades… y de años de uso.
También tenía bicicletas nuevas. Pero ésas sólo se las compraban los Reyes el 6 de enero. No recuerdo haber visto vender alguna de ellas en otra temporada del año.
Tener una bicicleta fue el sueño de todos entre los diez y doce años. Era el símbolo que diferenciaba a un muchacho de un niño, period la montura que daba la distinción sobre los demás botijas de la barra.
Pocos la podíamos lograr. Ya porque fuese cara, ya porque nuestras madres temían que nos pasara algo con ella, ya porque esos dos años pasaban muy rápido. Lo cierto que llegaba el remaining de la escuela y empezábamos a ir al liceo, a la academia, a la escuela industrial, y la bicicleta pasaba a segundo término. Después de esa edad era un medio de transporte, no una ilusión.
Pero, quien nos quita a todos los botijas de aquel entonces la chic, tensa, maravillosa, emoción de vivir la audacia de salir a escondida con una bicicleta prestada, sin luces, sin frenos, sin permiso y… sin saber andar en ella.
Sólo el que lo ha vivido, comprenderá la angustia de ver que las ruedas se metían en los rieles del tranvía y no saber como salir. De caernos al girar imprudentemente en una esquina llena de musgo por el agua que corría, de aprender a frenar con la suela de la chancleta contra la rueda de atrás, de ir a lo de Don Fermín y pedirle por favor que le pusiera un parche antes de devolverla al dueño.
Quisimos tanto a las bicicletas que hasta le pusimos nombre propio: primero le dimos vuelta, igual como a sus manillares, y le dijimos «cibicleta. Luego algún «tano» la pronunció mal y fue «chivicleta», y finalmente el lunfardo la bautizó como «chiva».
¡Ah, maravillosas «chivas»! Aún hoy me parecen cosas etéreas, con sus ruedas girando en el aire, desapareciendo sus radios con la velocidad, con la curva sensual de los manillares, y el minúsculo sillín donde es inconcebible que pueda apoyarse un hombre.
Sencillas «chivas», de frenos siempre malos, de manubrios rotos, de manillares flojos, de cadenas que se salían, de llantas revestidas de parches. De cubiertas donde asomaba el cachete rojo de vergüenza de la cámara, de guardabarros golpeados y cuadros descoloridos.
Bicicletas que andaban por el cariño de los botijas y el corazón de Don Fermín.
Pedir prestada una bicicleta era el sumo de confianza, prestarla una demostración de amistad sin límites. Montar una de carrera era la culminación de un sueño, ir en una de mujer period la realidad de una amarga resignación.
Pedirle a nuestra madre el dinero para arreglarla, además de no ser la bicicleta de uno, una labor de convencimiento que ni siquiera los demagogos pudieron igualar, y traerla arreglada la satisfacción íntima de devolvérsela al dueño mejor que antes.
Pero la emoción más grande period cuando se salía con ella, agarrar las bajadas a toda velocidad cruzando bocacalles con el corazón en la boca, rogando a Dios que no se atravesara ningún carro de caballo, sintiendo el aire silbar en nuestras orejas y oyendo a los pantalones, apretados con palillos, repiquetear por el viento.
subir fatigosamente las empinadas calles, para luego descansar a la sombra de un vetusto eucalipto hasta que la respiración volviese a la normalidad y, desde allí, disfrutar del paisaje y la paz de esas alturas.
Ser ya un avezado ciclista, mejor dicho un atrevido muchacho, e ir por las calles transitadas, dribleando los ómnibus y tranvías.
Conducir fanfarrón sin agarrar el manillar y… encontrarse en el suelo con los codos y las rodillas pelados por el golpe contra el cemento.
Cuando íbamos al taller de don Fermín, estábamos seguros de encontrar algún muchacho del barrio, quizás mayor menor, quizás de otra barra de la nuestra, pero alguien que comprendía nuestra ansia de andar sobre dos ruedas gracias al esfuerzo y habilidad.
Don Fermín entendía mejor que nadie esos sentimientos.
Sobre un estante tenía varias copas ganadas en vueltas ciclistas en España, viejas fotografías con amigos, todos montados en bicicletas y con las gorras al revés. En las paredes había amarillentos anuncios de carreras en la vieja patria y en Francia, algunos de competencias en esta tierra y fotografías de él junto a los campeones nacionales.
Tocarle ese tema era un arma de doble filo, si bien nos arreglaba la bicicleta casi sin cobrar nada luego de añorar esos tiempos, se corría el riesgo de volver a oír una interminable narración de sus aventuras sobre el biciclo. Nunca podíamos llamar así a su adorada bicicleta.
-El biciclo es una cosa antigua, -nos decía ofendido- con los pedales adelante, como el triciclo de un muchacho, nada más que atrás tiene una rueda muy pequeña.
-¿Y usted anduvo en ellos? -preguntábamos irónicos.
-Bueno, sí. Pero yo era un rapaz. -respondía sonrojado.
Otro tema difícil de tocar con él period la política. Siendo niños no nos interesaba para nada eso, a no ser para recoger los panfletos de propaganda y usarlos, del lado de atrás, como borrador para las tareas de la escuela. Pero, al ir creciendo, la juventud nos trajo los ideales y Don Fermín nos dio los suyos. Si había alguno de nosotros que decía que no le preocupaban esas cosas, él siempre respondía:
-Aunque uno no se meta con la política, la política se mete con uno. Yo ni puedo volver a mi tierra… y sólo por pensar distinto.
::::::
Ha medida que fueron pasando los años cada vez fui menos al taller de bicicletas para arreglar una de ellas, y cada vez más para hablar con Don Fermín.
-Los que vinimos de unas tierras y nos acostumbramos a otras, somos extranjeros en todas partes. -me decía melancolicamente- Aunque pudiese volver a la patria que dejé, ya no podría vivir igual. Los que quedaron han cambiado, y yo he cambiado. Allá extrañaría las costumbres de aquí, y aquí extraño las costumbres de allá.
A veces discutíamos sobre temas sociales religiosos. Y, si me ponía demasiado fanático, sonría indicándome:
-Rubio. Sos joven y, por tanto, vehemente. No hay ideas equivocadas, sólo hay hombres equivocados. Ahora que han pasado los años me pregunto: ¿Quién tenía la verdad, los que se quedaron los que nos vinimos? Y no tengo respuesta… Un día sabrás que la única verdad es la duda.
Muchas fueron las tardes que, luego que se iban los nuevos botijas con las viejas bicicletas, nos quedábamos charlando viendo caer la noche sobre la bahía hasta que la isla era una mancha negra.
Otras nos enfrascábamos sobre las diferentes tendencias políticas y sociales de la gente. Jamás tipificaba a alguien por ellas. Decía que las grandes mentes discuten las ideas, las mentes promedio discuten los sucesos; las mentes pequeñas discuten a las personas. Y Don Fermín terminaba:
-Mirá, muchacho. Ideas hay muchas y en el fondo, iguales. Pero, en resumen, el hombre se mueve por tres razones: casa, comida y sexo. El orden varía según la edad. Además, la sociedad se dirige con pocas leyes: Los último seis de los Diez Mandamientos. Pero, hace más de cinco mil años que los hicieron y… nadie los cumple.
Cuando me veía decaído, eufórico, me aconsejaba:
-Tranquilo, botija. La vida es calle de sube y baja. Las emociones nos hacen ir como en una bicicleta. Si subes muy apurado llegas sin aliento, y si bajas a toda velocidad se te queman los frenos y puedes matarte. Hay que saber pedalear a tiempo y frenar de a poquito.
Pero, yo era joven. Y me fui pedaleando a toda velocidad tras las ansias de un mundo mejor.
::::::
He vuelto al taller. Tengo los cabellos grises, como Don Fermín cuando hablábamos viendo atardecer sobre la bahía.
Pero, él ya no está. Sin embargo, me parece que sus palabras ahora fuesen mías.
En un terreno veo una bicicleta vieja, oxidada, con los radios torcidos, los guardabarros aplastados, el manillar revirado, de su cubierta reventada sale el cachete pálido de la cámara desinflada.
Si estuviera Don Fermín le haría contar una aventura de cuando corría por los caminos de España, de Francia, de su querida Cataluña y… en pocas horas ese montón de fierros destrozados me llevaría de vuelta por las calles del barrio y quizás me devolviese a mi niñez.
Pero, Don Fermín no está. Se fue.
No sé si allí hay bicicletas. Pero si las hay, seguro que la de él vuela.
Porque el cariño de todos aquellos botijas pondrá alas a su «chiva»..oo0oo…
1982
22 > EL BARQUILLERO > DON NICOLÁS
No period del barrio. Pero sin él, el barrio habría perdido la savia que lo hacía crecer: La emoción de la niñez.
Se bajaba por la parte delantera del tranvía, agradecía al motorman que le hubiese cuidado su tacho, se lo colgaba al hombro y, caminando, llegaba hasta la esquina.
Se paraba, sacaba de un bolsillo raído un triángulo de alambre grueso y brillante, luego una varilla igual e, introduciéndola dentro del triángulo, comenzaba a tocar.
Había llegado el barquillero.
En muchas cuadras a la redonda llegaba el campanilleo metálico, despertando la ilusión de ganador en cada botija, y su llamado se repetía en la cadena de voces infantiles que salían corriendo para la esquina:
-¡Llegó Don Nicolás el barquillero!
-¡Apurate, que las primeras son más dulces!
-¡Corré, que al principio tenés más suerte!
Y la cuadrícula gris de las calles se llenaba de manchas de colores, de delantales blancos con moñas azules, de pantalones cortos, y hasta de polleras plisadas; porque al llegar el barquillero, todos, niños y niñas, querían probar la fortuna de sacar más con una moneda.
El barquillero se colocaba bajo un alero algún árbol para proteger a su infantil clientela, depositaba el cilindro con delicadeza, lo nivelaba perfectamente, acomodaba la tapa, disco de colores con números del 1 al 5 que se alternaban en forma enloquecedora alrededor del borde, formando gajos coloridos que iban a morir en el centro.
Allí una aguja de bronce pulida, bailaba oscilando con los latidos de nuestros infantiles corazones emocionados.
Don Nicolás recibía el primer vintén. Hacía la misma inútil pregunta:
-¿Querés comprar jugar?
El precio era dos barquillas por un vintén, la respuesta era siempre:
-¡Jugar!
La ambición de ganar cinco era superior al temor de sacar sólo uno.
El barquillero daba un golpe seco a la aguja y la tapa se convertía en ruleta de nuestras ansias.
El silencio se hacía por un instante y el chillido de la aguja sobre el soporte angustiaba más nuestra tensión.
La flecha iba disminuyendo su velocidad y, a medida que se paraba, nuestros ojos la empujaban hacia el número más grande.
La algarabía de risas premiaba al ganador, el lamento de tristeza consolaba al perdedor.
Pero, lo más decepcionante era que saliera el 2, un bufido common de desilusión salía de la barra de botijas. Jugábamos para ganar perder, y el 2 period igual que comprar.
Enseguida había otro apostador y debíamos cuidarnos para que nadie se colara y jugase primero.
Dejábamos adelantar a alguna muchacha, aunque eso nos molestara, si perdía nos desquitábamos con nuestra cruel sonrisa y si ganaba teníamos el placer de la alegría.
Cuando se acababan los vintenes, Don Nicolás se colgaba el tacho al hombro y empezaba a caminar hasta llegar a otra distante esquina.
Sus lugares de parada eran fijos, como los del tranvía. Allí depositaba su ruleta de barquillas y repetía la música metálica con su triángulo.
Algunos muchachos lo acompañaban de parada en parada, aunque ya no tuviesen monedas.
Eran los mayores, los que ya sentían el placer del juego más que el gusto de saborear una barquilla extra.
El barquillero nos dio el espíritu de arriesgarnos, de apostar. De jugar la seguridad del vintén del presente para obtener algo más en un futuro que giraba sin destino fijo en la aguja de bronce.
Nos dio el sentido de la unión, de compañerismo, de compartir la emoción de ganar tanto como la de perder.
Si alguien sacaba el 5, siempre repartía entre sus amigos, éramos botijas y la suerte hay que repartirla. Period una ruleta de pocos 5 y de un solo cero, pero nadie quedaba triste.
Si a algún desafortunado le tocaba el cero, Don Nicolás le regalaba una barquilla de consuelo.
Las barquillas eran como las ilusiones de los niños, finas, frágiles, dulces y sin nada por dentro.
Eran unos tubos hechos con una masa delgada que se enrollaba para formar un canuto de poco espesor, que al morderlo se deshacía en hojuelas dentro la boca, impregnando todo el paladar de un sabor dulce a vainilla, a canela, a cosa rica.
Había que comerlas enseguida, tibias, recién sacadas del tambor del barquillero.
::::::
Nunca sabíamos cuando llegaba Don Nicolás. Hasta en eso había la emoción del azar, de la espera. Iba y venía y nunca sabíamos cuando volvería.
Pero el barquillero volvía con su triángulo metálico, con su campanilleo, con su ruleta de sueños.
Fuese verano invierno, él aparecía.
En verano lo dejábamos que se fuese solo hasta la siguiente parada, pero en invierno nos quedábamos juntos en algún puesto fijo, en la entrada del cine, en el zaguán de la ferretería, en los escalones del membership.
Allí rodeábamos al barquillero y su tacho, del cual salía un agradable y tibio olor a barquilla.
::::::
Don Nicolás period ruso, para nosotros polaco.
Porque en el barrio el mundo se dividía en: gallegos, tanos, polacos, gringos y nosotros.
Nos narraba de su vida en Moscú, de la corte del Zar, de cosacos y princesas, del Volga. Luego, que había recorrido Hungría, Bulgaria, Viena.
Nos contaba de ciudades cuyos nombres nos sonaban a libro de historia.
También nos decía que el Danubio Azul era marrón y el Mar Negro era verde, que había estado en Turquía.
Y, que al remaining, en un puerto de España tomó un barco para cruzar el océano.
Sus narraciones no tenían fin, nos parecía un Miguel Strogoff que llevara una carta sin destino.
Siempre nos quedaba la gana de saber si todo eso lo había recorrido con su tambor de barquillas, pero nunca nos atrevimos a preguntárselo.
Había algo en él que infundía respeto, sobre todo cuando contaba su vida. En esos momentos parecía cambiar. Tomaba un porte militar y, al finalizar la narración, sus ojos tenían un dejo de tristeza.
Daba un golpe a la aguja de la ruleta que, como brújula sin norte, paraba en cualquier número y sin apuesta.
Se colgaba el tacho al hombro y se iba.
Nosotros nos quedábamos esperando la próxima vuelta del barquillero.
Éramos niños… y teníamos la seguridad que lo haría.
::::::
Pasó el tiempo. El barquillero desapareció.
Las barquillas se compraban en la panadería en paquetes de celofán. Pero, no sabían igual.
Desapareció el barquillero, nunca más vimos su cilindro forrado de verde, su ruleta de bronce se fue para no volver.
Los botijas nos hicimos hombres.
::::::
Una tarde de verano estaba caminando por la Rambla.
Junto a la brisa me llegó el olor de comida desde un carro de «Franfrute».
Un viejo encorvado lo atendía.
Al acercarme, levantó la cara y reconocí sus ojos, su sonrisa.
-¡Don Nicolás! -exclamé- ¡mi viejo barquillero!
Se le llenaron los ojos de lágrimas y me respondió:
-¡Cuánto tiempo que no me decían así!… Ahora sólo soy «franfrutero»… ¿De dónde eras vos?
-De la parada del cine Apolo, un botija flaco y rubio… que le decían Ñato. -y me señalé la nariz.
-Ah, ya me acuerdo… del Cerro, donde paraba el tranvía. Tiempos lindos aquellos.
-Don Nicolás… ¿qué se hizo del tacho, de las barquillas, de aquella campanilla?
-Se fueron con el tiempo… Pero todavía me queda algo.
Abrió un cajón del carrito y ahí estaba el triángulo de alambre grueso, aún brillante, y la varilla a su lado.
Se la pedí y al tenerla en mis manos me pareció volver a la niñez.
Se la devolví con cuidado, como si fuese de cristal.
En cada gramo de metal de esa campanilla se guardaban miles de esperanzas de cientos de botijas del ayer.
Le compré un paquete de galletitas y me despedí con nostalgias del viejo.
Había dado unos pasos, mordí una galleta y, de pronto, sonó a mis espaldas un campanilleo.
Un campanilleo que hacía años no oía.
Me di vuelta. Ahí estaba Don Nicolás, el barquillero.
Con su triángulo en una mano y la varilla en la otra.
Me sonrió y volvió a tocar.
Una lágrima corrió por mi cara…
Y la galleta que había mordido me supo a barquilla…
fina, frágil, dulce, y sin nada por dentro…
como la ilusión de un niño..oo0oo…
1982
23 > LA CONFESIÓN > DON BRUNO
Don Bruno era un hombre grande, grueso y gritón. sea, un individuo pacífico, tímido y frustrado.
Vivía a pocas cuadras de mi casa, period amigo de mi padre, pertenecía al club, period conocido por todos. Pero, nunca iba a la casa de nadie ni ninguno iba a la suya. A pesar de estar siempre rodeado de gente, era un hombre solitario.
Tenía una señora que todos llamaban así, solamente «señora María». Una mujer flaca, de rostro agriado, mirada triste y que en los labios tenía un rictus como si estuviera enojada constantemente. Period otra solitaria, apenas se le veía y, cuando iba al almacén, las demás mujeres la saludaban fríamente terminando cada frase con el «señora María» lleno de merciless sarcasmo, como si llevase veneno.
Con los años supimos la causa de ese despiadado trato: La señora María period la mujer de Don Bruno, no su esposa, sólo la mujer que vivía con él. Y, para las mentes prejuiciadas y dogmáticas de aquel entonces, period una mujer marcada.
Por mucho tiempo Don Bruno fue, para mí, un hombre famoso, lejano y misterioso. La primera vez que lo vi de cerca, yo ya era mayor, tanto, que quería trabajar.
Mi padre me envió a la fábrica donde estaba don Bruno y fui con la esperanza de conseguir en ella un puesto. Llegué temprano, la empleada me hizo esperar en la recepción, media hora después dijo que don Bruno estaba ocupado y que hiciera el favor de esperar un rato más.
Era primavera, me asomé a la puerta de la calle, el sol tibio se arrastraba suavemente sobre la vereda, el aire traía un aroma donde se entremezclaban los olores de las fábricas y la brisa salada de la bahía. Me apoyé en el marco deleitándome con el paisaje cubista de techos, chimeneas, portones, cables, y camiones estrepitosos.
De pronto, un golpeteo seco, metálico, profundo, me llegó desde la calle transversal, la cual terminaba en la rambla costanera. Era un ruido de hierro, de forja. Y… sin darme cuenta, crucé la vía, doblé la esquina y a los pocos minutos me hallaba extasiado mirando como un martinete clavaba los puntales de un nuevo muelle.
Sonó un pito y volví a la realidad. Miré el reloj prestado por mi padre. Hacía más de media hora que me habían dicho que esperara.
Volví a paso veloz hacia la recepción, en la puerta estaba la mole impresionante de Don Bruno. No me dejó llegar hasta él, a pocos pasos me gritó:
-¡Linda manera de venir a buscar trabajo!
Sentí mi estómago revolverse ante el temor de haber perdido la oportunidad de emplearme. Timidamente le conté donde había ido, que lo había estado esperando, pero el ruido me atrajo, y al ver esa enorme máquina me había quedado entretenido. Don Bruno largó una sonora carcajada sacudiendo su voluminoso vientre:
-De tal palo tal astilla. Sos como tu viejo. Impaciente y enamorado de las máquinas. ¿Sabés una cosa, botija?
Lo miré afirmando por respeto. Su mirada era escrutadora como si escudriñara cada reacción mía, cada sentimiento, cada pensamiento. Era una mirada aparentemente dura, pero tenía algo de triste.
-Te atendí sólo por que conozco a tu padre. Pero creí que eras otro de esos pitucos que van al liceo y no te iba a dar ninguna esperanza.
Otra vez el miedo recorrió mis entrañas, pero Don Bruno puso una mano sobre mi hombro y continuó:
-Quedate tranquilo. Vamos a ver el ingeniero. Además, hablás poco y sabés mirar a la cara. Ya no sos un recomendado, sos alguien que se ganó un puesto.
Me llevó a la dirección, me tomaron los datos. Al otro día entraba con mi inexperiencia y mis ansias a la oficina técnica.
::::::
Los primeros años fueron duros peldaños que tuve que hacer en la escalera del progreso. Pocas veces veía a Don Bruno, era un hombre que no daba oportunidad para tomar confianza. Nos encontrábamos a la hora de la salida, me saludaba desde lejos con una leve inclinación. Yo sabía que se preocupaba de mi trabajo por comentarios de mi padre.
Muchas veces lo veía en el membership. Siempre estaba cerca de la cancha de bochas de una mesa donde jugaran truco. Pero él no intervenía en la jugada, gritaba, azuzaba a los jugadores, se burlaba, criticaba, pero permanecía solo, frente a su vaso de cerveza, con la botella que se iba calentando a través de las horas, y oportunamente renovada. Nunca tomaba otra cosa e iba llevando a su boca, lenta, copa tras copa el amarillo líquido, como si estuviese destilándolo, gota a gota, minuto a minuto… y siempre solo.
Todo el mundo festejaba sus chanzas, todos le hablaban, pero él no iba a hacer rueda a otra mesa, ni nadie se atrevía sentarse a la suya. Period como si hubiese una barrera invisible, un acuerdo tácito de respeto a esa soledad en compañía. Mucho tiempo me intrigó la causa de ese aislamiento, meditando que una isla, para serlo, tiene que estar rodeada por todas partes de mucha agua.
Los años siguieron y llegó el momento que por mis trabajos tenía que estar a menudo en contacto con don Bruno, consultarlo, aprender de él, escuchar sus gritos, aceptar sus burlas a mi ignorancia, y conocer los pequeños detalles de la artesanía que diferencia a un chapucero de un profesional.
Junto a don Bruno aprendí los principios prácticos de la matricería, de las máquinas. Tenía una habilidad maravillosa para reducir el problema más grande a una explicación simple, fácil, comprensible.
-Mirá, botija. -se acostumbró a llamarme así- La mecánica es sencilla: Hay cosas que giran y cosas que empujan. Lo que sube, baja. Lo que va, vuelve. Y todo tiene que ser más fuerte que la fuerza que hace. Las máquinas para trabajar necesitan energía, y siempre necesitan más que lo que producen. Son como los seres humanos.
Muchos errores cometí mientras iba haciéndome en la escuela de la industria. Además, me atraían las cosas difíciles, que se salieran de lo normal y trillado. Don Bruno justificaba cualquier equivocación que yo tuviese y siempre estaba dispuesto a darme una enseñanza con ello.
Recuerdo una vez que, luego de horas de prueba y ajuste, no lograba que el troquel del lebrillo sacara una pieza buena. Yo lo había dibujado, seguido la fabricación del modelo y hasta ido a la fundición para verlo salir de la tierra.
Desesperado, fui a buscar a don Bruno y éste vino pausadamente hasta la prensa donde estaba la herramienta. Miró, se sonrió, no se fijó en la cantidad de piezas rotas, pidió una lámpara y, alumbrando la matriz, me dijo:
-Ahí está tu problema. ¿Ves ese brillito?
Me costó tiempo distinguir ese brillito y años comprenderlo. Allí, por donde debía deslizar la lámina, había una diferencia de radio y el brillo lo reflejaba. Me dio un papel de lija y me hizo suavizar la diferencia hasta que desapareció el brillo delator. Volvió a mirar y ordenó estampar. La pieza salió perfecta. Lo acompañé de vuelta hasta su sección, contento de haber sabido algo más y rabiando porque no lo hubiese sabido antes.
El viejo adivinó mis pensamientos y me dijo:
-Te pusiste nervioso al ver las piezas rotas. Si querés saber el porqué de lo que sucede, no busqués en los resultados, sino en que lo causó. Las grandes consecuencias vienen de pequeños detalles.
Pocos meses después quedó vacante el puesto de Jefe de Fábrica y se lo ofrecieron. Don Bruno con su risa sonora y dichos groseros, lo rechazó. Basado en la confianza que me había dado, me animé a preguntar por que lo había hecho:
-Mirá, botija. Cada uno es lo que es por que no es mejor de lo que puede ser. Yo soy matricero. Además, ser importante, ser jefe, ser rico, es una profesión como cualquier otra. Hay gente que trabaja para hacer cosas y gente que trabaja para destacarse sobre los demás.
Me quedé mirándolo; el ruido de los tornos, fresas y cepillos, ponía música metálica a sus frases, y él continuó:
::::::
Domingo de tarde. En el Estadio Centenario se juega el clásico de fútbol. Además, el equipo del barrio disputa el último lugar con su eterno rival. Pocos hombres quedan en la calle y los que faltan volverán lastimados. Voy al club. El silencio es tal que se oye el zumbido de las moscas revoloteando. En el mostrador del bar, el mozo dormita apoyado en sus codos. Allá lejos, en una mesa del fondo, se distingue la única y solitaria forma de Don Bruno con la infaltable botella de cerveza. Lo saludo con la mano y me doy vuelta, yéndome.
-¡Vení, botija!
Su grito despierta al mozo y me hace girar sobre mis pasos. Voy hasta su mesa, quedo prudentemente frente a él, separa una silla y, asombrado, oigo que me dice:
-Sentate… ¿Qué querés tomar?
Aún estupefacto por la invitación me siento con temor, como si estuviera pisando un terreno prohibido, pido un vaso de vino. La botella de cerveza está casi vacía. Traen el vino y una cerveza nueva.
-Llevás semanas preocupado por aquel troquel en que te equivocaste. ¿No es cierto?
Afirmé con un movimiento de cabeza. Me sentía como un invasor en su isla de soledad y no quería interrumpir su conversación, su monólogo.
-Pienso que te parecés a mí, no comprendemos que quien no se equivoca es porque nada hace. Vas rumiando tu descontento contigo mismo. Tratá de cambiar, te lo digo por experiencia. No perdonarse es ser juez y verdugo al mismo tiempo. Hace tiempo que te conocí. Has aprendido mucho, pero no has cambiado. Seguís hablando poco y mirando a la cara. Pero te falta aprender a vivir con tus propios errores. Yo soy como vos… Te voy a contar algo. Los males, como la escoria, flotan. Y hay veces que uno tiene ganas de hablar. ¿Sabés porqué le dicen a mi mujer: «la señora María»?
Bajé la cabeza para no enfrentar su mirada.
-Es que mi señora se llamaba Elena. Yo period un hombre importante, llegué a tener mi propio taller, me sobraba el dinero y tenía una esposa maravillosa que me quería con devoción… Period una mujer culta, smart, romántica y enamorada. Pero, hay momentos en que el hombre se cree superior, que puede pasar sobre las personas y los sentimientos. Que puede hacer y deshacer a su antojo sin tomar en cuenta a los demás. En un bailé conocí a María. Dejé todo, nos enloquecimos, me fui a Buenos Aires con ella, abandoné a mi esposa, al taller. Y pasé semanas apasionadas en la gran ciudad. Me olvidé de todo, ya había conseguido otro trabajo allí…
Don Bruno se detuvo, parecía habérsele terminado el aliento luego de la narración, pero siguió con voz quebrada:
-Tres meses después llegó a verme mi hermano. Traía una carta de mi esposa. Su última carta, se había suicidado… con el cianuro que yo tenía en el taller. Una carta donde pedía que la perdonara.
Don Bruno y yo miramos el fondo de nuestros vasos en la búsqueda inútil de ahogar nuestros sentimientos.
Y, el hombre prosiguió:
-Volví desesperado. Volví a la realidad. Todo me acusaba y todos me esquivaban. Vendí el taller, la casa. Me deshice de todo, pero no me pude deshacer de mi propia conciencia. Al tiempo, entré a trabajar aquí y me mudé a ese barrio, a esa casita… Un día apareció María. No period la mujer hermosa que me había apasionado, venía vencida, humillada. Como un perro apaleado esperaba en la puerta cancel que yo llegase, y ahí se quedaba hasta llegar la noche. Luego, callada, se marchaba. Hasta que una vez, sin saber porqué, la hice pasar… Desde entonces vivimos juntos, la he echado muchas veces y siempre vuelve. Me he ido muchas veces y siempre vuelvo. Apenas si nos hablamos. Nos insultamos, nos enrostramos nuestras culpas. Somos dos perros rabiosos que nos mordemos en nuestras propias heridas.
Don Bruno bebió su cerveza, y continuó:
-Los años fueron haciendo olvidar lo sucedido a los demás, mi familia me perdonó, la gente me perdonó, y en su carta hasta mi esposa me perdonaba. Si hubiese sido otro, quizás hubiese hundido mis errores en la profundidad de los recuerdos. Pero, yo no me perdono. Por eso la llaman «señora María»; nunca será mi señora, porque yo sigo casado con aquella, con su dolor, con su agonía, con mi culpa…
Mi vaso estaba vacío, la cerveza caliente. Levantamos nuestras miradas. Esa conversación quedaría guardada.
-Así es la vida, botija. Muchas veces te equivocarás… y tratá de aprender a perdonarte.
Don Bruno se encerraba en su aislamiento. Voces y gritos indicaban que los hinchas volvían del partido. Acomodé la silla y me alejé.
::::::
Algunos años después, al retornar al barrio, me enteré que Don Bruno había muerto.
Y que la señora María, al volver del cementerio encontró la puerta de la casa trancada y sus cosas tiradas en el jardín.
::::::
Fui hasta el membership. Period otro domingo de tarde. Se jugaba otro partido de fútbol. Otra vez estaba vacío el native.
Pedí una cerveza y me fui a sentar a la mesa donde solía estar Don Bruno. Me puse a pensar, a monologar como él:
«Pienso que vivido, pienso en tantos errores cometidos.
«También he hecho algunas cosas buenas, pero ésas no cuentan.»
«He envejecido aprendiendo a comprender las fallas materiales, las equivocaciones humanas, a disculpar los errores de los demás «
«Pero, mis errores, todo lo que he hecho mal…
como Don Bruno, no me los puedo perdonar.».oo0oo…
1982
Don Jaime vendía muebles.
Los vendía en un galpón que estaba a mitad de la cuadra. Vendía muebles viejos, muebles usados, muebles reparados y hasta tenía algunos muebles nuevos. Nadie decía que Don Jaime tenía una mueblería, ni siquiera él mismo.
Cuando uno llegaba hasta la puerta del galpón, necesitado de un mueble económico, siempre encontraba a Don Jaime.
Si period verano, sentado en una mecedora hamacándose suavemente mientras se abanicaba. Si era invierno, apoltronado en un sillón, al fondo, cerca del hogar donde ardía la leña, posible restos de muebles viejos.
Siempre nos recibía con una sonrisa y la consabida frase:
-Pasá, entrá al local, revisá. Si encontrás algo, me llamás.
El native era una especie de recolección de muebles viejos, que no llegaba a museo ni a remate de oportunidades.
Pero, siempre se encontraba algo que remediase lo que uno necesitaba.
Allí había sillas de todos los estilos que, para juntar seis, se tenía que juntar dos de un tipo y cuatro de otro. Mesas con tapas del renacimiento y patas Luis XV, enormes roperos estilo inglés, camas con bordes golpeados, armarios con olor a comida, heladeras de roble con tachos de cinc, lámparas de todas formas y colores, biombos y espejos descoloridos…
En fin, un lugar donde uno se acordaba del tango «Cambalache».
Cuando ya se había elegido lo necesario, se iba hasta la silla y se lo decía a Don Jaime. éste se levantaba, miraba el artículo, lo movía, le daba vuelta, lo abría, pensaba un rato y preguntaba:
-¿Cómo lo pensás pagar? Te lo puedo dejar barato.
-Y, Don Jaime… No tengo mucha plata. Pero, es lo que preciso.
-Entonces, llevátelo. Aquí está el precio.
Levantaba una esquina del mueble y, pegado, un papelito pequeño decía la cifra. Él la repetía y continuaba:
-Dame algo ahora y el resto lo pagás de a poco en cada quincena.
-Gracias, Don Jaime. ¿Le firmo algo?
-Avisá, che. Vos sos del barrio. Eso sí, cuando no puedas pagarme, decímelo…
Ser del barrio period la mejor garantía. Jugar limpio y no engañarlo era la mejor referencia. Hablar con él y decirles nuestros problemas era el mejor crédito.
Don Jaime era judío. Tenia la nariz aguileña, unos lentes pequeños, una voz melosa, y un apellido que significaba «hombre de oro» en alemán. En realidad era alemán y había salido perseguido allá por los años treinta y cinco.
Era judío, nunca se hizo rico y no trabajaba los sábados.
Ese día cerraba el local y en la tarde se le veía salir con su familia detrás, vestidos muy formales, todos en hilera: la señora, luego los niños. Todos los varones llevaban un sombrero extraño, oscuro.
Los hijos de Don Jaime nos miraban recelosos, rabiando anticipadamente por la cachada que le íbamos a hacer el lunes en la escuela. Pero nadie decía nada en ese momento.
Don Jaime impresionaba con su seriedad. Period un hombre distinto al sonriente que nos recibía en la silla del negocio.
Llegaban en hilera hasta la esquina. Esperaban el tranvía, subían, y con esa formalidad se iban para la sinagoga.
Nos costó entender que period una sinagoga. Para nuestra mentalidad infantil y de barrio, resultaba incomprensible que hubiese más de una religión, diferentes sacerdotes y un solo Dios.
El domingo, en cambio, abría el native de mañana. Era cuando vendía más.
En la tarde cerraba y salía pasear, como todos los vecinos, al Prado, al Parque Rodó, simplemente hasta la plaza para que sus hijos se divirtiesen en los subibajas y hamacas.
Nunca discutía de religión. Nosotros respetábamos la suya y él la nuestra. Tampoco discutía de fútbol, no le atraía.
En cambio no se perdía un partido de básquetbol, así fuese en el patio del colegio de curas, y tenía a todos su hijos jugando en equipos de baloncesto.
Don Jaime fue el proveedor de las cosas humildes con que iniciar los matrimonios jóvenes.
Luego, al progresar y comprar muebles de mueblería, de estilo, volvían los viejos muebles al native del judío.
Él los recibía con cariño, pagaba por ellos, como si fuese un rescate.
Arreglaba sus partes dañadas, restañando heridas del camino recorrido, y los dejaba en el local a espera de un nuevo dueño.
Allí compré la mesita donde poder estudiar y escribir tranquilo.
La compré con el esfuerzo de unas changuitas luego de las clases del liceo. La llevé cargada hasta mi habitación la miré con orgullo, la limpié tanto que brillaba. Period mía.
Finalmente podía leer, escribir, pensar, lejos de la mesa de la cocina, sin mi hermano revolviendo sus juguetes junto a mis libros, sin el ruido de ollas y olores a comida.
Me fui a sentar para disfrutar mi mesita… pero había olvidado que también necesitaba un taburete.
Tuve que hacer unas cuantas changas más para cumplir mi sueño…
::::::
Cuando Don Jaime no estaba en la silla, se encontraba en el cuarto del fondo.
Era un cuarto grande, con estantes llenos de colas, barnices, pinturas.
De las paredes colgaban patas de muebles, marcos, molduras. Y, en medio de la habitación había un banco de carpintero.
Allí, Don Jaime devolvía a la vida los moribundos muebles que le llevaban. El cuarto daba a un patio.
Del otro lado del patio había más cuartos, los cuales constituían el hogar del judío y su familia.
En el patio tenían macetas con flores, pero en el centro había una que se destacaba… era una maceta que tenía una planta de maíz.
Cuando se le preguntaba por esa cosa tan extraña, él respondía:
-Nosotros vinimos como agricultores para poder salir de allá. No soy agricultor, pero por lo menos siembro una planta. Y cada aniversario de nuestra llegada a esta tierra, comemos sus choclos.
Don Jaime fue un hombre del barrio, quiso a su gente, paseó por sus calles, habló como nosotros y fue parte de nosotros.
Quiso a esta tierra, se adaptó a nuestras costumbres y se mantuvo fiel a las suyas.
Mandó a sus hijos a estudiar a la escuela del barrio y al liceo Bauzá.
Tuvo la dicha de ver al mayor recibirse de médico y al segundo de contador.
::::::
El tiempo fue pasando. Los botijas creciendo. Y Don Jaime envejeciendo. Los judíos envejecen de una manera muy specific. Los demás viejos quieren llegar a ser ancianos rodeados de sus nietos, de sus hijos y de sus recuerdos. Los judíos al envejecer se vuelven místicos, leen sus libros, meditan, y sueñan con volver a Jerusalén.
::::::
Un día se tuvo la nueva buena: Israel era nuevamente un estado.
Por siglos, miles de años, había permanecido siendo una nación… una nación sin tierra, diseminados por el mundo, diezmados por los fanatismos. Pero, ahora ya era nuevamente un estado independiente.
Don Jaime estaba feliz, se iba para allí. Dejaba el native a su hijo menor. Quería ver la tierra de sus antepasados, estar en la Ciudad, en Jerusalén, apoyar su frente en el Muro de los Lamentos, sentirse cerca de Abraham, Moisés, Jacob, Salomón. Quería estar en la tierra prometida por Yavhé, recordar sus antepasados, las aniquilaciones hechas a su raza, a aquellos que no pudieron ver Jerusalén…
Y mostrar a «El que es», que él, Jaime, el «hombre de oro», había cumplido con los preceptos.
Todo el barrio pasó el domingo de mañana a saludarlo. Esa tarde tomaba el vuelo que cumpliría su sueño.
Y Don Jaime se fue.
El hijo menor siguió con el negocio. Pero él period joven.
Puso un letrero que decía: «Mueblería».
Trajo muebles nuevos, abría los sábados. Los domingos estaba en el membership de básquetbol.
Cerraba el negocio a las seis, y hacía firmar unos papeles cuando vendía por cuotas.
::::::
Un sábado la mueblería no abrió. El domingo siguiente, de mañana, apareció abierta. El letrero había sido sacado y una mecedora estaba en la puerta.
Don Jaime apareció desde el fondo del native, se sentó y empezó a abanicare. Period verano, hacía calor.
Don Jaime había vuelto.
El vecindario lo fue a saludar, le hicimos muchas preguntas, y él nos contaba muy contento como era Israel, como había encontrado a Jerusalén, la emoción de viajar, estar en los lugares bíblicos…
Y así, todo volvió a la normalidad, a buscar un mueble viejo, a cerrar los sábados y verlo ir a la sinagoga.
La única diferencia period cuando le preguntábamos por que había vuelto, aparecía en su rostro una sonrisa bondadosa y decía:
-Yavhé está en todas partes. Prefiero estar con él aquí… en mi barrio..oo0oo…
1982
25 > UN IRLANDÉS > DON PATRICIO
La iglesia de mi barrio no fue igual a las demás.
Era una iglesia como nosotros, hecha con una mezcla de estilos, producto de la unión de extranjeros, fuerte como una generación nueva, y subiendo la ladera del cerro.
Era sencilla, no tenía nada señorial, ni siquiera se entraba por el centro, se hacía por los lados, por unas anchas escaleras de marmolina que llevaba hasta el porche.
En éste, había un arco desde donde se podía admirar el paisaje infinito del cielo y el círculo ondulante de la bahía.
Ese balcón era un remanso, el reposo luego de subir la escalinata y un preámbulo de serenidad antes de pasar al templo.
Para llegar al atrio, nuevamente se subía unos escalones y allí, otra vez humildemente, para pasar a la iglesia existían dos simples puertas laterales. En el medio había una puerta grande de madera pero, ésa sólo se abría los sábados de tarde para los casamientos.
Al entrar al templo se veía dos hileras de bancos sencillos. Period una época de convencionalismos:
A la derecha para los hombres, mejor dicho para los niños, ya que los hombres nunca iban a misa. A la izquierda para las mujeres, y allí se apretujaban ellas sin atreverse a pasar para el otro lado.
Esa distribución siempre me ha hecho meditar.
Los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda.
No sé si es por lo del buen y el mal ladrón, no sé si es por las actitudes políticas.
Pero, Eva siempre ha sido rebelde a aceptar cualquier cambio de posición y reaccionaria a obedecer cualquier disposición.
En la iglesia existían una serie de detalles que marcaban esa diferencia:
A la derecha del atrio estaba el bautisterio, donde se le daba nombre cristiano a cada nueva criatura tenida por mujer.
A la izquierda estaba el campanario y, adosado a él, la cervecería donde los hombres festejaban el acontecimiento.
Dentro de la iglesia se mantenía la división: A la izquierda estaban los confesionarios e, incongruentemente, el altar de la Virgen.
Mientras, que a la derecha se encontraban los templetes de San José, el de San Antonio y, comprensiblemente, el del Señor de la Paciencia.
Los bancos llegaban hasta los reclinatorios, para subir a éste se debía traspasar otros tres escalones y, para llegar al altar cuatro largos peldaños,
Detrás de la mesa del ara, sea, el altar propiamente dicho, estaban las imágenes del monumento, soportado sobre una serie de gradas de diferente alturas y muy incómodas. Alrededor de esto había un corredor en el cual existían tres puertas disimuladas discretamente:
La de la derecha daba a la sacristía, la de la izquierda al colegio, y la de atrás, la más pequeña, daba al fondo.
Allí estaban las dependencias de la casa parroquial.
En ese lugar se encontraba la huerta donde plantaban las verduras, la bodega donde guardaban el vino, y la cocina.
Cuando en verano dejaban abierta esa puerta al atardecer, junto al incienso del ángelus, llegaba el aroma a cebolla, a vino tinto, a bifes… olores del barrio.
La iglesia y el colegio eran los dominios del párroco y de los curas, pero ese fondo fue el patrimonio de un hombre muy explicit que se llamó fray Patricio. Aunque, para nosotros, los muchachos de la barra, fue Don Patricio.
Fray Patricio era un hombre enorme, de una fuerza descomunal.
En su juventud había sido marinero, contrabandista, soldado, revolucionario, changador y, finalmente, una noche de su pasado entre los vahos del alcohol y la reminiscencia de la fe de su niñez, en los bancos de una depressing iglesia de un puerto de mala muerte, decidió ser fraile.
Era irlandés. Su nombre verdadero era difícil de recordar, había tomado el de Patricio por el santo de su región… ¡y bien que se parecía a él!
Sentía una antipatía acerba hacia los ingleses, decirle que era británico era la mayor ofensa.
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Hay un refrán que dice que el hábito no hace al monje. Nada más cierto en fray Patricio.
Normalmente estaba vestido de explicit, pero cuando se ponía la sotana, el hábito le quedaba corto, apretado, desgarbado.
Parecía un muchacho grande disfrazado de angelote.
Verlo con un breviario, daba risa.
El libro desaparecía entre sus grandes manos y cada vez que daba vuelta a una hoja parecía que la iba a desgarrar. con su enorme índice.
Period más lógico, más congruente, verlo manipulando los cuchillos de la cocina, cavando con la pala en el terreno, cargando con las grandes ollas.
Fray Patricio period hermano capuchino y, como un irlandés había llegado a formar parte de esa congregación de curas españoles que había creado un místico italiano, es uno de los tantos misterios que mantiene nuestra iglesia.
Ser hermano religioso implicaba una serie de funciones que parecían no tener límites: Period hortelano, limpiador, sacristán, cuidador, mandadero, albañil, carpintero…
En fin, period el sirviente sumiso de aquellos sacerdotes, obediente a todo pedido de ellos y sin rebelarse. Aunque, si hubiese querido, con sólo apretar alguno de ellos entre sus brazos de oso, lo hubiese deshecho.
Y, sin embargo, si hubo alguien que nos hizo apreciar la iglesia y sentir fe en la religión, fue Don Patricio.
Lo quisimos desde que éramos pequeños, nos parecía un niño grande. Nos agradaba su forma de ser, su manera de hablar atravesada, sin la virtuosa pronunciación de las eses de los curas gallegos.
Además, nos maravillaba su enorme fuerza, verlo cargar las estatuas de yeso de los santos, llevándolos debajo del brazo como si fueran muñecos de aserrín, levantando los bancos del templo como si fueran de corcho.
Era una persona siempre dispuesta a ayudar. Un hombre fuerte, alegre, violento, y con una paciencia extraordinaria para los botijas.
Aunque, llegaba el momento que no podía soportar más nuestras pesadas bromas, entonces tomaba el hacha y se ponía a partir ferozmente los pedazos de madera para la cocina de leña. Nosotros nos alejábamos prudentemente y, cada vez que un trozo se partía y caía, pensábamos que era una cabeza nuestra que rodaba sobre la tierra.
Cuando estaba sereno lo rodeábamos y entonces él nos entretenía contando anécdotas de su juventud, de cuando había sido contrabandista, de los orígenes de su raza, de los celtas. Luego seguía con sus historias de marinero y finalizaba siempre contando como sintió la fe y se hizo fraile.
Fue sumamente bromista y alegre, uno de sus refranes predilectos decía que un santo triste es un triste santo.
Cuando le preguntábamos por qué no era cura, nos respondía humildemente:
-Para ser sacerdote hay que ser inteligente y estudiar desde joven. Yo soy viejo e ignorante. Sólo soy un fraile…
Habrá sido solamente un fraile, pero los botijas de aquel entonces no lo olvidaremos.
Fray Patricio es el personaje que se recuerda junto a la olla de chocolate después de la Primera Comunión, que se añora en las tardes de verano preparando hostias con dulce de leche y vino de consagrar como merienda a escondidas del cura… el que envejeció siendo igual, mientras nosotros crecimos y nos hicimos diferentes.
Fue un hombre pobre, pero no un pobre hombre. Muchas veces nos decía:
-Lo más difícil para un hombre, es no tener nada. La obediencia y la pobreza fueron un ejemplo de Jesús. Como él, nací pobre y siempre fui pobre. Pero, no se imaginan lo triste que es pedir al párroco hasta un vintén para tomar el tranvía, y que ni un centésimo es de uno.
Seguía pelando las verduras mientras escuchábamos:
-Hay que obedecer cualquier orden sin protestar. Saber que lo que se tiene es porque nos lo dan. Recoger lo mediecitos de la limosna, rogando en cada sacudida de la bolsa que nos pongan un real.
El Predicador de Belén dijo en una ocasión que el que lo quisiera seguir abandonara todas su riquezas y fuera tras de él. Las únicas riquezas que poseía don Patricio eran su independencia, su orgullo, su rebeldía… y todo lo abandonó.
Fue una verdad que nos costó años entender. Pero, que no quitaba que cuando fray Patricio recogía la colecta en la misa de diez, al pasar frente a los muchachos parados en la pared del fondo, nos refregara la bolsa en las narices y nos diera con el palo en el estómago, con una sonrisa de picardía.
Cuando somos niños, tenemos un ansia infinita de que respondan nuestros por qué, de una manera easy, con cuentos, con fantasías, puesto que es la forma en que sentimos, en que comprendemos a esa edad.
Fray Patricio fue quien satisfizo con sus historias la curiosidad de aquellos chiquilines. Existe un momento en que el niño se enfrenta al joven, surgen las dudas, las interrogantes más profundas.
La Iglesia, luego de dos mil años de aprendizaje, y más de tres mil de historia anterior, es conocedora de ese momento difícil de la existencia de un niño y, por lo mismo, a esa edad nos preparaban para la Confirmación.
Nunca he sabido bien que es eso, sólo lo recuerdo como un domingo en donde venía el obispo, en que teníamos que inclinarnos con rebeldía delante de él, besarle con repugnancia el anillo que llevaba en la mano, soportar un cachetazo, y previamente asistir a una serie de aburridas clases de religión.
Los botijas que íbamos a la iglesia se dividían en dos tipos: Los que pertenecían al colegio de curas, y los que íbamos al colegio del estado.
Ir al colegio religioso se debía, a su vez, a dos causas: Una, ser de una familia pudiente y muy mística.
La otra, haber sido expulsado de todos los colegios públicos de la zona.
Pero existía una cosa curiosa:
Los que éramos educados en la escuela del estado, laica y atea; entrábamos a la iglesia respetuosos, formales, en tanto los otros corrían entre los bancos y frente al altar con el mayor descaro.
Una tarde estábamos en una de las pesadas clases de Confirmación, dada por un joven, pedante y sibilante nuevo sacerdote recién llegado de España.
El cura, luego de media hora inútil de silogismos sobre la Santísima Trinidad, se le ocurrió preguntar al petiso William si lo había entendido. Billy desde entonces, era un apasionado por las cosas modernas, por la mecánica, por la aviación, por la radioemisión y, sobre todo, un realista con visión del futuro. sea: un idealista. El Petiso se paró, meditó y, luego, con serenidad, respondió mientras pensaba:
-Yo creo que el Padre es Dios viejo y con barba, que el Hijo también es Dios pero más joven y dando una vuelta por la tierra…
-¿Y el Espíritu Santo? -preguntó el joven cura gallego, con ironía.
-Bueno… ése debe ser Dios transmitiendo en onda corta.
Una carcajada general coronó tan easy y analítica respuesta. El sacerdote se irguió furioso, sus manos salieron como lanzas de los bocamanos y, con una exclamación de ira divina, que más bien parecía salir del infierno, nos increpó:
-¡Idos de aquí! ¡Mejor estáis con fray Patricio, sois tan brutos que merecéis pelar patatas como él!
Fuimos con Don Patricio, pelamos papas con él, le contamos lo sucedido, rió hasta llorar. Nos explicó el misterio mientras las cáscaras ensuciaban nuestras manos y, hoy día, gracias a él, seguimos sin entenderlo pero lo creemos.
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Ese sábado de tarde, durante la bendición del Santísimo, los monaguillos nos miramos. El cura en exponerlo sería el mismo que había despreciado a don Patricio.
Por la puerta trasera podíamos ver al fraile trabajando como un condenado en la cocina, mientras en la sacristía el cura gallego se emperifollaba con los hábitos bordados.
Yo siempre fui malo para aprender idiomas, y más aún con el latín, lo único que apenas pronunciaba period «kirie eleison» y años después supe que eso period griego, por tanto, me relegaban a la función de hamacar el brasero donde se quemaba el incienso.
Llegó el momento en que el cura gallego mostrase el Santísimo y yo debía dar tres sacudidas con el incensario como admiración. Billy, parado en la puerta del fondo me miró, nos comprendimos en silencio.
Eché una coposa cucharada de la aromática madera y, cuando me enfrenté al sacerdote, levanté la tapa y sacudí el incensario por tres veces, elevándolo lo más posible.
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Luego los niños nos hicimos muchachos. Hay una edad muy difícil en los varones, es el lustro que oscila entre los as soon as y diecisiete años. Es una época donde se definen los principios, se forma la conciencia, determinamos la vida a seguir. Y allí estaba don Patricio, con su simpleza, con su experiencia, con su fe.
Nos enseñó a comprender, a disculpar, a perdonar, a saber que somos una mezcla de barro y de Dios. Luego de esa edad ya no es necesario un maestro, un consejero. Después de esa época, nos definimos en vivir de acuerdo a nuestras verdades a nuestras mentiras.
Es una característica de los varones. Las niñas maduran antes, ya nacen siendo mujeres siquicamente completas.
El muchacho es un niño que quiere ser hombre, viviendo entre los sueños de la infancia, que luego llamará ideales, y tratando de comprender las necesidades instintivas que posteriormente llamará realidades. Aunque, por más que llegue a viejo, permanecerá siendo un niño grande.
De ese entonces nos quedaron muchas frases de don Patricio. Nos acercábamos a él, le ayudábamos y tratábamos de forma disimulada que nos dijese una verdad.
Algunas no eran muy razonables, pero con los años vimos que las verdades pueden ser valederas aún no siendo lógicas. Cuando le preguntábamos la razón de que hubiese tantos santos, nos decía:
-Convertimos en héroes a los que admiramos. Pero, lo son porque sólo recordamos sus méritos, sus grandes hechos. Y, conscientemente, no queremos pensar que eran hombres como los demás, que comían, se enfermaban, se enojaban, vomitaban, se emborrachaban, e iban al escusado como cualquier otro.
Si se criticaba las actitudes de algún sacerdote, siempre lo justificaba:
-La Iglesia fue fundada por nuestro Señor, pero es una organización hecha por hombres, con todos sus defectos y todas sus cualidades. Dentro de ella hay celos, envidias, ambiciones. Hay sacerdotes codiciosos, humildes, falsos, sinceros, charlatanes, devotos y… hombres del montón.
Y si enjuiciábamos a alguien por sus errores, replicaba:
-No juzgues por los hechos de los hombres, piensa en la virtud de sus ideas. Somos animales que vivimos de realidades, tratando de ser como nuestros ideales.
Algunas veces lo cachábamos por haber mirada a alguna muchacha gorda y rubia. Y don Patricio aclaraba con ironía:
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Los años se hicieron lentos, algunos de los muchachos se alejaron en sentimiento, otros en distancia… y todos en el tiempo.
Pero, creo que ninguno podrá olvidar a don Patricio, un fraile que admiraba a San Pedro, posiblemente por que congeniase con su carácter.
Un santo que fue mezcla de espada y de fe, como fray Patricio fue mezcla de cuchillo de pelar papas y humildad.
Un santo que fue marino y pescador para luego recoger en las redes, hombres que necesitaban redención.
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Una vez volví. Don Patricios estaba viejo, achacoso.
No me recordó, pero me contó igual que entonces como había decidido ser fraile en aquella iglesia de un puerto de mala muerte.
Lo oí en silencio, el tiempo me había enseñado a escuchar.
Años después supe que lo habían mandado para un convento, allá en su brumosa Erie.
Ahí estará hasta que un día llegue a las puertas del cielo.
Las encontrará abiertas y a San Pedro esperándolo sonriente, como se espera a un amigo, a un igual.
Adiós Don Patricio…
El título de fray le quedaba chico.
Tan chico como le quedaba el hábito….oo0oo…
1982
Cerca de mi casa. Cerca de la bahía.
Cerca de la caballeriza.
Cerca de todo y… cerca del infierno, estaba la herrería.
Y, dentro de ella, estaba Don Xenón.
Don Xenón period un hombre enorme, grande por los cuatro costados. De nariz aguileña, piel bronceada, gruesos brazos, pectorales desarrollados, músculos duros.
Llevaba siempre un pañuelo anudado al cuello, el cual tenía una serie de finalidades: Secar su sudor, limpiar las manos, agarrar algo muy caliente y muchas cosas más.
Sus manos eran callosas, y surgían de las articulaciones que estaban reforzadas con unas muñequeras de cuero.
Del mismo materials period la ancha faja con que rodeaba su cintura. Donde estaba la cintura, sólo él lo sabía.
Ya que don Xenón era una mole igual tanto en los hombros, en la cadera, como en el medio.
Logicamente esa mole se soportaba en un par de piernas semejantes a recias columnas. Siempre estaba de pie. No recuerdo haberlo visto alguna vez sentado sin hacer nada.
Hablaba con un acento extraño, no podía pronunciar bien la jota al igual que los italianos, arrastraba la erre como los franceses, las eses las ceceaba como los gallegos, y las vocales sonaban raras como las de los gringos.
Don Xenón decía que era de Grecia. Pero, para los botijas del barrio, eso nos sonaba a broma, ya que Grecia period la calle donde estaba la herrería.
También pensábamos que eran fantasías cuando nos explicaba que su nombre no se escribía con zeta ni con equis, sino con un símbolo extraño parecido a tres palitos horizontales siendo el del medio más pequeño.
Que eso sonaba como equis, la equis como «kj» y la zeta como «ds», sonidos muy difíciles que nunca aprendimos a pronunciar.
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Haber estado en el galpón de don Xenón, no se podía disimular.
Uno volvía impregnando la huella de los zapatos llenos de polvo de carbón, trayendo un aro de hollín en las narices y orejas, dejando una estela de olores a sudor, a brasas, a pelo chamuscado.
Lo que nos maravillaba era que él nunca estaba así.
Por más que trabajase, fuese la hora que fuera, el herrero se mantenía limpio, con un agradable olor a tabaco salvaje y fresco.
Sudaba a torrentes y bebía como una esponja: vino y agua, cerveza y agua, limonada y agua.
Podía variar el líquido según la temporada, pero siempre terminaba con un vaso de agua.
Muchas veces he pensado que su piel period un filtro donde se realizaba una ósmosis constante de fluido y energía.
La herrería era un lugar fascinante.
Estaba en un viejo galpón cuyas puertas, enormes en ancho y alto, llegaban hasta las cerchas de madera.
Sobre éstas, corrían los largueros, que suponíamos fuesen también de madera ya que ahora parecían de granito por lo ennegrecidos que estaban.
Coronaba todo, un techo de tejas de terracota que, de vez en cuando, mostraba la mancha gris de un pedazo de lámina de cinc.
Al entrar al galpón se encontraban una serie de divisiones como potreros.
Allí aguardaban los carros para ser reparados, los caballos esperaban por sus herraduras y, hasta los coches y automóviles hacían guardia mientras le fabricaban una ballesta le enderezaban un paragolpe.
Al fondo había otro portalón, el cual daba a un terreno donde tenía su casita, su esposa y sus cultivos.
Antes que se terminara el galpón estaba la herrería propiamente dicho. La componían pocas cosas, pero muy importantes: Dos fraguas.
Una, antigua, grande, con un enorme fuelle de cuero. La otra, más pequeña, con un ventilador manual. También había dos yunques, uno grande y otro pequeño.
Horas y horas de mi infancia pasé mirando la forma del yunque. Lo veía tan fuerte, tan proporcionado, con su cornamusa hendiendo el aire como queriendo avanzar, con sus cuatro patas afirmándose en las bases de un enorme tronco de quebracho.
Lo veía firme, seguro, con su cola cuadrada donde un agujero de la misma forma y otro circular permitía dar figura a lo que la imaginación del herrero crease.
Y, en medio del macizo cuerpo, unos pequeños escalones y huellas para completar la génesis de cualquier relieve escalera. Una de las cosas que siempre me maravilló es como podía hacer un aro perfectamente circular golpeándolo en la cornamusa que es cónica.
La otra maravilla period ver a don Xenón levantando el yunque más grande y transportarlo de fragua en fragua. Al pequeño lo llevaba agarrándolo tan sólo con sus manos.
Una vez me dijo que yo sería un herrero el día que pudiese mover el yunque. Nunca pude siquiera levantar el pequeño de su base, ni aún siendo ya hombre.
Completaba una tosca mesa de hierro, cuya tapa period una plancha del mismo materials con una serie de huecos distintos, y una gran morsa que chirriaba al hacer girar la palanca del tornillo.
Colgadas de la mesa, de las paredes, de las fraguas, apoyadas en los yunques, estaban las herramientas: tenazas, rastrillos, pinchos, palas de diversas formas.
Además de esto: cepillos de alambre, punzones, cortafierros, martillos de varios estilos y distintas cabezas, marrones de gran volumen, en diferentes tamaños, pero todos de tal peso que sólo don Xenón podía levantarlos.
Cada herramienta tenía su función y habilidad: Con una se arrimaban las brasas, con otra se acomodaba, con ésta se separaba, con aquélla se acercaba el hollín, con la otra se recogía la ceniza, la de más allá para forjar un hueco. Y así seguía: para remachar, para limpiar, para formar…
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El herrero no tenía hijos, y pocos éramos los botijas que podíamos ir allí.
Una porque las madres temían que aprendiésemos las palabrotas de don Xenón, otra porque el herrero tenía un carácter tan fuerte como sus manos e infundía pánico.
Pero yo creo que, sobre todo, don Xenón olfateaba a aquellos que sentían simpatía por el hierro y el fuego, alejando a los demás con sus imprecaciones soeces.
Mi madre me dejaba ir. La única condición period que me bañase y limpiara mis zapatos en el fondo, antes de entrar a la casa.
Mi padre estaba feliz de que fuera, y su condición era que le contase lo que había aprendido.
La herrería fue una escuela maravillosa, creo que no hubo cosa que no viese hacer allí.
De aquellas fraguas, y sobre aquellos yunques, vi surgir en medio de chispas y golpes, zunchos para ruedas, cadenas, rejas, herraduras, travesaños, aldabones, picaportes.
Vi como se soldaba el hierro llevándolo al punto de rojo blanco y así, casi fundiéndose, darle un golpe y unirlo. Allí vi formar las piezas más recias y las figuras más arabescas imaginables.
Vi como acerar el hierro, templar el acero, endurecer el cobre, fundir bronce, latón estaño, plomo, y hasta a la pirita desaparecer en una lluvia de chispas.
Cuando en nuestra curiosidad infantil preguntábamos, acicateados por la codicia, sobre el oro, don Xenón respondía:
-Eso no sirve para nada, es sólo plomo amarillo, es caro porque hay muy poco, y ni siquiera es útil como el plomo.
El trabajo inicial de los muchachos que íbamos a vichar, period darle aire a la fragua. A mí me encantaba trabajar con el herrero en la antigua, la que tenía fuelle de cuero, y apretar según el ritmo que ordenase el viejo griego.
Ordenar es una forma de decir. Don Xenón gritaba siempre que estaba trabajando, gritaba enseñanzas y gritaba imprecaciones. Siempre fue de hablar mucho.
Decía que el mundo estaba basado en cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. Y, que mientras estos cuatro elementos existiesen, existiría la humanidad.
También decía que en la actualidad todo se basaba en el cinco y en el dos. Aparte de lo que pueda demostrar la matemática, él lo ponía en evidencia:
De cada cinco palabras, dos eran groserías y el resto profunda enseñanza.
Recuerdo que, luego de un tiempo de estar aprendiendo a su lado, me dejó cerrar un aro de hierro.
Lo puse al rojo vivo, lo lleve a la cornamusa y, con un golpe uní los extremos previamente curvados.
Del hierro brillante saltó una chispa y fue a dar en mis piernas desnudas.
Sentí el fuego entrar en mi carne y largué una palabrota al estilo de don Xenón. Éste soltó su sonora carcajada:
-Vas aprendiendo a ser herrero.
Toda mi vida he estado relacionado con el hierro y como darle forma.
Don Xenón fue el primero de una larga cadena de forjadores que me enseñaron que al hierro se le da forma con fuego, sudor y… maldiciones.
Al lado de la fragua había un tacho lleno de agua. Era agua oscura, tenebrosa, que infundía respeto y temor.
Allí se enfriaban las piezas calientes, se templaba el acero, y hasta se apagaba una brasa muy grande.
Un día le pregunté por qué no la cambiaba, que parecía tan sucia. Me miró asombrado:
-¿Vos sabés lo que estás diciendo? Eso es agua pesada. Cuesta años y años de meter fierros calientes. Cuanto más vieja, mejor. Nunca se cambia y, para no arruinarla, sólo se agrega agua de lluvia.
Me quedé estupefacto ante tal explicación. No podía imaginarme que el agua fuese más pesada que lo normal.
Metí mis manos en ella. Recién habíamos puesto dentro de ella un enorme gancho al rojo.
Sin embargo, estaba fría; con un frío de hielo.
Period un frío extraño, sobrecogedor. Sentí que pesaba en mis dedos, en la piel de mis manos.
Period… como si guardase una rara energía en ella.
-¿Te das cuenta? -me dijo mientras apoyaba su enorme mano y yo veía desaparecer parte de mi hombro en ella.
Hoy me pregunto, decenas de años después, viviendo en un mundo que va a velocidad lumínica hacia la edad nuclear:
¿Habrá pensado alguna vez, aquel viejo herrero, que en su tacho de agua pesada tenía la base de lo que sería la period atómica?
Cuando terminaba la jornada, don Xenón se apoyaba en el marco del portalón, miraba hacia la bahía, levantaba la cabeza y seguía el recorrido de las gaviotas cruzando el cielo azul lleno de jirones de nubes.
Period la hora de filosofar, de enseñanzas serenas. Su voz se tornaba lenta y, en esos momentos, nunca decía una palabrota.
Los muchachos nos sentábamos en un tronco caído, y le hacíamos preguntas, quedándonos extasiados con sus respuestas, que nos parecían cuentos fantasiosos.
-¿Saben, muchachos? -nos comentaba- Así era como se aprendía en la antigua Grecia. Así enseñó Platón. Sócrates, Aristóteles… caminando, paseando, charlando. Yendo por los parques del liceo, de la academia, que eran lugares de paseo, no institutos. Porque sólo se aprende cuando se siente gusto por explicar y uno se divierte escuchando lo que le agrada oír. Cuando aprendemos por obligación, de memoria, a la fuerza, ofendemos a la inteligencia, dejamos de ser hombres para ser nada más que loros parlanchines.
De esa manera nos enseñó todo lo que la Atenas antigua dio, nos asombró diciéndonos que el triángulo, el círculo, la circunferencia, pi, teoremas, cálculos, and so on., eran cosas ya concebidas por los griegos cuando nuestros padres latinos aún andaban con el garrote.
Nos costaba comprender que en la lejana región aquea, muchos siglos antes que surgiera Colón, ya se sabía que la tierra giraba alrededor del sol.
Que la materia estaba formada de átomos, la sociedad de individuos, y que la democracia ateniense había nacido más de dos mil años antes que la revolución francesa.
Nos hacia comentar, interrumpiéndonos para decir que tal cual palabra period de origen griego y nos explicaba su significado.
Llegamos al punto de pensar que la mayoría de nuestro idioma había nacido en Gracia. Pero, don Xenón aclaraba:
-La Antigua Grecia llegó casi a ser perfecta, y todo lo que tiende a la perfección termina corrompiéndose. Siempre que quede algo para hacer mejor, la humanidad progresa. Pero, cuando cree que no hay nada más por hacer, se adormece y la molicie va destruyendo las bases de esa civilización. Grecia llegó a ese punto.
Y agregaba, señalándonos:
::::::
Los años pasaron, la mayoría de los muchachos dejaron de ir a la herrería.
Un reducido grupo de dos tres seguimos apareciendo, de vez en cuando, en el viejo galpón a darle al fuelle a la manija del ventilador, oyendo las groserías de don Xenón.
Luego, para satisfacción del viejo, íbamos al fondo, y allí, paseando entre árboles y hortalizas, charlábamos llenando las ansias de saber, de pensar, escuchando las palabras serenas del maestro griego.
Don Xenón salía poco, no period amigo de fiestas y aún de bebidas alcohólicas fuertes.
Decía que el fuego había que recibirlo por fuera, el agua por dentro, la tierra era para sostenernos y el aire para hablar.
Sin embargo, le encantaban los bailes en los viejos almacenes, donde pudiera lucirse contrapunteando como un hábil gaucho en el florido malambo en el movido gato.
Una vez, al volver del liceo, pasé por el galpón. Nos pusimos a hablar, la plática tomó el rumbo de la religión:
-¿Creés?… -dijo, mirando el cielo- Eso es bueno, siempre es necesario creer en algo. Mi señora es de la iglesia ortodoxa. ¿Sabés que «iglesia» es una palabra griega? Significa reunión, asamblea.
Sonreí ante la nueva lección, me miró suspicaz:
-No te rías. Sin Grecia, la religión cristiana hubiese sido una más y nada más. Judea la dio el espíritu, Grecia le dio el pensamiento, y Roma le dio cuerpo.
Me quedé callado, analizando. Luego pregunté:
-Y usted, don Xenón. ¿Cree?…
-Claro que creo. Creo en Dios, en los dioses, en el diablo. Pero, sobre todo… creo en el hombre. Ustedes dicen que Dios es perfecto. ¿Que satisfacción hay en ser perfecto? Un Dios perfecto es un ser inalcanzable, incomprensible… solitario.
Se apoyó en el añoso tronco de una higuera. A su alrededor las gallinas paseaban coqueteando al altivo gallo bataraz, y los gorriones buscaban el sustento cotidiano. Me quedé mirando a Don Xenón, y el viejo siguió:
-Le tengo más simpatía al diablo, es más parecido a nosotros, tiene defectos, parece una criatura humana… Además, con todas las groserías que digo, iré al infierno. Por lo que sé en el infierno hay fuego, tendré trabajo. En el cielo me moriría de aburrimiento.
Largué una carcajada y le dije con cariño:
-Vamos, don Xenón. Usted es demasiado bueno para ir al Averno. Yo creo que, en todo caso, lo llevarían al Olimpo, junto a Vulcano.
-Ah, veo que has estudiado mitología griega. ¿Te gusta? -y, sin dejarme responder, continuó- Mientras ustedes creen en un Dios que los hizo a su semejanza, nosotros hicimos los dioses iguales a nosotros. Odiaban, amaban, deseaban, se vengaban, tenían celos, sufrimientos, frustraciones.
Don Xenón rompió una ramita y volvió al tema:
-Además, pienso que un solo Dios a quien pedir todo, debe estar sobresaturado de trabajo. Nosotros podíamos cambiar de un dios a otro. Si uno no cumplía, podíamos recriminarle y hasta hacerlos luchar entre ellos. Eran dioses con sentimientos humanos y hacían parte de la humanidad. Tenían compasión de los hombres, el punto de sacrificarse y robar el fuego para nosotros, como lo hizo Prometeo. De enamorarse de los seres humanos y tener hijos con ellos, que luego serían los héroes de nuestras historias…
Yo había estado callado, mirándolo. Hablaba a la distancia, perdido en el pasado, recordando otra vida anterior, mientras murmuraba:
-Cronos, Rea, Zeus, Hera, y mi amigo Hefesto, el que vos llamaste Vulcano…
Me despedí dejándolo con la añoranza de su lejana patria y la nostalgia de una civilización perdida.
Luego, la vida me fue alejando de él en medio de la actual civilización. Años después supe que había fallecido. Que el galpón estuvo mucho tiempo vacío, ya no se necesitaban herreros. Algunos años más tarde decidieron destruir la herrería y levantar allí un edificio de apartamentos.
::::::
Voy a encargar una escalera para subir al techo de mi casa de la playa. Me la ofrecen hacer de tubos. Me atiende un muchacho de piel bronceada, ojos claros, lenguaje correcto, expresiones educadas.
Se nota salido de la escuela industrial.
En un pequeño galpón, detrás de la casa, tiene la unidad de soldadura eléctrica, una sierra mecánica, un equipo de soplete oxiacetileno.
Todo está limpio, inmaculadamente pulcro.
El muchacho toma un papel, empieza a dibujar y hacer cálculos para decirme el precio.
Recuerdo a un viejo herrero que rayaba en el piso, alfombrado de hollín, con un pincho de hierro y, en un par de minutos uno se imaginaba la escalera y ya sabía el precio.
Dejo al muchacho con sus cuentas y paseo por el galpón. Al fondo veo una fragua y un par de yunques. Están arrinconados, oxidados, cubiertos de restos de tubos, ángulos, vigas. Me acerco. En la fragua veo un emblema tapado de carbón y telarañas.
Lo limpio y siento mi corazón palpitar.
Es la inicial griega de don Xenón.
Llevado por mis sentimientos le doy a la manivela del ventilador y… del centro de la fragua, sale una nube de cenizas que me hace toser, cubriéndome de hollín.
Digo una enorme grosería con toda la alegría que me invade.
El muchacho se acerca. Me pide disculpas por haberme yo ensuciado. Nunca comprenderá la felicidad que me ha dado esa nube de polvo negro.
Hablamos. Me cube que es un lejano sobrino de don Xenón. Que guarda esas piezas de museo como un recuerdo del viejo herrero. Que ya no se usan más.
Pero, las tiene pensando en las palabras de aquel gran hombre, quien le dijo, poco antes de morir, que mientras hubiese una fragua y un yunque se podría construir cualquier cosa: una herradura, una rueda… un país.
Las horas pasaron sin darnos cuenta, recordando anécdotas de la herrería de la calle Grecia.
Cuando salgo, ya anochece. Allá, donde el cielo se junta con el mar, unas nubes atornasoladas parecen brasas brillantes veteadas de carbón negro.
Un relámpago cruza el horizonte. Pienso en un viejo griego que debe estar charlando con Vulcano, mejor dicho: Hefesto. Sonrío y saludo:
-Hasta siempre, Don Xenón. Herrero de la gran…
Emocionado, termino la frase con una palabrota de su especialidad.
Y, desde el horizonte…
desde la celestial fragua…
seguido de retumbantes truenos.oo0oo…
1982
27 > EL REMEDIO > DON FLORIO
Entre la fábrica de pastas y el mercado, estaba la farmacia.
Justo frente a la Asistencia Pública y a pocas cuadras de los dos médicos del barrio.
Delante de la puerta se estacionaba el tranvía en el desvío mientras esperaba a su compañero que, desde lejos, le avisaba con la campana. Y en la esquina había una parada.
Period una de las pocas cuadras que tenía la calle plana.
No había que hacer ningún esfuerzo para llegar hasta la farmacia y casi todas las calles venían en bajada hasta allí. Todo eso indicaba que su dueño era un conocedor instintivo de las necesidades humanas.
Su nombre era don Florio. Don Florio el farmacéutico.
Nunca supimos donde había estudiado, en que lugar había aprendido, cual fue su enseñanza.
Llegó hace muchas décadas, junto con nuestros padres, tal vez emigrante como ellos, tal vez perseguido como ellos, tal vez hambriento de paz necesitado de trabajo como ellos.
Don Florio era italiano, tal vez de Pisa, de Milán, de Roma , simplemente de Nápoles.
Se casó con una gallega y realizó un hogar típico de nuestro barrio, mezcla de Italia y de España, con hijos uruguayos, con educación francesa, y que vivía de los frigoríficos ingleses.
Nadie le decía farmacéutico, nos parecía ofenderlo con una palabra tan difícil de pronunciar.
Period don Florio, y nada más. Mejor dicho: mucho más.
Porque sin él, el barrio no habría tenido una infinidad de cosas que lo hicieron vivir, sentir, darnos característica propia, ser lo que fuimos.
Lógico que vendía remedios, que preparaba lo que las ilegibles recetas de los médicos decían en ese jeroglífico incomprensible.
Pero, también period el médico de los pobres, de los necesitados en extremos, de los temerosos de ir a la casa del doctor.
Vendía remedios patentados, de renombre, de fama; lo mismo que hierbas medicinales, ventosas, cremas, gross sales efervescentes, esencias para licores, alcohol, termómetros, bolsas de agua caliente, cosas raras para los callos, lápices para las verrugas, y aparatos para los lavajes con una manguera en cuyo extremo tenían una llavecita y una punta de apariencia fea… que nos hacía sentir degradados.
Cada vez que nos mandaban hasta lo de don Florio, íbamos con una especie de placer masoquista, conscientes de que nos daría un medicamento desagradable, pero que también nos brindaría, luego de la compra, una pastilla de anís uno de aquellos deliciosos palitos dulces que llamábamos de «Brasil».
Eran fibrosos, resecos, y a medida que se empapaban con la saliva, iban soltando un sabor agradable a azúcar negra, a caramelo.
Pensábamos con odio en la botella que llevábamos en la bolsa, oscura, mal oliente, con la figura de un hombre transportando un enorme pescado al hombro.
Era la «Emulsión de hígado de bacalao».
Nunca supimos quien fue ese hombre, pero puedo asegurar que fue el individuo más despreciado por todos los niños de aquella generación.
Muchas veces pensábamos si no tenía otra cosa que hacer en lugar de ir llevando ese desgraciado pescado.
Nuestras madres disimulaban el sabor con anís, menta, miel, y hasta con vino dulce.
Pero, period inútil, a los pocos minutos volvía surgir desde nuestras entrañas el nauseabundo olor y peor gusto.
Estoy seguro que todos los botijas de aquel entonces siempre recordaremos que el bacalao es un bicho feo y pesado, puesto que el hombre estaba encorvado de tanto llevarlo, que sirve para hacer un medicamento asqueroso y una comida insípida en Semana Santa.
Otro que odiábamos period un aceite viscoso, que sabía a veneno, olía peor que el de oliva, nos revolvía los intestinos, nos daba unos dolores insoportables de vientre, y nos hacía ir al baño cada momento… period el repugnante aceite de ricino.
He conocido el arbusto que da ese fruto y no puedo comprender como una planta tan hermosa puede dar algo tan malvado.
Afortunadamente, en la farmacia había cosas que compensaban tales momentos desagradable:
Existían unos altos estantes llenos de recipientes con sustancias extrañas, hechos de porcelana con dibujos de flores y nombres hermosos, frascos de vidrios repletos de caramelos, de hierbas, de jabones perfumados.
También había una balanza que, al subirse en ella, daba el peso junto a una tarjeta con la buena suerte.
Cerca de ella, se encontraba un aparato que parecía un monstruo cabezón.
Al introducir en él una moneda, nos devolvía unos caramelos redondos que uno masticaba y masticaba, y terminaban pegándose a nuestras encías.
Si se tenía la suerte de se amigo de don Florio, uno pasaba por detrás del mostrador y podía introducirse en la sala siguiente, donde se preparaban los medicamentos.
Y, en un rincón, tras un biombo con figuras chinescas, él daba las inyecciones.
Era un lugar que infundía respeto, mejor dicho: temor.
Él lo llamaba «Laboratorio». Estaba lleno de mesas con frascos de formas extrañas, mecheros donde el fuego hacía hervir retortas y alambiques.
Lo veíamos echar polvos raros, y los líquidos cambiaban de colour subían convertidos en espuma, como si fuese perros rabiosos.
Por una puerta lateral del laboratorio se comunicaba con su casa. Por allí venían su esposa, una señora regordeta, sus cuatro hijos.
Eran tres niñas y un varón, flacos, tanto que parecían enfermos, una representación poco acorde con las habilidades de don Florio para encontrar la panacea a cualquier dolencia.
Siempre estaba dispuesto a escuchar al adolorido, al preocupado que le venía con sus penas y dolores, con sus sufrimientos.
Y, a todos daba una solución, un alivio, un consejo. Aun en los casos más serios, sabía convencerlos de que fuesen al médico, sin él perder el prestigio de «curalotodo» y sin que el enfermo pensara que el asunto era grave.
Muchas veces, ya siendo yo joven, fui hasta el laboratorio de la farmacia para buscar allí la solución a un problema de química que en el liceo no sabía responder.
Siempre la encontré y, además, tuve una lección sobre las reacciones de los seres humanos y sus características, las cuales son más complicadas que cualquier reacción química.
-A la gente, -decía- hay que darle lo que piden, lo que necesitan. No por eso, engañarlos. Pero, si le negás lo que ellos creen que necesitan, se sentirán defraudados. La mayoría de los medicamentos tienen pocas cosas que son efectivas, lo demás son sustancias dulces, que suavizan, adormecen dan momentánea satisfacción.
Y continuaba mientras acomodaba sus lentes:
-¿Vos no creés que, mejor que tomar píldoras para los riñones sería que no comiésemos tanta carne? ¿Que en vez de tantos digestivos y sales, deberíamos dejar de lado las pastas, los chorizos y el vino? Pero, el ser humano es así, necesita un momento de inconsciente felicidad, aunque luego tarde años en remediar sus consecuencias.
Hacía un gesto de reflexión y agregaba:
-Desgraciadamente tenemos el gusto en el paladar, y no siempre lo que nos agrada es lo que nos conviene. Si el estómago tuviera gusto, vomitaría más de la mitad de las cosas que le obligamos a digerir.
Además de la farmacia, a don Florio se le debe la anual alegría del barrio.
Period el organizador del tablado de Carnaval, el que lograba que trajesen el desfile de Carros Alegóricos y Cabezones, el que vendía los pomos de perfumes, las serpentinas, el papelito, las caretas.
Caretas, tras las cuales escondíamos nuestro rostro de todo el año, al igual que con un medicamento ocultábamos en nuestro interior, el sufrimiento de un malestar.
¡Cuántas cosas le debimos!… La alegría de las comparsas, el bullicio de las troupes, las nostalgias de un payador, la melancolía de un guitarrista, la risa de un cómico, la satisfacción de un concurso, el ensuciarnos tratando de sacar un peso pegado al fondo de un sartén…
Le debimos el estar junto a la muchacha de nuestra ilusión, mientras los padres miraban entusiasmados el espectáculo sobre el tablado.
Le debemos una infinidad de soluciones: Pomadas que calmaba la picazón de los bichos peludos, cremas que sacaban el moretón de un golpe, el ungüento que desinflaba la ampolla de una quemadura. Líquidos que sacaban el dolor de muela, de estómago, de torceduras.
Le debimos las cremas para inflamaciones, forúnculos y sabañones. Pociones para catarros, tortícolis y eczemas. Pastillas para la tos y una infinidad de dolencias.
¡Qué lástima que también haya tenido aceites y purgantes!
A medida que fuimos creciendo, mucho aprendimos de él. Don Florio solucionó en secreto más de un mal juvenil un error de adolescente.
Nos dio los principios básicos para saber si estábamos enfermos de verdad sólo de imaginación.
Nos brindó la presencia de sus tres hijas que, al crecer, tomaron la forma estilizada y elegante de las románticas figuras femeninas que venían en el envoltorio de los jabones de tocador y en las cajas de los perfumes.
Y nos regaló, sin darnos cuenta, la comprensión humana en cada charla que teníamos con él.
Nos explicó, con sutil ironía, que remedio quiere decir volver al medio.
Y el medio es el lugar donde todo está en equilibrio. Pero, así mismo, es la cosa más delicada de conservar.
Que cada vez que se sale del medio, tarde temprano nos aqueja algún mal y, si se ha ido demasiado lejos, ya no hay arreglo posible.
Pocos saben permanecer en el medio, vivir en el medio, pensar, comer, reaccionar, sentir andar, en el medio.
::::::
Cuando le dije que me iba tras otro camino, me miró.
Fue hasta la máquina de caramelos, puso una moneda, sacó los dulces y me dio uno.
Aún, hoy día, creo que me lo dio para que no lo interrumpiese mientras hablaba:
-Me parece bien que busques el futuro. Te han escrito cosas maravillosas de allí. Por lo que sé, muchas son verdades. Pero, andá preparado. Siempre debajo de la cáscara dulce está el medicamento amargo, y después que pasa el efecto de la droga se siente el dolor.
Apoyó su mano en mi brazo, continuando:
-No todo lo que está escrito es verdad, ni el nombre de algo lo representa: El aceite de bacalao lo sacan del tiburón, los palitos de Brasil vienen de Venezuela, el fragrance de París lo envían de Holanda, la caña paraguaya la mandan de la Argentina, la Sal Inglesa llega de España, y el Anís de España lo cultivan detrás del Cerro. Pero, no debemos decir esas verdades. Todo mal se envuelve en una capa de esperanza para aliviarse, como todo medicamento agrio se rodea de una cubierta dulce. Es que, tanto cura el ingrediente de remedio como el convencimiento de quien lo toma.
Luego, con su sonrisa humana, pero inescrutable, terminó:
::::::
Pasaron los años.
Con enfermedades de todo tipo y con remedios que tuvimos que hacer a medida que surgían los problemas.
Remedios dulces, amargos. Algunos parecían cremas; y otros, purgantes.
Pero la vida no se detuvo. El ansia de sobrevivir es superior a cualquier dolencia, y la esperanza de mejorar hace soportar cualquier sufrimiento.
Mucho tiempo después, volví. Fui hasta la farmacia.
Al lado de la puerta había una placa donde decía: Bruno y dos apellidos, luego, Químico Farmacéutico. Period su hijo.
Entré despacio, recordando.
Estaba viejo, muy viejo, gordo, achacoso.
En el mostrador atendía su hijo.
Nos saludamos con cariño lleno de añoranzas.
Me asombré al ver como había encanecido.
Miré el espejo de la balanza, entre el azogue quebrado y amarillento, me di cuenta que yo también estaba viejo.
Me senté al lado de Don Florio y charlamos.
Me preguntó por el camino recorrido, hablamos.
De pronto, sacó de su bolsillo un caramelo redondo, de aquellos que al masticarlos se pegaban a la encía.
Me lo dio y meditando me dijo:
-Llegaste donde querías, también llegaste de vuelta. Eso es bueno. Todos tenemos que llegar a algo y preocuparnos de ser alguien. Es una necesidad natural… A la gente hay que darles lo que necesitan, sin por eso engañarlos. Y, siempre por el medio justo. Por que es mejor tener algo y ser alguien, que tener mucho y no ser nada.
Estreché su mano, saludé y salí.
El caramelo me supo a remedio.
¿Se habría acabado el dulce de afuera?
¿ lo habría mordido, llegando adentro… al medio, a la verdad?.oo0oo…
1982
28 > EL TRANVÍA sixteen > DON SIMÓN
El tranvía 16 fue el primer transporte público que tuvo el barrio.
Quizás, anteriormente, haya tenido carretas de bueyes, coches de caballos, sulkys, diligencias, cosas parecidas.
Pero, los muchachos de nuestra generación no los conocimos y, cuando los viejos nos hablaban de ellos, nos parecían cosas del libro de historia.
Para nosotros el tranvía 16 había existido siempre.
Period parte del barrio, como la Fortaleza, como la bahía, como los adoquines de la calle Nueva Granada, como la piedra negra que había al empezar el agua en la playa y, si no se eludía, nos lastimaba.
Period tan nuestro que tenía nombre propio. Poca gente lo llamaba tranvía, bastaba decir que se iba a tomar se había venido en el sixteen.
La parada last del tranvía, y el last de su vía, period en la calle Grecia, frente al cine Apolo, al lado de la panadería, cerca de la heladería y a pocos metros de un boliche. Hasta allí llegaba. No podía seguir adelante. Se hubiese descarrilado, y eso hubiese sido la vergüenza más grande.
En verano, en la temporada de playa, llegaba a la parada cargado de madres, de niños, de canastas, de bolsas con alimentos. Y, desde allí se formaba una caravana para ir a la playa, distante unas seis cuadras.
El tranvía estaba bajo la responsabilidad de dos hombres uniformados. Parecían oficiales del ejército con sus pantalones rectos, gorra militar con bordados, chaqueta con botones de bronce brillante y, en el pecho, una medalla rectangular cual condecoración, donde estaba el número que le correspondía en la Compañía de Tranvías.
Uno period el guarda, el que cobraba y nos daba el boleto.
Eso, además de avisar al pasajero cuando llegaba a la dirección solicitada, ayudar a las mujeres a subir y bajar los escalones, agarrar de la mano a un niño mientras su madre tomaba el vehículo, hablar del tiempo, comentar de política, opinar sobre fútbol, hacer chistes con los canillitas, avisar a los muchachos en que esquina subía una botija bonita, y un sin fin de relaciones públicas y servicios al pasajero.
El otro era el motorman. Su nombre significaba, en inglés, «El Hombre del Motor». Para nosotros, los que nacimos en los comienzos de la época de la mecanización del transporte, period un hombre extraordinario, importante, señorial.
Parado en la plataforma delantera, erguido, manejando la palanca del tablero, mirando hacia adelante como si escudriñara el horizonte, nos parecía que period él quien mantenía en el camino al tranvía y no los rieles.
El primer motorman que recuerdo se llamaba don Simón.
Fue un domingo, yo era pequeño, y mis padres me llevaron a ver los animales del Zoológico. Salimos de la casa temprano, period verano. Como teníamos tiempo, fuimos caminando hasta la parada de la panadería.
Don Simón estaba sentado en un banco. El banco tenía muchas finalidades: sentarse para comer los «cocos» de los panes flautas, saborear los helados comprados enfrente, charlar con las muchachas compañeras del liceo, mirarlas pasar en cuadrillas los sábados de noche, descansar después de haber subido el repecho, servir de cama a algún borrachito, reposo para los adoloridos pies de guardas y motormanes, que siempre estaban parados durante el recorrido y… logicamente para esperar el tranvía.
Apenas nos vio, Don Simón se paró y vino a saludarnos. Así supe que mi padre siempre tomaba ese tranvía en la madrugada y en la tarde, para ir y volver del trabajo.
Todos somos pasajeros conocidos en el tranvía de la vida.
Al comentarle donde íbamos, semejante a un cicerone, nos indicó los tranvías a tomar, donde bajarnos, etcétera. Don Simón me acarició la cabeza y me dijo:
-¿Vas a ver los animales?… Encontrarás que hay muchos que están enjaulados. Son los más atractivos, y los más peligrosos. Siempre es así. No te acerques a ellos. Para nosotros son ellos los que están encerrados, pero para ellos somos nosotros los que estamos detrás de las rejas.
Llegó la hora de partir. El guarda se colgó de la cuerda del trole y giró éste hasta colocar la roldana en el cable, pero en posición contraria. Luego ató la cuerda. Subimos al coche. El guarda y el motorman estaban dando vuelta los respaldos de los asientos para que quedasen mirando hacia adelante. Mi padre y yo nos divertimos ayudándolos a hacer esto.
Había asientos inamovibles: Los de los «bobos». Estaban atravesados con los demás y apoyados contra las ventanas. Quienes los ocupaban quedaban por fuerza mirando a las personas paradas frente a ellos… y con cara de tontos.
Hablar de la parte delantera de atrás del tranvía, es una referencia relativa, ya que eran simétricos, tanto a lo largo como a lo ancho. Todo estaba duplicado. Sólo el trole y los asientos no eran dobles. Pero, como amantes infieles, cambiaban una posición por otra al ultimate de cada recorrido.
En cada punta había un soporte en el techo para colocar los números de la línea, un reflector para la noche, un rollo que hacían girar hasta que aparecía el destino, una chapa pintada que indicaba las calles a recorrer, una parrilla protectora para que nadie cayese bajo las ruedas, dos portezuelas plegadizas de varilla de hierro, dos escalones del mismo material y un andén plataforma.
En cada plataforma estaba una caja de bronce que contenía los transformadores. La tapa de la caja period un tablero del cual sobresalía un eje rodeado de ocho bornes.
Delante del tablero, en el piso, había dos huecos y, hacia la derecha, un tubo que atravesaba el piso. Allí estaba toda la ingeniería del tranvía. El motorman iba a una de las dos plataformas, y ésta se convertía en parte delantera. Ponía en el eje del tablero una palanca que giraría, según la velocidad deseada, sobre los ocho puntos. Luego, insertaba en cada hueco del piso un pedal, uno period para tocar la campana y el otro para soltar la arena sobre las ruedas en las frenadas de emergencia. Para las paradas normales, se llevaba la palanca a cero y se hacia girar la manija que estaba en el tubo, lo que apretaba las zapatas de los frenos.
Aún hoy, me resulta incompresible que el tranvía haya desaparecido sólo quede como atractivo para el turismo. En esta época de transporte automotriz, con descargas de gases tóxicos, residuos de combustibles, grasas, cables, correas y aceites, huellas de neumáticos, complicados motores de explosión, sistemas dificultosos de encendido, complejos de frenado, no puedo dejar de añorar al tranvía.
Period reluciente como sus detalles en bronce, distinguido como sus asientos de rafia, limpio como sus enrejillados pisos de madera, que al fin de cada viaje lavaba el guarda. Easy como la correa de cuero que hacía tocar a una campanilla que avisaba al motorman que alguien iba a bajar, distinguido como sus partes en madera de roble.
Era fuerte como su estructura de hierro, moderno como su motor eléctrico, atractivo como su exterior pintado de shade.
Y fue alegre como los muchachos que transportaba con la generosidad del abono estudiantil, útil como los obreros que lo colmaban en la madrugada y en los atardeceres.
En nuestra infancia pocas veces íbamos en el tranvía sixteen, nuestras distancias eran cortas y preferíamos ir caminando. Pero eso no evitaba que corriésemos tras él y nos colgáramos de la cuerda del trole para sacarlo del cable.
Nos divertíamos con el chisporroteo que causaba al tocar los demás cables y con las groserías y maldiciones del guarda mientras corría tras nuestro. Sabíamos que sólo correría unos metros, ya que debía volver a poner el trole.
Pero, cuando veíamos que el motorman period don Simón, no hacíamos nada. En don Simón había una seriedad que infundía respetarlo, en no hacerle bromas.
Otro viaje inolvidable en el sixteen fue cuando, acompañado de mi madre, fui a inscribirme en el Liceo Bauzá. A la semana comenzaron las clases y tuve que ir solo. La distancia me pareció enorme. Empezaba a alejarme del barrio…
::::::
Fin del recorrido. Es un anochecer frío de mayo. Don Simón, metido en su sobretodo del uniforme, parece aún más serio. Nos quedamos dentro del tranvía. El guarda se va a tomar algo en el boliche que lo caliente por dentro. La voz del motorman me sorprende:
-¿Sabés que esta parada tiene su historia? -y, sin esperar respuesta, siguió- Cuando se inauguró la línea 16, el barrio tenía fama de bravo y gran parte del recorrido period por lugares oscuros, solitarios. Pocos guardas y motormanes querían llegar hasta aquí. Pero, al llegar, veían que estaban rodeados de buenas familias y de gente decente.
-Gracias, -le dije- aún hay muchos que creen esa fama.
-La fama es como los gatos. Va delante de nosotros, sin ver si hemos cambiado de camino. En cambio, los recuerdos son como los perros, siempre están detrás nuestro, y los encontramos cada vez que miramos lo recorrido.
-Había un motorman joven, -continuó él- que estaba de dragoneo con una muchacha que vivía cerca de la parada. Una tarde de verano, dejó el tranvía con las palancas colocadas y corrió hasta lo de su enamorada. El guarda fue al boliche. Los botijas, al ver solo al tranvía, subieron y empezaron a jugar al guarda y al motorman. Uno de los niños se metió debajo del tranvía para ver como era.
Sentí un nudo en la garganta, Don Simón siguió:
-Uno de los botijas soltó el freno, otro movió la palanca de mando. El tranvía empezó a marchar y se descarriló al terminarse la vía. El chiquilín que estaba abajo, al sentir que se movía, quiso salir, pero no tuvo tiempo… las ruedas le pasaron por encima de las piernas, cortándoselas.
-¡Qué desgracia! Y todo por un descuido. -comenté.
-Sí. Pero las desgracias no vienen solas. Es como cuando un tranvía no funciona y otro lo lleva enganchado. El niño era el hermano menor de la muchacha. Pudieron salvarlo, pero quedó incapacitado para el resto de su vida. La familia se fue para la Ciudad Vieja, el botija y su hermana se encerraron tras las celosías. A él le faltaban las piernas para andar y a ella las alas para volver a soñar.
-¿Y el motorman? -me atreví a preguntar.
-Lo pusieron preso. Un abogado de la Compañía lo defendió. Dijeron que él no estaba en el tranvía cuando el accidente sucedió. Salió libre. Lo pusieron de limpiador en la estación. Despedirlo era reconocer tanto la culpabilidad de la empresa como la de él. Otros motormanes amigos hablaron con los jefes para que le dieran otra oportunidad..
El guarda estaba saliendo del bar. Don Simón se paró, se acomodó dentro del sobretodo, y terminó con voz grave:
-Luego de unos años, le dieron esa oportunidad. Al decírselo, el motorman pidió el favor de que lo dejasen trabajar siempre en la misma línea. La del tranvía 16.
-Extraña petición. -comenté- Otro se hubiese alejado.
-Botija. ¿Viste cuando un tranvía descarrila? Es un pobre montón de hierro que va para todos lados, sin destino. Las ruedas giran locas. El trole salta golpeándose contra los cables. Se apagan las luces. Y queda atravesado en el camino, pareciendo una chatarra. Una cosa sin vida. La única forma que vuelva a ser lo que fue, es volviéndolo a poner en las vías.
El guarda entró al coche, abrió una de las puertas corredizas que nos separaban de la plataforma y la volvió a cerrar enseguida.
Una ráfaga de frío entró en el tranvía. Los dos hombres comenzaron a dar vuelta los respaldos de los asientos. Me paré para irme, para bajar.
Por un momento dudé. No sabía cual era la parte de atrás. La mitad de los respaldos estaban para un lado y la otra mitad para el otro.
Fui hasta una puerta. Me di vuelta y pregunté al motorman:
-Don Simón… ¿Usted, se casó?
-No. Yo soy como los rieles de las líneas de los barrios, como la del 16, de una vía. Cada tanto me quedo en un desvío para que pueda pasar un compañero, pero siempre vuelvo a mi vía y a mi destino. Del Cerro a la Aduana, de la Aduana al Cerro, sin saber si voy si estoy volviendo…
Corrí la puerta, cerrándola. Pasé por la plataforma. No había ninguna palanca ni pedal. Bajé el escalón. Crucé la calle.
Me apoyé en una de las columnas que parecían pequeñas torres Eiffel sosteniendo los cables que soportaban al del trole. Estaba fría. La sentí temblar.
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Hubo tranvías de varias familias y categorías.
En la del sixteen estaban el 15, que llegaba hasta Belveder, y el 21, que seguía hasta Nuevo París. También estaban el que iba a Capurro y el que se perdía hacia Sayago y Colón.
Cuando se cruzaban en la avenida Agraciada, que tenía dos vías, se saludaban con alegres toques de campanas. Era como si se encontrasen dos hermanos. Pero cuando estaban en el centro y se veían con alguno de la estación Goes, u otra, parecían primos lejanos. Sólo había una imperceptible inclinación de cabeza del motorman.
A los muchachos nos gustaban unos tranvías planos, llenos de herramientas, que sólo salían cuando uno de línea se averiaba. Le decían chatas zorras. Nunca supimos por qué tenían esos nombres feos. ¿Sería porque apenas encontraban al dañado, se acoplaban a él, y se lo llevaban de arrastre?
Los tranvías de los barrios eran como los trabajadores, descansaban de noche. Dormían en la Estación Agraciada. Allí había un extraño tranvía, parecido a las zorras, que en lugar de estar sobre el piso, estaba enterrado; y en vez de ir para adelante, iba de lado.
Los tranvías de línea se montaban en él y él los llevaba a reposar en unas vías paralelas dentro del depósito.
Pero, el señor de los tranvías fue el de la Barra. Period más grande, más lujoso, tenía dos troles, y hasta había un tramo de su recorrido en que marchaba sin cable aéreo. Parecía un vagón de ferrocarril.
::::::
El tranvía 16 tenía en su recorrido tramos peculiares:
Al llegar a Carlos Ramírez había una curva dificultosa, estrecha y con subida, además en ella estaba el desvío.
Luego tomaba la recta del Pantanoso. Allí el motorman podía dar riendas libres a su ansia de velocidad, llevando la palanca al punto ocho, hacía carrera con los advenedizos ómnibus y… a veces hasta les ganaba.
Sin embargo, al llegar a una amplia curva tenía que bajar la velocidad y ver si el puente no estaba abierto.
El puente del Pantanoso period del tipo giratorio y lo abrían para darle paso a las barcazas que salían del Frigorífico Anglo. Los muchachos nos bajamos del tranvía y subíamos al puente antes que empezase a girar. Al rato, quedábamos sobre él, atravesados en el arroyo, mirando pasar las chatas, sintiendo el cosquilleo de la aventura y el temor de que no lo volviesen a su posición normal.
Para abrir el puente venían unos gallegos fuertes con una palanca que parecía una gigantesca llave de dar cuerda a los juguetes. La introducían en un hueco que había en el puente y empezaban a empujarla, tres hombres en cada brazo, haciéndola dar vueltas… y el puente comenzaba a girar lentamente. Previamente, dos gallegos flacos, habían detenido el tránsito en cada extremo de la calle.
Lo otro interesante era el cruce, en Paso Molino, de las vías del tranvía con las del ferrocarril, con el abrir y cerrar de las barreras respectivas. Fueron los primeros artefactos que vimos manejados a distancia desde una caseta aérea.
Estaba allí una tarde mirando la combinación de los rieles. Había venido caminando desde el liceo. Sentí el campaneo típico del 16 de don Simón. Corrí y me subí corriendo. El guarda rezongó por hábito y por obligación.
Al llegar a la parada remaining, nos sentamos en el banco:
-¿Qué estabas mirando en las barreras? -me preguntó.
-Lo bien hecho que está el cruce de los rieles, don Simón. Me parece que es más difícil poner los del tranvía que los del ferrocarril.
-Cada uno tiene su dificultad y su ventaja. Como todo. Vos que estudiás debés saber que hubo tranvías con máquinas de vapor, y antes tirados por caballos, que aún los hay en las minas de hierro y carbón. Además, acordate que el tranvía es el hijo menor del ferrocarril, como el ómnibus es el hijo mayor del automóvil.
-¿Y el trolebús? -pregunté, burlón.
::::::
La plataforma del tranvía fungía como depósito para todo lo que molestase a los pasajeros y que se necesitase llevar sin pagar additional. Allí venían las valijas del puerto, los paquetes de los diarios, las cajas de los heladeros, las cañas de pescar, cajas, tachos, y hasta algún mueblecito.
Subía el chancha y protestaba, pero las dejaba continuar. Ése era el nombre dado al inspector que, cada tanto, subía a revisar si algún pasajero no tenía boleto, que todo estuviese en orden, a controlar la planilla del guarda.
Period un ser despreciado, servil de la Compañía. Y es sabido que el mayordomo es peor que el dueño.
Los estudiantes en vacaciones no teníamos abono con precio reducido, y los guardas nos dejaban viajar de free of charge.
Otros jóvenes, recién casados, se hacían los distraídos, y trataban de ahorrarse el pasaje para que el sueldo les alcanzara hasta el fin de mes. Por eso, al subir el chancha, había un descenso en masa de los pasajeros en la siguiente parada. Pero también existía un acuerdo tácito entre todos, el inspector subía por la parte delantera, el motorman bajaba la velocidad, los que no tenía boletos se quedaban en la plataforma trasera y, si veían que el inspector se acercaba, se largaban a la calle.
El andén plataforma era abierta, solamente con vidrios adelante, por tanto el lugar más concurrido en verano. Sin embargo, en invierno parecía estar en Siberia. El guarda entraba en el coche y cerraba las puertas. Pero el pobre motorman quedaba a la intemperie, azotado por los vientos que venían desde la bahía.
La Compañía de Tranvías era inglesa, creo que los británicos se equivocaron, y creyeron que el Uruguay period un país tropical.
Muchos detalles tuvieron los tranvías. Se necesitaría la memoria de toda la niñez y juventud de aquella época para recordarlos: El boleto capicúa, las propagandas en el borde del techo, los novios agarrados del mismo pasamano, el tranvía convertido en un racimo de seres humanos al volver de un partido de fútbol en una huelga de ómnibus.
El arte de abrir y cerrar una ventanilla, el miserere de los vendedores ambulantes, los dragoneos, los piropos al oído de la muchacha cuando estábamos parados, el taconazo de ella si el galán se sobrepasaba.
El tranvía fue salón de lectura, cuarto de estudio, dormitorio de los cansados, reclinatorio para la siesta después del almuerzo, atalaya desde la cual sentimos nuestros ideales y sueños, mirando lejos.
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He vuelto al barrio. Han pasado los años. Voy a saludar a Billy. Me informa que cambiaron los tranvías por trolebuses. Que don Simón hace años que se jubiló. Y me cube:
-¿Sabés que hoy, a las seis de la tarde, sale de la parada el último viaje del sixteen?
Son las cinco. Me despido. Quiero ver al tranvía por última vez. Llego a la calle Grecia y me pongo a caminar sobre las vías hacia la parada remaining. Cuando estoy cerca, no me animo a llegar. El tranvía está allí, silencioso, roto el rollo de su destino, todo descolorido. Parece presentir su fin.
Me apoyo en una columna de hierro. Es verano, pero siento frío al tocarla. Son las seis. Del bar sale el guarda y el motorman. Suben cada uno a una plataforma.
El motorman pone la palanca en el tablero. Esa plataforma se convierte en delantera. Creo ver en ella a don Simón.
El tranvía enciende las luces y se mueve un poco.
Toca la campana repetidamente por varias veces.
En las esquinas se junta la gente para verlo partir, pero nadie sube. El tranvía se va sin pasajeros.
Sin embargo, al pasar frente mío, me parece ver en la primer ventanilla a un niño rubio acompañado por su madre, más atrás a un adolescente tímido viendo con curiosidad la calle, en el medio a un muchacho enamorado junto a una hermosa botija, en la plataforma trasera a un joven fumando la melancolía de su romanticismo y, en el último asiento un hombre yendo a comprar unos pasajes.
El tranvía se va. Y con su roldana deforme saca chispas a un cable desgastado.
Cuando vuelvo a mirarlo, es un punto oscuro en la lejanía.
El sixteen se fue… llevándose con él mi juventud..oo0oo…
29 > EL CHARLATÁN > DON LORENZO
Lorenzo vivió por los años treinta, aquella época donde los hombres eran ejemplo para los jóvenes y un apretón de manos valía más que un documento firmado.
Pero la única manera de valorar los hechos positivos es, como en toda medida, por comparación con algo inferior. Y para esa época Lorenzo fue eso: un ser inferior.
Period un hombre grueso, que vestía elegantemente, con una eterna sonrisa en su rostro y que siempre hablaba. No sabía de nada, pero hablaba de todo.
Llevaba la lotería clandestina, conocía todas las maneras de lograr un trámite difícil, era amigo de todos los políticos.
Sabía donde encontrar la «cuña» que mantuviese abierta la puerta para acelerar un permiso u obtener una jubilación aunque no se hubiese trabajado nunca.
Comentaban los viejos del lugar que desde niño fue así, que guardaba el atado de diarios a los pregoneros mientras éstos saltaban de tranvía en tranvía buscando el sustento.
Y, lógicamente, recibía su parte por guardar el paquete.
También que pasaba por la comisaría para recoger los pedidos de los presos para sus familias, que llevaba las cartas de los picaflores a la niña enamorada que escondía su oculta pasión tras las celosías.
Era el que avisaba a la empresa funeraria cuando alguien había muerto, el que alertaba a los jugadores de apuestas cuando el policía se acercaba al bar.
Y cuando llegaban las elecciones, el que decía a los caudillos del club político cuales eran los viejitos enfermos que había que ir a buscar para llevarlos a votar.
Naturalmente, logrando por todo un beneficio.
En resumen: Una persona sonriente, repulsiva, e inútil.
Period… un charlatán.
Hay seres que, como los gusanos, necesitan que el ambiente esté podrido para subsistir.
Lorenzo fue uno de ellos. Pero lo que más molestaba de él no period que viviese de la corrupción del sistema social ni de las debilidades de la naturaleza humana.
Lo más molesto period que hablaba, hablaba sin cesar. Fue un hombre que nunca pensó y jamás trabajó, sólo habló.
Otra de las cosas que jamás hizo fue pagar algo. Tenía la habilidad de pertenecer a todos los clubes, asociaciones e instituciones que hubiese, así fueran contradictorias entre ellas. Y, casualmente, siempre lograba formar parte de la tesorería de la comisión de finanzas.
Pasaba las noches en los mostradores de los bares, pero nunca tenía que dejar dinero sobre la mesa. Siempre había alguien que le debiese un favor, una ayuda en algún trámite de oficina pública, una solución rápida a algún enredo.
En fin, alguien que estuviese comprometido por algo anormal y que pagase las copas.
Porque para Lorenzo, la palabra favor tenía un valor pecuniario, contable, medible en dinero.
El verdadero favor se hace por amistad, nunca se cobra, nunca se paga y aún menos se recuerda.
Pero para Lorenzo un favor period algo que se hacía para obtener beneficios. Beneficio para quien lo solicitaba, para quien lo otorgaba y, naturalmente, para él… que lo facilitaba sin nunca olvidarlo.
Y él seguía hablando, hablando sin parar, hablando de sí mismo, dejando la impresión de que tenía la función importante de ser el nexo de unión entre la complicada y corrupta organización, con la inocente y easy gente.
No importaba el tema que se hubiese estado tratando cuando llegaba Lorenzo, invariablemente, a los pocos minutos la conversación giraba sobres sus habilidades.
Hablaba y hablaba, manteniendo su perorata sobre trámites, conocidos en oficinas, amigos influyentes, favores logrados, cuñas. Y en todo figuraba él como personaje central, para terminar siempre con la consabida frase:
-Y… ustedes saben… esas cosas cuestan… y a esa gente hay que darle algo.
Lorenzo apenas terminó sexto grado. Y cuando tenía catorce años. De allí hasta los dieciocho hizo de todo, menos trabajar. Recogió apuestas ilegales, organizó colectas fraudulentas, concertó citas prohibidas, recogió limosnas en las procesiones, hasta acompañaba a las pobres viudas a cobrar la pensión. Mientras tanto iba organizando su futuro.
Se hizo amigo de cuanto político hubiese, era asiduo de todas las casas sindicales, asistía a todos los clubes de deportes. Los sábados de tarde iba a la iglesia evangélica y los domingos a misa de once en la católica. Conocía a todos los médicos, abogados, militares que hubiese en la zona, siendo tan amigo de la policía como de cualquier malandro.
Al llegar a la mayoría de edad afianzó su vida.
Se casó con una vieja fea, beata y sin gracia, que le llevaba doce años. En compensación recibió una serie de beneficios:
La solterona era secretaria del club cristiano, el suegro un influyente dentro el partido opositor, su suegra tenía media cuadra de terreno con una casona frente a la plaza…
Y él, para equilibrar, se afilió al partido del gobierno.
Puso en el cuarto del frente de la casa una venta de revistas, caramelos y cuanta cosa simple hubiese. Eso era la pantalla detrás de la cual llevaba los juegos clandestinos.
Para que su esposa no se aburriese, la dejó al cuidado del negocio y él se dedicó a su profesión predilecta: hablar.
La pobre vieja le dio dos hijos, una admiración sin límites, y una resignación related.
Lorenzo period un hombre muy considerado con su familia.
A los ocho años de casado logró la jubilación para su señora por motivos de salud, y nunca estuvo enferma.
Los hijos, al crecer, completaron el cuadro político: el mayor se hizo socialista y la hija una rebelde revolucionaria.
Al ser mayores, recibieron otra demostración del cariño paterno: Al hijo lo acomodó en el sindicato de trabajadores, a pesar de no haber trabajado en ninguna parte.
A la hija rebelde e izquierdista la ubicó en Derechos Humanos, en el Ministerio de Relaciones Exteriores.
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Lorenzo un día dejó de hablar. Su entierro fue un desfile muy particular. Nadie iba serio, nadie caminaba callado.
Todos sonreían, todos hablaban.
Parecía que el espíritu de Lorenzo flotase en el aire.
Cuando bajó el féretro hubo un suspiro common de alivio.
Todos se fueron y se sentaron en los bancos de la plaza.
Atardece, los viejos recuerdan, los hombres piensan, los jóvenes sueñan, los niños juegan.
Un perro bosteza mientras mira un gato que va de ronda.
Todo está en paz. Lorenzo dejó de hablar.
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Lorenzo nació anticipadamente. Si hubiese nacido en esta época, sería un hombre importante.
En lugar de haber sido un charlatán y coimero, sería un ejecutivo de gestiones públicas, un afamado promotor de negocios…
Es que los tiempos cambian. Los valores también.
Pero, él no lo pudo ver. Nosotros sí..oo0oo…
30 > EL MANECO > DON TITO
Si hubo alguien que conoció el barrio, toda la ciudad, toda la gente… ése fue don Tito.
Don Tito period el dueño del único taxímetro que teníamos en el barrio.
La parada estaba en la avenida cruce con la calle principal, cerca del banco, de la Asistencia, de la subida a la Fortaleza. Y cerca del boliche que tenía uno de los pocos teléfonos del lugar.
Su automóvil fue el orgullo de todos nosotros por muchos años. Period lo más lujoso, lo más señorial que se podía imaginar. Sólo lo superaban los coches de remise y el carro fúnebre.
Don Tito lo mantenía siempre pulcro, brillante, lustroso. Parado en esa esquina pasaba las horas del día dándole cera, puliendo todos los adornos, cepillando sus alfombras y asientos, ajustando su motor para que sonase como el ronroneo de un gato mimoso.
No sé si period un Mercedes, un Damier, un Bugati, un Rolls-Royce, pero si que fue el coche más hermosos que los ojos de los botijas de entonces podíamos admirar.
Period un espectáculo cada vez que Don Tito abría sus puertas y nos permitía extasiarnos con cada detalle de su interior, escuchando embelesados a su dueño detallar las propiedades de ese vehículo.
El volante era de un material iridiscente que atraía nuestra vista con sus tonalidades, el tablero de controles de una madera veteada cuyo lustre brillaba, el pomo de la palanca de cambios de un bronce que parecía oro, el piso estaba cubierto de una alfombra mullida que daba ganas de acostarse en ella y los asientos revestidos de gamuza daban la impresión de un sillón inglés.
Un terciopelo gris cubría el techo por dentro. Las cortinas dobles, una de satén y la otra más tupida, podían cerrar la visión de cada ventana de las puertas separar el chofer con de los pasajeros, dejando a éstos en la intimidad.
Todo el coche estaba impregnado de un agradable fragrance, mejor dicho: de una exquisita mezcla de olores a cuero, a madera fina, a bronce, a cera, a limpio.
Por fuera, el auto estaba ideado para que ninguna forma desentonara, period de líneas severas, sin voluptuosas curvas ni arabescos, sin exagerados cromados que chocaran el buen gusto, y con una combinación imperceptible de tonalidades entre el negro y el gris.
Era un automóvil para disfrutar de su presencia, algo que hacía parte del paisaje, de las personas, de la época. Don Tito era su dueño, pero todos nos sentíamos orgullosos de que ese coche fuese nuestro, de nuestro barrio.
Y, si hubo alguien más incongruente con ese coche, fue Don Tito. Lo llamábamos Maneco. Era bajo, de piernas arqueadas, algo jorobado, de rostro poco agraciado, brazos largos, manos de dedos retorcidos, voz cascada.
Se decía que period hijo de una vieja familia pudiente. Que había tenido en su infancia una enfermedad que lo había dejado así. Que desde joven le atrajeron los vehículos automotrices y, como no period idóneo para manejar la estancia, le habían dado ese fabuloso coche.
Un día apareció en esa esquina, haciéndose amigos de todos. Period semejante a las características de su auto: pulcro, formal, parco.
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Pocas veces se llamaba a don Tito. Para los viajes normales estaba el tranvía y luego llegó el ómnibus.
Nunca lo llamábamos taxímetro, nos parecía rebajante para tan distinguido vehículo. Su coche lo tomaban más bien los de afuera del barrio que, luego de bajar del tranvía y ver la empinada subida a la Fortaleza, preferían sacrificar algo su economía a exigir un esfuerzo a sus viejos perezosos pies.
Nosotros tomábamos el coche de Don Tito sólo para las cosas muy serias, para asuntos graves, como un parto difícil, casarse, llevar un enfermo de verdad.
Por eso, cuando el auto del Maneco paraba frente a una casa, todo el vecindario salía a ver. Period algo anormal, algo que se salía de la rutina dulcemente acompasada de la vida cotidiana del barrio.
Cuando venía por un enfermo viejo y adolorido, para buscar de urgencia a una señora gruesa que la partera desesperada no había podido lograr que diera a luz, nos dábamos cuenta enseguida.
Traía las ventanillas del coche cerradas con las cortinas oscuras, acercaba el auto hasta la puerta de la casa y nos miraba a los botijas con ojos tan enojados que nos retirábamos varios metros para atrás.
Si venía a buscar una novia para llevarla a la iglesia, ese automóvil resplandecía más que nunca. Los vidrios, de limpios, reflejaban hasta las luces de la esquina. En varias partes de su inside había ubicado, con un gusto exquisito, unos pequeños ramilletes de seda blanca.
Estacionaba el coche en la calle, todo iluminado por dentro. Y, Don Tito, como un escudero, se erguía dentro de su desgarbada figura, con un traje oscuro, de camisa blanca impecable, con su corbata gris, y una pequeña rosa blanca en el ojal del saco.
La novia salía de la casa. Todo el vecindario se reunía, dejándole un camino de honor hasta el coche.
Detrás, venía la madre y la modista viendo invisibles detalles en la cola del vestido.
Subían al auto. Don Tito acomodaba los volados del traje de novia y cerraba la puerta trasera. La modista, como una dama de compañía, iba adelante con don Tito, y éste partía lentamente, pausadamente…
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Don Tito fue un hombre extraordinario. Su mente era una guía enciclopédica de la ciudad, y diariamente renovada. Conocía todas las calles, todos los lugares, el camino más corto para el apurado, el más hermoso para los felices y el más sereno para los deprimidos.
Sabía donde estaba el hospital la clínica para cada enfermedad, la dirección de cada médico, donde se encontraba cada iglesia sin importar de que religión fuese, cada salón, cada tienda, cada lodge.
Observador perenne de la comedia humana, era discreto espectador en sumo: miraba pero no veía, escuchaba pero no oía, hablaba pero no decía.
Cada vez que terminaba un viaje, cepillaba los asientos, acomodaba las alfombras y ponía los almohadones en su lugar. Miraba los vidrios y los bronces y, si alguno tenía un vaho imperceptible, lo pulía suavemente.
No tenía ceniceros, no soportaba a los pasajeros que fumaban, y así se lo hacía notar con un ligero carraspeo. Además, ese coche era tan formal que, fumar en él nos parecía una falta de respeto.
Pocas cosas le molestaban: Una, que lo llamasen Maneco. La otra, que le ensuciasen el auto.
La primera tuvo que soportarla en cada generación de botijas.
Los niños suelen ser crueles con los defectos ajenos, y más cuando la broma molesta al afectado. Pero, como no es una maldad consciente, esa broma termina, con los años, en una expresión de cariño.
Así fue el sobrenombre de Maneco. Para todos aquellos que lo conocimos, esa palabra nos recuerda a un hombre bueno, a un auto extraordinario y a una época maravillosa.
Con los años, hasta don Tito comprendió ese afecto, y dejó escrito en el cajón del teléfono donde recibía las llamadas, la palabra Maneco toscamente garabateada por algún botija audaz de una nueva generación.
Pero, en cuanto a que le ensuciasen el coche, fue inflexible.
Envejeció manteniéndolo inmaculado. Si tenía que llevar a un herido, alguna parturienta, sacaba del portaequipajes un pedazo de linóleum y una frazada gris, cubriendo con esto los asientos y al pasajero.
A los niños nos transportaba adelante, entreteniéndonos con su conversación para que no mirásemos por la ventana y nos mareásemos; a pesar que lo máximo que iba period a sesenta kilómetros.
Pero, en el caso que nos diera por vomitar, cosa muy común en aquella época, sacaba una bolsa de hule de debajo de un almohadón y nos la ponía en la boca.
Abría la puerta, ayudaba a nuestra madre a limpiarnos, y cerraba la bolsa con un piolín.
Hoy, tantos años después, cuando viajo en avión y veo delante las bolsas para el mismo fin, no puedo reprimir la concept de que fue Don Tito que las inventó.
Pero, él era del barrio, y no las patentó.
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De las contadas veces que fui en el coche de don Tito, hay dos ocasiones que nunca olvidaré.
Dos ocasiones que cambiaron mi vida por completo.
La primera cuando me fracturé una pierna, la segunda cuando me casé.
En la primera period un niño. Y aún recuerdo a mi madre junto a mi lado en el asiento trasero manteniendo mi pierna derecha. Mientras, adelante, mi padre y don Tito hablaban sin parar tratando que no sintiese ningún dolor.
Al salir del hospital, llamamos al Maneco. Esa era una costumbre, así fuese en un lugar distante de la ciudad. Tal vez porque period de los nuestros, por no soportar la mirada desconfiada de cualquier otro taximetrista cuando le decíamos que nos llevase para nuestro barrio.
Y don Tito nos iba a buscar, contento con esa preferencia, sin nunca querer cobrar el viaje de llamada por más que insistiéramos en ello.
Cuando volví del hospital, los botijas del barrio vinieron a verme bajar del coche. Me miraban con asombro parado en mis muletas. Para ellos yo period un muchacho especial a partir de ese momento, alguien que había ido varias veces en el coche de don Tito… y que ya no jugaría igual al fútbol.
La segunda vez, cuando me casé. Don Tito me vino a buscar para llevarme al lado de la mujer que sería la compañera de mi vida. Pocas semanas después volví para saludar a mi madre. Al bajar del coche del Maneco, nadie de la barra vino a verme…
Desde lejos, desde la esquina, algunos me saludaron con la mano, nadie se acercó. Ya no period el mismo, había dejado de ser un muchacho y empezaba a ser un hombre.
Había dejado de pertenecer a una barra y empezaba a pertenecer a una familia.
Entre esos dos acontecimientos se fue desarrollando mi juventud a medida que evolucionaba en forma vertiginosa el mundo moderno.
En tanto, se fueron haciendo más populares los autos y profundizándose las conversaciones de don Tito con los componentes menos alocados de nuestra barra.
Charlar con él era una clase gratuita, sin tiempo ni límite, de los aconteceres cotidianos y de las características de la raza humana.
Period un filósofo de la vida diaria, y no hay espectáculo más variado que el ver vivir la gente.
Observar el comportamiento de los seres cuando están solos conviven, cuando en el asiento de atrás de un taxi hacen lo que es normal lo que está prohibido.
Cada vez que le preguntábamos por esas cosas, nos respondía:
-Nunca se termina de analizar la criatura humana. Pero, se debe analizar sin juzgar, ya que nadie es mejor que otro para ponerse en la posición de juez perfecto y sentirse superior.
Jamás nombraba a nadie, ni siquiera insinuaba a alguno.
Si criticábamos los vicios solapados de nuestra sociedad, replicaba en tono didáctico con su chata voz:
-Todos somos hombres. Siempre llevamos oculta nuestra parte animal, nuestro secreto deseo de pecar, de hacer lo prohibido. Somos bestias comediantes que vivimos representando el aburrido papel de seres inteligentes.
La vida fue pasando.
La última vez que tomé el coche de don Tito fue para ir a despedirme de mi madre, de mi barrio, del mundo que viví, y marcharme para otras tierras.
Don Tito se detuvo frente a mi casa, sus manos retorcidas se agarraron del volante y, con su voz cascada, me habló:
-Está bien. Siempre que aparece un nuevo camino se debe recorrer para conocerlo. Vos sos de un mundo nuevo, donde todo se mueve veloz. Mi coche sólo llega a ochenta. Pero, acordate, por más que corra la gente, por más que inventen máquinas rápidas, la tierra da vuelta a la misma velocidad y se precisan veinticuatro horas para volver a ver el sol en la misma posición. Además, la tierra es redonda; y cuanto más rápido corramos, más pronto volvemos al mismo lugar.
Me despedí emocionado, dándole las gracias por todo.
Y él, mirando el horizonte, dijo sin mirarme:
::::::
Cuando volví hace años al barrio, en la parada de taxis de la avenida principal ya no estaba el coche de don Tito.
Ya no estaba don Tito.
Me bajé del ómnibus. En la esquina había tres taxis modernos, de líneas aerodinámica, con motores diesel, atendidos por muchachos en manga de camisa.
Al verme, uno de ellos se adelantó y me preguntó:
-¿Coche, señor?… ¿Lo llevo hasta el mirador, señor?
Me sentí extraño, triste. Period un turista en mi barrio.
-No, gracias. Subiré a pie. -pensé, y dije: -¿Me permite?
El muchacho asintió sin comprender lo que pedía.
Tomé una piedra. Subí a la vereda y, sobre la pared del viejo boliche, con la piedra garabateé un nombre querido:
«MANECO»
31 > EL BAQUEANO > DON HERMENEGILDO
Todos los años, al aproximarse carnaval, los muchachos de la barra comenzábamos a preparar la excursión para dicha semana, mejor dicho: «el campamento», como había sido denominado desde los años de nuestra adolescencia.
Period toda una labor de organización: Debíamos lograr las carpas, conseguir un camión que nos transportara, formar los equipos de trabajo, distribuir las obligaciones, pensar las comidas de cada día, limitar la cantidad de personas según méritos y espíritu de compañerismo.
Lo único que no teníamos que pensar era en el lugar y en la persona que nos sirviese de guía.
Cambiar de lugar buscar otra persona no cabía en nuestras mentes.
Tanto lo uno como lo otro period invariable e indiscutible como un principio de fe, como un dogma básico del paseo.
El lugar: El Arroyo de la Virgen.
El baqueano: Don Hermenegildo.
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Y allá salíamos, luego de la misa de seis, cubiertos con la bendición del cura y la mirada cariñosa de nuestras madres. Quienes, entre risas, nos veían bregar cargando el camión con todos nuestros enseres, carpas, ollas, mesas, atados y un sin fin de cosas. Parecía más bien que íbamos a descubrir América, en lugar de ir a pasar una semana en el campo.
Nos despedíamos de las viejas con un beso que sabía a café con leche recién tomado en el salón de la parroquia, y nos íbamos en el antiguo camión. El cual nos llevaría a nuestra meta marchando fatigosamente, empujado por nuestras ansias y acelerado por nuestra juventud. De otra manera no creo que hubiese podido llegar, por su viejo motor y destartalada carrocería.
No íbamos a descubrir América, pero sí a redescubrir algo muy importante: la unión del hombre con la tierra, la afinidad del ser humano con la naturaleza, el amor al campo, a los árboles.
A reencontrarnos con los principios primitivos de sentir la vida propia en medio de la pure del monte, el arroyo y los animales.
Dejábamos atrás la ciudad con su vida artificial, y avanzábamos por las carreteras. El campo comenzaba a girar alrededor nuestro en un caleidoscopio de verdes, amarillos, marrones, de granjas, pueblos, montes.
Cerca de mediodía, llegábamos a un poblado cercano al arroyo. En el cruce del camino se destacaba la figura de don Hermenegildo.
Nunca comprendimos como se enteraba que llegaríamos, pero ahí estaba.
Subía al asiento delantero del camión, acomodaba su fija, su rifle de baqueta, un atadito que parecía no llevar nada y respondía a nuestra clásica pregunta:
-Buen día, don Hermenegildo… ¿Cómo supo que veníamos?
-Y… el viento cuenta cosas. Además, por el ruido que ustedes hacen, desde que salieron de la ciudad, se les está oyendo venir.
A partir de ese momento nuestras vidas estaban en sus manos y en su experiencia. Cruzábamos caminos de tierra, abría una tranquera, el camión se internaba en un campo verde, pisando el pasto fresco que despedía un aroma que nos iba haciendo compenetrar de la vida.
Period un catalizador que nos despertaba los sentidos. Respirar, mirar, oler, oír, caminar, hechos normalmente comunes, se transformaban en cosas importantes, de un valor inapreciable.
De pronto, a una orden del baqueano, el camión se detenía cerca del monte que se levantaba a orillas del arroyo. El viejo se bajaba, vichaba el horizonte, se internaba en el monte, miraba el arroyo, volvía y se acercaba a nosotros.
Entre tanto, los muchachos habíamos bajado del camión, estirábamos nuestras piernas y tratábamos de encontrar entre las tablas del vehículo nuestras asentaderas, ya que estaban tan entumecidas que ni siquiera las sentíamos.
Don Hermenegildo se reía y, luego que cada uno se hallase completo, nos decía señalando un lugar:
-Ahí pueden levantar las carpas. Allá cerca está la correntada para agarrar agua fresca. Y aquí, no más derechito, se pueden bañar.
Los veteranos nunca preguntábamos la causa de su decisión. Y sabíamos que el «no más derechito» period una apreciable distancia en la ciudad, pero pequeña para las medidas campesinas.
Si alguno de los novatos preguntaba el porqué del lugar, protestaba por lo lejos del arroyo, el baqueano sólo se limitaba a encogerse de hombros y murmurar:
-Yo digo, no más. Ustedes sabrán…
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Hubo un año que nos indicó la parte más alta de la barranca para ubicar nuestro campamento. Hasta a los más veteranos nos pareció una exageración. Allí no había ningún árbol que nos protegiese del sol, y el monte con su arroyo nos quedaba lejísimo.
Por respeto le hicimos caso. Pero, las mesas y los enseres de cocinas los pusimos cerca del monte. Don Hermenegildo nada dijo, sonrió, sacó su paquete de tabaco, sus hojillas, lió un cigarrillo, lo prendió con su viejo encendedor de yesca y se puso a fumar. Y, como siempre, el primer día se dedicó a divertirse con nuestras penurias para levantar las carpas.
Reía del trabajo que pasábamos en organizar las cosas y, finalmente, almorzar cerca de las dos de la tarde con los paquetitos de comida preparada, que nuestras madres nos habían hecho para esa primer jornada.
Se abrían las damajuanas de vino, se repartían los distintos platos, elogiándonos mutuamente el sabor explicit de la cocina de cada vieja.
Don Hermenegildo period el mejor catador, tanto de comida como de vino. No bebía ni comía mucho, pero disfrutaba de ambas cosas.
En el anochecer nos reuníamos cerca de la fogata, reposábamos nuestros adoloridos músculos contemplando el cielo oscuro, el cual, tachonado de una cantidad enorme de estrellas no parecía el mismo de la ciudad.
A medida que avanzaba la noche, liquidábamos la comida sobrante del mediodía, escuchábamos un poco de música de la radio oficial. Los preceptos del campamento eran: no oír noticias, ni música popular, ni afeitarse, ni recordar novias, ni nada de la ciudad.
Cuando ya el frío empezaba a subir por la barranca, buscábamos un montón de abrigos y frazadas para dormir bajo la carpa encerada… y encerrada.
Don Hermenegildo tomaba su mate, se acostaba en un rincón, se cubría con el poncho y quedaba dormido como un bendito. En tanto, nosotros tiritábamos a pesar de estar cubiertos de ropa.
Esa noche, después del último mate, se paró y nos dijo:
-Buenas noches… Sería bueno que llevasen las cosas más arriba, al lado de la carpa.
Y, sin decir más, se fue a dormir. Los más antiguos le hicimos caso a medias y subimos lo más liviano. Pero mesas, bancos, ollas y cosas pesadas, las dejamos al lado del monte. Estábamos muy cansados.
En el amanecer del día siguiente, nos despertó el grito del Petiso Billy.
Period el más madrugador y, muy tempranito iba al monte a cumplir con la madre naturaleza. Esa vez la Naturaleza se le había adelantado. Corriendo, entró a la carpa:
-¡El arroyo está crecido! ¡Se está llevando la mesa, todas las cosas de la cocina!
Salimos en tropel, olvidando el frío, con las vestimentas más estrafalarias. Don Hermenegildo nos siguió al paso. Su voz sobradora nos apaciguó:
-Yo les dije… Tranquilos, ése crece de a poquito. Vayan
subiendo las cosas, no se las va a llevar. Y, si algunas arrastra, quedarán aguantadas entre ese matorral.
Efectivamente ya estaban allí varios artículos que la corriente había arrastrado. Subimos a lo alto de la barranca los útiles y accesorios de cocina, mesa, bancos. Casi nada se perdió, a excepción de una damajuana de vino que había dejado destapada el Armeño y una cuchara de sopa. En castigo, durante la semana, no le dimos vino y tuvo que tomar el caldo con tenedor, hasta que, finalmente, fue al pueblo y compró los sustitutos.
A las diez de la mañana el monte había desaparecido bajo la superficie de las aguas. Por arriba daban la impresión de ser mansas pero, bajo ellas, parecía que hubiese algo que las revolviese.
Hasta donde podían apreciar los ojos, sólo se veía agua y faltaban pocos centímetros para que llegase al borde de la barranca, la que ayer parecía estar lejana y alta. El baqueano miró a los más jóvenes y los calmó:
-De ahí no pasa. Debe haber llovido mucho arriba, en las cabeceras. Pero, es como los muchachos, por más que se desboquen solo pueden hacer lo que le da cuerpo. Y el cuerpo del arroyo es esta barranca.
Se dirigió a los veteranos y, sonriendo, nos aconsejó:
-Hoy no hay pesca ni cacería. Los animales, al igual que nosotros, están arrejuntados en algún abrigo. Cámbiense, pónganse ropa seca… ¿Qué les parece si hoy hacemos el asado? Mañana el arroyo será chiquito como siempre. Y no tomen agua hasta el miércoles.
Le hicimos caso, por suerte la mayoría del vino había quedado en la carpa y la carne no había sido tocada por el agua. Hicimos el asado, tomamos vino.
En la tarde el arroyo comenzó a bajar. Las copas de los árboles comenzaron a surgir entre las aguas, mientras la penumbra caía sobre ellos.
Parecían fantasmas que se levantaran sobre un viscoso líquido, donde la luna ponía un halo de misterio.
Prendimos una fogata y entre mate, vino y chorizos, esperamos la noche. Los nuevos muchachos, empezaron a preguntar al baqueano, tratando de cacharlo, desconociendo lo malicioso y veterano que period.
-¿Usted tiene hijos, don?
-Entonces también tiene casa. -decían, no del todo convencidos.
-Mirá, muchacho… -decía, ya entrado en conversación, y cortando en cada chupada del mate- el hombre que se «empollera» es como un caballo domado, que le ponen bozal y lo atan al carro. No puede más alejarse del carro y no sabe comer sin bozal. Es un matungo manso que hasta se le va cayendo el pelo. En cambio, mirá al potro. Nadie le cube donde estar, siempre se las arregla para vivir, no soporta la montura. Por que una vez que se lleva la montura, hay que aguantar cualquier cosa encima de ella.
Y con su sonrisa de viejo criollo, completaba:
::::::
Como lo había dicho el baqueano, al amanecer del martes el arroyo se encontraba en su cauce pure, como si nada hubiese sucedido. Sólo los lodazales cercanos a la orilla y los restos de cosas raras colgando de las ramas, evidenciaban la crecida del día anterior. Con todo, la suerte nos ayudó: Entre unos troncos, encontramos un bote, un chinchorro, que sirvió de diversión en los días siguientes.
-Debe ser del gallego José. -dijo don Hermenegildo- No se preocupen, yo le avisaré. Mientras tanto, lo usaremos para pasear y pescar. Bien cube el refrán: «No hay mal que por bien no venga».
Los benjamines del grupo seguían con sus preguntas, pero ahora deseando saber, luego de haber aprendido a respetar al viejo:
-¿Cómo supo que el arroyo iba a crecer, don?
-Me lo dijo la propia tierra, el olor del aire, el silencio de los pájaros, el coloration del agua, el horizonte… Fijate ahora, mirá el cielo, allá lejos los caranchos vuelan dando vueltas. Debe haber algunos animales muertos por la crecida. Por eso les dije que de no tomar agua hasta mañana. La misma correntada que trae el mal, se lo lleva.
-¿Y no nos podemos bañar?
-Ahí, no. Pueden hacerlo allá, en la quebrada, donde el agua salta entre las piedras. Allí se ve el fondo, y donde se pone el pie. Es tan transparente que mañana hasta se podrá tomar. En el remanso es peligroso, puede haber un tronco hundido, un remolino traidor…
-¿Usted sabe nadar, don? -preguntó, burlón, un pelirrojo.
-Claro que sí. También saben nadar el yaguaraté y el carpincho, pero prefieren andar por tierra. Dios hizo las cosas para cada uno: el aire para los pájaros, el agua para los pescados, la tierra para los animales, los baquianos para enseñar… y los botijas para preguntar.
Una carcajada normal coronó la salida, y el viejo siguió:
-Del agua quieta líbreme Dios, que de la brava me cuido yo. Desconfíen de las cosas mansas y de la gente tranquila. Aquel que siempre sonríe, habla pausado y nunca se enoja, es peligroso. El otro, el que grita, protesta y se pone furioso, en ése se puede confiar, se sabe como es. El perro gruñe antes de morder, el toro bufa antes de embestir, hasta las fieras rugen antes de atacar. Pero la víbora se arrastra callada y clava los colmillos, el yacaré nada silencioso y aprisiona entre sus mandíbulas, la araña callada teje su crimson y se oculta a esperar la mosca incauta…
Quedamos boquiabiertos.
Don Hermenegildo sacó su paquete de tabaco y lió un cigarrillo mientras tratábamos de asimilar su enseñanza.
En la tarde salimos a cazar. El baqueano fue con su viejo fusil de baqueta. Cada vez que lo cargaba por la boca, nos parecía que la varilla iba a salir disparada. Pero, si algún animal comíamos period gracias a su fusil y no a nuestras refinadas escopetas y pésima puntería.
Volvíamos ya tarde, con un par de perdices y una hermosa liebre. Vimos en el alambre de una cerca a unas torcazas aleteando sin poderse elevar.
Seguramente, algunos novatos habían puesto cola para pájaros, y las pobres estaban adheridas.
-¡Ahijuna!… -exclamó el baqueano- Rubio, prestame la escopeta.
La entregué sin chistar, tal era el imperio de su voz.
Apuntó y, con los dos tiros de perdigones, liquidó a las desesperada palomas.
Al oír el disparo, vinieron los botijas.
El baqueano los miró, agarró un palito de hinojo, empezó a mordisquearlo mientras les decía:
-Hay que matar para vivir, es cosa de Dios. Pero, sin crueldad, sin trampas. Tenemos la cabeza para ser más inteligentes, no más ladinos. ¿Para qué hacerlos sufrir? Bastante tienen con perder la vida. Los bichos se hicieron para alimentarnos. Pero cada uno en su lugar: los pájaros para volar, los peces para nadar y los animales para andar. Y es de hombre saber ganar la partida jugando en su terreno.
Los muchachos volvieron para el campamento como perros con la cola entre las patas.
Don Hermenegildo los paró con voz cachadora:
-¿Que van a hacer? ¿Van a dejar las torcazas como guirnaldas para que las coman las hormigas? A lo hecho, pecho. Ya están muertas, vamos a cocinarlas… Y me limpian el alambre de esa porquería.
Esa noche estábamos nuevamente escuchando la radio oficial. Una selección de música clásica llenaba el silencio entre los árboles. Brahms. Beethoven, Tchaikowsky, Falla, Albéniz, nos brindaban su genio en medio de la naturaleza.
El baqueano estaba callado, tomando su mate.
Cuando se escuchó el acorde de un arpa y el bordonear de guitarras, murmuró:
-Me gusta esa música. Es rara, pero me gusta…
Al terminar el concierto apagamos la radio y los muchachos iniciaron sus preguntas, con respeto.
Desde la tarde, no era un don cualquiera, period Don Hermenegildo, el baqueano, un don muy especial.
-¿Nunca ha salido de aquí, don Hermenegildo? ¿Ha viajado?
-Sí. ¿Cómo no voy a salir? Algunas veces he ido hasta la ciudad, a San José.
Sonreímos en la penumbra del fuego, pensando en Montevideo y comparándolo con San José, a la que el viejo llamaba ciudad.
-Pero me siento mal, -continuó- siempre vuelvo enfermo. Cada uno es de donde es. Algunas veces el pasto parece ser mejor en el horizonte, pero al llegar allí uno ve que el sol lo ha encandilado. Ya lo dijo Martín Fierro: «vaca que cambia querencia, atrasa la parición». Además… ¿Para qué quiero ir a la ciudad? ¿Para qué alejarme de la tierra? Si la tierra nos lo da todo: el agua del río para beber, los animales para comer, los yuyos para curarnos, el mate para descansar, las plantas para alimentarnos, los árboles para sombrear, el arroyo para lavar, el día para ver… y la noche pa’ dormir.
Creímos que period una insinuación, pero el baqueano siguió:
-Ustedes han cambiado todo en la ciudad. El gaucho con su facón se las arreglaba para vivir, comer y hacerse respetar. Pero ustedes, si no tienen un destapador, un abrelatas, un tirabuzón y un policía cerca, se mueren de hambre, de sed y de miedo. Todo lo consiguen lavado, empaquetado, pasteurizado y reglamentado. Si hasta la leche recién ordeñada les da asco.
Sonreímos recordando cuando habíamos ido al tambo y pocos nos animamos a tomar la tibia y azulada leche recién sacada de la ubre.
El viejo se levantó, recogió su poncho y, mientras íbamos para las carpas, nos dio la última sentencia por esa noche:
-Lo que pasa es que, cuando uno vive de manera synthetic, lo natural le parece repugnante.
Nos acostamos sin hacer las acostumbradas bromas, el baqueano nos había llevado por el camino de la reflexión.
Y nos dormimos pensando en las frases del viejo.
Esa semana de carnaval fue una de las más recordada. Ver al viejo pescando parado en el chinchorro, clavando su fija en el agua y siempre sacando un pez con ese tridente.
Por el delicioso puchero, rica «olla podrida», donde los choclos pusieron su sabor extraordinario. Ya que los habíamos robado con la fija del baqueano a través de la cerca de una lejana chacra. Los paseos en bote.
Y también, porque muchos sabíamos que posiblemente ése sería el último paseo con la barra.
Varios de nosotros estábamos ennoviados y algunos a punto de casarnos… era el remaining de nuestra juventud.
El sábado llegó el camión a buscarnos. Hicimos muy temprano el almuerzo y subimos las cosas al vehículo.
Como period tradicional, cada uno fue a dar una vuelta por los alrededores para ver si había quedado algo olvidado, dejar un recuerdo a la madre naturaleza, ver el paisaje que lo había impresionado de una manera specific.
Me acerqué al arroyo. Allí donde había una barranca desde la cual nos zambullíamos en el remanso.
Vi a Don Hermenegildo sentando en un tocón, mirando el agua que, algo más lejos, en la quebrada, saltaba entre troncos y piedras.
Me miró y volvió la vista al arroyo:
-Sé que no volverán, es algo que se siente. Ya no son muchachos, se han vuelto hombres y es difícil que sigan juntos…
Siguió mirando el arroyo, los árboles, las piedras, en las cuales aún quedaban las huellas de la crecida. Me las señaló:
-Es como la vida: El agua que pasa no vuelve más. Deja huellas, forma surcos, y a veces hasta cambia el curso. Pero sigue adelante, dejando atrás las marcas del recuerdo, Sigue hasta llegar al remaining… en el mar, donde todos los ríos terminan sin importar el camino recorrido.
Me despedí de Don Hermenegildo, el baqueano.
Le agradecí esos años de enseñanza, de darnos sus conocimientos.
-Adiós, Rubio… -me respondió- Yo soy el agradecido. No creas eso que los viejos damos experiencia. Más bien pensá que, a cambio de ello, vivimos un retazo de la nueva juventud… y yo viví, todos estos años, por unos días, la de ustedes.
Subió al camión. Lo dejamos en el pueblo.
Volvimos a la ciudad.
Aquella barra, hoy es un recuerdo.
Algo inolvidable… como don Hermenegildo..oo0oo…
1982
32 > EL MASÓN > DON ROQUE
Siempre le dije tío Roque. Y por muchos años con la formalidad y respeto debido a una persona mayor.
No period alto pero, por su contextura y voz, imponía autoridad. Excepto los de la familia, todas los demás lo llamaban Don Roque. Sólo el tiempo me hizo comprender esa deferencia. Cuando se referían a él, unos bajaban la voz y otros hacían un gesto significativo.
Don Roque tenía dos hijas, que yo debía tratar por su nombre, me habían dicho que eran mis primas. Pero existía también una barrera de seriedad hacia ellas, mostraban casi la misma edad de mi madre.
Estaba casado con una directora de escuela. Eso levantó un muro de temor en mi mente. Hay cargos que se van haciendo inherentes a cada ser y, por más que le dijese tía Ramona y ella respondiera con cariño, siempre la imaginaba seria tras el escritorio de la dirección.
Al principio me costó entenderlo, sin embargo period mi tío y quince años mayor que mi mamá. El hijo primogénito de mi abuela Rosa con mi abuelo. Se llamaba igual que éste, quien no conocí y que parecía haber sido un ser mitológico por lo que narraba mi madre.
No fue el primer hijo del viejo Roque, el mismo se casó tres veces y enviudó de las esposas previas a Rosa, quien al casarse tenía la misma edad que la primer hija de él.
El abuelo fue fiel representante de aquellos aventureros que hicieron una nación de la Argentina. Tuvo veinticuatro hijos y todos legales, la mayoría murieron al igual que sus madres por la fiebre amarilla y la peste bubónica.
Unicamente Rosa le sobrevivió, aunque de los seis hijos tenidos con ella sólo tres se salvaron de las pestes.
La historia del abuelo Roque merece un libro aparte.
Recuerdo viejas fotos shade ocre del norte argentino donde se veía, entre decenas de chinas y gauchos, a mi abuelo y a mi tío frente alguna pulpería. Como buen italiano, el abuelo tuvo pensiones y restoranes en Santa Fe y Rosario. Decía mi madre que había alimentado a los ejércitos del Normal Roca.
¿Fantasía, realidad?.. De eso se hacen los cuentos… y la historia.
De como don Roque, mi tío, llegó a Montevideo y fue a vivir cerca de la bahía en el Cerro con Ernestina, su primer esposa y madre de mis primas, es algo que no hallo en mi memoria. Y de como mis padres llegaron allí a inicios de los años treinta, pertenece a otra leyenda.
Recuerdo aún con emotiva vivencia el Día de Reyes. Don Roque aparecía con algún juguete de cuerda que tuviese movimientos. Sólo se iba feliz si yo lo desarmaba buscando qué lo hacía mover. Frenaba el reclamo de mi madre para que cuidase el regalo, y ella respetuosa obedecía.
-Seguí… Seguí… -él me alentaba- Un resorte, un motor, un corazón, una thought. Siempre algo mueve las cosas. Dentro de ellas, en el horizonte como las veía tu abuelo. Hay que buscarlo. Y sí se rompen al hacerlo, no importa, habrás aprendido más… y el porqué.
Llegué a la pubertad. Cada tanto iba de visita a lo de Don Roque en Belveder. Me atendía doña Ramona, su segunda esposa, la directora, con quien se había casado luego de fallecer joven la primera.
Era una casa señorial, de gran sala, recibo, estudio, dormitorios, baños donde brillaban los accesorios, también tenía un patio diario acquainted con claraboya, amplia cocina y una alacena. En ese patio me recibían, yo period de la familia.
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En mi juventud fui sintiendo a Don Roque un poco tío, un poco abuelo, un poco mentor, un poco filósofo, un poco inventor, un poco ejemplo vivo de la historia que yo estudiaba… y cuando me llevaba al pequeño taller en el fondo de la casa, un poco igual a mi padre.
El conjunto whole se hace reuniendo el cada poco que constituyen las partes. Y mi tío, Don Roque, fue un conjunto de valores inapreciables.
Por años lo vi tras un velo enigmático.
Era tío pero podía ser mi abuelo, había sido católico pero era masón, nació argentino pero era más uruguayo que el Cerro; era algo conservador pero batllista, sea, del socialismo revolucionario dentro el partido colorado.
Pero, su mayor cualidad constituía que se podía hablar con él. Nunca imponía sus concepts y escuchaba afable al interlocutor, así fuese un joven inexperto, soñador y obcecado fanático irracional como yo.
Hubo cosas de Don Roque que me resultaban extrañas. Los niños son terriblemente lógicos, sólo realizan fantasías sobre lo que no entienden… como los mayores.
Cuando íbamos al fondo, éste no estaba atrás sino en el terreno de al lado. En él había frutales, verduras, flores, el galpón del taller. Árboles y cultivos estaban abonados a lo campesino, el taller tenía el herramental más moderno.
Y estaba el garage. Allí me mostraba su coche, jamás le oí decir automóvil, un Ford Modelo A. Era casi perfecto, casi nunca se averiaba y casi eterno.
Aun hoy, siendo yo viejo, a décadas de esa época, añoro su estructura, su belleza.
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Recuerdo que teniendo yo cinco seis años, mi madre me disfrazó de marinero. Me sentía molesto. El ser punto de atención de las demás madres y monigote de los botijas del barrio me desagradaba.
Mamá me llevó con el disfraz a lo de Don Roque. Éste me miró a los ojos, revolvió el mate y, socarrón, preguntó:
-¿Hum?… Lindo el letrero del país en la gorra, pero… ¿te gusta llevar ese uniforme?
-¡No!… -respondí con la parquedad recurring.
Siempre fui sincero con él, aun estando yo equivocado.
-Mejor así… -agregó él- Mirá, botija… el uniforme se empieza llevándolo por fuera y se termina sintiéndolo por dentro… Y cosa horrible, cuando se siente con el uniforme.
-Roque… -terció mi madre- es sólo un disfraz.
-¿Y no es un disfraz todo lo que nos ponemos? -dijo mi tío- Yo he andado de chiripá… y era un gaucho. Usé pantalón bombilla… y parecía un malevo. Si llevo un traje figuro un señor, con un mameluco soy un mecánico… Pero, jamás me puse un uniforme militar.
En el patio imperaba el silencio. Volvimos a mirarnos a los ojos. Y con cariño propio de tío, me indicó:
-Divertite con el uniforme de marinerito y no te enojes si se ríen los demás. Para eso son los uniformes… para reírse de ellos, aunque no sea Carnaval. Te prometo algo: Cuando seas joven, yo te voy a mostrar otro disfraz.
-Tío Roque… -pregunté curioso- ¿es cierto que anduvo por la Argentina de gaucho con mi abuelo?
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El tiempo siguió pasando y yo creciendo. Mis primas estudiaban. Hasta en eso aportaron algo más al ambiente peculiar de la casa. La mayor siguió la carrera de maestra, otra persona para imaginarla frente al pizarrón enviándome al rincón de penitencia. Pero mi prima tenía una voz tan cantarina y alegre que period imposible verla así.
La menor estudió química. En ese entonces, y con las películas en blanco y negro, esa palabra hacía despertar resquemores de inventos locos y explosiones. También contradictoria con su personalidad que, si bien period introspectiva, la rodeaba una imagen romántica y dulce.
Cuando comencé a ir al liceo, se hicieron más asiduas mis visitas a la casa de Belveder, que me quedaba en el camino, y siempre salía sabiendo algo más. Como un maestro al alumno dilecto, Don Roque siempre se dirigía a mí por mi nombre, jamás por el apodo, y con cierto respeto. Tenía una forma de conversar socrática:
-Mirá… Tu abuelo fue un hombre excepcional, pero un hombre más. Tu madre lo vio viejo y cansado. Yo en su esplendor, luchando contra una tierra y hombres primitivos.
-Según cuenta mamá, debe haber sido un titán.
-Muchacho. -aclaraba- Las mujeres saben que los hombres somos débiles y necesitan idealizar algunos. El más próximo es el padre. Fijate… a dios lo representan como padre y hombre. ¿Acaso no puede ser neutro mujer? Al remaining de cuentas, creó y concibió todo.
Por momentos hablaba como un gaucho, un hombre de campo. Otros, como un ciudadano instruido filosóficamente:
-¡Pucha!… -seguía- Aparecieron los brujos, los curas… como los quieras llamar. Y les hacía falta algo más actual, hallaron ese rebelde místico, Jesús. Lo hicieron hijo de dios naciendo de una mujer. sea: mitad dios, mitad humano.
Luego, como hombre baqueteado por la vida, comentaba:
-Sin embargo, el excellent de cada hombre es que su madre sea una santa y las demás, no. Por tanto, mantuvieron a la madre de Jesús, virgen después de parir. Vos sabés que eso es imposible, pero… ¡qué lindo es creer lo que no es posible! En eso se basan las religiones.
Muchas fueron las discusiones que tuvimos en el patio. Él sereno, yo desesperado. Pero se mantuvo el respeto mutuo.
Cuando él lo consideró, quizás yo mostraba madurez, me llevó hasta su dormitorio.
De un mueble fue sacando y mostrándome los atavíos que le correspondían como masón.
Me asombré del grado que tenía… y aun hoy no lo diré.
-Un disfraz… -dijo socarrón- ¿No te extraña que los sacerdotes representen a dios con un triángulo, y uno de nuestros emblemas sea la escuadra?… Es la forma más easy de encerrar en un espacio algo de la sabiduría, con menos rayas se pierde en el infinito…
Nunca más volvió a mostrarme esos distintivos. Y nunca hizo proselitismo para que yo perteneciera a sus ideas. Le agradaba hablar conmigo sobre la masonería.
Su nombre derivaba del francés maçon, que significa albañil. Y los instrumentos de estos son los símbolos de los masones.
Desde el siglo XIV los albañiles se reunían en logias, casas asociaciones, donde guardaban los secretos de su arte guide y sólo lo transmitían a sus aprendices.
En el XVI fueron haciéndose más secretas, hablando maestros y catecúmenos con contraseñas y signos que darían origen a los actuales usadas por los masones.
En el siglo XVII y XVIII había logias por todo el mundo, y en ellas ya participaban intelectuales de concepts filosóficas, basadas en la razón y la igualdad de los seres humanos.
En el XIX, las logias participaron en los movimientos de independencia de toda América. Mi tío contaba que los libertadores de estos países se formaron en la masonería, habiendo hasta religiosos que eran masones.
-¿Por qué ahora la iglesia está en su contra? -pregunté.
-También lo están los dictadores… -respondió mordaz- Siempre se teme aquello que no se comprende… que haga reflexionar. Es más fácil creer a pie juntillas y pensar que eso es la única verdad. Pero, no hay una sola verdad.
-Los curas dicen que se debe evitar hablar con ustedes. Y mamá que usted se volvió un ateo… ¿eso es tan malo?
-Vos estás hablando conmigo, -comentó burlón- pero tenés tus propias ideas. Y el ateo es tan fanático como un religioso. Yo soy agnóstico.
En una ocasión me esperaba con sonrisa de viejo pícaro.
Vivían en una zona privilegiada. Tenían fuel, no el de petróleo que vendría después de pasar la etapa del querosén, sino el producido de la reacción del carburo en los grandes gasógenos aledaños a la costa. Encender los quemadores period una labor de cuidado para no quemarse con los cortos fósforos causar una explosión.
En la pared junto a la cocina había algo nuevo. Una cajita de la que colgaba una varilla con un hisopo en el extremo. Don Roque introdujo esa punta en la caja, luego la rozó contra la superficie de la caja.
El pabilo se encendió con llama azul… y usando la varilla como mechero encendió los quemadores. Instintivamente fui a ver la caja. Un recipiente de alcohol, un algodón, un pedernal en la varilla, una superficie de lija. Simple y eficiente. Moví la cabeza, comprendiendo.
Al girar vi a Don Roque mirándome orgulloso y diciéndome feliz:
-Como siempre… quisiste saber el porqué.
::::::
Don Roque mantuvo ese halo de misterio que parece envolver a los pertenecientes a la masonería. Pero, además, period algo personal. En él había algo fuera de tiempo. Pertenecía a una dualidad, era un ser montado entre dos siglos, dos épocas, dos matrimonios, dos ideas.
Los años siguieron en su paso constante. Me ennovié, comencé a trabajar. Quise formar un hogar.
Hacía tiempo que no visitaba a Don Roque, mi tío. Pero muchas de sus enseñanzas me acompañaban y me hacían recapacitar.
Fui a su casa, quería que él fuese representante de importancia en mi matrimonio. Conociendo sus ideas ni se me ocurrió pedirle que fuese padrino de la boda, aunque tenía méritos de sobra para eso, así que le solicité ser testigo de la ceremonia civil.
Al salir del juzgado nos abrazó, a la ya mi señora legal y a mí, y con su sonrisa de siempre, dijo:
-Nos vemos en la fiesta… Disculpen si no voy a la Iglesia.
No hacia falta decirlo. Yo sabía que era un hombre íntegro.
Poco después me alejé en la distancia y en el tiempo.
Un día que volví, él ya no estaba.
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Siempre recordaré el Ford Modelo A, el terreno del fondo que estaba de lado, las charlas en el patio con claraboya.
Siempre recordaré los juguetes desarmados el día de Reyes, el encendedor, los símbolos secretos que me mostró.
Siempre recordaré a don Roque, mi tío.
Un tío que quise como a un abuelo…
Y ese fue un don más de él..oo0oo…
33 > EL EXPENDIO > DON BRAULIO
Me hice amigo de Javier en el tranvía 16, sea, donde se hacían amigos todos los que vivíamos en el Cerro.
Teníamos la misma edad, fuimos a la misma escuela y el año anterior habíamos comenzado el liceo.
Ese viejo liceo Bauzá que estaba en la avenida Agraciada, y que al pasar los años tendría los escalones de mármol gastados en el medio por el pasar de miles de alumnos.
Pero nunca coincidimos anteriormente, él iba a la escuela Checoslovaquia en el turno de la tarde y yo en la mañana.
El inicio del liceo correspondió con la eliminación del examen de ingreso, lo cual en parte me desagradó ya que mis padres se habían sacrificado en pagarme un profesor cuyo método period drástico… ¡un reglazo por cada error!
El quitar esa traba ocasionó una verdadera invasión de botijas hacia los planteles de secundaria cercanos a los barrios de clase obrera y la enorme clase media naciente.
Por tanto, para dar clases, hubo que habilitar los salones de laboratorios, archivos y hasta los de útiles de limpieza.
Pero, aún así, no alcanzaba para ese tropel, y crearon el segundo turno vespertino; un eufemismo para no decirle nocturno, el cual period de 4 de la tarde a 7 de la noche.
En él pusieron solamente a los varones que veníamos de barrios aledaños, suburbanos y bravos, tales como La Teja, Nuevo París, La Victoria y; lógicamente, El Cerro.
Muchas mamás recurrieron a sus amistades para que trasladaran su hijo dilecto a otro turno y algunas lo lograron, pero la mayoría de los de barrios reos seguimos en ése.
La hora de salida period un espectáculo. Como jauría nos colgábamos de los tranvías ya repletos de gente que salía de los empleos en el centro… único transporte accesible a nuestros bolsillos gracias al abono estudiantil.
Ni decir del lenguaje en los patios y corredores durante los recreos. La única presencia femenina la constituía unas pocas profesoras, quienes habían aceptado enseñar a esas horas porque eran jóvenes sin trabajo viejas necesitadas.
Ese turno dio una simbiosis extraordinaria. Los profesores nos brindaron sus conocimientos y nosotros el afecto del barrio. La camaradería entre alumnos y educadores no tuvo barreras, y en la clase de matemática se hablaba de fútbol.
Los que pudimos ganar el año, nadie lo hizo con grandes notas, al siguiente nos tocó en el matutino y vespertino…
Y nos quedó para siempre la nostalgia del tercer turno.
De esa manera conocí a Javier, así se llamaba mi amigo, él había estado en el primer vespertino desde su ingreso.
Javier también period del Cerro, y con el Beto y la Katiuska, éramos los últimos estudiantes en el tranvía sixteen después de dar la curva. Javier period del barrio del Convento, el Beto de la Parada, la Katiuska de los Polacos, y yo el de la Iglesia. Entre éstos no habría más de siete u ocho cuadras, pero en ese entonces creíamos vivir en barrios distintos.
Pronto nació el compañerismo entre los varones, con ella imposible. Nunca habíamos visto una muchacha tan bien dotada, tan descarada… y tan entusiasmada con Javier.
Él period un botija retraído, introspectivo, de pocas palabras, de cabello oscuro ondulado, voz baja, y una fisonomía que recordaba los poetas románticos… la antítesis de ella.
Los polos opuestos se atraen, pero él más bien le tenía temor… Las actitudes de ella eran para eso.
Javier buscó como escudo el sentarse conmigo y charlar de cualquier cosa a pesar que el tranvía allí ya venía vacío. Eso no evitó que ella se colocara en el asiento de al lado en el de adelante mostrando sus carnosas piernas un generoso pecho, mientras murmuraba cosas y le tocaba… en tanto él se hacía el desentendido.
Una vez estaba yo contando que me gustaba juntar en la mañana la nata que había debajo las tapas de cartón de las botellas de leche, y con ella y azúcar me hacía una crema.
Esas pesadas y gruesas botellas de boca ancha que nuestras madres lavaban con esmero antes de devolver al lechero. Esa leche cremosa, rica en grasa que con el tiempo se fue bajando aduciendo razones de salud.
Javier sonrió con ironía, era raro verlo sonreír, y sin más me invitó ir a su casa, que siguiese con él hasta la parada.
Subimos por la calle Inglaterra, llegamos al convento. De lado, en la acera de enfrente, estaba la casa. Antigua, con añejo señorial, pero transmitía un espíritu humilde. Period el expendio de leche common. Por primera vez yo iba a ella.
Javier me hizo pasar. En el patio del fondo estaban sus hermanas menores, unas niñas bellas y aún más enjutas que él, y los tíos. Me presentó a todos.
La primer impresión fue su tío don Braulio, un hombre del que emanaba autoridad. Por una escalera lateral bajó la madre de Javier desde el desván. Me quedé boquiabierto, y ella sonrió con la misma ironía que había tenido su hijo.
Period una mujer extraordinariamente hermosa, de cabellos renegridos, piel blanca, ojos oscuros, cejas pobladas, nariz y labios perfectos, cuerpo atractivo, elegante.
Javier contó sobre mi comentario de la nata, y ella rió. Su voz tenía una dulzura maravillosa, y yo seguía embelesado.
El muchacho pidió permiso a Don Braulio para mostrarme el salón del frente, y el hombre nos lo otorgó con un dejo de malicia criolla al decir:
-Júntela… pero pongan bien la tapa de vuelta.
Cuando entré al cuarto creí soñar. Eran botellas y botellas llenas de leche, que a la mañana siguiente se repartirían a los botijas del lugar.
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Las semanas fueron pasando y fui un asiduo visitante de la casa, mejor dicho un diario cliente de la nata gratuita.
Así supe de sus vidas. Javier y hermanas eran huérfanos de padre. Su madre nunca se volvió a casar. Dormían y vivían en la alacena. La dueña de la casa period la esposa de Don Braulio, una señora regordeta y criollasa.
Javier sufría de asma, posiblemente fuese herencia de su padre, nunca lo supe. Se hablaba poco del finado.
Un doctor le recetó baños en la playa y bien temprano. Aún estábamos en octubre, el frío del invierno seguía, pero creí que debía acompañarlo como buen amigo.
En verano yo iba a la playa, por la calle Bogotá, que pasa frente al colegio de las monjas. Pero, sin motivo, hacíamos ese recorrido de cuatro cinco cuadras subiendo hasta la calle Polonia, calle donde terminaba el barrio con casitas humildes de gente emigrante del inside.
De allí bajábamos hasta la playa llamada «de los hombres» porque no period la oficial, de las mujeres, pegada a ella.
Era una playa solitaria, con tamarises y pajonales, con el frigorífico Switt por un lado y por el otro los restos del muro que antes la separó de la oficial Playa Duclós, donde se bañaban con todo recato las damas de los años veinte.
Una playa donde amaneciendo aparecían los pescadores con botes y redes, y los botijas se iban tarde con la majuga llevando en una paja brava uno que otro pez birlado.
El ir temprano me hizo ver la cola de mujeres y niños que esperaban la repartición de la leche. Un día, al volver de la playa, así como no importase la cosa, Don Braulio nos dijo:
-¿Saben?… La nata que ustedes juntan… podría ser de esos botijas y doñas.
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Cuando terminó ese año tuve que dar examen de todas las materias, lo que indicaba que estuve muy distraído.
Javier mejoró algo del asma, pero siguió con su carácter retraído. Su madre parecía embellecer constantemente y, a pesar de su trato maternal, yo seguía admirándola.
La Katiuska terminó por resignarse a que jamás podría conquistarlo, pero nunca lo olvidó. Años después fue miss, representando al Uruguay en un concurso de belleza.
Ese verano tuve que dedicarme a prepararme para los exámenes. Pero yo period un muchacho del Cerro, así que en las mañanas iba a la playa, me juntaba con la barra, nos bañábamos, charlábamos con las botijas, jugábamos fútbol en la enviornment, tratando que ningún entrenador viese a alguno que ya empezaba hacer sus pininos en los clubes.
Pasado mediodía nos marchábamos. Yo me quedaba un rato más, iba hasta la punta de las rocas negras que entraban en el mar. Allí, con la cuchilla hecha por mi padre, desprendía mejillones que ponía en la boina que usaba para que el jopo no me cayese en la cara cuando me zambullía.
Volvía a la casa, me preparaba los mejillones y, por fin, me ponía a estudiar hasta el atardecer.
En la noche llegaba hasta lo de Javier y nos quedábamos charlando con su familia, con sus hermanas, con su madre.
Ya no juntábamos más nata. Quizás se habría perdido la infantil gula de la crema con azúcar, habíamos dado el salto de la pubertad con valores, deseos y gustos distintos.
Una noche, al volver de la casa de Javier, estaba mi madre en la cocina tomando mate.
Lo revolvió mientras me miraba a los ojos y me decía:
-Vas demasiado a esa casa… ¿No estarás molestando?
Le respondí que me trataban como uno más de la familia, y vi en la mirada de ella una socarrona expresión.
El viernes de noche el que me esperaba era mi padre, mamá estaba arriba en la azotea buscando fresco. El viejo me llevó hasta junto al aljibe, sacó unos pesos, los puso en el bolsillo de mi camisa y, con sonrisa nerviosa, aconsejó:
-Andá… Buscate una… Cuidate… Que no sea una vieja…
Avergonzado, le devolví el dinero. Joven, aún idealista, respondí agradeciéndole, pero diciendo que el día que me acostara con una mujer sería porque la amaba.
A los pocos días estaba recogiendo los mejillones, como siempre, entre las rocas. Las olas me salpicaban y cada tanto patinaba en la baba de las piedras cayendo al mar.
Sentí alguien a mi espalda. Giré, period Don Braulio. Me observaba con esa mirada burlona del gaucho, y preguntó:
-¿Te gustan esos bichos?… No podés negar que sos tano. Nosotros somos de pan, vino y carne… y leche.
Le contesté que sí, y él siguió:
-¡Tené cuidado!… A veces por un gusto se puede tener un resbalón y caer en un remolino… y al ultimate… te traga.
Se dio vuelta, marchándose. Yo quedé en silencio. Recogí los mejillones y me fui haciendo equilibrio en las rocas.
::::::
Lejos en el tiempo y la distancia, llegan los recuerdos:
Ya no hay más tercer turno. Ya no existe el tranvía sixteen.
La escuela Checoslovaquia y el liceo Bauzá tienen los escalones gastados, los maestros y profesores son nuevos.
El Beto, la Katiuska, y tantos más, ni sé donde están.
Ya no quedan baldíos, todos las barrios se unieron.
Recuerdo a Javier, sus hermanas, su hermosa madre.
Recuerdo a Don Braulio, el que tenía el expendio de leche.
Un hombre que me enseñó a reflexionar..oo0oo…
Creo que se llamaba Don Pascual…
Desapareció hace mucho tiempo.
Don Pascual period bigotudo, delgado, formal, y tal vez napolitano.
Marchaba con porte marcial y llevaba el organito como si fuese el tambor de una banda militar.
Era de poco hablar, circunspecto, tenía una mirada lejana y triste, como si estuviese mirando algo del pasado.
Pero, cuando se encontraba con un italiano, su cara, sus ojos, su sonrisa cambiaban.
Invariablemente, a los pocos minutos, sacaba de un largo bolsillo que tenía el organito, un pañuelo amarillo y lo mostraba con orgullo.
Los tanos se arremolinaban alrededor del viejo.
El pañuelo tenía un ancho borde rojo sangre, donde estaban todos los escudos de las distintas regiones de Italia.
En el centro, en líneas negras, el mapa del país con sus regiones, ríos, ciudades, lagos, islas.
Y cada uno encontraba su ciudad, su pueblo…
Los más humildes se conformaban con indicar su región, el río de su infancia la costa cercana a donde habían nacido.
Finalmente, miraban la esquina superior de ese cuadro de tela, donde estaba escrito un reconocimiento de honor a los soldados que habían luchado en la guerra de 1918.
Los hombres se separaban de Don Pascual y, con un gesto de admiración en sus caras, movían sus cabezas con leves inclinaciones de respeto.
El viejo se erguía más que nunca.
Parecía que estuviera recibiendo una medalla.
Sólo faltaba el redoble del tambor el sonar de una trompeta.
Doblaba y guardaba el pañuelo. Miraba a todos con una sonrisa de satisfacción y daba una vuelta a la manija del organito, del cual salía un trémolo.
Nuevamente period Don Pascual, el organillero.
::::::
Llegaba a la esquina de cada barrio, daba vuelta a la manivela y, de aquella caja de brillante colorido, salía la monótona música que tenía el sonido nostálgico de otras tierras y la realidad acompasada de la nuestra.
En su melodía se escuchaba la cadencia del bandoneón, el bordonear de la guitarra, la melancolía del mandolino, el repiqueteo de las castañuelas, el ritmo artístico del piano.
Amalgamando en su armonía, los recuerdos de una lejana Europa que había quedado detrás de los barcos de vapor, y el presente actual de una tierra nueva, nuestra y bravía.
Period el organillero… el vendedor de ilusiones, el portador de esperanzas, el renovador de entusiasmos.
Sicólogo barato de las masas populares.
Taumaturgo que, luego de sensibilizar con la música de su organillo, presentaba el espectáculo de una pequeña cotorrita verde… color de la esperanza.
El ave caminaba sobre la caja, giraba contoneándose, acicateando las ansias de aquellos seres simples de corazón.
Seres que reían demostrando incredulidad, pero que intimamente deseaban el momento que la lorita sacara un papelito donde vendría escrito un sueño, una ilusión, un poco de suerte.
Había papelitos de todos los colores. Y la cotorrita siempre sabía cual sacar:
Para las muchachas, papeles rosas con palabras tiernas sobre futuros amores.
Para los botijas, papeles azules con frases edificantes.
Para las mujeres, cartulinas blancas con un verso a la madre y un número para jugar a la quiniela.
Y para los hombres, una tarjeta gris con una cita de Martín Fierro, de Espronceda, de Quevedo, del Quijote, del Dante…
Se paraba en la esquina, daba vuelta a la manivela, y todo el barrio salía a buscar su cuota de esperanza.
El organito de la tarde. Hasta en eso tenía conocimiento del ser humano.
Nunca aparecía de mañana, eran las horas llenas de trabajo, de energía.
Nunca aparecía a la hora del almuerzo, tiempo de naturaleza, lleno de instinto.
Nunca aparecía en la siesta, modorra de la realidad de vivir.
Pero, en cambio, surgía en el atardecer, tiempo de nostalgia, tiempo de ilusión, horas para el recuerdo, horas para los sueños.
::::::
Los hubo de todos tipos y de todos los colores…
Algunos eran carritos que iban empujados por un gallego y divididos en muchas jaulas, con una cotorrita en cada compartimiento.
No eran los más populares, parecían una especie de prisión ambulante y sonaban como el armonio de la iglesia.
En cambio, queríamos más a aquellos cajoncitos pequeños, colgados del cuello del organillero con un ancho cinto de cuero.
Cinto de cuero que siempre estaba adornado de monedas extrañas, medallas baratas, y cintas de variados colores acordes a la nacionalidad de su dueño.
Cajoncitos que algunas veces tenían una pata muy larga, para apoyarse en la baldosa de cada esquina, mientras el napolitano mostachudo le daba vuelta a la manivela, brillante de tanto girar.
Todos con una lorita verde que subía al hombro del organillero cuando éste terminaba su función.
::::::
Pero, un atardecer, cuando llegó la noche del pasado, el organito se fue.
Se colgó la caja sin brillo al hombro, en la cual ya no quedaban papeles de ningún coloration.
La lorita vieja subió con dificultad al hombro del organillero y, recostándose sobre el cuello tibio del viejo, se durmió entre el calor de aquellas canas.
Habían llegado los tiempos modernos.
Y el organillero nunca volvió..oo0oo…
1982
35 > UN HOMBRE COMÚN > DON PABLO
Aparte que don Pablo caminaba muy rápido, no recuerdo alguna otra cosa extraordinaria que lo hiciera destacar en mi infancia.
Sin embargo, todos lo trataban con consideración y cuando yo necesitaba saber algo, siempre me enviaban a preguntarlo a él.
Period un hombre de estatura regular, más bien delgado, piel blanca y de ojos claros. Siempre vestía de gris, usaba corbata, sombrero y fumaba mucho.
Su voz period aguda pero suave. Hablaba una mezcla de francés, italiano y español.
No podía pronunciar las jotas y arrastraba las erres en forma gutural, con ese tono gangoso peculiar de los galos.
Por lo tanto, para el barrio fue un gringo más.
Pero, para mí, no era un desconocido.
Lo había visto durante mi niñez entrando en la casa.
Llegaba ya avanzada la noche, salía muy temprano para el trabajo, se preocupaba de nuestros problemas y, cada quincena, traía su sueldo.
Los fines de semana siempre tenía algo que enseñarme a hacer. Y lo volvía un juego para mí.
Poseía una habilidad pure para fabricar cualquier cosa, haciéndolo parecer muy fácil.
Otras veces me llevaba a pasear por ese Montevideo que crecía al unísono conmigo.
Me gustaba caminar y hablar con él.
Period sencillo en sus explicaciones, tan easy que, algunas veces lo que estaba diciendo parecía ridículo.
::::::
Realmente conocí a don Pablo en mi juventud.
Yo estaba viviendo la inquietud de esa edad cuando se me acercó con la serenidad que le daban sus años y me habló. Desde ese instante fue mi mejor amigo.
Empecé a conocerlo de verdad a partir de ese momento.
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Un hombre común, que merece contarse su historia.
Parte de ella la supe de sus propios labios, otra la convivimos, el resto me la dijeron sus amigos. Sólo tuvo amigos, verdaderos falsos, pero unicamente amigos.
Narraba de manera expresiva y era entretenido oírlo. Muchas fueron las noches en que me quedé despierto, absorto, escuchando los sucesos de su trabajo cotidiano las historias de su pasado.
Era el primogénito de una familia llena de tradiciones y se sintió portador de esa herencia de valores intrínsecos que es el apellido. Explicaba que sus ancestros se perdían en la noche del pasado, hasta llegar a aquellos galos rubios que tanto costó a la Roma Imperial dominar.
Había nacido en la Lorena, región de Francia, zona minera que ha sido límite secular de dos razas, con un solo pueblo que une romanticismo y laboriosidad.
Nació con el siglo y fue digno representante de esa centuria de industrialización. Se educó en la vieja cultura humanista y universal, la cual hizo de él un hombre ecléctico, afable y sentimental.
Creció en una ciudad cuyas casas tenían cimientos hechos con la escoria de los altos hornos. La frontera con Alemania estaba cerca, e ir hasta ella era la diversión de su niñez.
Llegó el año 1914. Estalló la guerra. La paz desapareció. Cuando narraba esos momentos, recuerdo a don Pablo con sus ojos llenos de tristeza.
A pesar del tiempo transcurrido, aún se veía corriendo por los caminos, solo, separado de su familia.
Entonces yo prefería callar. Don Pablo period un hombre demasiado sensible, demasiado humano, para hacerle revivir lejanas angustias.
Y me despedía de él, musitando un:
-Hasta mañana.
Luego me alejaba, cruzando la oscuridad.
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En cambio, los ojos le brillaban de emoción cuando narraba su vida de joven. Nos contaba que su padre había vuelto a su patria, Italia, para fundar una industria y un pueblo consecuencia de ella. Ambas cosas se llamaban Fornacci di Barga, que significa «Hornos de Barga».
De esa época mucho nos divirtió con los cuentos de sus aventuras juveniles, de los errores de aprendizaje, de sus ilusiones románticas de cantar en la ópera.
Aún recuerdo como nos entretenía los sábados de noche cantando a dúo con la radio, las arias que ésta transmitía.
Había algo extraño. Al cantar perdía su acento francés y, si le preguntábamos la causa de ello, contestaba:
-Hablo con la boca, pero canto con el corazón.
Los años me hicieron comprender esas palabras: su mente fue francesa, su corazón italiano, su lucha uruguaya y su alma common.
En ese pueblo conoció a una muchacha quinceañera y bella, quien poco tiempo después viajaría para el Uruguay con su madre.
Don Pablo siempre tuvo un atractivo natural que lo hacía agradable.
Quizás fuese su cultura francesa, sus ojos dulcemente azules, su calidad humana.
Nunca supe lo qué, pero siempre mantuvo eso.
Ella marchó para América y él entró en el ejército. Nada se habían dicho, pero hay cosas que no necesitan palabras para entenderse.
Poco después él empezaba en la aviación como teacher mecánico. Había logrado su meta.
Noches y noches nos entretuvo con anécdotas de esa época audaz, donde se volaba más por la voluntad de los hombres que por la capacidad de las máquinas.
De aquellos años guardaba fotos ocres, donde se le veía junto a pilotos de blancas echarpes y alumnos de grandes botas.
También guardaba un biplano a escala, hecho en bronce.
¡Cuántas veces vi a don Pablo tomarlo en sus manos y perderse en el pasado, volando en los recuerdos!
Todavía en mi infancia se consideraba que volar period cosa de intrépidos, de aventureros, fuera de normalidad.
Por eso, si alguien no creyó sus palabras que llegaría el día en que el mundo se moviese por el aire, el tiempo le dio la satisfacción de ver el momento que un hombre daba el primer paso de la humanidad en la luna.
Y estoy seguro que don Pablo sintió que una parte él daba ese paso.
Luego abandonó con tristeza la aviación para seguir recibiendo de su padre la herencia de sus conocimientos.
También aquella muchacha volvió al pueblo. Volvía con la ilusión de encontrar a ese muchacho que tanto recordaba.
Encuentra, en su lugar, a un hombre. Se casan.
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Al narrarnos esos años, afloraba en don Pablo el romanticismo, la dulzura, la profundidad de sus conceptos sobre la mujer y el hogar.
Pero, también surgían reflejos de responsabilidad, de dilemas, de serenidad.
Los meses siguientes a su casamiento fueron de prueba a su temple y entereza, a su dulzura y comprensión, a su fortaleza para enfrentar cada suceso.
Su suegra enferma y muere. Su primer hijo nace. Y ve en el horizonte una próxima guerra.
Sabe que él, por su especialidad, será uno de los primeros en ser llamado para ir a la lucha.
Piensa en su esposa y su hijo. Quiere darles futuro y paz.
El Uruguay era un país sin guerras.
América era un nuevo mundo que necesitaba gente para hacer.
Europa es un mundo que siempre necesita gente para deshacer.
Decidió irse. Llevaba poco bagaje: su esposa, su hijo y.. sus conocimientos.
Un día embarcó en Génova. Subió a la escalerilla.
Miró por última vez la vieja tierra. Se despidió de Europa, de Italia, de su pueblo, de su gente.
Recordó la azul mirada de su padre, los ojos llorosos de su madre, el adiós de sus hermanos.
Subió al barco.
Don Pablo venía a dar, no a sacar.
Era el thirteen de octubre.
Llegaba un día después de Colón.
Llegaba tarde.
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Bajó en Montevideo detrás de su esposa y su hijo. Desde la baranda vio a una ciudad que nacía. Vio y nada dijo. Hay pocas criaturas que al nacer sean hermosas, pero todas representan la ilusión del futuro.
Se fueron a vivir al Cerro. En una casita de un dormitorio, cocina y corredor envarillado. Por el cual, en verano, se colaba el tango desde el almacén de la esquina; y, en invierno, el frío pampero salado desde la bahía.
Facilmente tuvo trabajo. Pasó los primeros años mejorando la casita y, cada tanto, subiendo al cerro de 142 metros. Desde allí miraba por donde había llegado el barco. Mientras su hijo rubio observaba por donde llegaba el ganado.
Vino la crisis de los años treinta. Se perdió el trabajo, los ahorros. Pasó la crisis, llegó la recuperación, otro trabajo, el pan de cada día y la resignación de nunca volver.
De esa época empiezo a recordarlo. Siempre estaba haciendo algo. Don Pablo fue obrero, maestro de obreros; técnico, maestro de técnicos; amigo, mi maestro.
Juntos construimos muchas cosas. Entre ellas, una hamaca en el parral del fondo de la casa. Tan grande que veinticinco años después, pudo ver a sus nietos hamacándose en ella.
Luego, con su esposa construyeron una casa; enorme como un sueño, fuerte como un sacrificio.
Don Pablo trabajaba hasta las diez de la noche, su esposa se encerró en la cocina, le dio un segundo hijo, y la casa se terminó. En sus cimientos y paredes se enterraron el envarillado del patio, las ilusiones, las esperanzas, los ahorros, el orgullo y la hipoteca.
Pablo seguía y seguía dando. Mucho había perdido, pero había ganado un título:
Ahora era Don Pablo.
::::::
Una mañana estaba yo sentado en la vereda, jugando a la payana. Era sábado, cerca de mediodía. Esperaba que don Pablo llegara, tenía que preguntarle algo.
Llegó un muchacho en bicicleta, tocó el timbre de la casa y entregó un telegrama. Al rato, todo el barrio estaba en la vereda, hablaban entre ellos y me miraban. Finalmente me llamaron y me explicaron lo sucedido. Don Pablo estaba por llegar. Me pidieron que se lo dijera. Yo era un botija. Pero me sentí responsable. Period el único que se lo podía decir.
Lo esperé en la esquina. Desde lejos lo reconocí. Llegó con su andar rápido y una sonrisa en sus ojos azules.
Me tomó de la mano. Y, mientras trataba de seguir el ritmo de su paso, levanté mi cara y con un esfuerzo se lo dije:
-La nonna María ha muerto.
Apretó mi mano y aceleró más su paso. En la vereda estaban los vecinos, le dejaron lugar murmurando cosas ininteligibles mientras agachaban sus cabezas. Entró a la casa. Se sentó en la escalera a medio hacer. Y lloró.
Mantenía mi mano entre la suya… y yo no sabía que decir.
El día siguiente salió a caminar. Me pidió que lo acompañase. Subimos a la Fortaleza. Me explicaba donde trabajaba, allá, en Nuevo París, la calle por donde venía el tranvía, el puente sobre el arroyo, la curva donde empezaba nuestro barrio, el Cerro. De pronto dejó de hablar. Lo observé, su vista estaba fija ladera abajo, en el cementerio. Sintió mi mirada, apoyó su mano en mi cabeza y dijo:
-Mercí.
-Por estar aquí…
Luego nos callamos y así, callados, bajamos hasta la casa.
Una casa demasiado grande para un hogar tan pequeño.
::::::
Los años siguieron pasando. Don Pablo siguió siendo maestro de obreros, su esposa ahogando el tiempo dentro del mate en la cocina, su hijo menor corriendo tras su niñez, y yo alejándome en el romanticismo de mi juventud.
Apenas veía a Don Pablo. Pero él siempre estaba a mi lado cada vez que lo necesitaba, con un consejo a tiempo, con una explicación técnica humana que me dejaba asombrado.
Pero era sólo un momento. Luego, encandilado por los idealismos, la verbosidad de los eruditos, las retóricas de los teóricos, el impulso de mi edad y el espejismo de otras sociedades, volvía a ver mi presente como algo monótono y a don Pablo como un hombre común. Pero, como él decía, la juventud es una enfermedad que se cura con los años. Llegó la hora en que mis sueños tomaron el sendero de la realidad. Me enamoré de verdad.
Me habían enseñado a ser orgulloso. Quise ganar el pan de cada día con mi esfuerzo y tener en el bolsillo mi propio dinero. Dejé de estudiar.
Don Pablo me vino a hablar. Subimos al mirador del fondo y, contemplando la azul bahía, viendo la escollera por donde un día lejano había entrado el barco que lo trajo, me dijo:
-Cada uno es dueño de su vida. Lo que siembras hoy lo recogerás mañana. Un mañana donde triunfarán los más especializados. El mundo del futuro será cada día diferente. En él, tener experiencia sólo será saber lo que ya es viejo.
Recién hoy día comprendo lo que me quiso decir. Pero en ese entonces me sobraba juventud, le prometí que aun trabajando, estudiaría. Movió la cabeza, me tomó de la mano y, con ojos llenos de lágrimas, me dijo:
-Es tu decisión. Sos un hombre.
::::::
Años después me casé, Don Pablo estuvo para desearme felicidad. Luego de nueve meses nacía mi primer hijo, Don Pablo fue el primero en llegar a conocer esa nueva vida.
Algunos años más tarde me subía en un avión para buscar, en tierras lejanas, un lugar donde sembrar mis ansias. Muchos amigos me acompañaban en el aeropuerto.
Don Pablo y una gran señora, la abuela de mi esposa, no fueron. Los dos, días antes se despidieron de mí.
Ambos dijeron lo mismo:
-Adelante. Los jóvenes deben buscar el futuro.
Y, mientras la gran señora quedaba guardando recuerdos, y don Pablo enseñando aprendices, me separé de una familia que iba dejar siete mil kilómetros y muchos años atrás.
Los días fueron devorados por los meses, y éstos por los años. Don Pablo se enfermó. El maestro estaba viejo. Un maestro viejo puede enseñar, pero no produce. Lo jubilaron.
Subió al mirador del fondo de la casa. Miró la ciudad. Se sentó. Estaba jubilado. Estaba empezando a morir.
La enfermedad progresó. Ya no podía caminar veloz.
Sus aprendices, vueltos maestros, venían a verlo, a estar cerca de él. Su esposa estaba cerca, su hijo menor estaba cerca… yo estaba lejos.
Y un día, junto a su esposa, tomó el avión. Venía a verme, venía a ver otros niños que, nacidos en otra tierra, no habían podido hamacarse en la hamaca grande.
Lo vi llegar acompañado por una aeromoza. Caminaba arrastrando los pies pero, para que me sintiese orgulloso de él, se soltó de su acompañante y me abrazó.
Mis hijos lo amaron. Mis amigos lo admiraron.
Era Don Pablo, un hombre común.
Y qué difícil es ser un hombre común.
::::::
Días después fue a conocer el lugar donde yo trabajaba.
A paso lento iba entre las máquinas, las miraba, les sonría. Hasta las acariciaba, como si fuesen cosas vivas, seres que junto a él, en el pasado, fueron parte del progreso.
Al salir de los galpones, le pregunté su opinión.
-Es una fábrica. No importa lo que haga. Ni que sea grande pequeña. Lo importante es que sea una industria y que enseñes a los aprendices.
Respondí que así sería y… rogué poder hacerlo.
Una tarde subimos al teleférico del Ávila. Don Pablo estaba feliz, quizás recordase su juventud en los Alpes.
Lo cuidábamos pero, al volver por la bajada, don Pablo se quedó atrás, mirando Caracas.
Mi familia iba unos pasos adelante. Giraron y dieron un grito. Me di vuelta.
Don Pablo venía veloz, caminado ligero, con ese paso que tantas veces me dejó cansado en mi niñez.
Me volví hacia los demás con una orden de silencio en la mirada. Todos callaron. Esperé a Don Pablo.
Lo tomé suavemente de los hombros, sin detener la marcha, sin detener ese momento de felicidad.
Me miró con esos ojos azules, brillantes de alegría y dijo:
-Mercí…
Nunca sabré que quiso decirme con esa palabra, porque si alguien debía estar agradecido, era yo.
Días subía al avión para volver al Uruguay.
Me tomó de las manos y, con los ojos llenos de lágrimas, me repitió:
-Mercí… au revoir.
::::::
Hacía meses que Don Pablo se había marchado. Estaba yo leyendo, sonó el teléfono. Tuve miedo de levantarlo, lo hizo mi señora. Su mirada me dijo más que sus palabras:
-Es David…
Tomé el aparato. La resonancia, el eco, y mi angustia, hacían imperceptible su voz. Sólo pude entender:
-El viejo se muere…
Y sólo pude decir:
Las veinticuatro horas siguientes siempre las recordaré con un eterno agradecimiento a la raza humana y a una compañía de aviación.
Period domingo; sin embargo, la mesa de mi casa se llenó de dinero, traído por gente que apenas me conocía, para que yo pudiese viajar. Y Pan Am hizo salir de Nueva York un avión, horas antes repleto, con un asiento vacío para que yo llegase a acompañar a Don Pablo.
¿Habrá sido algo del espíritu pionero de Don Pablo en la aviación, lo que logró eso?
Siempre estuvo a mi lado cuando lo necesité.
Cuando llegué ya no me necesitaba, estaba en coma.
Y me quedé al lado de ese hombre común.
Don Pablo peleó por vivir, estaba acostumbrado a hacerlo, tenía un corazón de hierro.
Eran las doce de la noche. Llovía. Estaba solo con él.
Salí un momento al patio del hospital a respirar el aire húmedo que venía del mar.
Un relámpago cruzó el cielo. Temblé. Entré en la habitación. El luchador ya no luchaba más.
::::::
El velorio de Don Pablo fue una reunión social.
Creo que a él le hubiera gustado que fuese así. Lleno de reencuentros de viejos amigos, de familiares, de antiguos aprendices. Nunca pensé que lo quisieran tantas personas. Nunca sabré cuantos fuimos los que aprendimos con él.
Sobraron manos amigas para llevar el féretro.
Al día siguiente, antes de tomar el avión de vuelta, me aturdí en caminar y comprar regalos para mi familia.
Eran en recuerdo de Don Pablo. Y él, siempre que iba a una casa llevaba un obsequio, aunque fuese pequeño.
Después tomé el avión. Otra vez vinieron los amigos a despedirme. Pero ya no estaba la vieja gran señora ni estaba Don Pablo para decirme que siguiera adelante. Sin embargo, dentro mío sentí esa orden.
El avión, en vez de volar sobre el mar, cruzó la ciudad. Desde la ventanilla podía ver Nuevo París, el barrio donde Don Pablo fue maestro; más adelante el Cerro, barrio donde me enseñó a vivir.
El aparato siguió sobre la bahía, pasó sobre el cementerio donde descansaba para siempre Don Pablo.
Y, de pronto, el avión empezó a bambolearse en un subibaja de alas. Me estremecí y un frío me recorrió.
Era el saludo de los viejos aviadores al encontrarse.
Una aeromoza me sonrió y dijo:
-Son corrientes de aire.
-No, señorita. Se despedía de mi padre.
Porque Don Pablo, ese hombre común… fue mi padre..oo0oo…
1982
Llueve. Anochece.
La calle, convertida en río de aguas turbias, arrastra los despojos de la ciudad.
Un hombre, envuelto en un abrigo, trata de encogerse dentro de él, buscando ser menos frente a la inclemencia del tiempo.
Camina lento, resignado, mirando de vez en cuando para atrás, en la esperanza de ver un transporte que lo saque de esa fría soledad de las calles céntricas y lo devuelva al abrigo del mundo propio de su barrio.
Un automóvil pasa, lo salpica e indiferente sigue, perdiéndose en la oscuridad.
Deja en la distancia el recuerdo de unas luces rojas, y en el hombre unas manchas de barro.
De pronto, el hombre empieza a correr. La lluvia arrecia.
Un ómnibus se acerca. La máquina le gana la carrera al hombre, lo sobrepasa, parece que lo va a abandonar.
Pero, larga un resoplido de sus frenos. No se sabe si es un suspiro de resignación un bufido de conmiseración.
El hombre, ya agotado, corre saltando dentro los charcos de la vereda.
Alcanza al coche, se abre la puerta, un ser humano entra… y el ómnibus se va.
Sigue lloviendo. La noche es oscura.
La calle queda desierta.
¿La calle?…
¿El hombre?…
Todos los barrios estuvieron llenos de don Nadie.
Se hicieron con los don Nadie y siguen existiendo gracias a los don Nadie.
Son los hombres que se levantan temprano y vuelven muy tarde. Hombres que tienen nombre y apellido, pero son seres desconocidos.
Tienen una esposa, algunos hijos y un perro.
Pero que, al pasar caminando un sábado de tarde por la calle del barrio, al verlo las vecinas se preguntan:
-¿Y ése, quién es?
Para que las demás repitan las mismas respuestas:
-Me parece que es el marido de la gorda de allá arriba.
-No, para mí es el padre de ese botija flaco, el rubio.
-Yo creo que es el dueño del perro negro, ese bravo.
Y, finalmente, hay una que dice la frase lapidaria:
-Debe ser un pobre diablo. Un Don Nadie.
::::::
Nuestro idioma es de una riqueza inagotable de palabras.
No sólo por que tiene muchas. Es que combinándolas puede hacerse la oración más refinada la expresión más despreciativa.
Nada más pobre que «no tener donde caerse muerto».
Nada más triste que «ser un pobre diablo».
Y nadie más insignificante que «un don Nadie».
Y, sin embargo, esos Don Nadie que son unos pobres diablos que no tienen donde caerse muertos, constituyen el núcleo de muchos hogares. Esos hogares son las células de los barrios.
Y los barrios son los organismos vivos, feos e ignorados, que se unen para formar la ciudad, el cuerpo activo de nuestra sociedad y de nuestra civilización.
No hay una calle, ni una plaza, ni un libro de historia, ni siquiera un poema, que recuerde a esos don Nadie.
::::::
Pero… ¿quiénes son los don Nadie?
Son los changadores de ojos rojizos, los peones de manos toscas, que todas las madrugadas llenaban el tranvía, apretujándose entre ellos para transmitirse su calor humano contra el frío del amanecer.
Son los albañiles de piel cuarteada, los obreros de overoles raídos, los mecánicos de uñas negras, los que a la siete de la mañana suben a la carrera el ómnibus con la preocupación de llegar tarde.
Son los empleados perdidos detrás de un escritorio, los carpinteros irreconocibles bajo la capa de aserrín, los obreros ignorados junto a una máquina, los vendedores estereotipados tras el mostrador.
Los que ganan el sueldo de cada día con el temor de perderlo.
Son los hombres sin historia, pero que hacen la historia.
Los dueños de nada y constructores de todo.
Los don Nadie de ayer, los don Nadie de hoy… los don Nadie de siempre.
Los que vinieron con el sueño de hacer la América y nunca la hicieron. Pero, en cambio, hicieron a América, a cada nación. Los que dejaron la tierra con la esperanza de progresar en la ciudad, sin nunca lograrlo. Pero, hicieron progresar a cada ciudad, a cada país.
Los que nacieron vivieron en cada barrio con la ilusión de ser grandes, importantes y no lo fueron. Pero, hicieron grande a su pueblo e importante a cada barrio.
Son los soldados de la lucha diaria, sin pasado, sin presente, sin futuro. Lucha en donde se nombra a los señores y, algunas veces, se recuerda a ciertos dones, pero siempre se olvida al hombre común.
Así como la historia nombra a los generales, recuerda a algún héroe, pero olvida a los soldados.
Son los don Nadie, soldados desconocidos… y sin monumento.
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Quiero acordarme de ti, don Nadie que ibas junto a mí en el tranvía. De ti, don Nadie que subía y bajabas diariamente la calle de mi barrio. De ti, don Nadie que cruzabas tu camino con el mío.
Quiero acordarme de ti, don Nadie que desaparecías en el conventillo al volver de trabajar. De ti, don Nadie que esbozabas una sonrisa tímida cuando saludabas. De ti, don Nadie que te escondías tras el mate en el fondo de la casita.
Quiero acordarme de tantos Don Nadie: del limpiador, del albañil, del peón, del changador, del basurero, del chofer, del heladero, del empleado, del vendedor, del obrero…
Quiero acordarme… y no recuerdo a ninguno en particular.
Se confunden en una sola persona, sin rostro definido, sin figura destacada… Se confunden en alguien que vale por muchos…
En don Nadie.
Tú eres el don más importante.
Sin ti… no seríamos nada..oo0oo…
1982
CONCLUSIÓN
Luego de citar al más importante, sea a don Nadie, sería imposible recordar a ningún otro don que tuviese suficiente figura destacada personalidad especial.
Además, todo debe tener un closing:
Los sueños, las esperanzas, la vida, y hasta los recuerdos.
Se dice que recordar es vivir. No lo creo así.
Recordar es solamente buscar en la memoria hechos del pasado.
Y el pasado nunca se puede reproducir igual para que sea otra vez presente.
Siempre falta algo alguien para volver a ser lo que fue.
Además, la memoria y la fantasía son hermanas siamesas.
Y así como la ilusión siempre tiene algo de realidad, por más fidedigno que sea un recuerdo siempre tendrá algo de imaginación.
Vivir es sólo el futuro. Porque el presente es el límite intangible, y efímero, entre el pasado y el futuro.
Puesto que cuando el futuro se hace presente, se vuelve pasado de inmediato.
Por eso, al llegar al punto final de la última palabra de esta frase que pone término a esto, todo se habrá vuelto pasado: el punto, la palabra, la frase, los dones del ayer…
y un día, yo.
Estando vivo, creo innecesario que otro escriba sobre mí.
Sólo se justificaría si fuese tan senil y achacoso que no pudiese razonar, tan joven y vanidoso que precisase un panegírico.
Afortunadamente no me afectan esas enfermedades.
Y si bien me ataca la nostalgia y la vejez, todavía puedo discurrir con cierto equilibrio. Trataré ser ecuánime, cosa ardua; con quienes solemos ser menos objetivos es con nosotros mismos.
Nací en Italia el 28 de marzo de 1929. Teniendo tres años, vine con mis padres al Uruguay, en Montevideo. Me crié en el barrio Villa del Cerro, asistí a la escuela Checoslovaquia, laica y del estado, y mi barra fue con los muchachos de la iglesia parroquial.
Fui un niño tímido, observador, retraído, arisco y solitario.
En la adolescencia completé mi educación en el viejo Liceo Bauzá, el de la avenida Agraciada. Y mientras conocía aquel Montevideo, divagaba entre el romanticismo de escribir versos, la fe de una religión pura y el splendid de un mundo mejor.
Fui un joven rebelde, inquieto, altanero, inconforme y soñador.
A los 18 años comencé a trabajar en la industria del esmalte, a los 25 me casé con una mujer excepcional que me ha soportado.
Soy un hombre introvertido, temperamental, estricto e idealista.
Teniendo 28 años fui tras un sueño, siguiendo aquel amigo, artista de vida efímera, que se llamó Ariel Severino. Y mi camino de realidades, con luchas, triunfos y fracasos, fue Venezuela.
Y continuamente mis recuerdos se mantuvieron para el Uruguay. Al inicio con acerba crítica apasionada que, frente a los años, fue cediendo a una dulce nostalgia plena de serenidad.
Pero, siempre, sin importar ni cuando ni donde, llevé dentro, oculto, callado, a aquel muchacho que escribía versos…
En 1999, ya retirado de la industria, con logros y frustraciones, con muchos recuerdos y pocos sueños, sólo puedo agregar:
Soy un viejo agnóstico, irascible, impaciente, solitario y bohemio.
En pocas palabras:
Fue y es difícil convivir conmigo… hasta para mí mismo.
Rosalino Carigi Año 2005
DICCIONARIO LUNFARDO
CARACTERÍSTICO (Y SENTIMENTAL) A AGUADA Barrio de Montevideo Zona indust. antigua. AGUAJANE Nombre comercial del hipoclorito de sodio AMUEBLADA Casa de citas. Resort por horas. ARREJUNTADO Reunido. Juntado. En concubinato. ASISTENCIA (…PÚBLICA) Hospital estatal suburbano ATORRANTE Del fabricante (A. Torrent) escrito en los tubos de cloacas donde dormían los vagos. B BARRA Grupo de niños jóvenes, unidos por amistad BELVEDER Barrio Mdeo. Clase media. Cruce de buses. BOCA (LA…) Barrio de Buenos Aires. BOCHÓN Bolita grande de porcelana, vidrio, terracota BOLICHE Bar well-liked de barrio. Cantina. BOMBILLA Tubo con filtro y con que se absorbe el mate. BOTIJA Niño(a). Muchacho(a). No tiene género. BURIL Cuarto pequeño, para aventuras amorosas. C CACHAR Burlar. Ridiculizar: Sorprender. Agarrar. CAMBALACHE Compraventa cosas usadas. Mezcolanza. CANARIO Campesino Hombre del Dpto. de San José. CANILLAS Grifos, llaves para el agua. CANILLITA Repartidor de periódicos. Pregonero. Personaje de una obra de Florencio Sánchez CAPURRO Barrio y antigua playa de Montevideo. Antes residencial. Actual clase media e industrias. CARRASCO Barrio y playa residencial de Montevideo. Aeropuerto, arroyo, bañados de Montevideo. CERRO Suburbio en monte del mismo nombre, fue zona de frigoríficos. Barrio regionalista y arrabalero. Se le quiso llamar Cosmópolis, triunfando Cerro. Tipifica al Uruguay, está en el escudo de la nación y del depto. de Montevideo. Habitantes: cerrenses. CREOLINA Desinfectante. Nombre comercial de creosota. CUMPARSITA (La) Tango del uruguayo Mato Rodríguez, Tipifica la música rioplatense. CUÑA Medios amigos que facilitan trámites. CH CHAMPIÓN Zapato deportivo. Nombre francés antigua marca comercial (CHAMPIÓN = campeón) CHINCHIRIVELA Juego infantil. Se cortaba de un palo de escoba una cuarta aguzando extremos. Colocado en el suelo se le golpeaba en una de las puntas con el palo restante. D DRAGÓN Uruguayismo. Pretendiente. Galanteador. E EMPILCHADO Bien vestido. (de pilcha = ropa) EMPOLLERAR Estar con la mujer. (de pollera = falda) ENTOAVÍA Barbarismo. Todavía. Aún. F FRETACHO Italianismo. Pala de mano para alisar FORCHELA Automóvil Ford T. Coche viejo FORTALEZA (La…) Viejo fortín en la cima del Cerro. FRANFRUTE Sizzling canine. Perro Caliente. De Frankfort. G GATO Baile widespread campesino. GRAPPAMIEL Bebido mezcla de grapa y miel. GUARDA Colector de los transportes públicos. J JUDEADA Broma pesada mal intencionada. L LADINO Persona traidora, solapada. Ll LLUPES Calle de Nuevo París, barrio de Montevideo. M MALAMBO Baile sólo para hombres, con pasos y figuras MAL DE OJO Maleficio causado por la mirada de otro. MAMELUCO Vestimenta de una pieza, para trabajar MARMOLINA Mármol artificial de cemento y granzón. MATAMBRE Enrollado de carne con verduras, etc. MATAMBRERO Obrero de los frigoríficos que faena MAULA Cobarde. Miedoso. MEDIO Moneda de 5 centésimos. MILONGUERO Dado al baile y la vida nocturna MILONGUITA Mujer asidua a bailes, de poco respeto. MINA Mujer mantenida por rico. de un chulo MORSA Italianismo. Prensa de banco. MOTORMAN Conductor de tranvías. OLLA PODRIDA Puchero con muchos ingredientes. ORIENTALES Nombre oficial de los nacidos en la Rep. Oriental del Uruguay. El fútbol dio el término «uruguayo». OVEROL Mameluco. Uniforme de trabajo. P PALILLOS Pinzas de madera para colgar la ropa. PALITOS (… de Brasil) Trozos secos de caña dulce. PAÑUELITO Baile nacional del Uruguay. PASO MOLINO Barrio Mdeo. Parque, cruce ferroc, puente. PELANDRÚN Italianismo. Haragán, holgazán. PERICÓN Baile criollo, tipo cuadrilla, con contrapunteo. PESOS ORO ( peso fuerte) Pesos con respaldo en oro. PIOLÍN Cordel para atar para remontar cometas. PITUCO Patiquín. Engreído. Comedido. Expresión despectiva de los suburbanos a los de la ciudad. PLANTAR Dejar. Abandonar. Olvidar. No ir. POLACO Extranjero del norte y este de Europa. R REAL Moneda de 10 centésimos. REDOMÓN Que no termina de amansarse. REO Suburbano, sencillo. Término despectivo que la clase alta y media da a los suburbanos. Título de orgullo entre éstos. Lenguaje lunfardo. RINCÓN (del Cerro) Zona detrás del Cerro. Granjas. RÚLEMAN (Anglicismo) Cojinete, rodamiento. S SOBRADOR Burlón, con mucho conocimiento. SOS Lunfardo rioplat. por «eres». Del antiguo «sois» T TANO Apócope de italiano. TOMÁ, VENÍ, HACÉ Argot por: tomad, venid, haced V VENTEVEO Cristofué. Pájaro de grito parecido a su nombre VINTÉN Moneda de dos centésimos. VOLTEAR (… la pisada) Quitar el maleficio. VOS Lunfardo por tú ti. Del antiguo vos = usted Los adverbios como «rápidamente» , and so on. se escribieron sin acento en el adjetivo authentic («rápida», and many others.) aunque así lo indique la norma. Su pronunciación es grave en el sufijo «mente» y la norma un atavismo.
Se mantiene el concepto que la letra Ch es una letra aparte, ya que representa un sonido propio. Colocarla dentro de la C es un servilismo a la cibernética. Lo correcto hubiese sido darle otro símbolo.
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rosalino en